Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Helen R. Myers. Todos los derechos reservados.

LA SORPRESA DE SU VIDA, Nº 1957 - octubre 2012

Título original: The Surprise of Her Life

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1105-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

OH, no, socorro!

Por supuesto, Eve Easton no esperaba que nadie la socorriera. Acababa de abrir la nevera para sacar la pesada fuente de cristal con el cóctel de marisco que habían preparado para los invitados, pero la maldita cosa empezó a resbalar de su mano…

De repente, dos fuertes brazos la sujetaron y una voz masculina le aseguró:

—Ya la tengo.

Aliviada por haber evitado la catástrofe, Eve contuvo el aliento mientras su misterioso salvador y ella llevaban la fuente a la encimera.

—Menos mal que no te has roto —murmuró Eve—. Los trozos de cristal se digieren fatal.

Ese era el problema en la casa de Rae Grainger, que todo era auténtico, precioso, frágil y carísimo.

—¿Siempre habla usted con los objetos inanimados?

Al darse cuenta, Eve sonrió, avergonzada.

—No me haga caso. Me he pasado la vida nadando contra corriente, ignorando la lógica o intentando desafiar a las leyes de la física.

—¿Eve? Eve Prescott… ¿eres tú?

Ella estuvo a punto de desmayarse. La voz del hombre que la retenía contra la encimera sonaba increíblemente parecida a la de una de las tres personas a las que había esperado no volver a ver en toda su vida. Pero que la llamase por el apellido de su exmarido confirmaba que había ocurrido lo imposible.

«¿Irme de Texas no ha sido suficiente? ¿Es que tengo que irme a Marte?».

Eve consiguió llevar algo de aire a sus pulmones.

—Ahora soy Eve Easton, señor Roland —no se atrevía a girar la cabeza con él tan cerca, el aliento masculino una caricia en su cuello.

—Sí, claro, perdone.

—¿Qué hace aquí?

—Un amigo me ha invitado a venir… bueno, un amigo de la anfitriona.

Que respondiese literalmente a la pregunta confirmó que Derek Roland era una persona que se tomaba las cosas al pie de la letra. ¿Qué otra cosa podía esperarse de un hombre del FBI?

—Quiero decir qué hace en Colorado. No, espere, antes de nada… ¿le importaría…? —Eve hizo un gesto con la cabeza, indicándole que se apartase y le diera algo de espacio—. Si se acerca un poco más podrá describir hasta mi marca de nacimiento.

Derek se aclaró la garganta, un poco cortado.

—Ahora vivo aquí. Y, aparentemente, usted también. ¿Es pariente de los Grainger?

Nerviosa, Eve pasó una mano por el vestido de cachemir en color champán que Rae había insistido en que se pusiera y que más que un vestido era una segunda piel.

Sí, era él, Derek Roland, el alto, elegante y serio Derek Roland. Su antiguo vecino en Texas y exmarido de la mujer por la que Wes la había abandonado.

Aunque Eve no tenía nada contra él. En realidad, Derek era tan víctima como ella de lo que había ocurrido, pero su presencia allí era un recordatorio de la humillación que había sufrido.

—No somos parientes —respondió—. Rae es mi jefa en la empresa de planificación de eventos Denver Events Planning.

—De hada madrina de la asociación de padres a organizadora de eventos —murmuró Derek—. Es el paso más lógico y supongo que la mantiene ocupada.

Sí, mantenerse ocupada era lo más importante. Necesitaba estar lo más activa posible durante el día para no autocompadecerse. El sueldo, por supuesto, era otra motivación.

—Tiene razón, no estoy cualificada para mucho más.

—No, yo no quería decir…

—¿Lo han trasladado a Denver, señor Roland? —le preguntó ella, antes de que pudiese terminar la frase.

—Por favor, llámame Derek. Y sí, ahora vivo en Denver. Soy agente especial, a cargo de la división de Colorado.

—Ah, vaya, enhorabuena.

Muchos vecinos del barrio residencial en el que habían vivido sabían que Derek Roland era un agente del FBI y cumplía con el estereotipo incluso sin el traje de chaqueta gris y la corbata oscura. Para darles la bienvenida, Eve había hecho un pastel de melocotón y su ex, Samantha, le había confiado que trabajaba para esa agencia gubernamental.

Derek siempre le había parecido un hombre muy serio. Viajaba mucho, pero cuando estaba en casa lo veía cortando el césped o limpiando el jardín a toda prisa, como si tuviera cosas mucho más importantes que hacer. Apenas habían intercambiado un par de frases en todos esos años… de hecho, estaban hablando más en aquel momento que en todo el tiempo que fueron vecinos.

Solo tenía cinco o seis años más que ella, pero su comportamiento y su actitud lo hacían parecer mayor y le resultaba raro llamarlo por su nombre de pila.

—Imagino que Rae estará encantada de trabajar contigo.

En realidad, era Eve quien estaba encantada. Rae y ella se conocían desde mucho tiempo atrás y cuando su amiga, una de las mujeres más influyentes de Denver, le ofreció la posibilidad de ser su ayudante no lo dudó un momento.

—También estará contenta contigo. Hace un tiempo tan malo que temía que nadie viniera a la fiesta. Normalmente, solo la gente del mundo del espectáculo, que está un poco loca, se atreve a subir por esa carretera helada.

—Me alegro de haber venido, es un sitio espectacular —dijo él, mirando alrededor—. He venido con el fiscal del distrito, Maines.

Eve se mordió la lengua para no lanzar una exclamación de sorpresa.

—¿Eres amigo del fiscal del distrito?

—Nos conocemos desde hace tiempo. Su mujer y su hija están de viaje en Italia y no le apetecía cenar solo delante de la televisión.

Eve no podía imaginar al fiscal del distrito delante de la televisión en Nochevieja. Pero, en realidad, no era eso en lo que estaba pensando sino en los labios de Derek Roland.

Estaba sonriendo y sus labios no eran tan finos como le habían parecido siempre, tal vez porque ya no los tenía apretados como tantas veces en Texas. De hecho, parecían amables… tentadores.

—Te has cortado el pelo.

La inesperada observación hizo que Eve se llevase una mano a la cabeza. Un año antes, los rizos rubios casi le llegaban por la cintura.

—Desde luego que sí. Mi ex probablemente diría que parece que me han cortado la cabellera.

—Estás… genial. Muy chic. ¿O esa es una expresión arcaica?

Al principio le había preocupado que ese estilo la hiciese parecer una mendiga sacada de las páginas de Oliver Twist, pero animada por su aparentemente sincera observación, Eve sonrió.

—En realidad, ha sido un inmaduro gesto de venganza. Típico hombre del Sur, Wes se quejaba cada vez que me cortaba las puntas.

La verdad era que, una vez pasados sus años de animadora en el instituto, su melena era demasiado larga para una mujer bajita como ella y lo primero que hizo después de encontrar un apartamento en Denver fue ir a la peluquería para cortársela y donarla a una organización que hacía pelucas para niños con cáncer. De modo que no solo se había liberado, además había hecho una buena obra. Y, paradójicamente, sus migrañas habían desaparecido con el pelo.

Derek la miró con gesto conspirador.

—Yo hice algo peor. Encontré el anillo de compromiso de Samantha en el cuarto de baño y, accidentalmente, cayó al inodoro.

Ella lo miró, con los ojos como platos. El anillo de compromiso de Sam no era tan escandaloso como el de Rae, pero valía cien veces más que el que Wes le había regalado a ella.

—¿Y Sam supo que habías sido tú?

Derek se encogió de hombros.

—Debió darse cuenta porque firmó los papeles del divorcio.

Eve rio, aliviada. Era increíble que estuvieran haciendo bromas sobre la situación. Las pocas veces que habían intercambiado un par de frases en Texas, ella había tartamudeado como una cría en el despacho del director del colegio.

—¿Te gusta Colorado?

—Por el momento, sí, aunque tardé un tiempo en acostumbrarme a la altitud.

—¿Con lo entrenados que estáis los agentes del FBI? Yo pensé que tendría que comprar una botella de oxígeno. Y menos mal que ya no llevaba la alianza porque mis dedos se hincharon hasta parecer salchichas.

Derek la miró, divertido e incrédulo a la vez.

—Sabía que te habías ido de Texas, pero no sabía dónde —le dijo, sacando su BlackBerry del cinturón—. Estaba buscando un sitio tranquilo para comprobar mis mensajes sin parecer grosero o atraer demasiada atención.

Al ver que volvía a ser el serio agente del FBI, Eve señaló el solario, detrás de la cocina. Era un sitio muy romántico desde el que se veían las luces navideñas colocadas en los árboles de la entrada.

—Haz como si yo no estuviera. Si necesitas más luz, hay un interruptor a la izquierda, nada más entrar. Yo voy a llevar esto —Eve señaló la pesada fuente de cristal que había dado lugar a esa conversación.

—Dame un momento y yo llevaré esa carga por ti —se ofreció él, quitándose la BlackBerry del cinturón y, sin querer, mostrando su placa—. Dime dónde debo llevarla.

Eve lo precedió, sintiendo su mirada clavada en la espalda. No se habría puesto ese vestido que parecía un guante de no ser por la insistencia de Rae, que se había empeñado en que lo comprase. Sí, estaba un poco harta de su imagen de chica inofensiva, pero vestirse como una vampiresa le parecía ridículo. Ella no era Angelina Jolie y el vestido, aunque llegaba por la rodilla y no era escotado, dejaba toda la espalda al descubierto. Y casi podía imaginar a Derek haciendo cábalas sobre lo que llevaba o no llevaba debajo.

Cuando llegaron al comedor, le indicó el sitio donde debía dejar la fuente.

—Te lo agradezco mucho —murmuró, contando los pares de ojos que estaban pendientes de ellos.

—No es nada. Además, no creo que puedas meter ese vestido en la lavadora y seguro que el caldo de gambas no es tu aroma predilecto.

Eve oyó risas de la gente que los rodeaba y sintió que le ardía la cara. ¿El agente especial Roland estaba coqueteando con ella? ¿El hombre que parecía capaz de partir a un hombre en dos cuando fue a pedirle explicaciones a Wes por su aventura con Samantha? No lo creía.

Rae, la anfitriona, se acercó en ese momento.

—Pensé que había saludado a todos los invitados, pero veo que no es así —dijo, ofreciéndole una mano de uñas cuidadas y varios anillos de diamantes.

Radiante con un vestido de lentejuelas, Rae estaba más guapa que nunca. Admirada y odiada en la misma medida debido a su ambición, jamás cuestionaba su buen gusto o sus decisiones. Y si lo hacía algún cliente… en fin, dejaba de serlo.

Y todo eso hacía juego con su aspecto físico: labios tan rojos como su pelo, delineado permanente de cejas y labios y unos dientes por los que mataría cualquier presentadora de televisión.

Con aire circunspecto en contraste con el desparpajo de Rae, Derek tomó una servilleta para secarse la mano antes de estrechar la suya.

—Gracias por invitarme a la fiesta, señora Grainger.

—No parece uno de los compañeros de golf de mi marido. Y tiene mejores modales.

—Soy amigo del fiscal del distrito. Maines que se ha compadecido de alguien relativamente nuevo en la ciudad y me ha traído con él. Soy Derek Roland.

Rae asintió con la cabeza, evidentemente encantada.

—Ah, claro, Maines me ha hablado de usted. Me alegro mucho de que haya venido, agente especial Roland.

Eve tuvo que contener el deseo de poner los ojos en blanco. Rae tenía una memoria increíble. Era capaz de recordar citas literarias completas, listas de invitados y hasta los números de teléfono de su agenda.

—Llámame Derek, por favor… a menos que aparezca por aquí con una orden de registro.

Rae rio a carcajadas.

—Es evidente que tienes tan buen gusto como ingenio. Casi me sale una úlcera pensando que la fiesta iba a estropearse por el mal tiempo. Y hubiera sido una pena —su jefa estaba mirando de uno a otro, tan sutil como siempre.

Incapaz de quedarse callada, por miedo a que Rae la avergonzase, Eve le dijo al oído:

—Es mi antiguo vecino. Mi ex y la suya ahora están casados.

Era difícil sorprender a Rae Grainger, pero en aquella ocasión logró hacerlo.

—Caray.

—Eso digo yo —murmuró Eve, deseando tener a mano una copa de champán o algo más fuerte porque meterse bajo la mesa estaba fuera de la cuestión—. Bueno, voy a traer el sushi. Con un poco de suerte, tropezaré con algo, quedaré inconsciente y despertaré con amnesia.

De vuelta en la cocina, apoyó la frente en la puerta de la nevera. ¿Qué había hecho para merecer aquello? Aunque estaba siendo encantador, Derek era un recordatorio de todo lo que había intentado dejar atrás: su fracaso como esposa y como mujer.

Pero mientras se lavaba las manos en el fregadero oyó que la puerta se abría tras ella y no le sorprendió ver el reflejo de Derek en el cristal de la ventana.

—¿Estás bien?

—Sí, claro, estas cosas me pasan todos los días.

—No parece que estés bien.

—No te lo tomes como algo personal, pero después de estar llorando hasta el día de Navidad porque echaba de menos a mi familia, lo último que necesito es que el pasado me explote en la cara.

Derek echó la cabeza hacia atrás, como si lo hubiera abofeteado.

—Vaya, lo siento.

—No es culpa tuya. Me refiero a la aventura de Wes y Sam… además, Rae se ha tomado tu consideración hacia mí de forma equivocada y una vez que se le mete algo en la cabeza no hay forma de hacerla cambiar de opinión.

Derek tomó el rollo de papel de cocina y se lo ofreció.

—Ay, vaya… ahora he mojado el suelo de madera.

—Ojalá no te incomodase tanto nuestro encuentro —dijo él mientras Eve secaba las gotas del suelo.

—¿A ti no te incomoda?

—En absoluto. Yo tengo un buen recuerdo de ti. Y sentí lo que pasó tanto por ti como por mí. Más, en realidad.

—¿Por qué? Apenas nos conocíamos. De hecho, esta es la conversación más larga que hemos tenido nunca.

Derek se encogió de hombros.

—Mi trabajo exige que juzgue bien a la gente a la primera.

Eve pensó en su esposa, a la que evidentemente había juzgado mejor de lo que debería.

—Yo no estaría tan segura…

—Parece que ninguno de los dos supo juzgar a su pareja, ya lo sé.

—Pero yo nunca he dicho que supiera juzgar a la gente. De hecho, me sorprende cuando no me desilusionan o me dan un disgusto. Mi madre, por ejemplo. Yo contaba con que me diese otro hermano para no ser la pequeña de la familia, tratada como si fuera una niña toda la vida, pero no lo hizo.

La tierna sonrisa de Derek transformaba su rostro de tal modo que el corazón de Eve empezó a palpitar alocadamente. Nerviosa, se acercó a la barra para quitar el plástico de las últimas dos bandejas.

—Tengo que llevar el sushi al salón.

—Deja que te ayude.

—No hace falta…

—Seguro que llevas horas trabajando. Siéntate y descansa un rato. Voy a traerte una copa… ¿prefieres vino o algo con burbujas?

¿Quería prolongar aquello?, se preguntó Eve. Aunque debía admitir que agradecería sentarse un poco y, sobre todo, evitar durante unos minutos las inevitables preguntas de Rae.

—Si hay un cabernet o un pinot noir abierto, estaría bien.

Derek salió de la cocina a toda prisa, como para evitar que cambiase de opinión.

Si pudiera salir por la puerta de atrás… pero había llegado la primera, de modo que su todoterreno estaría bloqueado por una multitud de coches. Sintiéndose atrapada y tan nerviosa que empezaba a rascarse la muñeca y el cuello, se acercó al solario.

—Que no me dé una reacción alérgica, por favor…

Allí no se escuchaba el ruido de la fiesta y pudo respirar con cierta tranquilidad durante unos segundos.

—¿Dónde te has metido?

Había vuelto muy rápidamente, pensó Eve, o tal vez ella estaba perdiendo la noción del tiempo.

—Estoy aquí —lo llamó, asomando la cabeza. No había encendido la luz y debía estar escondida entre las sombras.

Derek dejó dos copas de vino sobre la mesa y se sentó en una de las diminutas sillas de hierro forjado.

—¿Esta cosa aguantará mi peso?

—Aguanta el de Gus —respondió Eve—. Rae y él suelen tomar café aquí por las mañanas. Ella misma diseñó la mesa y las sillas… en serio —afirmó, al ver su expresión incrédula—. Puede parecer un ave del paraíso, pero es tan buena artesana como empresaria.

—Un halago sorprendente, considerando que hace un minuto parecías a punto de estrangularla.

Aquel hombre era demasiado perceptivo.

—Rae no tiene sentido del decoro cuando se trata de hacer de casamentera. Cree que es por el bien de los demás… pero es el equivalente al título universitario que nunca conseguí, algo así como mi tutora —Eve tomó una copa de vino—. Y es increíblemente generosa.

—Entonces, me alegro de que la hayas encontrado. ¿Este es tu primer trabajo desde que te mudaste a Denver?

—No, el segundo. El primero fue un trabajo como secretaria para el equipo de los Broncos, pero me recordaba demasiado lo que había dejado atrás —respondió ella, acariciando el borde de la copa. El cristal era una de sus aficiones, pero no tenía el talento artístico de Rae ni la pasión suficiente para hacer algo creativo. En realidad, empezaba a preguntarse si sentía pasión por algo. Y debía darle las gracias a Wes por hacer que dudase de sí misma—. Imagino que el fiscal del distrito te echará de menos —dijo luego, levantando la mirada—. Si te ha invitado a la fiesta será porque quiere charlar contigo.

Los ojos grises de Derek se iluminaron, burlones.

—Si no fuera por mi enorme ego, pensaría que estás intentando librarte de mí.

—No, no —mintió ella—. Solo quería decir que puedes volver a la fiesta para mezclarte con tus amistades.

Por supuesto, no le dijo lo que de verdad estaba pensando: «¿nunca te diste cuenta de lo que estaba pasando entre Wes y Sam?». «¿Wes era tan simpático contigo como Sam lo era conmigo, fingiendo que no pasaba nada?».

—Me divierto más contigo.

—¿Ah, sí? Pues no sé de qué podríamos hablar.

—Pregúntame lo que quieras, salvo el número del teléfono rojo del presidente. Y si existen de verdad los alienígenas —bromeó Derek.

De repente, Eve lo entendió: para aquel hombre, ella era totalmente inofensiva. Su cambio de imagen podía hacerla más atractiva, pero solo la veía como una diversión durante las vacaciones, antes de volver a su mundo real.

Y eso la empujó a hacer una pregunta que le habría molestado si fuera al revés:

—¿Has sabido algo de Samantha desde vuestro divorcio?

—No —respondió él—. Pero le dejé claro que no esperaba volver a saber nada de ella en mi vida. ¿Tú sigues en contacto con Wes?

—No, por favor. Eso es lo único que haría que mi familia me repudiase —intentó bromear Eve—. ¿Entonces, no sabes nada?

—Oye, que es Nochevieja. ¿De verdad quieres hablar de eso?

—Al idiota lo despidieron, ¿verdad? Pues se lo merece —insistió ella—. Yo me pasaba el día haciendo pasteles y galletas caseras para calmar a los ayudantes de entrenador a los que él ofendía…

—He oído por ahí que están esperando un hijo.

Eve tragó saliva.

—No lo sabía.

—Ya conoces el dicho: no preguntes si no quieres saber.

Haciendo acopio de orgullo, Eve irguió los hombros.

—Solo me sorprende lo rápido que ha sido.

—Sospecho que, siendo varios años mayor que tú, el reloj biológico de Samantha empezaba a sonar como el Big Ben.

—¿Tú no querías tener hijos? —le preguntó ella, sin pensar.

Derek la miró con expresión enigmática antes de responder:

—Un hijo no es siempre la solución a los problemas de una pareja.

—No, desde luego que no —Eve miró el mágico paisaje a través del ventanal, las luces navideñas titilando sobre los árboles—. Yo ni siquiera sabía que tuviéramos problemas. Llevábamos casi ocho años casados y le creí cuando dijo que deberíamos esperar antes de formar una familia.

Hasta que tuviera seguridad en el trabajo, luego hasta que hubiesen ahorrado algo de dinero, después alguna otra razón…

—Si el dinero era una de las razones, ahora no tienen esa preocupación —dijo Derek—. Sam se quedó con la casa y recibe la mitad de mi salario como pensión alimenticia.

—Eres muy generoso.

Él dejó escapar un suspiro.

—Legalmente, no podía hacer nada con la pensión. Y terminé dándole la casa para no tener que vender otras propiedades que había heredado de mi familia.

—Si no recuerdo mal, Sam me contó que eras hijo único.

—Así es.

—Afortunadamente, mi familia vive todavía, incluso mis abuelos —Eve se sentía casi culpable por tener tanto cuando él tenía tan poco—. Siento mucho que tengas que imaginar a Wes viviendo en tu casa.

—No creas que me importa demasiado.

—Antes, cuando éramos vecinos, me intimidabas —le confesó ella entonces—. Tanto que no salía al jardín si tú estabas cortando el césped.

Derek se inclinó hacia delante para decir en voz baja:

—Intentamos que la gente nos tenga miedo. Así todo el mundo, salvo los periodistas y los políticos, nos dejan en paz —luego levantó su copa y esperó que ella levantase la suya—. Pero permíteme que lo arregle.

El descarado flirteo hizo que el corazón de Eve se acelerase. Pero era absurdo; aquello era el pasado, un pasado que ella intentaba dejar atrás. Además, se recordó a sí misma, aunque Derek la trataba con guantes de seda, seguía intentando manejarla. Él mismo lo había admitido. Era un hombre acostumbrado a llevar el control… ¿y no se había divorciado ella de un hombre así?

Tal vez Wes era un aficionado comparado con alguien entrenado por el FBI, pero su exmarido tenía cierta influencia en la comunidad al ser el entrenador de los equipos de fútbol, baloncesto y béisbol locales.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo Derek entonces.

—Claro.

—¿Qué te ha traído a Colorado? Samantha me dijo que eras de Texas.

—Sí, es verdad. Mis abuelos viven en una comunidad para jubilados al norte de Houston… mis padres bromean diciendo que en realidad viven en un campus universitario.

—¿Todos tus abuelos viven?

—Sí, todos. Los Easton y los Leeland son gente dura. Además, tengo un hermano mayor, Nicholas, que es cirujano y una hermana, Sela, que es abogada en San Antonio —respondió Eve—. Vine a Denver porque necesitaba un poco de espacio, pensando que si a mis abuelos les pasaba algo siempre podría tomar un avión…. pero no contaba con que Rae me mantuviese tan ocupada y debo admitir que el frío de Denver ha hecho que cuestione mi decisión. Me encanta el aire libre, pero aquí los inviernos son interminables.

—Eso desde luego. ¿Te gusta esquiar?

—Soy una experta en las pistas infantiles y me he humillado un par de veces en las pistas para adultos. Pregúntale a Rae y Gus.

—Yo podría enseñarte.

Vaya, cuando aquel hombre quería algo no se andaba por las ramas.

—Aparte de detenerme por asustar a los niños con mis gritos, dudo que pudieras hacer mucho más.

—Yo nunca haría eso.