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Un disparo… una muerte. El mazo de siete kilos cayó con tanta fuerza que la roca de granito se abrió al instante. La brillante mica llenó momentáneamente el aire que rodeaba al hombre que empuñaba la herramienta como si de un arma se tratase. Las gotas de sudor caían por el rostro en tensión de Reno Manchahi. Desnudo de cintura para arriba, con el intenso sol de julio pegándole en la espalda, levantó la maza hacia el cielo una vez más. Tenía toda la atención puesta en la roca, incluso la respiración parecía fijada en el objetivo.

Pero lo que veía en realidad era el rostro arrogante del general Robert Hampton. Resopló con fuerza al dar el golpe y la roca se pulverizó bajo aquella canalización de su odio. Un disparo… una muerte.

Reno tomó aire hasta llenar los pulmones. Lo único que le hacía sentirse vivo era imaginar a Hampton en cada roca que hacía pedazos. La venganza le permitía soportar el encarcelamiento en una prisión de la armada de Estados Unidos cerca de San Diego, California. El sudor volvió a caer por su frente abundantemente al cobrarse una tercera roca como víctima de su frustración.

Con la mandíbula apretada, Reno se dirigió a la siguiente. Los otros presos presentes en el patio lo rehuían porque percibían su odio y la sed de venganza que reflejaban sus ojos de color canela.

También decían que él era diferente a todos los demás.

A Reno le gustaba estar solo por una buena razón: pertenecía a una familia de cambiaformas. Los genes y la formación que había heredado le permitían transformarse a voluntad de humano en jaguar. Pero ni siquiera su secreto poder lo había protegido a él… ni a su familia. ¿Qué clase de vida lo esperaba? Su esposa, Ilona, y su hija Sarah, de tres años, habían muerto asesinadas por el general Hampton en su casa, en la base de Pendleton, California. Ese pervertido hijo de perra se había dedicado a acosar a la mujer de Reno mientras él se encontraba en Afganistán luchando contra los talibanes.

Una oleada de amargura se apoderó de él mientras apartaba con el pie las piedrecitas que había en su camino para llegar a otra enorme roca. El resto de presos, todos militares, le dejaban las rocas más grandes; sin duda preferían que descargase con ellas su rabia mejor que con ellos.

Por su cabello negro, su piel de color cobre y los pómulos marcados, todos sabían que Reno era indio. Al conocerlo y enterarse de que era medio Apache, algunos de los presos habían intentado provocarlo llamándolo Jerónimo. Sólo una vez consiguieron lo que pretendían. Durante la pelea que había seguido a las bromas, había ocurrido algo extraño. Tumbado después de vencer, Reno lanzó una mirada a los rostros ensangrentados de sus rivales y les dijo que si querían llamarle algo, debía ser «gan», la palabra apache para designar al diablo.

Reno recordaba haber entrado en un estado de alteración de la conciencia que no había experimentado antes. Al temer por su vida, su consejero jaguar se había impuesto sobre su cuerpo para protegerlo. De su garganta había salido un rugido profundo en mitad del violento altercado. En sólo un instante, su cuerpo había experimentado cambios tan extraños y rápidos, que Reno creyó que los había imaginado. Sus manos se habían transformado en las garras de su consejero jaguar. Las marcas que había dejado en los rostros de aquellos tres hombres habían hecho que Reno se diera cuenta de que había empezado a cambiar de forma. Un puño dejaba magulladuras e hinchazones, no cuatro profundos arañazos paralelos.

Sorprendido y nervioso, Reno había ocultado el descubrimiento y había prometido a los presos que la próxima vez que oyera el nombre de Jerónimo, les rompería los dientes y la nariz. Si su espíritu guía volvía a apoderarse por completo de su físico, mirarían a los ojos amarillos de un jaguar.

Tenía que ocultar el secreto y rezar para no volver a cambiar de forma nunca más mientras estuviese en prisión. Si alguno de los guardias veía un jaguar, dispararía a matar. Su mejor protección sería asegurarse de que el resto de presos lo temieran hasta el punto de no atreverse a pensar siquiera en atacarlo.

Aunque deseaba pasar completamente inadvertido, los rumores sobre él circulaban incesantemente por el penal.Algunos decían que una noche habían oído el rugido de un felino procedente de su celda. Reno se limitaba a burlarse de las habladurías.

Sin embargo, a menudo veía dos enormes ojos amarillos que lo miraban en la oscuridad. Esos ojos… Reno nunca había revelado a nadie aquellos extraños sueños. Su guía jaguar le hablaba en sueños, lo tranquilizaba e intentaba ayudarlo a soportar la encarcelación.

Nadie había vuelto a insultarlo desde aquel primer día. Sólo lo llamaban «el solitario». Y era cierto, estaba solo; a sus veintiocho años, estaba sufriendo una soledad que jamás habría podido imaginar. El corazón se le encogió de angustia al pensarlo. Tres años después del asesinato de su mujer y su hija, Reno aún no había conseguido escapar de la agonía que le invadía el corazón cada vez que imaginaba a Ilona con la pequeña Sarah en brazos.

Hampton, general del ejército de Estados Unidos, había borrado cualquier pista con tremenda habilidad. Al volver a levantar el mazo, Reno imaginó de nuevo el rostro de Hampton sobre la roca. Venganza. Sí, eso era lo que quería. Venganza. Su ira aumentó al recordar el deseo que el general había sentido en secreto por su bella esposa. Hampton había observado a Ilona día tras día y, aquel funesto día de diciembre, poco antes de Navidad, se había colado en su casa. Había violado a Ilona y después la había asesinado para asegurarse de que no pudiera hablar. Y la hija de Reno había sido hallada en la habitación contigua, estrangulada en su cama.

Reno cerró los ojos unos segundos después de golpear la roca, después levantó el mazo apretando bien la mandíbula y volvió a estrellarlo contra el granito con todas sus fuerzas.

«Gran Espíritu, ¿por qué dejaste que murieran Ilona y Sarah?». Aún no había conseguido comprenderlo. No podía sentir otra cosa que rabia y desesperación. El general era listo como un coyote y había pensado prácticamente en todo, pero lo que Hampton no había previsto era la reacción de Ilona al ataque. Había luchado como un puma, lo cual era evidente en cuanto uno miraba las fotografías de su cadáver. Las pruebas de ADN realizadas por el servicio de investigación de la marina habían demostrado que el general había sido el atacante, pero antes de que nadie pudiera detener a Hampton, los resultados de las pruebas habían desaparecido del laboratorio y nadie había podido localizarlas desde entonces.

Ilona y Sarah habían sido incineradas antes de que Reno hubiera tenido tiempo de llegar. No había podido verlas ni despedirse de ellas. Ahora estaba prisionero en muchos sentidos: privado de justicia, privado de su familia y de los espacios abiertos que tanto necesitaba. Sólo el cielo azul le ofrecía una pequeña escapatoria de su confinamiento.

Reno se incorporó y, mientras se secaba el sudor de la frente, miró a su alrededor, al patio delimitado por muros de piedra de más de diez metros de altura. De pronto atrajo su atención el grito de un halcón de cola roja. Poniéndose la mano a modo de visera para que no le diera el sol en los ojos, Reno miró al pájaro que sobrevolaba el patio de la cárcel. Podía ver la cola del color del óxido. Habiéndose criado en una reserva Apache, había aprendido que cualquier animal podía ser un mensajero.

Por un momento, olvidó la tristeza y la rabia. El pájaro estaba a menos de cien metros de distancia. El patio de la prisión era grande, en él había unos treinta presos y toneladas de rocas, pero el ruido de las mazas estrellándose contra las piedras no acalló el grito de la rapaz.

Reno lo llamó mentalmente. «Hermano, ¿qué mensaje me traes?» El Gran Espíritu sabía cuánto deseaba salir de la celda cada día, aunque sólo fuera para trabajar como un esclavo durante unas horas. Su salud mental se sostenía gracias a esos momentos que pasaba al aire libre.

Olvidándose de la roca, Reno se concentró en el halcón, que seguía volando en círculos sobre él.

«¡Libertad!», gritó el ave.

Reno movió la cabeza.

«Imposible, hermano. Imposible». Se dio media vuelta, convencido de que había imaginado el contenido del mensaje. Volvió a mirar la roca y a imaginar el rostro de Hampton sobre ella.

«¡Libertad!».

Reno sintió aquel grito como si hubiera salido del interior de su cabeza y, al volver a mirar al pájaro de cola roja, se permitió albergar esperanza durante unos segundos. ¿Lo estaba imaginando? Sin duda, pues el general había conseguido que lo condenaran a veinte años de prisión.

Sin embargo, Reno había pasado toda su infancia en las montañas de la reserva, aprendiendo a comunicarse con los animales. Podía hablar con ciervos coyotes, halcones y reptiles… ésas eran sus habilidades como cambiaformas. Hasta las águilas doradas que sobrevolaban las tierras de su pueblo habían hablado con él.

Si Reno era liberado, podría por fin llevar a cabo su venganza. Fuera de aquella cárcel sería muy peligroso. Al fin y al cabo, no era coincidencia que su apellido, Manchahi, significase «lobo» en el idioma apache. Reno siempre encontraba a la presa designada y disparaba. Los equipos de francotiradores desaparecían en las montañas de Tora Bora, en busca de los dirigentes talibanes. Un disparo... una muerte. Ésa era una de las máximas de los francotiradores. Con cuarenta y dos muertes en su haber, Reno era considerado el mejor francotirador del ejército estadounidense. Por supuesto, su capacidad de transformarse en jaguar le daba la ventaja de poder rastrear a sus enemigos con el olfato.

«¡Libertad!».

Negando con la cabeza, Reno le envió un mensaje telepático al halcón:

«Hermano, es un verdadero honor que hayas venido a mí, pero es imposible que pueda salir de aquí y conseguir la libertad».

Reno sabía que era imposible, así que volvió a centrar su atención en las rocas para olvidarse de las insistentes llamadas del halcón, que seguía sobrevolando su cabeza. Aún le quedaban diecisiete años para poder ir en busca de Hampton y matarlo.

—¡Manchahi! —lo llamó un joven guardia desde la puerta.

Reno se volvió a mirarlo con el mazo en la mano.

—¿Qué? —espetó.

—¡Ven aquí! ¡Tienes visita!

Mientras se secaba el sudor de la frente, Reno miró al joven guarda que lo observaba desde la puerta, junto a un segundo centinela. El muchacho era nuevo y era evidente que tenía miedo de Reno y de su feroz reputación.

—Me parece que te equivocas.

La única visita que habría deseado recibir habría sido la de su mujer y su hija, pero estaban muertas. Muertas para siempre, pero nunca olvidadas. La madre de Reno había muerto de un ataque cardiaco cuando se había enterado de que su familia había sido asesinada. Su padre, un indio yaqui mexicano, había sufrido un ataque masivo cuando Reno había sido declarado culpable del intento de asesinato del general. Reno acababa de ingresar en prisión cuando le había llegado la noticia del fallecimiento de su padre y había sabido que la causa de su muerte había sido su injusta encarcelación.

Ahora Reno no tenía a nadie en el mundo. Los pocos parientes que aún tenía vivían en una reserva de Arizona, por lo que resultaba improbable que fueran a recorrer tan largo camino para ir a visitarlo. Sus primos no lo llamaban demasiado por teléfono, ni tampoco le escribían cartas, por lo que Reno no esperaba que se pusieran en contacto con él. Su único amigo era su espíritu guía, el jaguar que siempre estaba junto a él.

—¿Quién es? —le preguntó al joven guardia.

No podía ser su abogado, era más que probable que el general Hampton hubiese sobornado a ese malnacido.

—Ahora lo verás. Entra y lávate. Nos han ordenado que te llevemos a la sala de visitas enseguida.

Reno maldijo entre dientes mientras dejaba el mazo en el suelo. Ese guardia era un ingenuo si creía que tenía alguna autoridad sobre él; lo único que Reno respetaba era a los marines. Su padre había sido uno de ellos. Estando aún en infantería, los marines habían descubierto las dotes de cazador de Reno y, después de graduarse, lo habían enviado a formarse como francotirador. Un disparo… una muerte. Reno no trabajaba bien en equipo y el puesto de francotirador era el ideal para un ermitaño como él; siempre al aire libre, en la naturaleza que tanto amaba.

Los guardias se apartaron para dejarlo pasar; incluso ellos se asustaban de él, especialmente después de haber visto las marcas de garras que había dejado en la pared, junto a la litera en la que dormía. Su espíritu guardián se había apoderado de él una noche y le había hecho experimentar la fuerza del jaguar haciendo un agujero en el muro. Reno había tenido que mentir a los guardias diciendo que había sido él quien había hecho aquellos cortes en el cemento. Lógicamente, los presos no podían tener objetos cortantes, por lo que los guardias habían registrado la celda y lo habían revuelto todo en busca de la herramienta. Pero no habían encontrado nada. Después de darse cuenta de que ni siquiera su capacidad para cambiar de forma iba a valerle para salir de allí, Reno había abandonado el experimento.

Los guardias habían llegado a la conclusión de que no era humano, que aquellas marcas eran sobrehumanas; algo que ningún hombre podría haber hecho con sus propias manos. Reno se había encogido de hombros y había fingido estar aburrido de tanta acusación y especulación absurda. Si el incidente había servido para que todos lo dejaran en paz, ya había merecido la pena.

Siguió a los guardias hasta las duchas, donde se deshizo del sudor y del polvo del patio bajo el agua fría. Mientras se frotaba el pelo con la pastilla de jabón, Reno tuvo una breve sensación de libertad.

¿Cuántas veces había imaginado que se encontraba bajo una cascada del bosque en lugar de en las duchas de la prisión? Los recuerdos de una infancia vivida en libertad en la naturaleza lo ayudaban a mantener la cordura, esos recuerdos liberaban su espíritu y le permitían pensar en lo que ocurriría tras los siguientes diecisiete años. Pero por mucha agua fría que cayera sobre su cuerpo, no conseguía dejar de sentirse muerto por dentro.

Sin previo aviso, apareció en su mente la poderosa visión que había tenido también la noche anterior. En su sueño, se había visto en una roca a la que había ido millones de veces de niño, un lugar maravilloso donde la tierra se unía con el cielo de una manera mágica. Allí, Reno había visto cómo se materializaba ante él una mujer de pelo negro y ojos increíblemente verdes. Aquel acontecimiento místico lo había dejado cautivado.

Pero más confuso le había resultado el modo en que su cuerpo había reaccionado ante ella. El corazón se le había llenado de una inesperada e intensa emoción que lo había pillado completamente desprevenido. Sólo había experimentado algo parecido por la mujer que amaba, por Ilona.

Aquella mujer de ensueño iba vestida como una sacerdotisa inca; con una larga túnica blanca que perfilaba inocentemente las curvas de su cuerpo joven. Sobre los hombros llevaba la piel negra y oro de un jaguar y unas coloridas plumas adornaban a modo de corona su cabello negro y liso. Por el tono dorado de su piel, Reno había imaginado que procedía de Sudamérica.

De pronto la mujer había extendido una mano hacia él.

—Necesito tu ayuda. Por favor, ven a mí. Ven pronto…

Reno había seguido allí de pie, perplejo, mientras su cuerpo y su corazón respondían a ella como si la conocieran bien. Pero no era así y, sin embargo, había sentido cómo la sangre le latía en las venas.

—¿Ir adónde? —había preguntado él.

La mujer había sonreído suavemente, como con paciencia, y después había señalado al sur.

—Allí. Te veré allí muy pronto. Estoy en peligro. Necesito tu ayuda y tu protección…

Reno recordaba haberse despertado poco después de eso con un sobresalto, empapado en sudor y con el corazón acelerado. ¡Había sido un sueño muy extraño! Pero sentado en la litera, en la oscuridad de la celda, algo le había dicho que no había sido un sueño. Había sido algo real. Su madre había tenido el poder de tener visiones y Reno estaba seguro de que aquello había sido una.

Había vuelto a quedarse dormido sin haber podido comprender el significado de las palabras de aquella mujer. Una mujer muy bella cuyos ojos recordaban a los de un gato, grandes y llenos de un brillo místico. En otro tiempo los jaguares habían habitado las tierras del sudoeste, ¿tendría algo que ver con todo aquello? Recordó que aquella mujer llevaba la piel de un jaguar sobre los hombros.

Pero Reno sabía que las visiones nunca eran explícitas, había que deducir su significado poco a poco, con tiempo.

Al salir de la ducha se preguntó si la imagen de aquella mujer y la visita del halcón serían señales que indicaban que su vida estaba a punto de cambiar. Pero lo cierto era que no imaginaba cómo podría suceder algo así mientras estuviese encerrado.

—¿Quién me espera? —les preguntó a los guardas que lo miraban con impaciencia mientras él se secaba y se ponía los pantalones. Nunca usaba ropa interior, le gustaba ir lo más libre posible.

—Vamos, Manchahi —le dijo el más joven sin responder a la pregunta.

Era su primera visita en tres años. ¿Cómo era posible? Mientras le ponían las esposas y los grilletes con cadena alrededor de los tobillos, recordó al halcón de cola roja que le había gritado «libertad» desde el cielo. ¿Sería eso lo que iba a ofrecerle su visitante? La idea lo hizo reírse en silencio. Era demasiado realista como para pensar que la vida pudiera ofrecerle aquel regalo. El general jamás lo dejaría escapar.

Al llegar a la sala de visitas custodiado y encadenado como el preso peligroso que todo el mundo lo consideraba, Reno encontró el lugar vacío a excepción de un hombre que aguardaba de pie en un rincón. Su sexto sentido reaccionó de inmediato; era un cambiaformas y tenía desarrollado ese dispositivo de alerta más que un ser humano normal.

Su visitante, de unos treinta años, iba impecablemente vestido con un traje azul. Con su altura y su cuerpo de atleta, parecía un modelo. Aun a distancia, Reno notó el aroma de su loción de afeitado, pero distinguió otros olores, como un ligero toque de humo de puro. Sus ojos grises hicieron que Reno desconfiara inmediatamente de él.

Enseguida se dio cuenta de que no conocía a aquel hombre. En la mesa que había junto a él vio una carpeta que le hizo pensar que probablemente fuera un agente de algún tipo. ¿Del FBI?

No, más bien un agente secreto de la CIA. Reno había trabajado con muchos en Afganistán, por eso distinguía esa actitud arrogante con la que pretendía hacer ver que estaba por encima de los demás, el típico comportamiento de un agente secreto.

—Siéntese, señor Manchahi.

—Estoy bien de pie. ¿Quién es usted? —la voz de Reno sonó como una especie de rugido, un trueno que retumbaba en las montañas de la reserva en un día cálido.

—Enseguida lo sabrá. Ahora siéntese.

Reno consideró qué hacer. Aquel tipo no lo temía y eso lo intrigaba. La curiosidad pudo más y finalmente agarró una silla de plástico y se sentó antes de que lo hiciera Ojos Pálidos. Su madre le había enseñado a interpretar los rostros de la gente y todos las caras humanas le recordaban a algún mamífero, pájaro, serpiente o insecto. Por el mentón afilado y la mirada furtiva, Ojos Pálidos le recordó a un coyote.

—Soy el agente Brad James, de la CIA.

—¿Y?

—Estoy aquí para ofrecerle la libertad.

Libertad. Reno no hizo un solo gesto. Como buen indio, sabía cómo ocultar sus emociones. Recordó al halcón y su promesa de libertad.

Observó al agente detenidamente antes de decir:

—Lo escucho.

—Bien —dijo James sonriendo—. Sus servicios y su talento son necesarios en Ecuador.

Aquello le sorprendió, pero no dijo nada.

James se inclinó hacia delante.

—Yo estoy destinado en Quito. El gobierno ecuatoriano ha solicitado ayuda a Estados Unidos. Hay una mina de esmeraldas llamada Santa María que está sufriendo el acoso de un hombre. Ya ha matado a varios guardias y es el responsable de la desaparición de tres millones de dólares en esmeraldas. Lo llaman El Espanto —James sacó una fotografía de la carpeta y se la dio a Reno—. Aquí está la mina y ésos son los propietarios —añadió enseñándole una segunda foto—. La mina se encuentra en una montaña y El Espanto siempre ataca a los guardias por la noche.

Reno observó una tercera fotografía en la que se veía un caudaloso río que atravesaba la selva y rodeaba una gran montaña. Una parte del terreno había sido despojada de árboles y era en ella donde se podían ver las cicatrices dejadas por los bulldozers.

—¿Entonces ese tipo… El Espanto, roba a los ricos y ataca a los guardias contratados para proteger la mina? —preguntó Reno recostándose en el respaldo de la silla.

—En pocas palabras, sí.

—¿Y qué es lo que se supone que tengo que hacer yo?

James volvió a inclinarse hacia delante y bajó la voz.

—Queremos que encuentre a ese hijo de perra y que lo mate. Queremos que desaparezca. Lleva ya dos años causando problemas y ya hemos… quiero decir… ya han perdido muchos hombres. Necesitamos un buen rastreador y francotirador… y ése es usted.

—¿Por qué yo?

—Porque sé cuándo alguien es el mejor para un trabajo. Eso es todo lo que necesita saber.

—¿Y si hago ese trabajo para usted…?

A Reno no le gustaba nada aquel James.

—Lo primero que tiene que hacer es encontrar a ese tipo, matarlo y darles a las autoridades ecuatorianas una prueba de que lo ha hecho. Después de eso, el gobierno de Estados Unidos estará dispuesto a perdonar la deuda que tiene con la sociedad, por así decirlo. Cuando haya matado a ese hombre, obtendrá la nacionalidad ecuatoriana y Estados Unidos pasará a ser terreno prohibido para usted. Habrá dejado de ser ciudadano estadounidense para siempre.

Reno sintió que el corazón le golpeaba el pecho con fuerza mientras observaba al agente. James parecía muy seguro de sí mismo, casi petulante. Sin duda era uno de esos urbanitas a los que no les gustaba ensuciarse las manos en el mundo real.

—En otras palabras, ¿seré libre si encuentro a ese tipo y lo mato?

—Exacto. La sentencia quedará conmutada.

Puede pasar el resto de su vida en Sudamérica, pero si intenta volver a Estados Unidos por el motivo que sea, lo detendrán y volverán a meterlo en esta cárcel hasta que muera. Nadie sabrá que está aquí, ni se preocupará por ello —hizo una pausa antes de continuar exponiendo tan dura oferta—. Es una buena oportunidad, Manchahi. Yo que usted, la aprovecharía. Si no, siempre puede seguir pudriéndose aquí durante los próximos diecisiete años. Usted decide…

Libertad. El halcón no le había mentido. Y la visión de aquella mujer que le señalaba al sur también encajaba. Reno volvió a mirar las fotografías. Parecía una operación sencilla; nada que no pudiera hacer con total facilidad.

—¿De cuánto tiempo dispongo para encontrar a ese tipo? —preguntó.

James se encogió de hombros.

—Los propietarios de la mina quieren que desaparezca lo antes posible.

—¿Cuánto tiempo lleva escapándoseles a los guardias de la mina y a todo al que hayan contratado?

—Dos años.

—Lo que quiere decir que la misión no es tan sencilla como parece a simple vista —Reno miró fijamente a los pálidos ojos del agente—. Quiero saberlo todo antes de comprometerme a nada.

James lo miró sin decir nada y Reno se dio cuenta de que no pensaba responder. Finalmente, el agente señaló el documento que había sobre la mesa.

—Se trata de una operación secreta, así que olvídese de saberlo todo. ¿Ve esto? Es un documento firmado por la CIA autorizando su puesta en libertad. Léalo. Promete que quedará libre siempre y cuando encuentre a ese tipo en el plazo de un año y, dada su reputación como mejor francotirador del mundo, deduzco que será tiempo más que suficiente para cazar a ese hijo de perra.

Mientras observaba el documento y la firma, Reno pensó que había muchas cosas que no encajaban. El agente James se sacó un pasaporte ecuatoriano del bolsillo y se lo dio a Reno, que enseguida vio su foto en el interior.

—Utilizará su verdadero nombre. El pasaporte es perfectamente válido, pero los dueños de la mina prefieren que se haga pasar por otra persona. Tengo entendido que en los marines trabajó como paramédico titulado.

—El título sigue en vigor —confirmó Reno—. He continuado renovándolo a pesar de estar aquí.

—Muy bien. La corporación está dando los últimos retoques a un pequeño dispensario médico cerca de la mina al que podrán asistir los esmeralderos —le informó James—. Suponemos que el asesino es uno de ellos, así que será útil que se mezcle con ellos y, siendo el responsable del consultorio, le resultará fácil hacerlo. Usted habla español con fluidez puesto que su padre era mexicano.

—Era un indio yaqui —matizó Reno, furioso por el tono condescendiente de James.

—Sí, bueno, lo que sea —dijo el agente—. Lo que importa es que usted habla español y que tiene aspecto latino. Los esmeralderos acudirán en masa a su clínica gratuita, todos ellos necesitan cuidados médicos desesperadamente. Tendrá que hacerse amigo suyo y preguntarles por El Espanto; tarde o temprano le dirán todo lo que sepan y podrá darle caza. Se le proporcionarán las armas que necesite sin hacer preguntas. Básicamente será usted un hombre libre, pero —James bajó la voz para dejar claro que iba a hacerle una advertencia importante—… si intenta escapar sin hacer su trabajo, le prometo que no tardarán en echarle el lazo.

—Si doy mi palabra, puede estar seguro de que llevaré a cabo lo que me encomienden —deseaba con todas sus fuerzas darle un puñetazo a aquel tipo. A Reno no le gustaba que nadie lo amenazase.

—Pero antes de ir necesita saber las reglas del juego. Sólo informará de los progresos que lleve a cabo a los miembros de la corporación. El jefe de seguridad de la mina también sabrá su verdadera identidad y usted tendrá que trabajar con él la mayoría del tiempo. Será él quien se encargue de que usted tenga todo lo que necesite, cualquier tipo de armas y la munición correspondiente.

—Todo esto resulta bastante difícil de creer —dijo entonces Reno—. El gobierno de Estados Unidos metiendo las narices en una mina de esmeraldas en Ecuador… No suelen ser ésas las preocupaciones de los servicios de seguridad.

—Los motivos de la operación no son de su incumbencia —aseguró James tajantemente—. Su trabajo consiste únicamente en encontrar y matar a la persona indicada.

En ningún momento pasó por la cabeza de Reno la posibilidad de no concluir la misión con éxito. Libertad. Lo único que podía pensar era que sería libre; volvería a salir a la naturaleza, a caminar entre los árboles, a pescar en los ríos y a sentir la ferocidad de las tormentas mientras la lluvia caía sobre su piel. Respiraría el aire fresco de la tierra en lugar del humo de los cigarrillos acumulado entre los muros de la prisión.

—Firme esto y podrá salir de aquí conmigo —le dijo dándole un bolígrafo y, acto seguido, se sacó dos billetes de avión del bolsillo—. Esta misma noche, usted y yo tomaremos un vuelo de San Diego a Ecuador.

James le devolvió los documentos, una vez firmados.

—Es demasiado bueno para ser cierto.

—Sin duda es mejor que quedarse aquí —murmuró el agente mientras guardaba todos los documentos y fotografías en su carpeta—. Pero no se le ocurra pensar que podrá volver para saldar su deuda con el general Hampton. Su vida anterior ha quedado completamente borrada; mientras hablamos, se está eliminando hasta el menor rastro sobre usted: su nombre, su número de la seguridad social… todo. Ahora es usted un hombre sin patria. La única manera de obtener una segunda oportunidad en la vida es ir a Ecuador y matar a El Espanto. Hasta que lo haga, lo estarán observando y vigilando en todo momento. Sigue estando preso, sólo que en una cárcel diferente.

Mejor eso que nada. Pero Reno no pensaba olvidarse de vengarse de Hampton. Al ponerse en pie, esbozó una sonrisa de rapaz.

—Encontraré a ese tipo. El Espanto está ya muerto, pero él aún no lo sabe —Reno se transformaría en jaguar y rastrearía su olor hasta llegar a él.

—Eso es exactamente lo que quería oír —James le hizo un gesto al guardia para que se acercara—. Quítele las cadenas y tráigale la ropa que he traído —después miró a Reno—. Llevará dos maletas y un maletín médico… todo lo necesario para empezar su nueva vida. Cuando se haya instalado en la clínica, llámeme a este número —le ordenó dándole una tarjeta.

Cuando el guardia lo liberó de las cadenas y las esposas, Reno sintió ganas de gritar. Iba a ganarse la libertad; el halcón no se había equivocado. ¿Qué le deparaba el futuro? Sudamérica. La mujer de su visión ya se lo había dicho.