Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Janice Maynard. Todos los derechos reservados.

TERRENO PRIVADO, N.º 1867 - agosto 2012

Título original: Into His Private Domain

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0735-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Gareth salió de la ducha y se quedó parado delante del espejo. El agua helada no había conseguido calmar sus nervios. Todavía desnudo, empezó a afeitarse.

Cuando hubo terminado, hizo una mueca a su reflejo. El pelo denso y rizado le caía sobre los hombros. Siempre lo había llevado más largo de lo que dictaba la moda, pero se lo había dejado crecer tanto que empezaba a molestarle para trabajar.

De un cajón, sacó una goma y se lo recogió.

De pronto, alguien llamó a su puerta. Ni sus hermanos ni su padre se molestaban nunca en llamar antes de entrar. Y su tío Vicente y sus primos respetaban demasiado su mal humor como para atreverse a interrumpirlo. Los mensajeros siempre llamaban a la casa principal. ¿Quién diablos podía ser?

Ya estaba más que harto de que la prensa del corazón se hubiera cebado con él. Además, el tiempo que había pasado en el Ejército le había enseñado a apreciar la soledad. Con excepción de su familia, prefería no interactuar con la humanidad siempre que fuera posible.

Cuando un hombre tenía dinero, todo el mundo quería algo de él. Y Gareth estaba cansado de eso.

Agarró unos pantalones y se los puso, sin calzoncillos. Eso bastaría para abrir la puerta.

Atravesó la casa, maldiciendo cuando la goma que le sujetaba la coleta se le rompió, dejándole suelto el pelo. ¿Qué importaba? Cuanto más desarreglado estuviera, antes espantaría a quien lo estuviera esperando en el porche.

Cuando abrió la puerta de golpe, se encontró con una mujer pelirroja con rizos salvajes cayéndole sobre los hombros. De pronto, se le despertó la libido. Respiró hondo.

–¿Quién eres y qué quieres? –le espetó él con toda la brusquedad que pudo.

La mujer contuvo el aliento y dio un paso atrás. Gareth se apoyó en el quicio de la puerta, descalzo, con gesto huraño.

La visitante apartó los ojos del pecho de él con gran esfuerzo y lo miró a la cara. Habló despacio.

–Tengo que hablar contigo.

–No eres bienvenida –repuso él, sin poder evitar fijarse en lo sexy que era la intrusa. Tenía la piel clara, la figura esbelta y la espalda tan recta que daba ganas de recorrérsela con la lengua hasta que gritara de…

Gareth se pasó las manos por el pelo, mientras el corazón le latía acelerado. No podía bajar la guardia ni un segundo. Aunque aquellos rizos de fuego y aquellas delicadas mejillas fueran su talón de Aquiles. Al notar su suave perfume, se le endureció el miembro sin poder evitarlo.

¿Cuánto había pasado desde la última vez que había estado con una mujer? ¿Semanas? ¿Meses? Su cuerpo subía de temperatura más y más.

–¿Qué quieres?

Ella parpadeó nerviosa. Sus ojos eran más azules que el cielo de verano. Levantó la barbilla con gesto desafiante y esbozó una sonrisa insegura.

–¿Puedo entrar para que nos sentemos un momento? Me gustaría beber algo. Prometo no robarte mucho tiempo.

Gareth se puso tenso. Una furia salvaje lo invadió. Aquella mujer quería aprovecharse de él, como todas, pensó.

Ignoró la mano que le tendía la desconocida, sin molestarse en ocultar su mal humor.

–Vete al infierno y sal de mis tierras.

La mujer dio dos pasos atrás, tambaleante, con los ojos como platos, la cara blanca.

–Vamos –presionó él, irguiéndose en toda su altura para dar más miedo–. No eres bienvenida.

Ella abrió la boca, quizá para protestar, pero en ese instante dio un mal paso. Se cayó hacia atrás, golpeándose con la cabeza y la cadera en los escalones del porche. Fue rodando, entre sonoros golpes, hasta quedar inmóvil, hecha un ovillo en el suelo.

Gareth corrió a su lado en una fracción de segundo, acercándose con manos temblorosas. Se había portado como un animal, peor que los coyotes que habitaban aquellas montañas.

La mujer estaba inconsciente. Con suavidad, él le recorrió las extremidades con las manos para comprobar si estaban rotas. Había crecido con hermanos y primos varones y estaba acostumbrado a ver piernas y brazos rotos. Sin embargo, no estaba preparado para encontrarse con la protuberancia de un hueso bajo aquella piel blanca y sedosa.

A continuación, la tomó en sus brazos y la llevó dentro de la casa, a su habitación, su santuario privado. La depositó con cuidado en la cama deshecha y se fue a buscar hielo y un botiquín.

El que la desconocida siguiera inconsciente empezó a preocuparle más que el corte profundo que tenía en la pierna. Tomó el teléfono y llamó a su hermano Jaco.

–Te necesito. Es una emergencia. Tráete el maletín.

Diez minutos después, su hermano estaba allí. Ambos hombres tenían los ojos puestos en aquella mujer de pequeña estatura que parecía fuera de lugar en una cama tan grande y tan masculina. Su pelo rojizo brillaba sobre las sábanas grises y la manta azul de cachemira.

Jacob la examinó de la cabeza a los pies.

–Tengo que darle puntos en la pierna –informó su hermano médico–. El golpe que se ha dado en la cabeza ha sido fuerte, pero no parece que vaya a costarle la vida. Sus pupilas parecen estar bien –añadió y frunció el ceño–. ¿Es amiga tuya?

Gareth dio un respingo, sin apartar los ojos de ella.

–No. Solo llevaba aquí un par de minutos cuando se cayó. Dijo que quería hablarme de algo. Supongo que sería una periodista.

–¿Y qué pasó? –preguntó Jacob, preocupado.

Gareth se inclinó hacia delante y le apartó unos mechones de pelo de la cara a la desconocida.

–Intenté asustarla para que se fuera. Y funcionó.

Jacob suspiró.

–Algún día, esa forma de ser tan huraña que tienes va a traerte un disgusto. Quizá, hoy. Maldición, Gareth, esta mujer podría demandarnos y sacárnoslo todo. ¿En qué estabas pensando?

Gareth se encogió cuando su hermano hundió la aguja en la piel de la mujer, para coserle el pequeño corte de la pierna. Pero ella no se movió.

–Quería que se fuera –murmuró Gareth, irritado y abatido por sus propios demonios. Deseó que aquella extraña pudiera ser una joven inocente.

Pero lo más probable era que fuera una víbora.

Jacob terminó de coserle y le cubrió la herida con una venda. Le tomó el pulso y le puso una inyección para el dolor.

–Es mejor que comprobemos su identidad –señaló el médico, frunciendo el ceño–. ¿Llevaba bolso o algo?

–Está en la silla, allí.

Mientras su hermano rebuscaba en el bolso de la mujer, Gareth se quedó mirándola. Parecía un ángel en su cama.

Con gesto de preocupación, Jacob levantó en la mano una cartera y una hoja de papel doblada.

–Échale un vistazo a esta foto. Se llama Gracie Darlington.

–A menos que sea un carné falso.

–No saques conclusiones apresuradas. A veces, eres demasiado paranoico. Puede que no haya nada siniestro en todo esto.

–Ya y puede que los cerdos vuelen. No esperes que me deje engatusar solo porque es bonita. Ya tengo experiencia con eso.

–Tu exnovia era muy ambiciosa. Pero eso ocurrió hace mucho tiempo, Gareth. Déjalo estar.

–No, hasta que sepa la verdad.

Jacob meneó la cabeza, disgustado, mientras rompía una ampolla de amoníaco bajo la nariz de Gracie.

Ella se removió en la cama y gimió.

Gareth le tomó la mano.

–Despierta.

Gracie abrió los ojos, parpadeando. Le temblaban los labios.

–¿Sois dos? –preguntó ella, frunciendo el ceño confundida.

–Mientras no veas cuatro, todo está bien –repuso Jacob con una carcajada cortante–. Te has dado un buen golpe. Tienes que descansar y tomar líquidos en abundancia. Estaré por aquí por si empeoras. Mientras tanto, no hagas ningún movimiento brusco.

–¿Dónde estoy? –preguntó ella, arrugando la nariz.

Jacob le dio una palmadita en el brazo.

–Estás en el dormitorio de mi hermano. Pero no te preocupes, Gareth no muerde. Yo soy Jacob, por cierto –se presentó y miró a su hermano–. Renueva los hielos que le he puesto en la pierna y en la cabeza. Dejaré aquí un analgésico para que se lo tome cuando desaparezcan los efectos de la inyección. Volveré a verla por la mañana, si no hay novedad. Llévala a la clínica, allí le haré una radiografía para asegurarnos de que todo esté bien.

Gareth no se molestó en acompañarlo a la puerta.

Cuando se sentó en el borde de la cama, Gracie intentó alejarse de él, a pesar de lo malherida que estaba. Aquel sencillo movimiento le restó el poco color que tenía en el rostro. Estremeciéndose, sacó la cabeza de la cama y vomitó en el suelo.

Entonces, rompió a llorar.

Gareth se quedó paralizado un instante, sin saber qué hacer. Nunca en su vida había sentido la necesidad de consolar a nadie. Era posible que Gracie fuera una embustera y una bruja.

Sin embargo, se quedó perplejo al presenciar una tristeza tan profunda. Aquellas lágrimas eran de corazón, imposibles de fingir.

Gareth se fue al baño a por una toalla húmeda, se la tendió a la mujer y empezó a limpiar el suelo en silencio. Cuando hubo terminado, los sollozos de ella se habían calmado un poco. Tenía los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil como una muerta. Tal vez, porque cualquier movimiento le dolía.

Él se había caído de un caballo a los doce años y se había golpeado en la cabeza. Sabía cómo se sentía ella.

Por eso, no se arriesgó a intentar sentarse a su lado de nuevo. Se acercó a las ventanas y las abrió, dejando que el aire fresco de la primavera entrara en la habitación. Corrió las cortinas para que la luz no fuera tan intensa. Quería que ella estuviera lo más cómoda posible.

Después, se quedó de pie junto a la cama, mirándola, y se preguntó cómo el día se había torcido tanto en tan poco tiempo. Aclarándose la garganta, la cubrió con el edredón, hasta la barbilla.

–Tenemos que hablar. Pero esperaré a que hayas descansado. Es casi hora de cenar. Prepararé algo sencillo y suave y te lo traeré cuando esté listo –ofreció él y titubeó, esperando una respuesta.

Gracie trató de recuperar la compostura, segura de que en cualquier momento podría poner sus neuronas en orden. Parecía estar inmersa en una pesadilla. Un hombre ceñudo la atendía con patente reticencia.

Era muy alto. Tenía un rostro muy masculino, atractivo, aunque no era guapo en el sentido estricto de la palabra. Nariz rota, mandíbula que parecía tallada en granito y ojos negros como la noche, tanto que no se le diferenciaban las pupilas.

Su pelo también era moreno y le daba un toque salvaje que delataba su desprecio de las convenciones sociales. Espesos e indomables mechones le caían sobre la cara de vez en cuando y, al mirarlos, Gracie tuvo la tentación de acariciárselos para ver si eran tan suaves como parecían.

Tenía el pecho bronceado y musculoso, con tres pequeñas cicatrices en las costillas. Observándolas, ella frunció el ceño, deseando poder tocárselas. Lo cierto era que estaba impresionada por lo magnífico que era aquel hombre.

Al fin, él salió de la habitación y cerró la puerta.

Gracie cayó en un sueño ligero e inquieto, salpicado de despertares llenos de dolor y soledad. La penumbra de la noche pintaba la habitación cuando su anfitrión regresó.

Llevaba una bandeja que dejó a los pies de la cama, sobre un baúl de madera. En vez de encender la lámpara del techo, prendió la pequeña luz de la mesilla de noche.

Luego, se acercó a Gracie.

–Tienes que incorporarte y comer algo.

El estómago le rugió al olor de la comida.

El hombre la ayudó a sentarse. La piel le ardió en todas partes donde él la tocó para incorporarla.

Cuando estuvo lista, él le colocó la bandeja sobre el regazo. Gracie contuvo el aliento al mover la pierna. No se había dado cuenta hasta entonces de que se había herido en más sitios aparte de la cabeza.

Entonces, su anfitrión respondió lo que ella no había llegado a preguntarle.

–Jacob te ha puesto seis o siete puntos. Te golpeaste con una piedra afilada cuando te…

El hombre se interrumpió con gesto de disgusto. Acercó una silla a la cama y se sentó, observándola mientras ella comía. Si no hubiera estado muerta de hambre, su intenso escrutinio la habría puesto nerviosa. Pero debían de haber pasado horas desde que había comido por última vez.

En la bandeja, había sopa de pollo con zanahorias y apio. Gracie tomó un pedazo de pan caliente y lo devoró con gusto.

Ni ella ni su acompañante dijeron una palabra hasta que se hubo terminado el plato.

Después de quitarle la bandeja de encima, él se sentó de nuevo, cruzándose de brazos.

Llevaba unos vaqueros gastados y una camisa granate tejida a mano. Y estaba descalzo. Todo en él emanaba confianza y superioridad.

Gracie luchó contra el pánico, tratando de retrasar el momento de la verdad.

–Tengo que ir al baño –dijo ella, comprendiendo que iba a necesitar su ayuda para ponerse en pie. La pierna herida le dolía demasiado. Sin embargo, tras un momento, fue capaz de cojear sola hasta el cuarto de baño.

Era una habitación enorme con una ducha de piedra y cristal. De pronto, ella se imaginó a aquel hombre viril y misterioso desnudo bajo el chorro de agua. Al pensarlo, le temblaron las rodillas. A pesar de su malestar, no podía ignorar el poderoso atractivo de su anfitrión. Después de usar el baño y lavarse, cometió el error de mirarse al espejo. Su imagen la dejó perpleja. Estaba más blanca que la leche y tenía todo el pelo enredado.

Entonces, rebuscó en los cajones, hasta encontrar un peine. Cuando intentaba peinarse, se lastimó en la herida de la cabeza y gritó de dolor.

Al instante, él estaba a su lado, sin ni siquiera haberse molestado en llamar a la puerta.

–¿Qué ocurre? –preguntó Gareth–. ¿Te encuentras mal? –añadió y, al momento, se dio cuenta de lo que ella había estado intentando hacer–. Olvídate de tu pelo –murmuró, tomándola en brazos para llevarla a la cama.

Cuando estuvo acomodada sobre el colchón de nuevo, con un paquete de hielos en la pierna, él le tendió dos pastillas analgésicas e insistió en que se las tomara con un poco de leche. Gracie se sentía como una niña, aunque todo su cuerpo estaba reaccionando ante aquel extraño como una mujer.

–No te vayas –soltó ella cuando vio que el hombre se dirigía a la puerta, sonrojándose–. No quiero estar sola.

Él regresó a su silla, dándole la vuelta para sentarse a horcajadas, con los brazos cruzados sobre el respaldo.

Su expresión era difícil de descifrar.

–Estás a salvo aquí –susurró él–. Y Jacob dice que te recuperarás pronto.

Su voz le resultó a Gracie más suave que una caricia. Sin embargo, al momento, percibió en él cierta mirada de desconfianza y sospecha. ¿Qué diablos podía un hombre así temer de ella?

–¿Tu hermano vive contigo?

–Jacob tiene una casa en la finca –respondió él, frunciendo el ceño–. ¿Por qué has venido?

Sintiéndose de nuevo sin energías, Gracie apartó la vista hacia la ventana.

–No lo sé.

–Mírame.

Ella obedeció con reticencia, desorientada y avergonzada.

–Eso no tiene sentido –señaló él.

Gracie se mordió el labio, tratando de contener las lágrimas.

–Pareces enfadado. ¿Conmigo?

Durante una milésima de segundo, algo parecido al miedo le asomó a los ojos, mientras se aferraba con fuerza al respaldo de la silla. Pero, al instante, desapareció.

–Nada de eso. Pronto vas a irte.

Estaba mintiendo. Gracie lo sabía con certeza. Y eso la indignaba. Para él era un problema tenerla en su casa. Un problema grande, pensó y se destapó, llena de pánico y agitación.

–Me voy.

Frunciendo el ceño, él volvió a taparla.

–No seas ridícula. No estás en forma para ir a ninguna parte esta noche. Puedes quedarte en mi cama. Pero mañana te irás.

El dolor que Gracie sentía en la cabeza era demasiado intenso. Además, la inundaba una inexplicable aprensión.

–Por favor –musitó ella, aferrándose a las sábanas, mientras se esforzaba en controlar un ataque de nervios.

–¿Por favor qué?

–Por favor, dime quién soy.

Capítulo Dos

Gareth afiló la mirada, disfrazando su sorpresa. Ya estaba. El primer acto de la farsa que aquella mujer quería que él se tragara. Porque no podía hablar en serio… ¿o sí?

–¿Tienes amnesia? ¡No me digas! ¿Ya es la hora de la teleserie? –se burló él, encogiéndose de hombros–. De acuerdo. Te seguiré el juego. Yo soy Gareth. Tú te llamas Gracie Darlington. Eres de Savanah. Jacob y yo lo hemos visto en tu permiso de conducir.

A ella comenzó a temblarle el labio inferior, hasta que se lo mordió, haciendo un esfuerzo palpable por mantener la compostura. Debía de ser una actriz consumada, observó él. Sin embargo, la mirada de puro terror de sus ojos parecía casi imposible de fingir.

–¿Cómo he llegado aquí? –preguntó ella–. ¿Tengo un coche fuera?

Gareth negó con la cabeza.

–Que yo sepa, subiste por la montaña. Toda una hazaña, por otra parte. No hay senderos en la falda. Tienes los brazos y las piernas llenos de arañazos.

–¿Tengo teléfono móvil?

Gareth ladeó la cabeza, observándola.

–Iré a ver –repuso él y se fue a buscar el bolso que Jacob había examinado antes. En un bolsillo con cremallera, encontró un teléfono. Se lo lanzó a la cama, a su lado. Por suerte, la batería parecía en plena carga. Gracie activó la pantalla táctil.

–Bueno, al menos, recuerdas cómo se hace eso –señaló él.

Gracie se encogió ante su sarcasmo, aunque no levantó la vista. Se concentró para buscar en la lista de nombres de su agenda.

Cuando al fin levantó la cabeza, tenía los ojos empañados.

–Ninguno de estos nombres significa nada para mí –susurró ella, mientras una lágrima le rodaba por la mejilla–. ¿Por qué no recuerdo nada?

Gareth le tomó el teléfono de las manos con un gesto de compasión forzada.

–Te golpeaste la cabeza al caer de mi porche. Jacob es médico. Dice que vas a ponerte bien –explicó él. Sin embargo, Jacob se había ido antes de que saliera a la luz lo de la amnesia. Maldición.

Sin estar seguro de qué buscaba, Gareth revisó la agenda del móvil. Entonces, cayó en la cuenta de algo. Había un papá.

Apretó el botón de llamada y esperó. Un hombre respondió al otro lado de la línea.

–Soy Gareth Wolff. Su hija se ha caído y se ha lastimado. La ha visto un médico y dice que no es grave. Pero sufre una pérdida momentánea de memoria. Sería de gran ayuda que la tranquilizara. Le pasaré el teléfono.

Sin esperar respuesta, le tendió el aparato a Gracie.

Ella se incorporó, apoyando la espalda en el cabecero.

–¿Hola?

Gareth se sentó en la cama, lo bastante cerca como para advertir el tono de sorpresa del hombre al otro lado del auricular y para escuchar fragmentos de conversación.

–Maldición, pequeña. No pensé que fueras capaz de eso. ¿Has fingido un accidente en la finca de los Wolff? ¿Y ahora dices que tienes amnesia? Estupendo, lo tienes justo donde queríamos. Todos estarán aterrorizados pensando que vamos a demandarlos. Una idea excelente, hija. Tu tenacidad es admirable. Muy bien, pequeña, muy bien.

Gracie interrumpió la euforia del otro hombre.