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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1996 Candace Camp. Todos los derechos reservados.

LA CONVENIENCIA DE AMAR, Nº 3 - agosto 2012

Título original: Suddenly.

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Publicado en español en 1998.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. y Romantic Stars es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0760-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

Londres

1871

 

Charity había planeado todos los detalles de su fuga.

Era muy importante que nadie supiera que había salido de la casa; ni siquiera la servidumbre, ni su hermana Serena, porque podían decírselo a sus padres. Pensarían que era por su propio bien, por supuesto. Dirían que una joven de la alta sociedad no podía ser vista paseando por las calles de Londres, sin acompañante alguno, sin que su reputación sufriera un severo daño. Nadie excusaría tal comportamiento, ni siquiera su amable y cariñoso padre, y nadie comprendería que difícilmente podía sufrir su reputación si nadie de la alta sociedad la veía. Y lo peor de todo, era que intentarían averiguar la razón por la que aquella misma mañana se había marchado de la casa de su tía Ermintrude sin que la acompañara ni siquiera una criada.

No estaba dispuesta a explicar sus motivos. Si caminar a solas por el tranquilo y elegante barrio de Mayfair les parecía un acto imperdonable, su horror sería aún mayor de saber lo que pretendía hacer.

Después de pensarlo mucho, había decidido que la mejor hora para marcharse sería inmediatamente después de haber desayunado. Tanto su madre como sus hermanas seguirían dormidas; desde que llegaron a Londres para la presentación en sociedad de Serena y Elspeth no habían dejado de asistir a todo tipo de fiestas, adoptando el horario de la ciudad, de tal manera que se acostaban a altas horas de la madrugada y a veces no se despertaban hasta pasado el mediodía. Con un poco de suerte no sabrían que se había marchado, porque tenía intención de regresar antes de que se levantaran. En cuanto a su padre, que se levantaba muy pronto, se habría marchado a dar su habitual paseo después de desayunar. Los criados ni siquiera se darían cuenta, inmersos en sus actividades, a no ser que la vieran salir sola.

Siguió su plan punto por punto. Cuando terminó de desayunar, y después de asegurarse de que su padre se había marchado, bajó con suma cautela las escaleras, sombrero en mano, y salió de la casa no sin antes mirar a su alrededor para comprobar que nadie la había visto. Acto seguido se puso el sombrero, bajó los escalones de la entrada y se alejó de la casa. Sólo se detuvo una vez más para asegurarse de que nadie la seguía. Paró una calesa y en cuestión de minutos se encontraba frente a la fachada de Dure House, una impresionante mansión de estilo rey Jorge.

Charity pagó al conductor y subió las escaleras del edificio como si fuera algo que hiciera todos los días. Sabía que en situaciones de inseguridad la mejor estrategia era actuar como si se supiera exactamente lo que se hacía. Llamó con la aldaba, que representaba un león, y esperó.

Un criado alto y de aspecto cadavérico abrió la puerta. Su expresión era tan altiva que de inmediato supo que debía tratarse del mayordomo. La miró con intensidad. Charity se encontraba sola, algo bastante extravagante, y además iba vestida con ropa pasada de moda.

–¿Sí? –preguntó.

Arqueó las cejas como dejando bien claro que dudaba de su nivel social y de los motivos que la hubieran llevado a la mansión del conde de Dure.

Charity alzó el rostro, orgullosa, y devolvió su fría mirada. Su familia poseía un irreprochable pasado aristocrático, y no iba a permitir que un simple mayordomo la mirase de aquella forma.

–Soy Lady Charity Emerson –dijo, imitando el petulante tono de su madre–. Me gustaría ver a Lord Dure, si tiene a bien presentarme.

Charity notó que dudaba, y que le habría gustado echarla de allí a patadas. Pero también notó su incertidumbre al reconocer el apellido Emerson; no podía arriesgarse a cometer un error.

Al final, se apartó a regañadientes y dejó que entrara.

–Si tiene la bondad de esperar aquí, veré si el señor se encuentra en casa.

Aquella frase era un simple eufemismo. En realidad, deseaba preguntar a Lord Dure si quería recibir a una insolente que se había presentado en la mansión sin acompañante y sin galas de ninguna clase. Charity era consciente de ello y se distrajo contemplando el amplio y elegante recibidor, de suelos de mármol. Una enorme escalera ascendía al fondo, dividiéndose en dos poco más arriba.

Minutos más tarde, el mayordomo descendió la escalera, hizo una ligera reverencia ante ella y dijo:

–Si tiene la amabilidad de seguirme, señorita.

Charity sintió que sus piernas apenas la mantenían en pie. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo tensa que estaba. Temía que el conde se negara y que toda su pequeña aventura hubiera sido en vano. Respiró profundamente y siguió al mayordomo escaleras arriba, hasta que llegaron a un cálido despacho.

–Lady Charity Emerson –anunció el mayordomo.

De inmediato, el criado la dejó a solas con Simon Westport, conde de Dure.

El conde estaba sentado en su escritorio. En cuanto entró se levantó para recibirla. Y sólo necesitó una mirada para adivinar que se trataba de un hombre peligroso.

Todo el mundo decía que lo era; de hecho, lo llamaban «el diablo de Dure». Ahora podía comprender los rumores. Era alto, duro y frío; todo en él intimidaba, desde su pelo negro, leonino, hasta los músculos de sus brazos, pecho y piernas, pasando por el excelente gusto que demostraba con la ropa. Su rostro no denotaba emoción alguna; sus facciones eran regulares y duras, como si hubieran sido esculpidas en granito. En cuanto a sus ojos, eran de un color oscuro e indefinible, entre verde ciénaga y gris. La miraron con frialdad, como si se clavaran en ella, dejándola indefensa.

Charity sintió que su boca estaba seca y hasta consideró que había cometido un error al presentarse allí.

–¿Sí, señorita Emerson? –preguntó el conde–. ¿En qué puedo servirla?

Charity intentó mantener la compostura. No había huido de nada en toda su vida, y no tenía intención de hacerlo ahora. Además, su futuro estaba en juego.

Sin más dilación contestó, alto y claro:

–He venido para pedirle que se case conmigo.

Uno

 

Durante unos segundos, ninguno de los dos habló. El conde la observaba con sincero asombro.

Lo había sorprendido que su mayordomo anunciara la presencia de Charity Emerson. Sabía que era la hermana de Serena, aunque no la conocía personalmente. Todo aquello lo había intrigado, porque no sospechaba las extrañas circunstancias que podían haberla llevado a su puerta. Durante las dos o tres últimas semanas habían corrido rumores de que pensaba pedir la mano de Serena, pero no mantenía relación directa con los Emerson, y socialmente estaba muy mal visto que una joven visitara la casa de un hombre con el que no estuviera emparentada.

Cuando Charity entró en su despacho sufrió la segunda sorpresa. Esperaba que la hermana menor de Serena resultara ser apenas una niña, y sin embargo era una joven bella y exuberante. No le resultó extraño que no la hubieran presentado en sociedad en compañía de Serena y Elspeth. Era tan atractiva, y de cuerpo tan esbelto, que sus hermanas apenas habrían brillado en su presencia. Bastó una mirada para excitarlo.

Con todo, aquella petición fue la mayor de sus sorpresas. Lo dejó sin habla. Sólo al cabo de unos segundos fue capaz de aclararse la garganta y preguntar:

–¿Cómo?

Charity se ruborizó.

–Bueno, tengo entendido que está buscando una esposa, ¿no es cierto?

El conde arqueó las cejas con suavidad. Tal vez estuviera sorprendido, pero su rostro no denotó ninguna emoción.

–Dudo que eso sea asunto suyo, señorita Emerson, pero es cierto. Tengo intención de casarme pronto. Muerto mi abuelo, he de afrontar la responsabilidad de dar un heredero a mi familia.

–Muy bien. Ése es el motivo de mi visita.

–¿Debo entender entonces que está buscando un esposo?

Charity se ruborizó aún más. No pretendía ser tan directa. Había planeado actuar con frialdad y de forma lógica, pero las palabras habían escapado de su boca sin que se diera cuenta, algo que le sucedía con cierta frecuencia.

–Yo no... Bueno, sí, en cierto modo. Pero no en el sentido que cree.

–Ya –dijo, divertido–. ¿Puedo preguntar entonces en qué sentido se ofrece como esposa?

El conde realizó la pregunta en un tono tan oscuro y sutil que Charity se estremeció. Sabía que debía sentirse insultada por aquellas palabras, como si implicaran que no la consideraba una señorita, pero el timbre de su voz consiguió que se sintiera más débil que indignada.

Intentó recordar el motivo de su visita y mantener la compostura.

–Todo el mundo dice que piensa pedir la mano de mi hermana. Mi padre le dijo anoche a mi madre que imaginaba que vendría pronto a nuestra casa.

–¿Ah, sí? –preguntó el conde.

–Sí. Cuando lo oí, supe que debía actuar sin más dilación.

–Entiendo. ¿Y qué quiere decir con eso?

–Que quiero que se case conmigo en vez de con Serena –aseguró con gravedad–. Sabe que debe casarse con usted. Serena es la clase de mujer que siempre cumple con sus deberes familiares. Se casará si nadie hace algo para evitarlo, y llevará una existencia miserable el resto de su vida.

El conde permaneció en silencio unos segundos, antes de murmurar:

–No me había dado cuenta del mal esposo que podría ser.

Charity se ruborizó. Acababa de comprender cómo podía ser interpretado su comentario.

–Lo siento, milord. No pretendía insinuar que como marido pueda hacer infeliz a alguien, al menos en circunstancias normales. En tal caso no le habría pedido que se casara conmigo, pero he de admitir que no soy tan altruista. No dudo que Serena habría hecho lo mismo por mí. Es mucho mejor que yo.

–Ciertamente, es una persona extraordinaria –admitió, con mirada divertida–. Precisamente por ello, tenía intención de pedir su mano.

–Pero no está enamorado de ella, ¿verdad? –preguntó con ansiedad–. Serena no lo cree. Y mis propios padres comentaron que no estaba interesado en mantener una relación de amor con su esposa. ¿Es cierto?

–Estoy buscando un acuerdo algo más razonable –confesó–. Ya he probado las mieles del amor, y no tengo intención de volver a pasar por tales sufrimientos. Con todo, temo que no comprendo los motivos...

–Bueno, no es que Serena tenga miedo de usted. No lo tiene, o al menos, no demasiado.

–Me siento muy aliviado.

Charity lo miró, y al observar su mirada se relajó y sonrió.

–Ya veo que no estoy explicándome muy bien, ¿verdad? El problema estriba en que Serena está enamorada de otro hombre. Comprenderá entonces que no quiera casarse con usted cuando su corazón pertenece a otra persona.

Dure frunció el ceño.

–Su hermana no lo mencionó nunca. Parecía estar de acuerdo con mi proposición. Si no quería casarse conmigo, ¿por qué no lo dijo?

–No está en su naturaleza. Es una buena hija, y mis padres desean que el matrimonio se lleve a cabo. Con cinco hijas, es muy difícil para ellos. Sería muy conveniente que al menos una de nosotras consiguiera una boda importante. En cuanto Serena se casara con usted, presentaría en su casa al resto de sus hermanas.

Simon gimió al pensar que su mansión pudiera llenarse de jovencitas, y Charity asintió con conmiseración.

–Tiene razón al demostrar su desagrado –continuó–. Especialmente en lo relativo a Belinda, porque es una niña mimada. Pero Serena piensa que debe casarse con usted por el bien de la familia, aunque eso le rompa el corazón. Está enamorada del reverendo Anthony Woodson, de Siddley on the Marsh. Es un buen hombre, pero carece de fortuna. Sin embargo, a Serena no le importa. Sólo quiere casarse con él y ser feliz; sería una magnífica esposa para él, porque es amable y cariñosa, y le gusta ayudar a la gente. No le importa la ropa, ni los bailes, ni los acontecimientos sociales.

–No lo sabía –dijo el conde–. Pero puedo asegurarle que no me casaré con ella si está enamorada de otro hombre. No tenía intención alguna de obligarla a casarse conmigo.

–Por supuesto que no. Imaginaba que no estaría al tanto. ¿Cómo podría? Serena no se lo habría dicho, y mis padres desconocen que esté enamorada del reverendo. No lo aprobarían, puesto que no tiene dinero.

–Le doy mi palabra de que libraré a su hermana de tal destino. Y ahora, señorita Emerson, es mejor que regrese a su casa, puesto que ya ha terminado su misión. Temo que su reputación sufriría un severo revés si se supiera que ha estado en las habitaciones de un caballero. Sobre todo tratándose de mí –añadió.

–Lo sé. Mi tía Ermintrude sufriría un síncope si lo supiera. En cuanto a mi madre, siempre ha dicho que usted tiene una gran reputación de mujeriego. Al principio estaba preocupada. Desconfiaba de que sus intenciones hacia mi hermana fueran honorables, pero mi padre le aseguró que usted nunca robaba la virtud a las jovencitas.

Simon estalló en una carcajada.

–Lo siento –declaró, avergonzada–. He vuelto a meter la pata. Hasta Serena dice que hablo demasiado. Espero no haberlo ofendido.

–En absoluto. De hecho, su presencia ha llenado de luz y buen humor mi mañana. Pero ahora debe marcharse. Le diré a Chaney que le consiga un coche. Me temo que si le prestara el mío despertaría sospechas.

–¡Espere un momento! –se levantó–. Aún no ha dicho... En fin, no puede limitarse a no casarse con mi hermana. Mi madre me matará si descubre que he hablado con usted y que gracias a ello se casará con otra; por ejemplo, con esa odiosa Lady Amanda.

–Le aseguro que no tengo intención alguna de pedir la mano de Lady Amanda Tilford –declaró.

–Por supuesto que no. Estoy segura de que no es tan estúpido. Pero a pesar de todo... No habría venido de haber pensado que tampoco se casaría conmigo. Mi padre dice que su matrimonio con Serena es vital para la familia, porque de lo contrario acabaremos en la miseria. Supongo que no lo dice en serio, pero es cierto que tenemos dificultades económicas. Tuve que pedir prestados los guantes que llevo, y el sombrero es uno viejo de Serena. Mi padre dijo que este año no podríamos comprar vestidos nuevos, porque el dinero era necesario para la presentación en sociedad de Serena y de Elspeth.

Charity continuó con su explicación.

–Por fortuna, la tía Grimmedge dejó una pequeña herencia a mi madre. De lo contrario, no sé qué habría sido de nosotros todos estos años. A pesar de todo, mi madre es tan orgullosa que no permitiría que nos casáramos con alguien que no perteneciera a la aristocracia, aunque estuviéramos muriéndonos de hambre. Sin embargo su familia es impecable, incluso para ella, a excepción de aquel escándalo acaecido en tiempos del rey Carlos II. Y lo excusa diciendo que todas las familias tienen sus problemas.

–Estoy seguro de que a la condesa de Dowager le gustaría saber que su madre encuentra aceptable la casa de Dure.

–Oh, Dios mío, ¿lo he ofendido?

–No. Sin embargo, no creo que la proposición que ofrece sea tan sencilla como cambiar un caballo por otro.

–Lo es –le aseguró–. Usted quiere un heredero, ¿no es así? Soy perfectamente capaz de darle uno, tanto como lo sea mi hermana. Soy una mujer madura y saludable.

Charity apartó las manos del cuerpo, como invitándolo a mirarla.

Los ojos del conde se iluminaron durante un instante.

–Es cierto. Perfectamente saludable.

–En efecto. Y puedo darle saludables herederos. En cuanto a mi sangre, es tan aristocrática como la de Serena. Y soy igualmente respetable.

–No si frecuenta con asiduidad las habitaciones de los caballeros.

–No tengo tal costumbre –declaró indignada–. Vine aquí guiada por la desesperación, como ya sabe. Debía salvar a mi hermana.

–¿Y está dispuesta a sacrificarse como un cordero?

Charity rió ante su comparación.

–Bueno, soy la única que lo habría hecho. Elspeth jamás habría dado un paso parecido; tiene miedo de usted. Además, no le gustaría. Es muy aburrida. En cuanto a Belinda y Horatia, son demasiado jóvenes. De modo que sólo quedaba yo. Además, no creo que sea un sacrificio. A fin de cuentas usted es un conde, un hombre rico, y... también muy atractivo, para las mujeres a las que les guste su estilo.

–¿A usted le gusta?

Su tono bajo y sensual provocó que Charity sintiera una punzada en el estómago.

–No me desagrada –contestó.

Bajó la mirada con modestia, tal y como lo habría hecho una simple criada, pero con tal aire de malicia que Simon tuvo que hacer un esfuerzo para no reír.

–¿No tiene miedo de mí?

–No. De hecho, no tengo miedo de casi nada. Mi madre dice con frecuencia que carezco de sensibilidad.

Simon rió de buena gana.

–Digamos que es peligrosa. Cualquier hombre haría bien en mantenerse alejado de usted.

Charity se encogió de hombros.

–Eso es lo que dice mi padre.

Apretó los labios de forma sensual, aunque inconsciente, y Simon se excitó.

–Todo esto es absurdo. Ni siquiera sabe lo que está haciendo.

–Se equivoca. Tengo por costumbre ser consciente de lo que hago, y en este caso también lo soy –declaró, mirándolo con sus cándidos ojos azules–. Y he de advertir que por lo general consigo lo que pretendo.

Dure se dio la vuelta y se alejó, moviendo la cabeza, aunque se notaba que estaba indeciso.

–Comprendo sus dudas, puesto que no me conoce –dijo ella–. Con todo, sería mucho mejor esposa para usted que Serena. Pasa mucho tiempo en Londres, y a mi hermana le disgusta la ciudad. Intentaría reformarlo en más de un sentido.

–Eso sería terrible –sonrió Simon, mirando por la ventana.

–Por el contrario, a mí me gusta la capital. Me encantan las fiestas, las cenas, la ópera y todo tipo de acontecimientos sociales. Me muero de envidia cada vez que veo a Elspeth y a Serena, sobre todo porque a ninguna de las dos les agradan esas cosas.

Charity se detuvo un momento y frunció el ceño.

–También yo tendré que presentar a mis hermanas. Es mi responsabilidad. Pero será mucho más fácil en mi caso. Les encontraremos esposos y nos libraremos de ellas en poco tiempo.

Simon hizo un sonido de disgusto.

–¿Qué sucede? ¿He dicho algo que lo haya molestado?

El conde se dio la vuelta.

–No. Querida mía, he de admitir que su proposición resulta tentadora, pero me temo que no saldría bien.

Charity lo miró de tal forma que Simon pensó que iba a llorar.

–Oh, no. Lo he arruinado todo. Mi madre se pondrá furiosa conmigo por haber interferido. No habría venido nunca de haber pensado que no se casaría conmigo –lo miró–. ¿Por qué razón me rechaza como esposa, milord? Sé que soy muy directa. Siempre me dicen que hablo demasiado. Y sé también que actúo en ocasiones sin pensar las cosas dos veces, pero estoy segura de que ese detalle de mi carácter se moderará con la edad. ¿No lo cree así? Nunca haría nada que pudiera avergonzarlo.

Simon sonrió.

–No me gustaría que fuera menos directa o espontánea. La encuentro bastante... divertida.

–Oh –dijo, perpleja–. En tal caso, ¿son mis facciones? ¿Prefiere físicamente a Serena? Es mucho menos exuberante que yo.

Charity se sentó en una butaca, apesadumbrada.

–Le aseguro que es perfecta. Cualquier hombre la encontraría encantadora. Aunque imagino que ya lo sabe.

–Me lo han dicho alguna vez –admitió–. Precisamente por ello, no esperaba una negativa por su parte. Pensé que me encontraría al menos tan atractiva como a mi hermana.

–Y es cierto. No se preocupe, no es culpa suya. Es que es demasiado joven.

El conde imaginó a aquella maravillosa joven en su cama, en lugar de la estirada y fría Serena. Al hacerlo, su excitación aumentó.

Charity volvió a levantarse, más esperanzada.

–No soy tan joven. Tengo dieciocho años, sólo tres menos que Serena. Me habrían presentado en sociedad este mismo año, de no ser porque mi familia no tenía dinero.

Simon se dio la vuelta de nuevo y la miró. No parecía ser consciente de que sus padres probablemente habían tenido en cuenta otro factor: era mucho más bella que sus hermanas, y a su lado habrían parecido insignificantes.

–Sin embargo, yo tengo doce años más –observó–. Soy demasiado mayor para usted.

Charity sonrió. Cuando lo hizo, unos hoyuelos aparecieron en sus mejillas.

–A pesar de todo no creo que esté decrépito. Puede que sea joven, pero sé lo que quiero. Cualquiera que me conozca puede decírselo; no soy indecisa, ni pusilánime. Hay muchas personas que se casan con más diferencia de edad.

El conde hizo un esfuerzo para no pensar en lo placentero que resultaría acostarse con ella, ni en lo divertida que resultaría su existencia.

–Puede que doce años no sean un problema, pero su juventud lo es –espetó de forma brusca–. No busco una jovencita romántica, sino una mujer madura y sensata, que pueda aceptar un matrimonio sin amor y que no pretenda que la corteje con hermosas palabras o regalos caros.

–No espero tal cosa –protestó–. Soy consciente del matrimonio que busca, y le aseguro que estoy preparada para ello. Sería mejor que Serena; a pesar de su aspecto, es una mujer muy romántica. Una mujer de su casa. Necesita el amor y la atención de un esposo. Sin ellos moriría. A diferencia suya, yo soy perfectamente capaz de valerme por mí misma. Puedo vivir mi propia existencia; tengo muchos amigos y no me importaría estar con ellos. Podría ir a bailes, a la ópera, y asistir a todos los maravillosos eventos de Londres. Le prometo que no le rogaré que me acompañe a ningún sitio. Y no esperaré amor por su parte.

–No sea loca –declaró–. Se enamorará algún día. Y entonces, ¿qué hará? Estará atrapada en un matrimonio.

–Oh, no –dijo, asombrada e indignada–. Jamás traicionaría a mi esposo.

–No he dicho que lo hiciera. Pero será infeliz, y no deseo una esposa infeliz.

–No seré infeliz, se lo aseguro –dijo–. Soy la mujer menos romántica del mundo. No perdería mi corazón por nadie. Nunca he suspirado por ningún hombre, como hacen el resto de las mujeres. No creo que el amor esté hecho para mí.

–Con dieciocho años, apenas ha tenido ocasión de comprobarlo.

–Se equivoca –dijo con ingenuidad–. He asistido a multitud de acontecimientos sociales, y le aseguro que mi carné de baile siempre está lleno. Me admiran bastante. Hasta he recibido un par de proposiciones de matrimonio. Sin embargo, he de admitir que una no cuenta, puesto que sólo intentaba convencerme para que saliera con él al jardín.

–¿Alguien se atrevió a acosarla? –preguntó, irritado.

–No, por supuesto que no. No salí con él. Ya le he dicho que soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma. Y mi corazón no ha estado nunca en peligro. Créame, no tengo intención de enamorarme. He tenido ocasión de observar lo que ocurre cuando una pareja se casa por amor. Mis padres lo hicieron, y pasados unos años dejaron de quererse. Sinceramente, creo que apenas se gustan. Mi madre da mucha importancia al estatus social, y en ocasiones se queja de haberse casado con el hijo menor del hijo menor de un conde en lugar de haber encontrado mejor partido; mi padre, entonces, se desespera y aduce que ojalá lo hubiera hecho. Es un espectáculo triste, que espero no me suceda a mí.

Charity se encogió de hombros y continuó.

–Decidí hace años que no me casaría en el calor del amor, y más recientemente he descubierto que en cualquier caso el amor no está hecho para mí. No dudo que puede parecer poco femenino, pero así es. Estoy preparada para aceptar el matrimonio que propone, y sería muy feliz si aceptara mi proposición. Me gustaría tener hijos, y me gustaría pasar tiempo con ellos. A fin de cuentas es todo lo que espera de tal unión, ¿no es cierto? Quiere tener descendencia.

–En efecto –declaró, con ojos brillantes–. Quiero tener hijos.

–¿Lo ve? En realidad, queremos lo mismo.

Simon dio un paso hacia ella, con expresión seria.

–Es usted tan inocente... No tiene ni idea de lo que significa realmente el matrimonio –dijo con firmeza–. No es una bella acuarela con escenas de fiestas, ropa de moda y niños con prendas delicadas. Ahora le demostraré lo que incluye el matrimonio para mí.

El conde la agarró de los brazos, la atrajo hacia sí y la besó.

Dos

 

Charity se quedó helada. Al principio sólo fue consciente de lo musculoso y duro que resultaba el cuerpo del conde y de lo suaves que eran sus labios, en contraste. Su boca se movía sobre la suya, cálida y anhelante. Cuando sintió su lengua en los labios, gimió levemente; y al sentirla en su interior, la sorpresa fue absoluta.

La habían besado un par de veces, pero siempre se había tratado de besos castos e ingenuos, nada parecido a aquella extraña mezcla de delicadeza y pasión, fortaleza y suavidad. Se dejó llevar, pasó los brazos alrededor de su cuello y se apretó contra él mientras un torrente de emociones descontroladas asaltaban su cuerpo. No había sentido nada tan maravilloso en toda su vida; nada tan excitante como la sensación de sus labios, de su lengua en la boca. Los brazos del conde parecían de hierro a su alrededor, aumentando el fuego que sentía. Sin saber cómo, temblaba.

Simon emitió un extraño sonido gutural y la soltó de repente. Acto seguido dio un paso atrás. Charity retrocedió un poco y buscó apoyo en la butaca. No estaba segura de que sus piernas la sostuvieran. Lo miró durante un instante, atónita, con los ojos muy abiertos, el rostro ruborizado y los labios brillantes.

El deseo hervía en las venas de Simon, y su pecho subía y bajaba por la entrecortada respiración. La había besado para demostrar la exactitud de su punto de vista, para asustarla un tanto y para enseñarle lo poco que sabía acerca del matrimonio que proponía. Sin embargo, en el preciso instante en que sus labios se unieron sintió un fuego interior. Quiso continuar con aquel beso y llegar más lejos. Su boca había resultado ser muy dulce; sus senos, suaves y excitantes contra su pecho. Incluso entonces, mientras contemplaba sus labios brillantes y sus ojos inocentes, deseaba abrazarla y besarla de nuevo. Pero no debía hacerlo. Era demasiado inocente y joven para él. Haría exactamente lo que había pretendido que hiciera; se asustaría y saldría corriendo de allí. No cabía mejor solución. Y a pesar de ello, la pasión que ardía en su interior lo animaba a impedir su marcha.

–¿Así son los besos de los hombres? –preguntó ella, dubitativa.

Charity se pasó la lengua por los labios.

Simon se estremeció al contemplar el gesto, inconscientemente seductor.

–Sí –contestó.

Tuvo que apretar los puños para apartarse de ella.

–¿Y eso es lo que se hace después del matrimonio para tener hijos?

–Mucho más que eso.

Charity abrió mucho los ojos con sorpresa. El conde supuso que se habría horrorizado y que se marcharía de inmediato. Pero en lugar de eso, dijo:

–En tal caso, creo que me gustará mucho el matrimonio.

Dure tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para mantener la compostura. Caminó hacia la ventana, miró hacia el exterior durante unos segundos, y después se dio la vuelta de nuevo, rígido. Hizo una corta reverencia y dijo:

–Muy bien, señorita Emerson, me ha convencido. Me pondré en contacto con su padre esta misma tarde para pedir su mano.

 

 

Charity se acomodó en el asiento de la calesa. Tenía la impresión de estar flotando. El conde la había besado. Nunca había imaginado que alguien pudiera besar de aquel modo. Aún podía sentir su cuerpo, duro y masculino; podía notar sus brazos rodeándola. En teoría, ser abrazada por un hombre fuerte y grande, desconocido para ella, debía haber sido una experiencia terrible; en la práctica, había sido maravilloso.

Sonrió para sus adentros y se llevó un dedo a la boca. Más que un beso, había sido una especie de posesión. Empezaba a comprender que las relaciones entre hombres y mujeres podían ser muy satisfactorias; hasta entonces, y basándose en los matrimonios que conocía, pensaba que estaban dominadas por el aburrimiento. Muy pocos maridos y mujeres parecían compartir algo excitante.

Pensó que tal vez las parejas casadas no habían experimentado nada semejante. Tal vez Lord Dure fuera especial, diferente. Cabía la posibilidad de que las emociones que había despertado en ella sólo pudiera crearlas él. Recordó las cosas que había comentado su madre, al respecto de sus malas compañías. Posiblemente, su maravillosa manera de besar era algo que había aprendido en ambientes extraños.

Fuera como fuese, dio gracias por ello y se estremeció. Sabía que no debía pensar en aquellos términos, pero a fin de cuentas no se había comportado nunca como debía hacerlo. Su espíritu no había sido jamás de carácter delicado, tímido o dulce, y su madre se desesperaba a menudo. Charity no comprendía la razón de su forma de ser; no se parecía a sus hermanas, ni a las jóvenes que conocía. Y no entendía por qué asustaban tanto sus comentarios.

Sin embargo, Lord Dure no se había asustado por lo que dijo. Tal vez había sentido sorpresa, pero no horror, ni disgusto. Como mucho, se había divertido. Charity había notado sus sonrisas disimuladas y la risa que contenía a duras penas. Desde la primera vez que lo vio, espiando a hurtadillas con sus hermanas, supo que era un hombre distinto de los demás. Belinda había comentado que parecía peligroso, pero ni siquiera entonces estuvo de acuerdo. Su rostro era duro y su aspecto algo misterioso, pero había algo en él que la intrigaba. Parecía estar cumpliendo un deber con su hermana Serena, y acababa de confirmar la sospecha de que sólo quería casarse con ella para tener descendencia. Por otra parte, había descubierto que ser su esposa no estaría tan mal. No la asustaba en modo alguno, aunque se comportaba con tal seriedad que se preguntó cómo sería cuando sonriera. Aquel día, mientras lo espiaba, oculta, empezó a desarrollar la idea de casarse con él.

Y ahora iba a conseguirlo. Había aceptado. No la había expulsado con indignación, ni la había tratado como a una niña tonta. Bien al contrario, la había besado.

La calesa se detuvo a una manzana de la casa de su tía, y Charity siguió a pie el resto del camino. Entró en la mansión por una puerta lateral y subió hasta su dormitorio. Por suerte, no se encontró con sus padres.

Serena estaba en la habitación que ambas compartían, sentada junto a la ventana leyendo un libro. Cuando la vio entrar, levantó la mirada con sumo alivio.

–Ya estás aquí... ¿Dónde te has metido toda la mañana? Estaba asustada. He dado todo tipo de excusas a mamá, aunque no sabía si hacía bien.

–Has hecho muy bien. He ido a dar un paseo. ¿Qué pensabas?

–¿Un paseo tan largo? Me despertaste esta mañana cuando saliste. ¿Por qué te has marchado de un modo tan furtivo si sólo se trataba de un simple paseo? ¿Y adónde has ido?

–Estuve en Hyde Park, aunque temo que pasé demasiado tiempo allí. Echo de menos el campo, y... –notó que su hermana no la creía–. Oh, bueno. Ya veo que me conoces demasiado bien. Fui a otro sitio, pero no puedo decirte dónde. Aún no. En primer lugar, he de asegurarme de que mi plan funcione. No quiero que concibas falsas esperanzas.

–¿Esperanzas? ¿Qué has estado haciendo? Será mejor que lo digas. ¿Te has metido en otro lío?

Serena era una joven bastante hermosa, de expresión agradable y sonrisa dulce, aunque entonces la miraba con el ceño fruncido.

–Por supuesto que no –contestó, indignada–. Hace mucho tiempo que no me meto en líos.

–Entonces, ¿qué has estado haciendo?

Charity no quería contárselo a su hermana. Seguramente se asustaría. A Serena nunca se le habría pasado por la cabeza la posibilidad de hacer algo tan escandaloso como visitar a un hombre en su propia casa; de saberlo no la habría perdonado, aunque se librara con ello del matrimonio. Por eso, había decidido no contar nada antes de actuar. Habría intentado impedirlo a toda costa, hasta el punto, tal vez, de llegar a ponerlo en conocimiento de sus padres.

Pero a pesar de todo, Charity no era el tipo de persona que evitara los conflictos. Suspiró, se irguió levemente y dijo la verdad.

–Fui a ver a Lord Dure para pedirle que no se casara contigo. Sugerí que en lugar de eso me tomara a mí como su esposa.

Serena la miró con asombro.

–¿Cómo? Oh, no, no lo repitas. Lo he entendido. Pero no puedo creerlo. ¿Has sido capaz de ir a su casa?

–En efecto.

Serena se ruborizó y se llevó una mano a la mejilla, como si quisiera reducir el calor que sentía.

–¿Pero qué pensará de ti, y de mí? ¿Cómo has podido hacer una cosa semejante?

Charity se mordió el labio inferior.

–Pensé que era lo mejor. ¿Estás enfadada conmigo?

–¿Qué dijo? ¿Qué hizo? ¿Se enfureció?

–No, reaccionó con bastante calma. De hecho, creo que se divirtió bastante conmigo. Sonrió y rió.

–Oh, no –gimió su hermana, con los ojos cerrados–. ¿Se rió de nosotros? ¿Va a contárselo a todo el mundo? ¿Vamos a ser el hazmerreír de todo Londres?

–En absoluto. ¿Es que has perdido la confianza en mí? Nunca esparciría tales rumores sobre su futura esposa –espetó–. Aceptó casarse conmigo en lugar de hacerlo contigo.

Serena la miró con los ojos muy abiertos.

–¿Qué? ¿Se mostró de acuerdo con esa farsa?

–¡No es tal cosa! –protestó–. Fue un ofrecimiento razonable, y como tal lo tomó. Dijo que no quería casarse con alguien que no quisiera comprometerse con él, y que sólo deseaba una esposa para tener descendencia, como dijiste.

–¿Eso dijo?

–Bueno, con otras palabras –admitió–. Pero estuvo de acuerdo. Dijo que se pondría en contacto con papá para pedir mi mano.

–No puedo creerlo.

–¿Es que piensas que ningún hombre querría casarse conmigo, aunque no pretenda hacerlo por amor?

–No, claro que no. Hay muchos hombres que serían felices casándose contigo –aseguró con calidez–. Eres la más hermosa de todas, y por si fuera poco, también dulce y generosa. Pero el conde de Dure, y después de haber actuado de forma tan impetuosa... No puedo creerlo. ¿Estás segura de que no ha jugado contigo, de que no ha intentado hacerte pagar tu atrevimiento?

Charity sintió miedo. Cabía la posibilidad de que su hermana tuviera razón. Imaginó lo que sucedería de ser cierto. El conde repudiaría a su hermana, contaría lo sucedido en todos los salones de Londres, y tanto ellas como su familia serían objeto de mofa y escarnio en toda la capital.

–No, claro que no. No es tan cruel, ni tan orgulloso.

–Yo lo encuentro bastante orgulloso. Y creo que podría llegar a ser muy cruel. Es un hombre duro.

Las dos hermanas se miraron.

–No, me niego a creerlo. Fue sincero. Tuvo sus dudas. Me dijo que era demasiado joven, pero al final lo convencí.

Al pensar en el beso que se habían dado se ruborizó. Por primera vez, se preguntó si habría disfrutado tanto como ella, y si en tal caso no habría sido el beso lo que lo había convencido para casarse. Serena no notó sus dudas. Estaba demasiado preocupada por la noticia, y la esperanza y el miedo luchaban en su interior.

–¿Podría ser cierto?

–Claro que sí. Creo en lo que dijo. No jugaría conmigo, ni me mentiría. No creo que sea un hombre así –declaró con cierta ansiedad–. Pero es posible que cambie de opinión cuando tenga tiempo para pensarlo. Puede que decida que mi actuación fue demasiado escandalosa para alguien que pretende ser su futura mujer.

Serena caminó hacia su hermana y la tomó por los hombros.

–Eres la mujer más dulce del mundo. Cualquier hombre estaría orgulloso de tenerte como esposa. No debí decir lo que he dicho. El miedo me ha empujado a dudar. Estaba preocupada por ti, y cuando dijiste que habías salido a verlo... Lo que has hecho no ha estado bien, y me gustaría que la próxima vez pensaras mejor las cosas. Pero si el conde decide que no eres apropiada para él, entonces será que no te merece. Y si escoge contárselo a todo el mundo, no será merecedor de ninguna de nosotras.

Charity sonrió y abrazó a su hermana.

–Gracias, Serena. Sin embargo, no pensemos en lo peor. Con un poco de suerte, resultará ser tal y como creo que es –dudó–. Serena, ¿he hecho mal? No estás enfadada conmigo, ¿verdad? No querías casarte con el conde, ¿no es cierto?

Serena la miró, demasiado asombrada durante unos segundos como para contestar.

–No. ¿Cómo puedes preguntar algo parecido? Sabes lo que siento por el reverendo Woodson. ¿Cómo podría casarme con otro hombre? No habría dado mi consentimiento a esa boda de no haber sido mi deber como hija.

–Lo sé. ¿Puedo preguntarte algo más?

–Por supuesto.

–¿Te ha besado el reverendo alguna vez?

Serena se ruborizó y bajó la mirada.

–Sé que hicimos mal y que nuestros padres no lo habrían aprobado, pero en cierta ocasión, cuando paseábamos por Lichfield Wash...

–¿Fue placentero?

–¡Charity! ¿Qué tipo de preguntas son ésas? –sonrió–. Sí, fue placentero. Me sentí como si estuviera volando.

Charity se relajó.

–¿Y el conde? ¿Te besó alguna vez?

–¿Lord Dure? No, por supuesto que no. Apenas nos conocíamos.

–Pero ibas a casarte con él. ¿No lo pensaste? ¿No intentó nada?

–Bueno, ha besado mi mano varias veces, para despedirse.

–No me refiero a eso, y lo sabes.

–Sí, lo sé. Se comportó siempre como un caballero.

Charity sospechaba que con ella no había actuado de forma tan caballeresca, pero a pesar de todo estaba encantada.

Las dos hermanas estuvieron charlando durante varias horas. Cada vez que oían un carruaje se sobresaltaban, pero ninguno de ellos resultó ser el del conde. Nadie llamó a la puerta de la mansión.

Pasaron el rato cepillando el cabello de Charity. Con los años habían adquirido la costumbre de cuidarse el cabello entre ellas, porque no tenían dinero para contratar a una doncella. Con las prisas matinales, Charity apenas había podido recogerse el pelo. Pero ahora, su hermana Serena estaba haciéndole un precioso recogido, con unos cuantos mechones sueltos.

Charity se puso un vestido de color rosa pálido, que había pertenecido a Serena. Se miró en el espejo, contenta con su aspecto. Parecía mayor, más atractiva y más refinada.

Después, no tenía nada que hacer salvo esperar. Las dudas de su hermana la asaltaban, y cuando aparecieron Horatia y Belinda fue brusca con ellas, llevada por el nerviosismo. Belinda dijo algo inapropiado, y Charity reaccionó arrojándole un cojín. En cuestión de segundos, empezaron a pelearse como colegialas. Al final apareció Elspeth. Era la única que poseía una habitación para ella sola, porque padecía insomnio y la presencia de otra persona empeoraba su estado.

–Me habéis despertado –protestó en un susurro–. Acababa de acostarme... Me ha dolido la cabeza todo el día.

–Lo siento, Ellie –dijo Charity, aunque sus ojos azules brillaban con malicia.

En aquel momento apareció una de las criadas de su tía.

–Señorita Charity, la esperan en el salón. Y su padre ha dicho que quiere verla de inmediato.

Charity miró a Serena, que parecía tan emocionada como ella. El conde había llegado.

Corrió escaleras abajo, sosteniendo los faldones de su vestido. No sabía si Dure se encontraba en la mansión, pero no quería pensar en otra cosa; hasta cabía la posibilidad de que se hubiera quejado ante su padre por su comportamiento. En cualquier caso, sus dudas desaparecieron cuando entró en la sala y observó a los dos hombres, que se dieron la vuelta.

Su pelo estaba algo revuelto, después de la pelea con sus hermanas, y sus ojos brillaban. Simon la miró y sonrió. Lytton Emerson la observó con seriedad, con el mismo rostro pétreo que había mostrado desde que el conde de Dure le pidiera, sorpresivamente, la mano de su tercera hija.

–Ah, Charity, estás ahí –sonrió.

Lytton estaba inquieto. Serena era una buena hija, y nunca se habría negado a casarse con el conde. Pero no estaba seguro de la reacción que tendría Charity. No en vano, no sabía que se conocían ya.

–Hola, padre.

La joven miró al conde con fingida sorpresa, como si no lo hubiera visto en toda su vida.

–Charity, te presento a Lord Dure. Él... Ha tenido a bien pedir tu mano.

–¿Sí? –preguntó, con los ojos muy abiertos, mirando al conde–. Pero señor, apenas me conoce. ¿Cómo querría casarse conmigo?

Simon hizo un esfuerzo para no sonreír. La miró con sus ojos oscuros, que brillaban divertidos.

–Nos hemos visto de lejos, señorita Emerson, y desde la primera ocasión mi afecto estuvo siempre con usted.

–Por lo que veo, es hombre de decisiones rápidas.

–En efecto –observó, caminando hacia ella–. De hecho, generalmente sé lo que quiero.

Se detuvo ante ella, demasiado cerca para lo que imponía el protocolo social.

–Y bien, ¿cuál es su respuesta, señorita Emerson?

–¿Cuál podría ser? Acepto.

–Acaba de hacerme un hombre feliz –declaró con formalidad.

Tomó su mano y se la llevó a los labios. Charity se estremeció al sentir el contacto. Era un gesto común, pero la calidez de sus labios bastó para desatar un sinfín de emociones.

No entendía que Serena hubiera experimentado situaciones similares sin sentir algo parecido. Pero de repente se alegró de que no lo hubiera hecho, y su alegría aumentó al recordar que nunca se habían besado.

Le extrañó sentir algo tan parecido a los celos. Charity siempre había sido una joven muy popular en todos los acontecimientos a los que había asistido, pero jamás había sentido celos de ninguno de sus acompañantes cuando bailaban o coqueteaban con otra. Sin embargo, ahora era consciente de que no quería compartir a aquel hombre con nadie más, ni siquiera con su querida hermana. Supuso que sólo se debía a que iba a ser su marido.

–Debo marcharme –dijo Simon–. Pero nos veremos pronto. ¿Le gustaría asistir al baile de Lady Rotterham, mañana por la noche?

–No lo sé –contestó ella.

–Por supuesto que asistirá –intervino su padre–. Estará allí.

–Muy bien. En tal caso, contaré los minutos hasta entonces.

Dure se despidió de padre e hija y salió de la habitación.