Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Melissa Martinez McClone. Todos los derechos reservados.

AMOR DE ADOLESCENCIA, N.º 2477 - septiembre 2012

Título original: It Started with a Crush…

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0810-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

LUCY miró el reloj de pared del salón. Eran las cuatro menos diez. La ruta escolar siempre solía dejar a Connor en la esquina antes de las tres y media.

Su sobrino debería haber llegado a casa ya, pensó con un nudo en el estómago.

¿Debería llamar al colegio para ver qué había pasado o era mejor esperar? Para ella, era nuevo hacer de madre.

Miró por la ventana, esperando ver aparecer el autobús. La esquina estaba desierta.

¿Qué podía hacer?

Antes de irse, su cuñada Dana le había dejado una lista de teléfonos a los que podía llamar en caso de emergencia. Pero no había contemplado la posibilidad de que la ruta llegara tarde. Lucy lo había comprobado ya dos veces.

Intentó tranquilizarse, diciéndose que Wicksburg era un pequeño pueblo rodeado de granjas, con apenas nada de crimen y poco que hacer, excepto los partidos de fútbol de los viernes en otoño y los de baloncesto en invierno. El autobús podía haberse retrasado por varias razones. Tal vez, un tractor le estaba interrumpiendo el paso, igual había obras en la carretera, o un accidente de coche…

Lucy se estremeció con un escalofrío.

No debía asustarse, se dijo a sí misma. De acuerdo, no estaba acostumbrada a cuidar de nadie. La urgencia que sentía por ver llegar a su sobrino en ese momento era una sensación nueva para ella. Pero era mejor que se habituara. Durante el año siguiente, no solo iba a ser la tía de Connor, sino también su cuidadora, mientras sus padres, ambos militares, estaban destinados en el extranjero.

Aaron, hermano mayor de Lucy, contaba con ella para que se ocupara de su único hijo. Si algo le sucediera a Connor bajo su tutela…

Miau.

El enorme gato de la casa se frotó contra la puerta de entrada. Su mirada se cruzó con la de Lucy.

–No sé, Manny –dijo ella, llena de tensión–. Yo también quiero que Connor venga de una vez.

De pronto, vio algo amarillo por la ventana y se asomó de nuevo.

Un autobús escolar en la esquina.

–Gracias a Dios –suspiró ella con alivio y se detuvo en seco a medio camino hacia la puerta. Connor le había pedido que no fuera a esperarlo a la parada del autobús. El niño necesitaba sentirse independiente y ella lo comprendía.

Sin embargo, a pesar de que su tía se esforzaba por complacerlo, no había conseguido borrar la tristeza de los ojos de Connor. Ella sabía que no era nada personal. El chico había dejado de sonreír en el momento en que sus padres habían sido destinados fuera del país.

Lucy odiaba verlo por ahí solo como un perrito abandonado, pero lo comprendía. El pequeño echaba de menos a sus padres. Ella intentaba hacerle sentir mejor. Sin embargo, no lo había logrado ni con sus postres favoritos, ni llevándolo a la hamburguesería o a salas de videojuegos. Encima, desde que su equipo de fútbol del colegio se había quedado sin entrenador, las cosas habían ido de mal en peor.

La puerta del autobús se abrió.

Connor estaba parado en el último escalón de bajada del vehículo con una gran sonrisa. Saltó al suelo y corrió hacia la casa.

Lucy se llenó de alegría al verlo así. Debía de haberle pasado algo muy bueno en el colegio, pensó y se apartó de la ventana.

Costara lo que costara, quería que su sobrino siguiera sonriendo.

La puerta se abrió. El gato corrió hacia ella, pero Connor la cerró antes de que el animal pudiera escaparse.

–Tía Lucy, hola –saludó el niño con ojos brillantes. Tenía el mismo color de pelo y los mismos ojos que su padre–. He encontrado a alguien que puede entrenar a los Defeeters.

Debía de haber adivinado que el cambio de actitud de su sobrino solo podía haber sido provocado por el fútbol, se dijo Lucy. Connor amaba ese deporte. Aaron había sido el entrenador de su equipo desde que el niño había empezado a jugar con cinco años. Otro padre se había ofrecido a sustituirlo, sin embargo, había tenido que echarse atrás cuando su horario de trabajo se lo había impedido. Ningún otro había podido hacerlo, por distintas razones, y el equipo se había quedado sin entrenador.

Lucy había pensado por un instante en pedirle a su exmarido que lo hiciera, pero lo había descartado enseguida. Ya era bastante difícil vivir en el mismo pueblo que él, como para reabrir la comunicación y todos los recuerdos dolorosos que eso conllevaría. Lo cierto era que no estaba preparada para volver a verlo todavía.

–Fantástico –dijo ella–. ¿Quién es?

–Ryland James –repuso Connor, sonriendo todavía más.

–¿Ryland James? –repitió ella. Se le cayó el alma a los pies.

–No solo es el mejor jugador de la liga, sino que es mi favorito –dijo el niño con entusiasmo–. Será el entrenador perfecto. Jugó en el mismo equipo que mi padre. Ganaron un montón de torneos. Además, es muy agradable. Eso me ha dicho mi padre.

Lucy trató de buscar las palabras adecuadas. No podía meter la pata, por el bien de Connor.

Ryland había sido uno de los mejores amigos de infancia su hermano. Pero, desde que había dejado el instituto para irse a Florida con un programa para jóvenes promesas del fútbol, ella no había vuelto a verlo. Según Aaron, le había ido bien como jugador del Phoenix Fuego, un equipo de la liga nacional de Estados Unidos. Era muy poco probable que entrenar a un grupo de niños de nueve años estuviera en su lista de prioridades.

Lucy se mordió el labio, intentando pensar en algo… cualquier cosa, con tal de no quitarle a Connor aquella sonrisa de la cara.

–Vaya –dijo ella al fin–. Ryland James sería un entrenador magnífico. ¿Pero no crees que debe de estar preparándose para la nueva temporada?

–La nueva temporada no empieza hasta abril –repuso Connor–. Pero Ryland James se ha lesionado en un partido amistoso contra México y estará de baja durante un tiempo.

–¿Se ha lesionado mucho? –le preguntó su tía, sorprendida porque Aaron no la hubiera puesto al corriente.

–Le han operado y no podrá jugar durante dos meses. Se quedará con sus padres mientras se recupera –explicó Connor con ojos relucientes–. ¿A que es genial?

–No creo que estar lesionado sea genial.

–Eso no, pero estará en el pueblo el tiempo suficiente para entrenarnos –replicó Connor–. Estoy seguro de que Ryland James sería casi tan bueno como mi padre.

–¿Alguien le ha preguntado a James si está dispuesto a ser vuestro entrenador?

–No –admitió el niño, sin perder su entusiasmo–. Se me ha ocurrido a mí la idea en el recreo, cuando Luke me dijo que había estado firmando autógrafos en la fiesta de la estación de bomberos. Todos mis compañeros piensan que es muy buena idea. Si yo hubiera estado allí anoche…

La gran Fiesta de los Espaguetis de los bomberos de Wicksburg era uno de los mayores acontecimientos en el pueblo. Connor y ella habían decidido no ir y quedarse en casa a esperar la llamada de la madre del niño.

–No olvides que tenías que hablar con tu madre.

–Lo sé –dijo Connor–. Pero me gustaría tener un autógrafo de Ryland James. Si nos entrena, podría firmarme el balón.

Firmar unas cuantas pelotas y posar para las cámaras no era nada comparado con el tiempo que haría falta para entrenar a un equipo de niños. La temporada de primavera era más corta e informal que la liga de otoño, aun así…

Lucy no quería decepcionar a su sobrino.

–Es una idea estupenda, aunque puede que Ryland no tenga tiempo.

–¿Puedes pedirle tú que sea nuestro entrenador, tía Lucy? Igual dice que sí.

El sonido de la voz de Connor, llena de excitación y emoción, le encogió el corazón. Ella estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por su sobrino, incluso había regresado al mismo pueblo donde vivía su ex, en el presente casado con su ex mejor amiga, solo para cuidar a Connor. Pero ir a ver a Ryland…

–Podría decir que no –dijo ella, suspirando.

La última vez que Lucy lo había visto había sido antes de someterse a una operación para transplante de hígado. Ella había tenido catorce años, había estado hinchada, enferma y agotada, aparte de enamorada de pies a cabeza del futbolista estrella del instituto. Durante los interminables días que había pasado en cama debido a sus problemas de salud, Ryland James había habitado sus fantasías de adolescente. Había soñado que él la dejaba llevar su chaqueta, que la invitaba a ir al cine o a ser su pareja en el baile de fin de curso.

Por supuesto, ninguna de esas cosas había pasado nunca. Lucy no se había atrevido a dirigirle la palabra a Ryland. Hasta que…

El equipo de fútbol del instituto había organizado un campamento de verano para recaudar dinero para la operación de Lucy. Recordaba muy bien el día en que Ryland le había entregado un gran cheque. Ella había intentando ocultar su timidez, sonreírle y mirarlo a los ojos. Y él la había sorprendido al devolverle la sonrisa, haciendo que se le acelerara el corazón. Aunque, cuando había visto sus ojos llenos de compasión por ella, se había sentido destrozada.

Al acordarse, a Lucy se le encogió el estómago. Ella ya no era la misma. Sin embargo, no quería volver a verlo.

–Ryland es mayor que yo –señaló ella–. Es amigo de tu padre, no mío. Yo no lo conozco bien.

–Pero sí lo conoces.

–Solía venir a nuestra casa, pero no creo que él me recuerde…

–Por favor, tía Lucy –suplicó Connor–. Nunca lo sabremos si no se lo pides.

Maldición. Aquel niño era como su padre, no se rendía jamás. Aaron tampoco había dejado que ella se rindiera, ni cuando había estado a punto de morir antes del transplante, ni cuando Jeff le había roto el corazón.

Debía hacerlo, por Connor y por Aaron, se dijo Lucy, tomando aliento. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo iba a poder acercarse a alguien tan rico y famoso como Ryland James.

Connor la miró con ojos implorantes.

–De acuerdo. Se lo pediré.

–Sabía que podía contar contigo –dijo el niño, abrazándola.

–Siempre puedes contar conmigo, campeón –repuso su tía con cariño.

Aunque sabía que las cosas no iban a salir como su sobrino quería, Lucy pensaba hacer que Connor siguiera sonriendo. Al menos, hasta que Ryland dijera que no.

–Vamos a verlo ahora –propuso Connor, saliendo de su abrazo.

–No tan rápido. Es algo que tengo que hacer sola –se negó ella. No quería que a Connor se le hiciera pedazos la imagen que tenía de su héroe, en caso de que Ryland hubiera dejado de ser una buena persona. La fama y el dinero podían cambiar a la gente–. Y no puedo presentarme allí con las manos vacías.

Sin embargo, ¿qué iba a regalarle a un hombre que podía comprarse lo que quisiera? Las flores podían estar bien, pero eran un poco femeninas. ¿Chocolate, tal vez?

–Galletas –sugirió Connor–. A todo el mundo le gustan las galletas.

–Sí –afirmó ella, aunque dudaba mucho que nada pudiera convencer a Ryland de aceptar el puesto de entrenador–. ¿Te parece bien galletas de chocolate?

–Son mis favoritas –dijo él y, de pronto, su sonrisa palideció–. Es una pena que mi madre no esté aquí. Hace las mejores galletas de chocolate del mundo.

–Es una pena, sí, pero recuerda que ahora está cumpliendo una misión importante, como tu padre –le consoló Lucy, acariciándole la cabeza.

Connor asintió.

–¿Qué te parece si usamos la receta de tu madre? Tú puedes mostrarme cómo las hace.

–De acuerdo –aceptó el niño, sonriendo de nuevo.

Lucy quería creer que todo iba a salir bien, pero sabía que no era probable. Igual que le había sucedido con su matrimonio, las posibilidades de que aquella historia tuviera un final feliz eran muy pocas. Era mejor irse preparando. Haría dos bandejas de galletas: una para Ryland y otra para quedársela. Connor y ella iban a necesitar algo para sentirse mejor después de que Ryland James rechazara su propuesta.

Los ladridos de la perra resonaron por encima de la música que había puesto en el gimnasio en casa de sus padres.

Ryland no miró a Cupcake. La perra podía esperar. Primero, tenía que terminar su tabla de ejercicios.

Tumbado debajo de las pesas, las levantó por encima de la cabeza una y otra vez, como le había enseñado su entrenador. Tenía la frente empapada en sudor. Se había quitado la camiseta hacía veinte minutos y tenía la piel desnuda pegada a la camilla de vinilo.

Quería volver a su equipo en plena forma, para demostrarles que seguía mereciéndose su respeto y el puesto de capitán.

–¡Sí! –exclamó, apretando los dientes y levantando las pesas una vez más.

A continuación, Ryland se sentó, jadeante. No debía sobrepasarse, pues necesitaba dejar que su cuerpo sanara después de la operación.

Maldita sea, pensó, mirándose el pie derecho, embutido en una bota ortopédica.

Había sido culpa suya, se dijo, lleno de frustración. No había sido buena idea ponerse a alardear durante el partido amistoso en México. Como consecuencia, se había quedado fuera de juego, incapaz de correr y de dar patadas al balón.

Los medios de comunicación le habían acusado de estar borracho o de resaca cuando se había lastimado. Pero no había sido así. Aunque lidiar con la prensa era parte de su trabajo, igual que lo era jugar en el campo.

Había aparecido ante las cámaras, había admitido que se había lesionado por haber estado fanfarroneando delante de los fotógrafos y las fans y se había disculpado ante sus compañeros de equipo y sus seguidores. Reconocer la verdad no había hecho más que incrementar su imagen de chico malo, sobre todo, después de las tarjetas rojas que llevaba acumuladas, las peleas en que se había metido fuera del campo y las noticias sobre sus conquistas.

Cupcake, un pequeño chucho que sus padres habían rescatado de una perrera, ladró de nuevo, como si estuviera harta de que no le hicieran caso.

–Ven aquí –dijo Ryland y la tomó en sus brazos–. Ya sé que echas de menos a mamá y papá. Yo, también. Pero tienes que dejar de lloriquear. Se merecen unas vacaciones sin tener que preocuparse por ti o por mí.

Ryland les había regalado a sus padres un crucero en su treinta y dos aniversario de boda. Aunque les había comprado aquella mansión en la zona rica del pueblo y les ingresaba dinero en su cuenta cada mes, ambos seguían trabajando en los mismos puestos mal pagados que habían tenido toda la vida. También, conducían los mismos coches, a pesar de que él les había regalado vehículos nuevos en Navidad.

El único capricho que se habían permitido sus padres había sido Cupcake. La mimaban y malcriaban sin reparos. No habían querido dejársela a un cuidador para irse de vacaciones y, cuando se habían enterado de que su hijo estaba lesionado, le habían pedido que se ocupara del animal. Sus padres nunca le pedían nada, así que él no había dudado en aceptar.

Aunque estar de vuelta en Wicksburg le traía malos recuerdos de la infancia. Además, echaba de menos la diversión de la gran ciudad, pero necesitaba tiempo para recuperarse del pie y rehacer su reputación. Había decepcionado a demasiada gente, sobre todo, a sí mismo. Había necesitado lesionarse para darse cuenta de sus excesos y de lo poco centrado que había estado.

–Voy a beber agua –dijo él, le dio una palmadita cariñosa en la cabeza a la perra y la puso en el suelo–. Luego, tengo que ducharme. Si no me afeito, voy a estar tan peludo como tú.

Entonces, le sonó el móvil. En la pantalla, apareció el nombre de su agente, Blake Cochrane.

Ryland miró el reloj. Eran las diez en punto, lo que significaba que eran las siete en Los Ángeles.

–Muy temprano te has levantado –dijo Ryland al contestar.

–Me levanto a las seis para librarme del tráfico –repuso Blake–. Me han llegado noticias de que hiciste una aparición pública el otro día. Pensé que habíamos quedado en ser discretos.

–Tenía hambre –se excusó Ryland–. Era la cena anual de la estación de bomberos y pensé que sería buena idea apoyar su causa y, al mismo tiempo, comerme unos espaguetis. Me pidieron que firmara autógrafos y que posara para unas fotos. No pude negarme.

–¿Había periodistas?

–Del semanario local nada más –respondió Ryland, con la botella de agua en una mano, y se dirigió hacia el salón, seguido de cerca por Cupcake. Intentó no apoyar mucho el pie derecho. Hacía solo unos pocos días que había dejado las muletas–. Les dije que no quería entrevistas, pero el fotógrafo tomó algunas fotos de los asistentes, así que puede que salga en alguna.

–Esperemos que dé una imagen positiva de ti –señaló Blake.

–Estuve hablando con personas que conozco desde niño –explicó él. Algunas de esas personas lo habían tratado como si hubiera sido basura antes de que hubiera entrado en el equipo de fútbol. Luego, lo habían aceptado, cuando había demostrado que podía ser un gran atleta–. Y me rodearon un montón de niños.

–Suena bien –admitió Blake–. Pero debes cuidar tu imagen. Bastantes problemas hemos tenido ya. Los de arriba no están contentos con el tema de la lesión.

–Déjame adivinar. Quieren a un buen chico, no a un rebelde que colecciona tarjetas rojas en vez de goles.

–Eso es –repuso Blake–. No es oficial, pero he oído rumores de que McElroy quiere cederte a otro equipo.

McElroy era el dueño del Phoenix Fuego y se preocupaba mucho por sus jugadores.

–¿En serio?

–Lo he escuchado de varias fuentes.

Maldición. Mientras Blake mencionaba el nombre de un par de equipos, Ryland se dejó caer en el sillón de su padre. Cupcake saltó a su regazo.

–He cometido errores. Me he disculpado. Me estoy recuperando y me mantengo alejado de la prensa. No veo por qué no podemos olvidar todo el asunto de la lesión de una vez.

–No es tan fácil. Eres uno de los mejores jugadores de fútbol que existen. Antes de que te operaran el pie, podrías haber jugado en cualquier equipo de primera del mundo –comentó Blake–. Pero McElroy cree que la mala imagen que das no beneficia al equipo. Hoy en día, el marketing es lo más importante.

–Sí, lo sé. Estar lesionado y hacerme mayor van en mi contra –reconoció Ryland, que ya tenía veintinueve años–. Pero, si es así, ¿por qué va a querer contratarme un equipo extranjero?

–No te transferirían hasta junio. Ningún equipo ha dicho que esté interesado en ti por el momento.

Eso dolía, se dijo Ryland. Y él era el único culpable de la situación en la que estaba.

–La buena noticia es que los de la Liga Mayor de Fútbol no quieren perder a un jugador nacional tan bueno como tú. McElroy no lo tiene tan fácil –continuó Blake–. Creo que lo que quiere es recordarte quién manda y quién tiene el control de tu contrato.

–Quieres decir, de mi futuro.

–Así es –dijo Blake y suspiró.

–Mira, entiendo por qué McElroy está disgustado. Y lo mismo digo del entrenador Fritz. No he manejado muy bien la situación hasta ahora –admitió Ryland–. Sé que no he sido un ángel. Pero no soy el diablo, tampoco. No es posible que nadie haga todo lo que la prensa me achaca. Los diarios lo exageran todo.

–Es verdad, pero la gente está preocupada. Debes ser cuidadoso y comportarte mientras estés recuperándote.

–Lo haré. Quiero jugar en la Liga Mayor de Fútbol. Y en mi país. Si McElroy no me quiere, mira a ver si le intereso al Indianápolis Rage o a otro club norteamericano.

–McElroy no va a dejar que un jugador como tú se vaya con otro equipo de la liga nacional –observó Blake, como si fuera obvio–. Si quieres jugar en tu país, tendrá que ser con el Fuego.

–Entonces, tendré que abrillantar mi imagen hasta que reluzca –replicó Ryland, acariciando a la perra.

–Sí, ciégame con su brillo, Ry.

–Lo haré.

Todo el mundo quería algo de él, pensó Ryland. Le fastidiaba tener que probarse a sí mismo delante de McElroy y los hinchas de su equipo.

–Al menos, no me meteré en problemas cuidando a un perro. Además, en Wicksburg nunca pasa nada.

–Hay mujeres…

–Aquí, no –le interrumpió Ryland–. Sé lo que se espera de mí. En la ciudad, es otra cosa, ¿cómo voy a rechazar a todas esas bellezas?

Blake suspiró.

–Recuerdo a ese chico al que solo le interesaba el fútbol. Antes, no le dabas importancia a nada más.

–Y sigue siendo así –afirmó Ryland, sintiéndose como un chico pueblerino que había conseguido triunfar en el deporte y salir al mundo gracias a ello–. El fútbol es mi vida. Por eso, quiero limpiar mi reputación.

–No lo olvides, las acciones valen más que las palabras –le recordó su agente.

Después de colgar, Ryland se quedó mirando el teléfono y suspiró. Había firmado su contrato con Blake con solo dieciocho años. Y los consejos de su agente siempre habían sido muy sabios.

–Yo solo me he metido en esto. Ahora tengo que salir solito también –dijo él en voz alta, mirando a Cupcake.

Entonces, sonó el timbre.

Cupcake salió corriendo hacia la puerta, ladrando como un perro feroz.

¿Quién podía ser?, se preguntó Ryland, sin levantarse del sillón. No esperaba a nadie. Tal vez, quienquiera que fuera se iría, pensó. Lo último que necesitaba en ese momento era compañía.

CAPÍTULO 2

LUCY titubeó delante de la puerta. Se controló para no apretar el timbre por tercera vez. Quería terminar cuanto antes con aquella misión abocada al fracaso, pero no quería parecer grosera ni ponerse demasiado pesada.