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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Wickedly Delicious © 2006 Janelle Denison

Constant Craving © 2006 Jacquie D’Alessandro

Simply Scrumptious © 2006 Peggy A. Hoffman

© 2006 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

DULCE PECADO, Nº 6 - junio 2012

Título original: Sinfully Sweet

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0176-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversion ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Gustos atrevidos
Janelle Denison

 

 

Salvaje y deliciosa
Jacquie D’Alessandro

 

 

El sabor del pecado
Kate Hoffmann

 

 

Gustos atrevidos
Janelle Denison

Prólogo

 

Con una ligera sonrisa de satisfacción, Ellie Fairbanks le dio la vuelta al cartel del impoluto escaparate para que los residentes de Austell supieran que la última tienda de la ciudad, Dulce Pecado, estaba abierta.

Experimentó una mezcla de nervios y expectación ante la perspectiva de que entrara el primer cliente. Se preguntó si esa tienda terminaría teniendo el mismo éxito que la última que Marcus y ella habían abierto.

Como si pensar en el nombre de Marcus invocara a su marido desde hacía veintisiete años, los brazos fuertes la rodearon por la cintura desde atrás.

–Mmm –murmuró él, besándole esa parte sensible detrás de la oreja. Después de tantos años... bueno, no había nada científico en la reacción que se producían el uno al otro–. Hueles... délicieux.

–El chocolate huele delicioso, tonto –dijo, sonriendo ante el atroz acento francés, inclinando el cuello para ofrecerle un mejor acceso. Respiró hondo y el exuberante olor a chocolate llenó su cabeza. La científica lógica que llevaba dentro sabía que hacía falta más investigación para determinar los efectos amorosos exactos que tenía el chocolate sobre el cuerpo humano, pero la mujer intuitiva sabía que bastaba ese olor maravilloso para hacer que se sintiera bien.

–Cierto –convino él, mordisqueándole el lóbulo de la oreja–. Pero hueles aun mejor. Como Ellie Bañada en Chocolate, mi favorito.

Irguiéndose, apoyó la sien contra su sien y Ellie supo que observaba la tienda. Como científico, Marcus era brillante, pero como decorador era decididamente... prefirió no catalogarlo. En los últimos tres años, desde que habían aceptado los planes de jubilación anticipada de Winthrop Laboratories y se habían embarcado en un experimento propio de investigación, había estado contento con dejarle la tarea de la decoración a ella. Hasta el momento, había aplaudido sus elecciones. Cruzando los brazos, Ellie se apoyó en él y absorbió la serena fortaleza y la masculina calidez que irradiaba.

El centro de la decoración era el enorme cuenco de cristal lleno de corazones de chocolate envueltos en celofán de color rojo, dorado y plata, una decoración perfecta para San Valentín, y las peculiares mitades de corazones de color rosa y azul que formaban parte del premio especial que tenía la tienda para el día de San Valentín.

Luego proyectó su mirada clínica sobre el lustroso suelo de madera, los relucientes candelabros de pared de latón que adornaban los frisos, los sencillos pero elegantes jarrones de plata para una sola flor con rosas rojas de tallo largo. Todo era perfecto.

Sintió que Marcus asentía.

–El lugar se ve hermoso, Ellie. Incluso mejor que la última tienda en la última ciudad. Es una pena que sólo estemos aquí tan poco tiempo. Te has superado.

–Nos hemos superado –corrigió–. Sin embargo, estoy preocupada. Este local... no estamos en una calle principal, como siempre. Sé que nuestro estudio de mercado mostró que Austell encaja perfectamente en nuestro perfil de ciudad... a dos horas de coche de una ciudad importante, con una población creciente y bajas ventas de chocolate, pero ¿y si los clientes potenciales no nos encuentran? ¿Y si...?

–Ellie –cortó, dándole la vuelta hasta que se miraron–. Nos encontrarán –afirmó con suavidad–. ¿Quién podría resistirse a una tienda que se llama Dulce Pecado? Y el ingenioso certamen que has ideado para San Valentín sin duda tentará e intrigará a los residentes de Austell.

–Eso espero.

Él frunció el ceño.

–Lo que yo espero es que no termine costándonos un ojo de la cara, lo que podría suceder si tenemos múltiples ganadores.

Desterró sus temores con un movimiento de la mano.

–Es un gasto del negocio. Además, aunque el certamen no termine ayudando a nuestra investigación, promete aportar resultados muy divertidos e interesantes –sonrió.

Marcus apoyó la yema de un dedo sobre su labio inferior.

–Esa sonrisa no augura nada bueno.

Ella le mordisqueó el dedo y luego le rodeó el cuello con los brazos.

–Sólo pienso en la parte del premio de cien corazones de chocolate. Como bien sé, gracias tanto a la experiencia personal como a la investigación, una velada que tenga chocolate es mucho más excitante.

–No podría estar más de acuerdo. Lo que necesitamos ahora son más pruebas para la comunidad científica. Y si todo sale según lo previsto en la tienda y en la competición, habremos dado otro paso en esa dirección –miró su boca–. Hablando de chocolate, estar rodeado de estas delicias comienza a liberar un torrente de endorfinas...

–Que tendrás que guardar para después –contuvo una carcajada–. Además, primero debes comerte el chocolate para que las endorfinas se liberen.

–No necesariamente, y espero demostrarlo con mi nueva hipótesis... ¿puede el simple olor del chocolate activar la liberación de endorfinas? Nuestra investigación hasta ahora indica que la ingestión de chocolate conduce al comportamiento amoroso en una mayoría de sujetos. Añadir el olor a la mezcla no es tan descabellado.

–No puedo negar que cada vez que huelo chocolate, pienso en ti.

–Es porque fue lo que nos unió.

–Exacto. Probablemente no me habría fijado en ti de no ser por la bolsa de besos de chocolate que siempre tenías en tu escritorio en el laboratorio –bromeó.

–Lo más inteligente que he hecho jamás. Conseguí un buen trofeo con esos chocolates. Encontrar datos que sustenten una correlación científica entre el consumo de chocolate y la conducta amorosa es lo menos que puedo hacer para pagarle a la comunidad científica que te trajera a mi vida.

–Lo mismo digo. Además, el aspecto de la investigación es...

–Delicioso –bajó la cabeza y la dio un beso leve en los labios.

–Mmm. En más de un sentido. ¿Sabes?, eres bastante romántico para ser científico.

–Y tú, cariño.

–Deberías verme cuando no llevo este mandil.

–Vivo para el momento.

Riendo, Ellie escapó de su abrazo. Miró hacia la puerta y su corazón se alegró al ver que un coche aparcaba delante de la tienda.

–Parece que vamos a tener a nuestro primer cliente –comentó.

Marcus le apretó el hombro.

–Excelente. Que empiecen los juegos.

Capítulo Uno

 

Rebecca Moore siguió a su hermana menor, Celeste, por el amplio vestíbulo del Delaford Resort & Spa, sintiéndose como un gorrión en una jaula de oro, fuera de su elemento y rodeada de una opulencia que le era completamente ajena. Convencida de que jamás volvería a pisar un hotel tan exclusivo, asimiló todo, desde las plantas exuberantes y la decoración neutra hasta la fuente grande que dominaba el centro del vestíbulo.

En cambio, Celeste iba a casarse con un hombre rico y se había acostumbrado a gastar el dinero. Rebecca había aprendido desde muy joven a ser frugal y a economizar. Después de años de severidad y ahorro, de ser pragmática con sus compras, se había convertido en un estilo de vida para ella. En ese momento, incluso con treinta y dos años, no era capaz de derrochar cientos de dólares en una instalación de lujo, cuando una habitación en el Holiday Inn cumpliría la misma función.

Pero los siguientes tres días no tenían nada que ver con lo que ella habría preferido. Ese fin de semana estaba dedicado a su hermana y su muy anticipado matrimonio con Greg Markham III. Y tanto la boda como la recepción tendrían lugar en el Delaford, gracias a la infinita generosidad de los Markham y a sus inagotables recursos financieros.

Como Greg era hijo único, los padres habían insistido en celebrar una boda lujosa, por no mencionar pagarlo todo, incluido lo que debería haber corrido por cuenta de la familia de la novia. Muertos sus padres, y sin parientes cercanos, la familia de la novia, es decir, Rebecca, carecía del dinero para pagar algo tan lujoso.

–¿Quieres dejar de pensar en lo que va a costar todo y, simplemente, disfrutar del fin de semana? –pidió Celeste mientras apretaba el botón del ascensor.

Desde luego, Rebecca no podía discutir hacia dónde se habían desviado sus pensamientos. El hábito de cuidar el dinero estaba tan arraigado en ella que no valía la pena negarlo.

–No te preocupes, tengo la plena intención de pasármelo bien mientras estemos aquí –le aseguró con sonrisa indulgente.

Celeste rió.

–Y como juegues bien tus cartas, puede que tengas suerte este fin de semana.

Cuando iba a interrogarla por el tono de voz malicioso que había empleado, las puertas del ascensor se abrieron y entraron. El interior era tan elegante como el resto del hotel, con un suelo de mármol y unas paredes de espejo con rebordes dorados.

Al ver su reflejo juntas, volvió a notar las diferencias extremas que había entre ellas y que iban más allá de los seis años que las separaban. Así como las dos tenían el pelo rubio y los ojos azules, el cabello de Celeste era largo y con volumen, sin un estilo definido, mientras que el suyo era lacio y le llegaba hasta la barbilla. Su hermana llevaba siempre ropa de moda que se adaptaba a la actitud efervescente que exhibía, mientras que ella prefería un aspecto más sensato y pragmático, reflejo directo de su personalidad.

Aunque había que reconocer que a los dieciséis años ella había adoptado un papel de madre con Celeste mientras su padre trabajaba, y había hecho todo lo que había estado a su alcance para que su hermana de diez años no recibiera el tipo de presión, responsabilidad y preocupaciones que Rebecca había asumido a la muerte de su madre. En muchos sentidos, había tratado a Celeste más como a una hija que como a una hermana, en un intento de cerciorarse de que disfrutara de una infancia tan despreocupada como lo permitiera el estilo de vida tan poco convencional que llevaban. A juzgar por la mujer vivaz y radiante en que se había convertido Celeste, supo que había hecho bien su trabajo.

Cuando el ascensor comenzó a subir, se volvió hacia su hermana pequeña, reacia a dejar pasar el anterior comentario sin tratar de averiguar qué había detrás de esas palabras crípticas.

–¿Qué querías decir con «tener suerte».

Los labios rosados y brillantes de Celeste esbozaron una sonrisa inocente.

–Bueno, es el fin de semana de San Valentín y alguien especial va a estar presente –respondió de forma significativa–. Y como tú eres mi dama de honor y él es el padrino de Greg, vais a pasar mucho tiempo juntos. Es un escenario perfecto para que Cupido actúe sobre dos personas que necesitan amor y pasión en sus vidas –suspiró con gesto soñador.

Sabía muy bien a quién se refería su hermana y dudaba que Connor Bassett, uno de los solteros más deseados y ricos de San Francisco, tuviera algún problema en encontrar amor y pasión.

Movió la cabeza ante las esperanzas caprichosas de Celeste.

–Eres demasiado romántica, Celeste –y ella demasiado práctica como para creer en un personaje mítico como Cupido.

–Una de los dos ha de serlo –agitó una mano–. Has dedicado todos estos años a criarme y a abandonar tu vida personal en el proceso. ¿Es tan negativo por mi parte querer que encuentres la tuya?

El enorme diamante de tres quilates que lucía en el dedo anular captó la luz del ascensor y a punto estuvo de cegar a Rebecca con su centelleo.

Su hermana tenía un corazón de oro, pero si creía que Connor Bassett era su caballero andante, estaba muy equivocada. Ese hombre podía tener la capacidad de desbocarle las hormonas siempre que estaba cerca, pero no era la imagen que tenía del compañero perfecto. Era seis años más joven que ella y dedicaba los días ocupado en los videojuegos. Sí, había ganado millones como experto en ellos, pero despilfarraba el dinero en las cosas más frívolas y sibaritas. El estilo de vida despreocupado que llevaba chocaba con la actitud modesta y pragmática de Rebecca. Aparte de la intensa atracción física que había, no encajaban.

–Lamento decepcionarte, Cece –empleó el apodo que le había dado de niña–. Pero mi Príncipe Azul bajo ningún concepto es Connor.

El ascensor se detuvo. Cuando las puertas se abrieron en silencio, salieron y fueron hacia la izquierda, donde estaba situada la habitación de Celeste.

–Tienes que reconocer que mirarlo es como un sueño –comentó sobre el mejor amigo de su prometido–. Y, desde luego, no podría ser más obvio el interés que siente por ti.

Rebecca rió, porque durante los tres años en que su hermana había salido con Greg, había aprendido que Connor había convertido el coqueteo en una forma de arte. No podía negar que la tentaba y provocaba con comentarios sexys siempre que sus caminos se cruzaban, pero era lo bastante inteligente como para saber que el interés que mostraba por ella no era exclusivo. En todo caso, disfrutaba con la emoción de la caza y sin duda ella había resultado ser un desafío para él.

El hombre era un playboy consumado, y sus breves y conocidas relaciones con otras mujeres demostraban que estaba más interesado en pasar un buen rato que en establecer una relación importante o duradera.

–Connor está fascinado con cualquier cosa que lleve falda y tacones altos –comentó con ligereza–. Creo que jamás lo he visto dos veces con la misma mujer.

Esa observación no pareció preocupar a su hermana.

–Bueno, este fin de semana viene solo.

Pero Rebecca no buscaba ser la sustituta de quien fuera durante el fin de semana.

–A Connor sólo pienso ofrecerle mi brazo durante tu boda –le dijo a su hermana–. Ahí se acabó.

–Te estás volviendo demasiado tediosa con los años –le dijo Celeste preocupada–. Necesitas vivir un poco, Becca. Destierra esa actitud de madre que adoptaste desde que falleció mamá.

Convertirse en una figura materna para su hermana de diez años había sido una transición necesaria para ella, y luego una costumbre que no pudo romper. Su padre, Curtis, había trabajado para una empresa de repuestos de fontanería que lo obligaba a viajar a menudo, lo que había hecho que ella estuviera a cargo de todo en casa, no sólo de criar a Celeste, sino de cocinar, limpiar e incluso encargarse de las finanzas. Y no había tardado mucho en descubrir que su padre gastaba más dinero que el que ganaba. Principalmente porque no podía hacer otra cosa.

–Voy a casarme e irme de nuestro apartamento en cuanto vuelva de mi luna de miel con Greg –continuó Celeste con su sermón fraternal–. Por primera vez en tu vida, vas a estar sola, y ni siquiera tienes un novio que te haga compañía. Diablos, se puede decir que no has salido con nadie en los últimos cinco años.

–No he encontrado a nadie con quien mereciera la pena salir –se encogió de hombros con indiferencia–. Hay un chico en el departamento de contabilidad del hospital que me ha invitado un par de veces. Quizá después de este fin de semana vaya a cenar con él y compruebe adónde vamos desde ahí.

–Oooooh, eso suena excitante y arriesgado –su hermana puso los ojos en blanco–. Mientras cenáis, podréis hablar de la política de facturación del hospital.

–Stuart es un chico agradable –lo defendió de forma automática.

Se detuvieron ante unas puertas dobles y Celeste extrajo una tarjeta de plástico del bolso.

–Estoy segura de que es muy agradable, pero si se gana la vida haciendo cálculos, mi conjetura es que es muy aburrido... igual que los demás chicos con los que has salido –añadió en voz baja.

Stuart era estable, responsable y de fiar. Aunque no esperaba que su hermana comprendiera la necesidad que tenía de encontrar a un hombre con la clase de cualidades y rasgos que le habían faltado a su padre. Se había afanado en proteger a Celeste de las duras realidades de su vida tras la muerte de su madre, de modo que jamás llegó a ser consciente de las erráticas juergas de despilfarro de su padre, que terminaron por sacar a subasta su casa y que él tuviera que declararse en quiebra.

Celeste había llevado una vida alegre, sin tener que preocuparse jamás por el dinero siendo niña porque ella se había encargado de que su hermana tuviera siempre lo que necesitara. Pero para ella, la pérdida del único hogar que había conocido había sido devastadora. A pesar de que su padre había muerto de un ataque al corazón hacía diez años, aquel acontecimiento había cimentado la profunda determinación de asegurase no volver a hallarse en esa situación financiera. Y eso significaba encontrar a un hombre que supiera cómo manejar el dinero.

Celeste abrió la puerta y Rebecca la siguió al interior de la habitación. Una vez más miró en silencio maravillado la opulencia de la suite, desde el elegante mobiliario, pasando por la rica y fina tapicería, hasta la decoración de aspecto opulento. Por doquier había flores frescas en jarrones de cristal y su perfume embriagador llenaba la estancia.

–Desde luego, la familia de Greg no ha escatimado gasto alguno en la suite nupcial, ¿verdad?

–¿Quieres parar ya? –dijo con exasperación al dejar el bolso de marca sobre una mesa de cristal.

Rebecca sonrió.

–Eh, tú has tenido tres años para acostumbrarte a llevar esta clase de vida –pasó el brazo por el de su hermana y la guió hacia la terraza. Ante la barandilla de hierro forjado, disfrutaron de una vista perfecta del impecable jardín que tenían abajo, al igual que del ondulado campo de golf–. Bueno, ¿qué tienes en tu agenda para esta tarde? –preguntó, esperando que dispusieran de algún tiempo a solas antes de la locura de la boda.

–He quedado con la madre de Greg para repasar unos detalles de último minuto con el organizador –repuso con expresión de disculpa–. No tengo ni idea de lo que nos llevará.

–Está bien –aceptó, tragándose el nudo que sintió en la garganta al pensar que iba a perder a su hermana–. Lo entiendo.

–Gracias –Celeste pareció aliviada–. En mi ausencia, necesito que me hagas un favor, si puedes.

Apretó la mano de Celeste.

–Lo que sea, ya lo sabes –indicó con absoluta sinceridad. No había nada que no hiciera por su hermana.

–Hay una tienda nueva de caramelos a unas manzanas de aquí en Larchmont Street que prepara los chocolates y confituras más increíbles –dijo Celeste con expresión arrobada–. Cuando estuve aquí la semana pasada, les hice unos pedidos especiales para el cóctel familiar de esta noche. Esperaba que pudieras ir a recogerlos por mí y así quitarme una cosa de la que preocuparme hoy.

Rebecca supuso que hacerle ese recado a su hermana era mejor que estar sola en la habitación del hotel hojeando una revista durante las próximas horas.

–Considéralo hecho.

Celeste la abrazó con calor y entusiasmo.

–La tienda está justo calle abajo y lo bastante cerca como para ir a pie, o si lo prefieres puedes tomar un taxi.

–Creo que pasearé –no pensaba pasar por alto la oportunidad de perderse un día tan maravilloso y soleado–. ¿Cómo se llama la tienda?

–Dulce Pecado. Y te puedo asegurar que está a la altura del nombre.

El comentario de su hermana despertó su curiosidad. Así como no era tan fanática del chocolate como Celeste, disfrutaba de algún dulce esporádico.

Bajaron juntas hasta el vestíbulo y luego se despidió con un gesto de la mano de su hermana, saliendo del hotel y yendo por el sendero que conducía a las calles principales. Sin prisa por llegar hasta la tienda, fue a un ritmo pausado, disfrutando del sol cálido sobre la piel y de la ligera brisa que le revolvía el pelo.

Al llegar a Larchmont Street giró a la derecha tal como le había indicado su hermana. Pasó por delante de boutiques, la terraza de una cafetería curiosa y otros locales atractivos. Al llegar al escaparate, vio los chocolates y las confituras de aspecto más delicioso que jamás había visto.

El nombre negro y dorado en los cristales le confirmó que había alcanzado su destino.

Entró en el local y al instante quedó envuelta en el intenso y dulce aroma del chocolate. Estaba rodeada por una exposición de dulces tentadores, incluidas cajas de diferentes tamaños en forma de corazón para el día de San Valentín y docenas de chocolates en envoltorios coloridos expuestos en una mesa en el centro de la tienda.

Todo en la tienda parecía Dulce Pecado y olía perversamente delicioso.

Aparte de un rápido «enseguida voy» procedente de la parte de atrás de la tienda, Rebecca estaba sola, algo que no desaprovechó. Cerró los ojos y respiró hondo y despacio, inhalando el olor embriagador del chocolate. Eso sólo resultaba un afrodisíaco para cada uno de sus sentidos.

Asombroso.

Volvió a inhalar, sin poder evitarlo. Había algo en ese sitio que la hacía sentirse sensualmente cargada y se preguntó si era posible que una mujer tuviera un orgasmo sólo con el olor opulento y decadente del chocolate.

En ese caso, ella era la principal candidata.

–Bienvenida a Dulce Pecado.

La voz de una mujer a su espalda la devolvió al presente. Abrió los ojos y se dio la vuelta, recuperada la compostura... al menos por fuera.

–Gracias –sonriendo, se acercó al mostrador y estudió el expositor que exhibía más delicias de chocolate–. Tiene un local fantástico, y el olor es maravilloso.

La bonita mujer mayor sonrió encantada mientras se alisaba el mandil blanco.

–Bueno, personalmente puedo garantizarle que los productos saben aún mejor que huelen. Empleamos los mejores ingredientes disponibles y nos ha llevado años perfeccionar cada producto que ofrecemos.

Y Rebecca notó que había docenas de los que elegir.

–¿O sea que están hechos de recetas secretas? –preguntó con curiosidad.

–Bueno...

–Sí, así es –respondió un hombre mayor antes de que la mujer pudiera acabar su frase. Apareció desde una puerta que conducía al cuarto de atrás con una bandeja llena de fresas recién bañadas en chocolate, que depositó en el mostrador delante de ella–. Todas nuestras recetas son máximo secreto. Clasificadas y sólo para nuestros ojos. ¿No es así, Ellie?

La mujer llamada Ellie le sonrió.

–Así es, Marcus.

Éste le dio un beso afectuoso en la mejilla y luego miró a Rebecca.

–A mi esposa le gusta alardear sobre nuestros chocolates exclusivos, pero una vez que los haya probado, estoy seguro de que convendrá en que son los mejores que jamás haya probado. Lo difícil es decidir cuáles probar.

Rebecca empezaba a pensar que esas fresas recubiertas de chocolate tenían un aspecto estupendo en ese momento. La idea de comer una hizo que le aleteara el estómago.

–¿Ha venido a buscar algo para esa persona especial para el fin de semana de San Valentín? –preguntó Ellie.

–No –movió la cabeza–. No hay nadie especial.

–Ahhh, es una pena –repuso la otra mujer, adelantándose a Rebecca–. Pero estar soltera y sin compromiso la hace elegible para la competición que vamos a celebrar en San Valentín. ¿Ve esa mesa con todos los chocolates envueltos en celofán?

Rebecca asintió.

–Sí.

–Bueno, pues cada uno es una mitad de un corazón de chocolate, con un mensaje dentro –explicó Ellie con entusiasmo–. La mitad rosa se le da a una mujer soltera, como usted, y la mitad azul es para algún hombre afortunado. Si los dos logran encontrar a la otra persona con el mensaje concordante antes del día de San Valentín, recibirán un premio romántico de Dulce Pecado, que incluye una cena para dos en el Winery y cien corazones de chocolate.

El concepto de conocer a alguien a través de un «juego de parejas» era decididamente fascinante, pero el momento no era el propicio. Además, tampoco vivía en la zona, sino a ciento cincuenta kilómetros de San Francisco. Si conocía a alguien allí, la distancia no ayudaría a desarrollar una relación duradera. ¿Por qué empezar algo que no podría acabar?

–Suena divertido, pero sólo estaré en la ciudad durante unos días para una boda en el Delaford. Odiaría decepcionar a alguien que podría estar buscando en serio un corazón afín, cuando yo no dispongo de tiempo para hacer lo mismo.

–¿No cree en el destino, querida? –preguntó Marcus–. Si tiene que ser, encontrará al hombre que tenga la otra mitad de su corazón.

–Lo pensaré –dijo, ya que no quería ser grosera, pero sabiendo que lo más probable era que se marchara de la tienda sin tocar uno de esos corazones–. Mientras tanto, he venido a recoger un pedido para mi hermana, Celeste Moore.

–Ahh, los petits fours –Ellie asintió–. Están listos, pero hay que ponerlos en cajas, lo que requerirá unos diez minutos.

–Está bien.

Ellie desapareció en el cuarto de atrás, pero Marcus se quedó.

–¿Desea algo mientras finalizamos su pedido? –indicó el expositor de cristal con diversas creaciones.

Mordiéndose el labio inferior, Rebecca volvió a observar esas fresas bañadas en chocolate. Prácticamente la llamaban por su nombre y descubrió que no podía resistir la tentación.

–Tomaré una de esas fresas.

–Excelente elección –con un gesto de asentimiento, Marcus eligió la pieza más grande de la bandeja y luego se la entregó en una taza pequeña de papel antes de marcar la compra en la caja registradora–. Tenga la libertad de mirar lo que quiera en la tienda mientras aguarda su pedido.

–Lo haré –pero primero iba a disfrutar de esa fresa.

Aguardó hasta que Marcus se reunió con Ellie antes de centrar su completa atención en la delicia que acababan de entregarle.

Llevándose la fresa a la boca, mordisqueó la punta. Un chocolate suave y de gran textura se derritió de inmediato en su lengua y un calor trémulo se extendió por su cuerpo. El sabor era embriagador. Excitante. Se sintió mareada y sensual, como si el chocolate hubiera disparado un ansia en ella que tenía poco que ver con la confitura y todo con un deseo sin extinguir.

La sensación que corrió por su interior fue extremadamente agradable, instándola a dar un mordisco mayor. Cerró los ojos y gimió cuando los sabores más suculentos llenaron su boca. Anhelando más de ese sabor exquisito, dejó que los labios se deslizaran más sobre la capa de chocolate y succionó los jugos de la fruta.

–Cielos, haces que desee ser esa fresa –dijo una voz masculina...

... destrozando el momento eufórico.

Estuvo a punto de atragantarse con el néctar que goteaba por su garganta y a duras penas logró tragárselo. Dios, reconoció esa voz ronca y sexy y supo exactamente a quién tenía detrás.

No era otro que Connor Bassett.

Había estado tan cautivada con el manjar que no lo había oído entrar. Avergonzada de que le hubiera sorprendido disfrutando de forma tan íntima la fresa bañada en chocolate, pensó que no había manera de evitarlo.

A pesar del rubor que invadió sus mejillas y del modo en que sus pezones se habían contraído ante el sonido de esa voz seductora, giró y miró a Connor, arrebatador con una camiseta, vaqueros y una cazadora negra de piel. Llevaba el pelo rubio oscuro revuelto. Debía de haber llevado uno de los varios deportivos descapotables que tenía el hotel para el fin de semana. Los ojos, del color del chocolate que acababa de comer, se veían velados, encendidos y llenos de lujuria... como si de verdad hubiera imaginado que era la fresa y que sus labios habían estado cerrados en torno a él.

Otra descarga de calor se asentó debajo de su vientre mientras se preguntaba cuánto tiempo había estado mirándola lamer la fresa jugosa, al tiempo que se imaginaba un escenario tan provocador.

Él se acercó y clavó la vista en su boca.

–Mmmm. Parece jugosa. Y muy dulce.

¿Se refería a la fresa o a su boca? Ese hombre era un maestro con las indirectas y no pudo evitar limpiarse con la lengua el labio inferior pegajoso.

–Es muy jugosa y dulce –¿cuándo se había vuelto tan ronca su voz?

Él esbozó una leve sonrisa y en su mejilla izquierda apareció un hoyuelo.

–Quizá yo mismo debería probarla.

El pulso de Rebecca se disparó, y entre el chocolate que acababa de consumir y los comentarios seductores de Connor, luchó por mantener la compostura.

–Adelante –señaló la bandeja que Marcus había dejado en el mostrador–. Hay un montón de donde elegir.

Él alzó la mano y la sorprendió con la caricia cálida y atrevida que realizó con el dedo pulgar sobre su labio inferior.

–No hablaba de las fresas, cariño.

petits fours

Rebecca se apartó de Connor y trató de desterrar el hechizo sensual que con tanta facilidad él había urdido a su alrededor.

–No ha interrumpido nada –le aseguró a la mujer. «De hecho, acaba de salvarme de cometer un error colosal».

Sucumbir a un playboy de veintiséis años no era una opción, no para una mujer pragmática y responsable de treinta y dos años. La situación proyectaba «corazón roto» por los cuatro costados.

Como su hermana había pagado por adelantado el pedido, ya no había razón para que continuara en el local.

–Gracias, Ellie –aceptó la bolsa que le entregó la otra mujer–. Estoy segura de que los petits fours serán un éxito en el cóctel de esta noche.

Se dirigió hacia la puerta.

–¡Aguarde! –exclamó Ellie–. ¡Se olvida la mitad de su corazón rosa!

A pesar del deseo de correr, se detuvo, giró y forzó una sonrisa mientras Ellie elegía un corazón y luego se lo plantaba en la mano.

Realmente, no quería tener nada que ver con el certamen de Dulce Pecado, pero la cortesía la impulsó a aceptar la golosina.

Luego salió de la tienda, lejos de Connor y de la influencia que estaba ejerciendo sobre su sensatez tanto chocolate embriagador.