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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Natasha Oakley. Todos los derechos reservados.

SEGUNDO MATRIMONIO, Nº 1941 - octubre 2012

Título original: For Our Children’s Sake

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1129-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Todo era verdad. Todo. Hasta aquel momento, Lucy Grayford no había querido creerlo. Desde Shropshire había ido diciéndose que tenía que ser un error. Era como si hubiese entrado en un mundo paralelo, del que saldría enseguida. Pero, al ver los ojos angustiados del hombre que tenía delante, supo que no era un error.

Haciendo un inmenso esfuerzo, intentó concentrarse en lo que estaba diciéndole. Podía ver que movía la boca y, sin embargo, le costaba trabajo entender sus palabras. Lo que significaban esas palabras para ella, para Chloe.

–Chloe no es su hija biológica –estaba diciendo el doctor Shorrock con voz muy suave, muy, muy suave. Cada palabra pensada y meditada–. Los embriones que se implantaron en su útero pertenecían a otra pareja.

Debería dolerle más.

Esas palabras volverían loca a cualquiera.

–Pero... pero yo parí a Chloe –Lucy intentaba encontrarle sentido a todo aquello. Ella había parido a su hija. Once largas horas y diecisiete puntos más tarde había dado a luz a una niña de tres kilos doscientos gramos. La había tenido en sus brazos enseguida... toda roja, arrugada e increíblemente bonita. Y suya.

Desde entonces, su vida giraba alrededor de aquella niña milagrosa.

–Sé que es difícil de entender, señora Grayford. Lo sé –el doctor Shorrock movía unos papeles, nervioso–. Pero aunque usted diese a luz de forma natural, el óvulo y el espermatozoide pertenecían a otra pareja y...

–Es mía –lo interrumpió Lucy.

Aquello era una pesadilla, tenía que serlo. Lentamente, lo que el doctor Shorrock le estaba diciendo conseguía penetrar en su cerebro. Estaba diciéndole que Chloe no era su hija, que era de otra pareja.

Pero la había llevado dentro durante nueve meses, la había parido...

–Ha sido mi hija durante seis años. No puede quitármela ahora...

–Me temo que el error tiene otras ramificaciones.

Algo en su expresión asustó a Lucy. Casi no podía respirar. Ya había destrozado su vida con esas palabras. ¿Qué más podía decirle?

–En el momento... del error, usted y su difunto marido tenían tres embriones congelados en la clínica.

La presión que sentía en el corazón era casi insoportable mientras esperaba el siguiente golpe.

–¿Y?

–Los tres fueron implantados en el útero de otra mujer y uno de ellos dio como resultado el nacimiento de una niña.

–¿Mi hija? –murmuró Lucy, incrédula.

–Genéticamente su hija, sí.

Lucy se llevó una mano a la frente, intentando controlar el dolor, que empezaba a ser como una garra de hierro. Era imposible. El pomposo doctor Shorrock, con el pelo cuidadosamente peinado para taparle las entradas, estaba hablando de errores y embriones y, sin embargo, de lo que hablaba era de vidas humanas. De la vida de su hija.

–Naturalmente, habrá que hacer una investigación completa. En este momento, lo único que puedo ofrecer es nuestras más sinceras disculpas.

–No entiendo. ¿Cómo... cómo es posible que haya ocurrido algo así? No es posible.

–Los errores son extremadamente raros en embriología, pero siempre existe el factor humano. Es obligatorio que en todas las clínicas de fecundación haya un escrupuloso sistema de etiquetado y se comprueban varias veces los embriones antes de la implantación... Aunque la clínica a la que usted acudió cumplía con todos los requisitos... como en todas las áreas de la medicina, siempre puede haber un error humano.

–¿Y la otra pareja lo sabe? ¿Se lo ha dicho?

El doctor Shorrock miró sus notas.

–El análisis de sangre de la otra niña muestra un RH negativo y eso revela que hubo un error. Ambos padres tienen RH positivo, de modo que no puede ser su hija biológica.

–Yo soy RH negativo –murmuró Lucy, clavándose las uñas en las palmas de las manos. Quería sentir algo, además del terrible dolor que le estaba partiendo el corazón.

«Por favor, Dios mío, por favor, que no sea verdad».

Ella sabía lo que era el dolor. Sabía muy bien lo que era desear que el mundo se detuviese. Pensó que nunca se recuperaría de la muerte de Michael y ahora... era como si hubiera muerto otra vez, llevándose con él a la única persona que había podido consolarla. La persona que le daba una razón para vivir, por la que había sido capaz de levantarse cada mañana y, por fin, volver a ser feliz. Y, de repente, todo volvía a ser negro.

–Tiene que haber un error –murmuró–. Esto no puede estar pasando.

El doctor Shorrock bajó la mirada, como si no pudiera soportar ver el dolor en sus ojos.

–Por los análisis que hemos hecho, tengo la certeza de que hubo un intercambio de embriones. Seguramente, hubo un error con los apellidos... –el hombre sacudió la cabeza, como si tampoco él pudiera creerlo–. No puedo explicarle cómo ocurrió antes de que termine la investigación. Hasta entonces, debe saber que el jefe de la unidad ha sido suspendido de empleo y se ha informado a las autoridades.

Como si eso le importara. La gente de la clínica era gente a la que no conocía, en la que no había vuelto a pensar. Pero él siguió hablando, su rostro la viva imagen de la preocupación:

–Evidentemente, habrá muchas preguntas y...

–¿Qué pasará ahora con Chloe?

–Naturalmente, el bienestar de las niñas es lo que más nos importa. No hay ninguna regla establecida sobre qué hacer en caso de un intercambio de embriones, aunque el sentido común sugiere que siga usted teniendo la custodia de la niña hasta su mayoría de edad.

¿La custodia? ¿Qué significaba eso? Chloe era su hija, lo había sabido desde su primer suspiro.

–Mientras las cuestiones legales se debaten en los tribunales, usted deberá decidir si quiere tener relación con su hija biológica o no. Aunque tendrá que haber una decisión del juez sobre la paternidad de esas niñas...

El médico siguió hablando, pero Lucy no estaba interesada. Las únicas palabras que se repetían en su cabeza eran: «Chloe no es mi hija, Chloe no es mi hija». Pero lo era. Chloe era su hija. Era la cosita que se apretaba contra ella durante las tormentas, la niña por la que había tenido que permanecer largas noches despierta cuando tuvo el sarampión. Era suya. Absolutamente. Y lucharía por ella hasta el último aliento.

¿Y su otra hija? Suya y de Michael. Una niña que había sido criada por otros padres... unos extraños. La presión que sentía en el corazón se hizo insoportable y sus ojos se llenaron de lágrimas. Estaba llorando. No quería llorar, pero las lágrimas rodaban por su rostro sin que pudiera evitarlo.

El doctor Shorrock le acercó una caja de pañuelos.

–Me doy cuenta de que esto es muy difícil para usted, señora Grayford. Debería darse un tiempo para asimilarlo. Mientras tanto, pondré en marcha algunas de las cosas que hemos acordado.

¿Acordado? ¿Qué habían acordado? Lucy no lo sabía. Temblando, tomó un pañuelo de la caja y se secó las lágrimas. Pero no valió de nada porque eran como un torrente.

Él doctor Shorrock sacó un sobre grande del cajón.

–Una enfermera le dará algo para que se calme. Yo sólo puedo ofrecerle mis más sinceras disculpas en nombre de mis colegas y decirle que me pondré en contacto con usted en cuanto sepa algo más.

 

 

Dominic Grayling se sentó en el banco cubierto de graffiti que había delante de la puerta de la clínica, mirando a la gente que entraba y salía, sin verlos en realidad. No debería haber ido, pero la tentación fue irresistible. Se había dicho un millón de veces desde el viernes que la fecha y la hora que había visto escritas en su historial médico podría significar cualquier cosa. Y, sin embargo, en el fondo, no lo creía. En cuanto lo vio supo que tenía que ser una cita del doctor Shorrock con ellos. Y allí estaba, esperando.

Dominic miró el reloj y, de nuevo, las puertas de la clínica. Era tarde. Quizá ya se habrían ido. Estaba tan seguro de que podría reconocerlos... porque tendrían la misma expresión que él cuando comprendió lo que había pasado. Estarían perdidos, rotos.

No quería hablar con ellos. Sólo quería verlos. Para averiguar si eran felices, seguramente. Y él si podía imaginar a su hija biológica siendo feliz con otros padres. Eso sería suficiente. ¿O no?

Las puertas automáticas se abrieron y oyó decir a alguien:

–¿Seguro que no quiere esperar un poco más? No me gusta que se vaya así.

–Quiero irme a casa. Tengo que irme.

La otra voz era tensa, ahogada. Una voz que lo conmovió.

Era una mujer muy guapa. Aunque había estado llorando. Estaba llorando. Pero seguía siendo preciosa. Tenía el pelo castaño oscuro con mechas rojizas y los rizos enmarcaban un rostro ovalado... Exactamente como el de Abigail.

Dominic se obligó a sí mismo a apartar la mirada. Estaba empezando a perder la cabeza, a ver parecidos donde no los había. Londres estaba lleno de mujeres de rostro ovalado y pelo castaño. Además, él estaba buscando una pareja.

Entonces volvió a mirar a la mujer. Su piel morena era igual que la de Abby y de la clínica no había salido nadie más que se le pareciera. Estaba buscando algo en el bolsillo de su abrigo negro. ¿Un pañuelo?

Irradiaba dolor. Era como si se estuviera mirando en un espejo. Ese dolor devastador, imposible de poner en palabras...

No pareció encontrar el pañuelo y se secó los ojos con las manos. Dominic no pudo soportarlo. Ver su dolor y no poder hacer nada... Nervioso, se acercó para darle el pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

–Lo siento... se me pasará enseguida... es que...

–Sólo es un pañuelo –dijo él.

–Gracias –la mujer se secó las lágrimas y luego, un poco confusa, se lo devolvió.

–No, quédeselo.

–Gracias.

–De nada. Me llamo Dominic Grayling.

La mujer lo miró, sin entender. Evidentemente, su nombre no significaba nada para ella. Claro que no. No podía esperar que lo reconociese por los documentales y, aunque fuera la mujer a la que había esperado ver, no tenía por qué saber su nombre. Esa información era mantenida por la clínica en secreto.

–¿Puedo ayudarla?

–No, no, estoy bien. Gracias –murmuró, con una valiente sonrisa.

No sabía qué era, algo en su sonrisa, en su forma de andar... pero Dominic no podía dejarla ir.

–Sé que no debería hacer esto, pero tengo que preguntarle.

Ella se volvió, sus ojos castaños un poco asustados.

Dominic respiró profundamente. Iba a parecer un loco, pero no podía dejar pasar la oportunidad. Antes de que se dieran cuenta, caerían sobre ellos personas preocupadas por las cuestiones legales... Sólo tenía esa pequeña oportunidad... ahora, antes de que sus vidas quedasen destrozadas del todo.

–¿Por casualidad acaban de decirle que su hija no es suya? –preguntó rápidamente, para no perder el valor–. Mi mujer y yo hicimos un tratamiento de fertilidad hace siete años y acabo de descubrir que los embriones... perdone, no debería haberle dicho nada. Ni siquiera sé por qué estoy aquí.

–Lucy Grayford. Mi nombre es Lucy Grayford y sí, acaban de decirme eso.

Se quedaron en completo silencio, ambos buscando la verdad en el rostro del otro. Él intentó llevar aire a sus pulmones.

–Encantado de conocerla. Me llamo Dominic Grayling –repitió, seguro de que aquella vez ella recordaría el nombre–. Creo que deberíamos hablar.

Lucy Grayford asintió con la cabeza.

Dominic quería ponérselo fácil, pero ¿qué podía hacer para que aquello fuese fácil? Era como si se hubiera abierto la puerta del infierno. Y allí estaban, dos extraños unidos por una inmensa, incomprensible tragedia.

–Hay un parque en la esquina. Quizá podríamos ir allí... cerca hay un café... ¿o prefiere dejarlo para otro momento? Podría darle mi número de teléfono para hablar después, cuando haya tenido tiempo de pensarlo.

–No –dijo ella, negando con la cabeza–. No quiero irme a casa todavía.

Dominic sabía lo duro que había sido descubrir que la niña a la que amaba, a la que creía su hija, no lo era. Y sabiendo eso, uno tenía que irse a casa y fingir que no pasaba nada, que no le habían arrancado el suelo bajo los pies. Él había salido de la misma clínica unos días antes, había paseado bajo la lluvia durante dos horas antes de encontrar valor para volver con Abby.

–Prefiero hablar.

Sin decir una palabra más, los dos empezaron a caminar. Lucy metió las manos en los bolsillos del abrigo y dejó que el viento secase sus lágrimas. Sentía frío, miedo. Nada en la vida la había preparado para aquello.

Con el rabillo del ojo, miró a Dominic Grayling. En otras circunstancias, en otro momento, podría haberlo encontrado atractivo. Guapo incluso. Era alto, delgado, de pelo castaño claro, rostro inteligente y ojos amables. No se parecía a Chloe, pensó. Ella era rubia, de piel muy clara. Sin embargo, quizá había un parecido indefinible... el corte de cara, la expresión.

¿Por qué había aceptado hablar con él? Habría sido más sensato esperar hasta que hubiese hablado con un abogado. Y, sin embargo, los ojos de Dominic le decían que compartía su dolor, que entendía por lo que estaba pasando. El doctor Shorrock, con toda su profesionalidad, con toda su calma, no había entendido su agonía.

–Podemos tomar un café aquí.

Lucy levantó la mirada. Él señalaba un café al otro lado de la calle.

–Muy bien.

Estaba lleno de gente. Algunos leían el periódico, otros comían o tomaban una cerveza. Todo muy normal, asquerosamente normal. Mientras su vida estaba hecha pedazos.

–¿Cómo quiere el café?

–¿Café? Ah, sí, con leche, por favor.

Lucy se vio a sí misma en el espejo de la barra. Parecía la misma de siempre, como si no hubiera pasado nada. Qué extraño, pensó. Si el mundo se había derrumbado, debería ver algo diferente en su cara. ¿Era por eso por lo que, cuando Michael murió, todo el mundo le decía lo entera que la encontraba?

–Su café –de nuevo, la voz de Dominic interrumpió sus pensamientos. Y, de nuevo, en sus ojos había comprensión. Eran unos ojos amables. De color azul claro, con puntitos amarillos, como rayitos de sol. Se podía confiar en unos ojos como ésos.

–Gracias.

–El parque está a la vuelta de la esquina. Muy cerca de aquí. Y he pedido los cafés para llevar –dijo él, señalando los vasos de plástico.

A Lucy le daba igual. Le habría seguido a cualquier parte en aquel momento. Sólo con saber que no tenía que tomar una decisión era suficiente. Si quería dar un paseo, darían un paseo.

El parque no era muy grande y el muro que lo separaba de la calle estaba cubierto de graffiti. Un sitio feo pensó, con extraño distanciamiento.

–Podríamos sentarnos en ese banco –sugirió Dominic.

–Muy bien –murmuró Lucy, sin mirarlo.

Él la miró, muy serio.

–No debería hacerle esto. Es demasiado pronto. Aún está aturdida.

–Siempre estaré aturdida.

Dominic asintió.

–¿Quiere contarme lo que le han dicho?

–No puedo. Aún no.

–No –asintió él. Y en esa sola palabra, Lucy pudo sentir toda su compasión–. Tómese el café. Al menos está caliente.

–Todo el mundo quiere que beba algo. La enfermera insistía en que tomase un té...

Dominic sonrió, comprensivo.

–Mi mujer, Eloise, nació con un defecto en el corazón. No debería... no debería haber...

Lucy esperó. Por primera vez, se le transmitía su dolor. Aquel hombre sabía exactamente lo que ella estaba sintiendo. Lo sabía porque estaba sumido en la misma pesadilla. Nadie más podría entender cómo era posible sentirse tan derrotado. Pero aquel hombre, Dominic Grayling, lo sabía.