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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Beverly Beaver. Todos los derechos reservados.

OBJETIVO SECRETO, Nº 8 - junio 2012

Título original: On Her Guard

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0178-3

Editor responsable: Luis Pugni

Imagenes de cubierta:

Mujer: YURI ARCUS/DREAMSTIME.COM

Paisaje: PIERDELUNE/DREAMSTIME.COM

 

Conversion ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

El guardia no tuvo tiempo de reaccionar antes de que la navaja le rajara el cuello con un tajo rápido y silencioso. Mientras el cuerpo se desplomaba, Wasim Ibn Fadil volvió a envainar el cuchillo y les hizo una seña a los otros tres hombres para que avanzaran. A medianoche y bajo un cielo nublado que cubría las estrellas, Wasim era prácticamente invisible vestido de negro.

El tiempo era crucial. Sus órdenes eran entrar rápidamente, agarrar a la niña y escapar por el mar. Todo había sido planeado hasta el último detalle, pero Wasim no estaba preparado para los imprevistos.

La preparación era la clave para cualquier operación con éxito. Había estudiado el plano de la casa de Theo Constantine y de los alrededores, así como la colocación y el horario de los guardias. Constantine los había contratado recientemente, pues siempre había confiado en sus criados y en la errónea convicción de que la familia Constantine estaba a salvo en Golnar.

Aquella noche era la elegida porque Constantine y su mujer estaban en una fiesta en Dareh, a treinta minutos en coche de la villa, y no se esperaba que volvieran a casa hasta la una o las dos de la mañana. No importaba lo que pudiera suceder; Wasim sabía que tenía que conseguirlo. Ninguna otra misión había sido más importante o personal que ésa, y era la primera vez que dirigía una operación de ese calibre. Su padre confiaba en él. No podía fracasar.

Uno por uno, Wasim y sus hombres eliminaron a los otros guardias... dos más en el exterior y uno en el interior. Moviéndose con una compenetración total, fruto de los años que habían pasado luchando codo con codo, Wasim y su equipo subieron por las escaleras sin alertar a los criados con su presencia. Según los planos que había memorizado, el dormitorio de la niña estaba en la segunda planta, ala este, tercera puerta a la derecha. Si fuera necesario la niñera podía ser eliminada, pero era preferible tomarla como rehén. Si Faith Sheridan daba problemas, la matarían; de lo contrario, se la llevarían junto a la cría. La niñera podría ayudar a mantenerla callada y aliviar sus temores.

Le hizo una señal a Hamid, quien abrió la puerta del dormitorio de la niñera mientras Wasim entraba en la habitación de la niña. Aban y Bahir, los dos vestidos de negro y portando rifles M-16, se quedaron cubriéndoles las espaldas. En cuestión de segundos, Wasim colocó su mano sobre la boca de la niña, quien se despertó enseguida y empezó a gemir y a revolverse. En sus desesperados intentos por soltarse, Phila Constantine golpeó con el pie la lámpara de la mesita de noche, haciéndola volcar. Mientras Wasim le aplicaba un trapo empapado de cloroformo, Hamid arrastraba a una frenética Faith Sheridan de la habitación contigua.

Wasim le tendió la niña a Aban, sacó un sobre de su chaqueta y lo dejó en la cama.

A continuación se acercó a la niñera, a quien Hamid sujetaba en la puerta, y le habló en voz baja.

–Haz lo que se te dice o la niña morirá. ¿Entendido?

Con la mano de Hamid sobre su boca y retorciéndole los brazos a la espalda, Faith Sheridan sólo pudo asentir.

Wasim vio el miedo en los ojos de la mujer. Se deleitó con su pánico y le sonrió. Los grandes ojos azules se abrieron como platos en una expresión de alarma. Entendía muy bien la amenaza.

A una orden de Wasim, sus hombres se pusieron en marcha y se llevaron a las dos rehenes por el pasillo, escaleras abajo y a través del vestíbulo de mármol. Justo cuando llegaban a la puerta principal, una luz se encendió sobre sus cabezas. La inmensa araña de cristal iluminó el amplio vestíbulo, donde un hombre de edad avanzada, con bata y zapatillas, estaba en la puerta que conducía a los aposentos de los criados. El rifle que tenía en sus temblorosas manos apuntaba directamente a Aban. Antes de que pudiera reaccionar, Wasim abrió fuego con su M–16. Un disparo entre los ojos bastó para eliminar la amenaza. Pero también para alertar el resto del personal.

El quinto miembro del equipo, Ryad, se acercó con un todoterreno azul y se detuvo con un chirrido frente a la villa. Los cuatro hombres salieron a toda prisa con la niña inconsciente y la niñera. Segundos después de que el todoterreno se alejara a toda velocidad de la casa, tres criados salieron corriendo al camino de entrada y empezaron a disparar con un rifle y dos pistolas.

Siete minutos después, Ryad aparcó el todoterreno robado la noche anterior a su llegada al aeropuerto de Dareh. En la playa que se extendía bajo la villa, subieron a bordo de dos lanchas motoras en las que Wasim y sus otros soldados habían arribado una hora antes. El barco los esperaba a dos millas de la costa para llevarlos de vuelta en Subria, adonde llegarían antes del amanecer. Wasim estaba eufórico. Su padre estaría orgulloso de él.

 

 

Oculto en las colinas junto a Iaanmar, Nikos Pandarus esperaba una señal de su contacto. Tenía que salir de Tandu lo antes posible. Su última tapadera había sido descubierta. Le había costado catorce meses infiltrarse en la red de suministro de armas y localizar y sabotear los laboratorios de armas químicas. Había estado usando el alias de Jafari Naeem y haciéndose pasar por egipcio durante la misión en Tandu. Mientras trabajaba de incógnito, había salido y entrado en el país en numerosas ocasiones, cambiando de identidad con la misma facilidad con la que se cambiaba de camisa. A lo largo de los años, Nikos se había convertido en un maestro del camuflaje. Se había construido su reputación en torno a una misteriosa identidad. Para el mundo era El-Hawah, «el Viento», una persona a la que nadie podría identificar ni describir. Cuando servía a sus propósitos se convertía en el señor Khalid, el disfraz que más útil le había sido una y otra vez.

Quince minutos antes había usado un transmisor de intervalos para enviar una señal al MI6 vía satélite. Los agentes sólo usaban aquel tipo de transmisor cuando estaban en peligro. Y Nikos lo estaba. Tenía que salir del país por la mañana, antes de que los soldados de Tanduian lo encontraran. Se había marchado de Iaanmar con una escasa ventaja de veinte minutos sobre ellos, y sólo la oscuridad les había impedido descubrir su paradero hasta ahora.

Si pudiera mantenerse oculto estaría a salvo. El Servicio Secreto de Su Majestad haría lo que fuera necesario para rescatarlo. En dieciocho años de servicio se había convertido en su agente más valioso. Lo salvarían aunque tuvieran que movilizar a una unidad de los SAS.

Nikos se agazapó tras unas rocas, con la espalda presionada contra la superficie plana y el M-16 entre las piernas. La ayuda estaba en camino. Pero también el enemigo.

Se estaba haciendo viejo para ese trabajo. En unos meses cumpliría cuarenta años. Iba siendo hora de retirarse. Si conseguía salir vivo de Tandu, volvería a hablar con Gerald y le dejaría muy claro al jefe del MI6 que sus intenciones de dejar la agencia, comprarse una casa en el campo y llevar una vida tranquila y bucólica iban en serio… siempre que no fuera demasiado tarde y no hubiera perdido su alma por completo.

Recordó el momento en que había instalado la bomba en el laboratorio. Había sido programada para estallar justo cuando llegaba un nuevo cargamento de maquinaria. Todo había salido según lo planeado, salvo un pequeño detalle... Zara lo había traicionado. Había sido su contacto interno, pero como tantos otros de su clase lo había vendido por dinero. Nikos había conocido a muchas personas como ella, hombres y mujeres, que serían capaces de vender a sus propias madres. Normalmente su instinto le había funcionado, diciéndole en quién podía confiar y en quién no. Pero aquella vez le había fallado. O quizá su libido lo había cegado. Él y Zara se habían convertido en amantes. No había habido ningún compromiso emocional; tan sólo sexo. Si ahora se veía en aquella situación era por su maldita culpa y nada más. Nunca había permitido que el sexo le afectara en su trabajo. Otra señal de que debía retirarse.

Nunca había amado a nadie ni había querido recibir amor. Pero el sexo era otra cuestión. No dejaba una estela de corazones rotos a sus espaldas, pero tampoco había llevado una vida de celibato. Una vez hubo alguien especial... quince años atrás... cuando no era más que un joven ingenuo. Un breve romance que podría haber llegado a mucho más si Nikos no hubiera sido un agente secreto de la Firma.

Los sonidos resonaban en la calma nocturna. Nikos oyó el movimiento de tropas por la carretera. Algunos soldados acamparían y emprenderían la búsqueda por las colinas al alba. Pero si la suerte acompañaba a Nikos, como había sido durante dieciocho años, habría desaparecido mucho antes del amanecer.

 

 

A las 5:28 p.m., hora oriental, Ellen Denby recibió una llamada de sir Matthew O’Brien y despidió a su secretaria. A Ellen le parecía que pasaba cada vez más tiempo en la oficina, pero ¿por qué no? Ella misma tampoco tenía mucha vida personal, aparte de su trabajo voluntario.

–Denby al habla –respondió–. ¿Qué ocurre, Matt?

–Hola, jefa –dijo él–. Tengo que pedirte un gran favor.

–¿De qué se trata?

–Volar a Golnar lo antes posible y traer un equipo de Dundee.

A Ellen le dio un vuelco el corazón al oír la mención de Golnar. Durante los últimos quince años había intentado olvidar su pasado, especialmente los recuerdos de las dos semanas que había pasado en la pequeña isla mediterránea entre Grecia y Chipre. Pero la última misión de Matt había incluido una estancia en Golnar, por lo que Ellen se había visto obligada a enfrentarse a aquellos recuerdos largamente reprimidos.

–Debe de ser algo serio, si crees que se necesita un equipo de Dundee.

–¿Recuerdas a Theo Constantine, el tipo que se casó con la mejor amiga de mi mujer? Me dijiste que lo conociste hace once años.

Sí, Ellen recordaba muy bien a Theo, aunque apenas se habían conocido.

–¿Qué tiene que ver Theo Constantine con…?

–Su hija ha sido secuestrada –la interrumpió Matt.

A Ellen se le tensó todo el cuerpo, y se vio invadida por un aluvión de inquietantes recuerdos.

«Respira hondo», se dijo a sí misma. «Contrólate, vamos».

–¿Ellen?

–¿Sí?

–¿Estás bien?

–Sí, muy bien. ¿Qué es eso de que ha sido secuestrada?

–Fue anoche, mientras Theo y su mujer estaban en una fiesta en Dareh. Creemos que los secuestradores llegaron por mar, o al menos abandonaron el país por barco. En la playa se encontró un todoterreno robado. Mataron a cuatro guardias y al viejo mayordomo, y se llevaron a la pequeña Phila Constantine, de siete años, y a su niñera, una americana llamada Faith Sheridan.

–¿Por qué necesitas a Dundee? Esto parece un incidente internacional. Sería mejor que se ocupara…

–Los secuestradores dejaron una nota, advirtiendo a Theo de que no avisara a las autoridades locales ni a ninguna agencia gubernamental. Dicen que se pondrán en contacto con el para informarlo de las exigencias, y que sólo tratarán con Theo o con su representante.

–¿Sabe Theo que me has llamado?

–Se puso en contacto conmigo para pedirme ayuda –respondió Matt–. Le sugerí que recurriera a Dundee y le dije que su directora es la mejor negociadora posible, después de haber trabajado durante varios años para la policía de Atlanta.

–¿Le has dicho mi nombre?

–Sí.

–¿Y?

–Nada, no parece que se acuerde de ti. Pero no te lo tomes como algo personal. Al fin y al cabo, debe de estar muy afectado. Su hija acaba de ser secuestrada por Dios sabe quién.

¿Podía hacerlo?, se preguntó Ellen. ¿Podría volver a Golnar? En circunstancias normales sería impensable. Pero para salvar a una niña... sí.

–Dile al señor Constantine que reuniré un equipo y que llegaremos a Dareh lo antes posible. Te volveré a llamar para decirte la hora exacta, después de que haya hecho unas cuantas llamadas.

–Gracias, Ellen. Esto es muy importante para mí. Phila Constantine es la ahijada de Adele.

En cuanto acabó la conversación con Matt, un ex agente de Dundee que se había casado con la princesa de Orlantha, Ellen abrió su agenda personal, que contenía los números de todos los empleados. ¿A qué agentes necesitaría, y quién estaba disponible? Lucie Evans. Era licenciada en psicología y había trabajado como criminóloga en el FBI. Sawyer McNamara estaba en una misión, pero Ellen intentaría que el cliente accediera a un intercambio de agentes. No era algo que acostumbrara a hacer, pero la experiencia de Sawyer con los federales tal vez fuera lo que necesitaban para salvar a la niña de los Constantine.

Lo que hizo que Ellen reconsidera la posibilidad de llamarlos a ambos fue que Lucie y Sawyer eran como el agua y el aceite. Estuvo un par de minutos sopesando los pros y los contras y al final se decidió por hacerlo. Los necesitaba a los dos, así que tendrían que aprender a superar sus diferencias personales durante la misión.

Tamborileó con los dedos sobre el escritorio mientras pensaba en los otros agentes que necesitaba. La experiencia de Worth Cordell como Boina Verde sería muy valiosa, así como las habilidades particulares de Domingo Shea, un miembro de los SEAL que había servido en África, el Caribe y el Mediterráneo.

Cuatro horas más tarde, los agentes elegidos, salvo Sawyer, a quien recogerían en Florida, subían a bordo del jet privado de Dundee.

 

 

A medio mundo de distancia, Theo Constantine hacía una llamada telefónica a un número privado de Estambul y dejaba un mensaje para el señor Khalid. Sabía que Dundee le enviaría al mejor equipo posible, pero sólo había un hombre en quien confiara para salvar a su hija.

Capítulo Uno

 

Al día siguiente por la noche, Theo Constantine envió una limusina al aeropuerto de Dareh para recoger a los agentes de Dundee. Ellen y su equipo pasaron por la aduana con rapidez y eficacia. Antes de salir de Atlanta, Ellen había elaborado un informe sobre Theo Constantine. Por lo visto, el hombre al que había conocido brevemente quince años atrás se había convertido en multimillonario al heredar una inmensa fortuna de su padre, un magnate de los barcos. Los Constantine eran originarios de Golnar, un pequeño estado insular cuyos ciudadanos descendían de los griegos y los turcos. La lengua oficial era el griego, pero muchos de sus habitantes hablaban varios idiomas, como el inglés, gracias al turismo. La influencia de la familia Constantine eran tan grande que gobernaban la isla como si fueran sus reyes.

Ellen y los cuatro agentes se acomodaron en la limusina, y el chófer, que se había presentado a sí mismo como Peneus, los condujo a través de las animadas calles de Dareh, capital de la isla y centro de los negocios y la cultura.

Worth Cordell guardaba silencio y apenas prestaba atención al paisaje del crepúsculo. Era un alma atormentada con la que Ellen se sentía plenamente identificada, aunque era mucho más solitario y taciturno que ella. Por el contrario, Lucie Evans era un libro abierto. La pelirroja de metro ochenta no paraba de hacer comentarios sobre todo lo que iba viendo.

Sawyer McNamara, que había estado observando discretamente a Ellen, se volvió de repente hacia Lucie.

–¿Te puedes callar durante cinco minutos? No has dejado de hablar desde que nos bajamos del avión.

–Bueno, discúlpame por interesarme por lo que me rodea –respondió Lucie–. Algunos de nosotros preferimos lo que hay fuera de la limusina a lo que hay dentro.

–¿Qué probabilidades hay de que la niña de los Constantine salga de esto con vida? –preguntó Domingo Shea, cambiando diplomáticamente de tema.

Ellen le sonrió a Dom. Lo había entrevistado y contratado personalmente sin consultarlo con Sam, el jefe de Dundee, y sin pedir la opinión de los demás agentes. Pocas mujeres podrían pasar por alto el atractivo de aquel hombre alto y moreno, medio irlandés medio cubano, pero Ellen lo había contratado por dos razones. Una, por su impresionante historial militar, y dos, por su actitud resuelta y decidida.

Al desviar la conversación hacia el trabajo que tenían entre manos, Dom había evitado una situación bastante incómoda para Ellen. Ella y algunos de sus agentes con los que había entablado amistad sabían que Sawyer McNamara lo pasaba muy mal en su compañía. Lucie le había señalado lo evidente tres meses antes, al decirle que todo el mundo sabía que Sawyer estaba locamente enamorado de ella. Ellen y Sawyer se habían hecho amigos a lo largo de los años, trabajando juntos en varios casos en los que el FBI había colaborado con Dundee. Y cuando Sawyer dejó el FBI para empezar a trabajar con Dundee, ocho meses antes, los dos afianzaron su amistad e incluso tuvieron alguna que otra cita. Su relación no había ido más allá de unos pocos besos, pero sólo porque ella no estaba preparada para nada más. Sawyer era un gran tipo y a ella le gustaba mucho, pero Ellen era muy cauta en lo que se refería a relaciones sentimentales, aunque fueran pasajeras. Se enorgullecía de ser racional, insensible y totalmente independiente. Se había asegurado de que nunca tuviera que necesitar a nadie y de que nadie fuera demasiado importante para ella. Ellen Denby sólo se preocupaba de Ellen Denby.

–Diría que las probabilidades son cincuenta a cincuenta –respondió Sawyer a la pregunta de Dom–. Pero no sabemos lo que quieren los secuestradores. Si sólo buscan dinero...

–¿Qué más podría ser? –preguntó Dom–. Constantine es asquerosamente rico…

Ellen suspiró suavemente.

–Lógicamente, si la hija de un millonario es secuestrada, el rescate será un montón de dinero. Pero no podemos estar del todo seguros hasta que Constantine reciba noticias de los que han secuestrado a su hija y a la niñera.

–¿Por qué se llevaron a la niñera? –preguntó Dom, mirando a Lucie.

–Las únicas opciones eran llevársela o matarla allí mismo –respondió ella–. Es muy probable que se la llevaran para que ayudara a tranquilizar a la niña.

–He consultado el informe de Faith Sheridan –dijo Sawyer–. Parece que está limpia.

Worth Cordell gruñó, atrayendo todas las miradas.

–Eres un maldito escéptico, Cordell –dijo Dom–. ¿Qué opinas de la señorita Sheridan? ¿Crees que estaba en el ajo?

–Tal vez –respondió Worth.

–Por desgracia, es algo que ya ha ocurrido otras veces –dijo Lucie–. Con bastante frecuencia los empleados más leales acaban traicionando a sus amos, sobre todo cuando hay grandes sumas de dinero en juego.

–Faith Sheridan no encaja en ese perfil –objetó Sawyer, abriendo su maletín. Sacó un informe y lo arrojó al regazo de Lucie–. Échale un vistazo y dime si no estás de acuerdo.

Lucie abrió la carpeta y hojeó rápidamente los papeles.

–Esa mujer es una santa. Se quedó huérfana con doce años y creció en el Girls’ Ranch. Se pagó sus estudios en la universidad y tiene un historial que sería la envidia de cualquiera. Es una mujer discreta, tímida y encantadora que ha trabajado como niñera desde los veintidós años. Su primer trabajo, hace ocho años, fue para un diplomático americano con un hijo de seis años. Se quedó con ellos en el extranjero durante tres años, hasta que el hijo fue internado en un colegio privado. Luego sustituyó a la primera niñera de los Constantine, quien se jubiló por problemas de salud.

–¿Cuál es tu opinión, entonces, señora Criminóloga? –preguntó Saywer con una sonrisa.

Lucie frunció el ceño.

–Por mucho que me fastidie, estoy de acuerdo contigo. Faith Sheridan no encaja en el perfil de una mujer que tomaría parte en un secuestro.

Ellen dejó que Sawyer y Lucie continuaran con su discusión. Fuera cual fuera el tema de conversación, siempre acababan discutiendo. Su único punto en común era el FBI, siendo ambos ex agentes. Sawyer había sido un profesional de libro y Lucie una novata que sólo se guiaba por su instinto. Los dos habían dejado la agencia por razones personales.

Buscando una distracción, Ellen se puso a mirar por la ventanilla. Kilómetros y kilómetros de acantilados rocosos salpicados de playas arenosas se extendían a lo largo del litoral mediterráneo y creaban un semicírculo alrededor de Dareh y de las costas septentrionales y occidentales. La ciudad de Dareh era una mezcla de progreso y tradición. La ciudad había cambiado mucho en quince años, pero aún conservaba el encanto exótico que había cautivado a Ellen la primera vez que visitó la isla.

Durante su estancia, había tenido que encontrar la manera para impedir que los recuerdos lejanos la invadieran. Aquellas dos semanas mágicas en Golnar las había vivido otra persona, otra Ellen Denby... Mary Ellen, una joven inocente y excesivamente confiada.

Llegaron a la periferia y Lucie volvió a mirar por la ventanilla.

–Mirad, ¿no es un mercado al aire libre? –apretó el botón que bajaba el cristal–. Qué bien huele... Debe de ser algo recién hecho.

–¿El olor de las cabras, dices? –preguntó Sawyer, ganándose otra mirada ceñuda de Lucie.

Ellen sabía que horas antes las voces de los comerciantes y compradores habían impregnado la brisa otoñal junto a los olores a ajo y especies. Recordaba haber tomado un cuenco de estofado con judías en aquel mismo mercado, donde Nikos y ella habían pasado una mañana paseando entre los puestos. Él le había comprado un chal de seda roja, asegurándole que el rojo era el color que más le favorecía. Un año más tarde, Ellen había quemado el chal.

Incluso después de tanto tiempo podía cerrar los ojos y verse a sí misma frente a las llamas que devoraban el exquisito tejido carmesí.

La limusina dejó atrás el mercado y los deliciosos olores. El crepúsculo coloreaba el horizonte con una amalgama de vibrantes matices. Habría anochecido antes de que llegaran a la mansión de los Constantine.

 

 

Después de cerrar la puerta del dormitorio, el doctor Capaneus cerró la puerta del dormitorio y salió al vestíbulo. Theo Constantine dejó de andar de un lado para otro y miró al médico de su mujer a los ojos.

–¿Cómo está?

–Descansando –respondió el médico–. He tenido que sedarla. Era la única manera de calmarla.

–¿El sedante podría afectar al bebé? –preguntó Theo. Después de años de espera, sus oraciones habían sido finalmente oídas. El doctor Capaneus lo había confirmado tres semanas antes que estaba embarazada de casi dos meses.

–No debería ser así –dijo el médico, apretando el hombro de Theo–. Voy a dejar a Irina que cuide de Dia. Me avisará si es necesario.

–Gracias. Me siento más tranquilo sabiendo que Dia estará con una enfermera.

El doctor Capaneus le dio un palmadita en el hombro.

–¿Se sabe algo de nuestra pequeña Phila?

Las emociones impidieron hablar a Theo y se limitó a negar con la cabeza. El doctor Capaneus era el médico personal de la familia Constantine y había asistido el parto de Phila hacía siete años, cuatro meses y cinco días.

–Puedes sentarte junto a Dia hasta que se duerma –le sugirió el médico–. No hace falta que me acompañe a la puerta.

Se estrecharon la mano y Theo entró en el dormitorio, donde su amada y adorada esposa reposaba en la cama que habían compartido los últimos ocho años y medio. Sin decir palabra, Irina, la enfermera del doctor Capaneus, se levantó y abandonó la habitación.

Dia estaba muy pálida y demacrada, y parecía terriblemente frágil. Cuando Theo se acercó a la cama vio que tenía los ojos abiertos, pero los párpados se le caían somnolientamente. Con mucho cuidado se sentó junto a ella. Dia levantó un brazo y le acarició el rostro, y él se llevó la mano a la boca para besarle la palma.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y parpadeó con fuerza para reprimirlas. Tenía que ser fuerte… por el bien de Dia.

–¿Ya están aquí? –preguntó ella con voz casi inaudible.

–Peneus ha llamado para decirme que habían llegado al aeropuerto y que están de camino.

–Matt te dijo que son los mejores, ¿verdad? Podrán devolvernos a Phila, ¿verdad que sí?

–Sí, mi amor, nos la devolverán sana y salva. Dentro de poco tendrás a Phila en tus brazos.

Las lágrimas afluyeron a los ojos de Dia y resbalaron por sus mejillas, mojándole el pelo.

–Te… tengo que descansar. El doctor Capaneus dice que debo pensar en el bebé… –se puso una mano sobre el vientre y luego la llevó a lo alto del camisón de seda.

Theo la besó en la frente y le apartó las lágrimas con la punta de los dedos.

–Sí, descansa, mi amor, descansa.

Permaneció junto a ella hasta que se quedó dormida por el efecto de las drogas. Ninguno de los dos había pegado ojo desde que la señora Panopoulas lo llamó a la fiesta de Sophie y Zale para decirles lo que había sucedido en la villa. Al llegar a casa se habían encontrado a las autoridades pululando por los alrededores como gusanos en el fango. La señora Panopoulas había tenido la sabia precaución de guardarse la nota de los secuestradores en el bolsillo. Se la dio a Theo y le dijo dónde la había encontrado.

A pesar de todo su poder e influencia, a Theo le costó mucho convencer a la policía de que trataran la situación como un caso de homicidio múltiple y no filtraran ninguna información sobre el secuestro.

–Estoy dispuesto a colaborar con usted y ayudarlo en todo lo posible –le había asegurado el inspector Kaloyeropoulos–. Aunque debo admitir que un caso como éste supera mi experiencia.

«Qué estúpido he sido», pensó Theo. Durante tres generaciones la familia Constantine había vivido a salvo en Golnar, protegida por su poder y prestigio y venerada por los habitantes de la isla. Muy poco tiempo antes, Matthew O’Brien lo había convencido de que los tiempos habían cambiado y de que necesitaba tener seguridad privada para proteger a su familia. Había contratado guardaespaldas locales y su intención había sido enviarlos a Estados Unidos para ser entrenados por la agencia Dundee, para la que Matt había trabajado. Si no hubiera sido de ideas tan anticuadas y hubiera contratado a guardaespaldas profesionales, tal vez se podría haber evitado aquel horror.

«Perdóname, Dia. Perdóname por ser tan estúpido, cabezota y anticuado». Si algo le pasaba a su preciosa Phila, jamás podría perdonarse a sí mismo.

Unos golpes en la puerta lo sacaron de su martirio. Se apartó sin hacer ruido de la cama y cruzó la habitación para abrir la puerta. El ama de llaves, con los ojos hinchados por el llanto, le susurró en griego:

–Tiene una llamada del señor Khalid. Está esperando en su línea privada.

–Gracias, señora Panopoulas. Voy a mi despacho –le hizo un gesto a Irina, que estaba a varios metros de distancia–. Quédate con la señora Constantine. Si ocurre algo, llama a la señora Panopoulas y ella me avisará. Sabrá dónde encontrarme.

Irina asintió y se dirigió hacia su paciente mientras Theo corría escaleras abajo. Con el corazón desbocado, agarró el teléfono de su despacho.

–¿Nikos?

–¿Qué ocurre?

–Han secuestrado a Phila.

–¡Dios mío!

–Se la llevaron de la cama –dijo Theo–. Mataron a cuatro guardias y al pobre Xerxes, que llevaba cincuenta años al servicio de la familia. Dejaron una nota diciéndome que no avisara a las autoridades ni a ninguna agencia. Sólo tratarán conmigo o con mi representante. La nota decía que se pondrán en contacto conmigo pronto para hacerme saber sus exigencias.

–¿Tienes idea de quién…?

–No. Pero soy un hombre rico. Quizá sólo quieran dinero.

–Quizá.

–Tengo enemigos, naturalmente. Mi familia no levantó su imperio sin rodearse de enemigos. Podría ser un acto de venganza, pero no conozco a nadie que... –la voz se le quebró por la emoción.

–No supongamos nada hasta que tengamos más pruebas –dijo Nikos.

–¿Dónde estás? ¿Puedes venir a Golnar?

–Estoy en Londres. En Vauxhall Cross. Ayer acabé mi última misión, de modo que les diré a los jefes que necesito un poco de tiempo libre. Tomaré el vuelo de las diez y media en Heathrow y estaré en Golnar a las cuatro de la mañana, hora local.

–Enviaré a Peneus a buscarte al aeropuerto –Theo sabía que si la agencia Dundee no podía ayudarlo con su equipo de elite, que incluía a dos ex agentes del FBI, Nikos sería su última esperanza.

–¿Cómo está Dia? –preguntó Nikos.

–¿Cómo crees que está? Es una madre cuya hija pequeña ha sido brutalmente secuestrada por una banda de asesinos.

–Te prometo que rescataremos a Phila.

–Sí –murmuró Theo, tragando saliva–. Tenemos que hacerlo.

 

 

Los agentes de Dundee llegaron cuando ya había oscurecido. La villa de los Constantine, a las afueras del pequeño pueblo de Coeus, estaba emplazada en lo alto de una colina desde la que una serie de bancales descendían hasta la playa.

Theo los recibió en la puerta y les dio una cordial bienvenida. Nada más estrechar su mano, Ellen se dio cuenta de que no se acordaba de ella. Su mirada inexpresiva era la propia de un desconocido. Aunque, ¿por qué debería recordarla? Sólo se habían visto una vez durante las dos semanas que ella había pasado en Golnar. Y Ellen había cambiado mucho desde entonces. Ya no era la joven despreocupada e idealista. Sólo porque no olvidara nada ni nadie asociado con aquella isla no significaba que los demás tuvieran que recordarla. Seguramente ni siquiera Nikos la recordaría. Al fin y al cabo, para él no había significado más que una aventura pasajera.

Él, en cambio, lo había significado todo para ella.

–Pase, señora Denby –la invitó Theo, volviéndose hacia los cuatro agentes–. Hagan el favor de seguirme. Pueden usar mi despacho. Cuenta con varias líneas de teléfono, fax e Internet.

–Gracias –respondió Ellen mientras examinaba su rostro. Tenía manchas oscuras bajo los ojos, una barba incipiente y una expresión de cansancio. Era el rostro de un padre atormentado–. Le prometo, señor Constantine, que haré todo lo que pueda para traer a su hija sana y salva.

Theo carraspeó.

–Yo… eh… ¿les gustaría asearse y cenar un poco antes que nada? El ama de llaves les ha preparado las habitaciones.

Ellen negó con la cabeza.

–Hemos comido en el avión, así que podemos esperar hasta el desayuno. Me gustaría ver su despacho y echarle un vistazo a la nota de los secuestradores. ¿Las autoridades la han examinado para…?

–La policía no sabe nada. La nota me prohibía expresamente avisar a la policía o a cualquier agencia gubernamental.

–Entiendo –dijo Ellen, y le hizo un gesto a Sawyer–. Llama a tus amigos del FBI e intenta conseguir ayuda extraoficial –se volvió hacia Theo–. ¿Puede hacer que lleven nuestro equipaje a las habitaciones y enseñarnos su despacho?

Theo se dirigió al chófer en griego, y Ellen supuso que le estaba ordenando ocuparse de las maletas.

–Por aquí, por favor –les dijo.

Ellen y su equipo lo siguieron a una habitación de dos plantas con una escalera metálica de caracol. Las paredes del piso superior estaban cubiertas de estanterías con libros, y la planta baja hacía las veces de oficina. El mobiliario era de madera oscura y maciza, y había una gran chimenea. Una hilera de teléfonos y todo el material de oficina imaginable abarrotaban la zona de trabajo.

Theo pulsó un botón en la pared y un bar perfectamente surtido apareció bajo una pintura al óleo.

–Necesito una copa. ¿A alguien le apetece acompañarme?

Nadie respondió. Ellen negó con la cabeza y en ese momento sonó uno de los múltiples teléfonos de la habitación. Theo se disponía a abrir una botella de whisky escocés, pero se detuvo y señaló el teléfono blanco con la luz roja parpadeante.

–Es la línea doméstica –dijo.

El teléfono dejó de sonar repentinamente y Ellen gimió.

–De ahora en adelante, uno de mis agentes controlará todas las llamadas. Por favor, dígales a sus empleados que no respondan al teléfono hasta próximo aviso.

–De acuerdo –aceptó Theo, sirviéndole medio vaso de whisky. Pero antes de que pudiera llevárselo a los labios, unos golpes en la puerta lo interrumpieron.

La puerta se abrió y apareció una mujer robusta de edad madura y ojos negros.

–¿Sí, señora Panopoulas?

La mujer respondió en griego y Theo se puso pálido. La mano que sostenía el vaso empezó a temblarle.

–Tengo una llamada… y un hombre dice que es sobre Phila.

–¿Hay algún teléfono inalámbrico conectado a esa línea? –preguntó Ellen. Theo asintió–. Por favor, tráigame el teléfono inalámbrico –le ordenó al ama de llaves, quien miró a Theo en busca de aprobación. Parecía no haber entendido las palabras de Ellen.

–Hágalo –ordenó Theo, hablándole en inglés–. Vamos.

La señora Panopoulas salió de la habitación.

–¿Entiende el inglés? –preguntó Ellen.

–Sí, lo entiende y lo habla hasta cierto punto.

Ellen asintió.

–En cuanto tenga el teléfono, responderemos a la llamada. Quiero escuchar lo que el hombre tenga que decir sin que sepa que yo estoy también a la escucha.

–¿Cree que son los secuestradores? –preguntó Theo con voz temblorosa.

–Posiblemente. Escúcheme con atención.... Es muy importante que no llegue a ningún acuerdo sin consultarlo antes conmigo. Míreme antes de decir nada, y si no puedo responder con la cabeza, se lo escribiré en un papel. ¿Entendido?

–Sí, supongo que sí. No estoy seguro.

La señora Panopoulas volvió a entrar, llevando un teléfono inalámbrico en la mano.

–Gracias –dijo Ellen cuando el ama de llaves le tendió el aparato. Esperó a que se marchara y le hizo un gesto a Theo para que se moviera hacia la hilera de teléfonos. Cuando estuvo en posición, le hizo otro gesto y pulsó el botón al tiempo que Theo levantaba el auricular.

–Theo Constantine al habla.

–¿Cómo está, señor Constantine? –preguntó una voz masculina, profunda, con un ligero acento extranjero y espeluznantemente tranquila–. ¿Está preocupado por su hija?

–¿Está con usted? ¿Se encuentra bien?

–Está muy bien. Su pequeña Phila y su niñera son nuestras invitadas.

–¿Qué es lo que quiere?

Las risas que oyó Ellen le provocaron un escalofrío. Miró a Theo y sus ojos se encontraron.

–¿Dinero? –preguntó Theo.

–El dinero siempre está bien.

–¿Cuánto?

–Para nosotros será una fortuna, pero no para un hombre tan rico como usted.

–Maldita sea, dígame…

Ellen sacudió la cabeza y Theo se calmó.

–Cinco millones de dólares y… –dejó la frase deliberadamente a medias.

Ellen agarró un bloc y un bolígrafo y escribió rápidamente una nota, que le tendió a Theo.

–He contratado a un negociador –leyó Theo.

–¿Un independiente? –preguntó el hombre–. Si has traído a algún…

–Es de una agencia independiente –le aseguró Theo.

–Dígale a su negociador que queremos cinco…

–Dígamelo usted mismo –intervino Ellen, haciéndole un gesto a Theo para que colgara. Él dudó un momento e hizo lo que le ordenaba.

–¿Una mujer?

–Dígame sus condiciones.

–Cinco millones de dólares y… –volvió a dejar la frase a medias. Estaba jugando con ella igual qué había hecho con Theo.

–¿Y qué? –lo apremió Ellen.

–Y la puesta en libertad de tres miembros de al-’Alim que están prisioneros en Menkura.

Ellen ahogó un gemido. Santo Dios… Aquello no era un simple secuestro para pedir un rescate. Se había convertido en un asunto político, y sería condenadamente difícil impedir que no llegara a ser un incidente internacional. Aquellas personas eran terroristas para los que el asesinato implicaba la gloria y la fama.

«No pienses en ello», se obligó a sí mismo, tensando todo el cuerpo. «No lo recuerdes».

Worth Cordell la agarró del hombro y la sacudió suavemente. Ella salió de sus divagaciones y asintió.

–¿Cómo espera que podamos conseguir la liberación de esos prisioneros? –preguntó.

–Eso es su problema, señora negociadora.

–Necesito más información.

–Y la tendrá. A su debido tiempo –el teléfono se quedó sin línea.

El muy hijo de perra le había colgado. Ellen arrojó el teléfono en la mesa y soltó una exhalación.

–Estamos en… –se detuvo a tiempo y miró a Theo–. ¿Qué relación tiene con el país de Subria y con esa secta fanática llamada al-’Alim?

–¿Al-‘Alim? No tengo ninguna relación con esos monstruos. Ninguna. Lo juro –de repente, como si acabara de recordar algo, se puso mortalmente pálido–. Oh, Dios mío... ¡No!