Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Melissa Martinez McClone. Todos los derechos reservados.

SUEÑOS COMPARTIDOS, N.º 2490 - noviembre 2012

Título original: Blueprint for a Wedding

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Este título fue publicado originalmente en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-1167-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

PRÓLOGO

De la última edición de Secretos semanales

¿PERDEMOS LA FE EN FAITH?

Por Garrett Malloy y Fred Silvers

La preciosa y valorada actriz Faith Starr ha declarado que se retira. Con una colección de cinco compromisos matrimoniales rotos, podría esperarse de la nominada a los Globos de Oro que el siguiente prometido acabara igual que los anteriores, pero Secretos semanales ha sabido en exclusiva que Faith va a cambiar de táctica y que va a, que se preparen sus admiradores, actuar.

A pesar de los desastrosos resultados de taquilla de sus dos últimas películas y los rumores concernientes al estreno de su próximo filme, Las lágrimas de Júpiter, una aventura espacial de ciento cincuenta millones de dólares aún en la fase de postproducción después de haber cancelado dos fechas de estreno, la directiva del estudio hace campaña para protegerla.

Pero la actriz principal número uno no responde a las llamadas, al igual que su mánager y su agente.

Tal vez Faith necesite unas vacaciones de estar en el punto de mira tras su ruptura a la vista de todos con su pareja en Las lágrimas de Júpiter, el rompecorazones Rio Rivers, sobre todo teniendo en cuenta que esto ha ocurrido poco después de cancelar su boda programada para el día de San Valentín, con Trent Jeffreys, fundador de Corazones y Hogares, una organización sin ánimo de lucro que busca hogares a los desfavorecidos.

Desconocemos el motivo, pero nuestra predicción es que la señorita Starr sólo se está tomando un respiro, y el productor Max Shapiro está de acuerdo con nosotros: «Faith está cansada. Ha aguantado una racha de papeles malos, pero está en el punto más alto de su carrera. Con un buen guión, su vuelta ante las cámaras está asegurada».

Eso deseamos, porque toda América está esperando…

CAPÍTULO 1

HABÍA sido construida para durar. Era la más bonita de Berry Patch, Oregón, y tenía que haber sido suya.

Desde su todoterreno, Gabriel Logan contemplaba la mansión de 1908: sus pilares recubiertos de piedra, las ventanas con vidrieras, el porche que rodeaba toda la casa, la segunda planta rematada por el tejadillo a dos aguas… Era realmente preciosa y su corazón se encogió al recordar que durante años había ahorrado y hecho planes para el día que la comprara. La señorita Larabee, de ochenta y un años, se la tenía prometida hasta que hacía dos meses recibió una oferta «demasiado buena para dejarla escapar». Ni siquiera le dio la opción de intentar igualarla.

Gabe tamborileó con los dedos sobre el volante y Frank, su perro, en el asiento del acompañante, levantó la cabeza y gimió.

–Lo siento, chico –dijo, acariciando las orejas caídas del enorme mastín–. Ya no importa. ¿Estamos aquí, no? Y hemos llegado a tiempo. Venga, manos a la obra.

Pero Gabe no se movió. Aquel día empezaría a trabajar en la casa de sus sueños, pero no como propietario, sino como contratista de obras para transformarla en un hotelito. Su abuelo debía de estar revolviéndose en su tumba. Aquella casa tenía que ser para una familia, no para soportar el ir y venir de los turistas que acudían tras la fama de las bodegas del Valle de Willamette. Pero Gabe estaba a punto de hacer el trabajo sucio para F. S. Addison. Aún no había hablado con el nuevo propietario, sino que había sido un amigo mutuo, Henry Davenport, el que había hecho las gestiones. Él se ocupaba de trabajos más grandes que Gabe y su cuadrilla.

Aquello era una ironía. Sentía un sabor amargo en la boca. No quería ese trabajo, pero Gabe no se fiaba de nadie más para reformar la casa preservando su carácter, su encanto y todas las cosas más que hacían aquella casa especial, que hacían de ella un hogar. El que tenía que haber sido su hogar.

Gabe y su familia habían considerado aquella casa como suya mucho tiempo, aunque el título de propiedad no les diera la razón.

Frank intentó ponerse panza arriba para que le acariciaran la tripa, pero en el espacioso todoterreno no había suficiente sitio.

–Lo siento, chico –dijo Gabe, acariciándolo–. Ya sé que esto es pequeño para ti, pero no todo sale como queremos.

El perro lo miró con ojos tristes. Estaba claro que echaba de menos su perrera hecha a medida y el gran espacio vallado que tenía para correr. Gabe también lo echaba de menos.

–No te puedo dejar durante el día con papá y mamá. En cuanto tenga tiempo, buscaré otra casa para nosotros.

Cuando la señorita Larabee le dijo que se trasladaba a una residencia asistida, no tuvo duda alguna de que la casa sería para él, así que le hizo una oferta y puso su casa a la venta. La vendió al día siguiente y se trasladó al pequeño estudio sobre el garaje de la casa de sus padres, a la espera de que la señorita Larabee se marchase definitivamente. Un buen plan, si todo hubiera salido como él había planeado.

Ninguno de sus planes había funcionado. Gabe había creído una vez tenerlo todo planificado. Se casó con su novia del instituto a los dieciocho años y creyó que para los treinta ya tendría una furgoneta llena de niños y que vivirían todos en la casa de la señorita Larabee. En su lugar tenía treinta y dos años, no tenía esposa, ni niños ni un lugar al que llamar su hogar.

Se quedó mirando la casa.

«Lo siento, abuelo».

Su abuelo también había querido restaurar la casa, pero la muerte había impedido que cumpliera su sueño, como ahora había hecho F. S. Addison con Gabe.

Frank empezó a arañar la puerta del acompañante y Gabe le abrió desde dentro. El perro saltó al suelo y fue derecho hasta el porche de la casa a tumbarse a la sombra, delante de la puerta. Incluso el perro actuaba como si la casa fuera suya.

Gabe dio un golpe al volante. No iba a ser fácil, pero no iba a quedarse allí metido todo el día. Ya era hora de ponerse en marcha.

Pronto habría acabado el trabajo y podría avanzar en su vida. Se bajó del coche, abrió la parte trasera y empezó a buscar un plano en el cilindro que tenía lleno de ellos.

En ese momento, Frank ladró. Dos veces. ¿Sería un gato? Un grito desgarrador propio de una película de miedo acabó con la tranquilidad de la mañana. Era una mujer. Gabe echó a correr hacia la casa.

–¡Frank! –el perro no estaba en el porche.

Se oyó otro ladrido y Gabe corrió hacia el lugar del que provenía el ruido. Entre la alta hierba, Gabe vio a Frank dando vueltas alrededor del tronco de un viejo arce mientras movía la cola. En aquel lugar Gabe había imaginado multitud de veces a sus hijos, trepando y jugando a la sombra de la inmensa copa verde.

–¿En qué lío nos has metido esta vez?

Frank miró hacia la copa del árbol mientras jadeaba.

Gabe echó un vistazo y vio un trasero enfundado en unos vaqueros. Un trasero con unas curvas muy femeninas. Después vio una camiseta blanca y una coleta castaña colgando tras una gorra de béisbol. Frank había perseguido a muchos animales hasta los árboles, pero era la primera vez que perseguía a una chica.

–Buena caza, chico –murmuró Gabe. No sabía si regañarlo o premiarlo–. Vete.

El perro se apartó unos pocos metros y se tumbó en la hierba, con la cabeza gacha y mirada culpable.

Un sollozo encubierto pareció provenir de las ramas del árbol.

–¿Está bien, señorita?

–¿Se ha marchado? –preguntó una voz temblorosa.

–¿Quién?

–El perro monstruoso. Sólo quería ver la casa, estaba dando una vuelta y… –la voz sonaba insegura y asustada.

Con cinco hermanas, él conocía bien aquel sonido porque había tenido que vérselas con todo lo que lo provocaba, desde bichos a serpientes, pasando por payasos asesinos.

–Usted no debe de ser de aquí.

–¿Cómo lo ha adivinado?

Para empezar, habría recordado ese trasero y, después, la mayoría de la gente de Berry Patch no salía a dar una vuelta hasta la tarde, cuando habían acabado sus tareas. Por último, ella estaba subida a un árbol.

–Toda la gente de esta ciudad conoce a Frank y sabe que perro ladrador, poco mordedor.

–¿Frank es un diminutivo de Frankenstein?

Gabe sonrió.

–De Frank Lloyd Wright, el arquitecto.

Ella apretó los labios. Miró hacia abajo y casi se le cayeron las gafas de sol.

–¿Sigue ahí?

–El arquitecto está muerto, pero el perro sigue aquí.

–Muy gracioso –aún le temblaba la voz. Estaba asustada de verdad, y eso molestó y preocupó a Gabe.

–¿Frank le ha hecho daño?

–Me ha atacado.

Eso no tenía sentido. Las sobrinas de Gabe le hacían todo tipo de travesuras y el perro no se inmutaba ni cuando lo disfrazaban con gorritos y ropita de bebé.

–¿Que Frank le ha atacado?

–Bueno… no exactamente –dijo ella–. Ladró y echó a correr detrás de mí, así que no esperé a ver qué hacía después. Vi este árbol y empecé a correr.

–Frank tiene una cadera mal, así que trota más que corre, pero puede correr cortas distancias si algo atrae mucho su atención –explicó Gabe–. Tendría ganas de caricias.

–O de desayunar.

A Gabe tampoco le habría importado probar ese desayuno… en otro lugar, en otro momento.

–Baje del árbol. Frank puede intimidar un poco, pero es tan inofensivo como un cachorro. Seguro que sólo quería jugar un rato.

Ella bajó la pierna y le puso el pie cubierto con un zapato de lona blanca sin calcetín a la altura de la cara.

–No me gusta jugar con perros.

–No se lo tendré en cuenta.

Gabe aún no le había visto la cara, pero estaba intrigado. A Berry Patch no llegaban muchos visitantes, y mucho menos mujeres jóvenes que supieran trepar a los árboles del modo en que lo había hecho ella. Se preguntó por qué estaría allí y cuánto tiempo se quedaría. El señor y la señora Ritchey, los vecinos, tenían una hija que iba a la universidad en la Costa Este. Tal vez ella fuera una de las amigas de Brianna Ritchey. Esperaba que no, pero aunque a Gabe no le gustaban las mujeres tan jóvenes, si era así llevaría a las dos chicas a tomar algo para compensarla por el susto.

–¿Qué te parece si te invito esta noche a cenar para pedirte perdón porque Frank te persiguiera? –preguntó Gabe.

–Gracias, pero no es necesario.

–¿Otro día?

No hubo respuesta. Tiro errado. Vaya. Había salido con la mayoría de las mujeres disponibles de la ciudad y todavía no había encontrado lo que estaba buscando. Tendría que seguir buscando.

Ella intentaba encontrar un sitio para apoyar el pie para bajar, tarea nada fácil con el calzado que llevaba.

–Siento que Frank te asustara –dijo Gabe–. Es un buen perro, en serio.

–No me gustan los perros –murmuró ella.

Un gran punto negativo en su contra, pero le gustaba realmente cómo le quedaban los vaqueros. Y, viendo la coleta, tenía que tener el pelo largo. A Gabe le gustaba el pelo largo.

–¿Por qué no?

–Me mordió uno cuando era pequeña –dijo, buscando el camino para bajar.

Sus hermanas lo habían entrenado bien y sabía cuál era la respuesta adecuada.

–Seguro que pasaste miedo. ¿Fue un perro grande o uno de esos pequeñajos y escandalosos?

–Uno pequeñajo y escandaloso.

Por su voz creyó notar que estaba sonriendo. Bien. No quería que estuviera asustada.

–Esos perros pequeños muerden a todo el mundo. Son tan pequeños que tienen que demostrar que tienen algún poder.

–¿Como los hombres que conducen coches con más potencia de la que necesitarán nunca?

–Exacto –repuso él, sonriendo–. Pero algunos hombres necesitan esa potencia para poder transportar su ego.

–No muchos hombres admitirían eso.

–Yo no soy como «muchos hombres».

Ella lo miró, pero las gafas de sol ocultaban sus ojos.

–¿Qué coche tienes?

Él se balanceó sobre los talones.

–Un todoterreno con potencia suficiente para tareas pesadas.

Creyó ver el brillo de una sonrisa.

Ella consiguió descender unos centímetros más y él pudo notar el sujetador que se transparentaba bajo la fina tela de la camiseta.

–¿Quieres que te eche una mano?

–No, gracias. Puedo apañármelas sola.

Él sabía que no debía interferir en los propósitos de una mujer, lo había aprendido de su madre.

–Estoy seguro de eso.

Justo en ese momento, ella resbaló y él la agarró por las caderas para evitar que se cayera. Ella tenía las curvas muy bien colocadas. Su aroma, a sol y a pomelo, lo rodeó. Ése sí era un buen modo de empezar una mañana. Tal vez no fuese tan mal, a pesar de todo. Tendría que acordarse de gratificar a Frank con un hueso más tarde. Gabe sonreía mientras la ayudaba a bajar hasta el suelo.

Ella saltó los últimos centímetros y se frotó las manos contra los pantalones.

–Gracias.

Gabe creía que las mujeres eran regalos del cielo. Merecían ser queridas y adoradas. Le encantaban las mujeres, pero con aquélla que tenía frente a él podía ir un paso más allá y amarla.

–A sus pies, mi señora.

La mayoría de las mujeres que él conocía habría sonreído ante esa frase caballerosa, pero no ella. Levantó la barbilla, dejándole ver mejor su cara. Si se quitara las gafas para poder verla mejor… No llevaba maquillaje, ni siquiera barra de labios y, desde luego, no lo necesitaba. Era adorable. Una belleza natural. Tenía una nariz fina y recta, labios generosos y unos pómulos que habría envidiado cualquier modelo. Su única falta era una mancha de hollín en la mejilla derecha que sólo conseguía hacerla más adorable. Por otro lado, el modo en que su camiseta se ajustaba a la curva de sus pechos hizo que le subiera la temperatura corporal.

Algo de ella le resultaba familiar. Bastante familiar, de hecho.

–¿Nos hemos visto antes?

–No –dijo ella–. Llegué ayer por la tarde.

No eran ni las nueve de su primera mañana en la ciudad y ya la había conocido. Estaba claro que le debía a Frank un buen premio.

–Tu cara me resulta familiar –le dijo Gabe, intentando situarla.

Ella apretó los labios.

–Debo de tener una de esas caras normales.

–Eres demasiado guapa para poder considerarte una cara normal.

Ella se encogió de hombros.

–Te conozco de algo –insistió él a pesar de su indiferencia–. Ya me acordaré.

Una ardilla cruzó el descuidado jardín a la carrera y eso hizo que Frank saliera de su sopor y empezase a ladrar y a correr tras ella.

La mujer ahogó un grito y agarró a Gabe. Sus gafas volaron por los aires y la coleta se soltó, transformándose en una cascada castaña y ondulada. Ella ocultó la cara en él.

Gabe la abrazó contra su cuerpo. Le gustó tenerla en brazos, pero no el modo en que temblaba.

–Siéntate –Frank obedeció al instante–. Al porche. Ahora.

El perro hizo lo que le ordenaban y Gabe siguió abrazando a la mujer, esperando a que su acelerado corazón se tranquilizase. Cuando por fin la notó más tranquila, preguntó:

–¿Estás bien?

No dijo nada, pero siguió agarrada a él. Era agradable, pero Gabe habría deseado que hubiese sido en otras circunstancias… más bien por atracción irrefrenable que por miedo atroz.

–No pasa nada si no lo estás –añadió él–. Casi me gusta tenerte aquí entre mis brazos. No me pasa esto todos los días. Ni todas las semanas…

Ella se echó a reír. A él le gustó el sonido de su risa.

–¿Cómo te llamas? –preguntó él.

–Faith –contestó ella, después de dudar unos segundos.

–Un nombre bonito –dijo él–. Yo soy Gabe. Y he de decirte que tenemos un problema, Faith.

Ella se agarró a él con más fuerza.

–¿Frank?

–Él puede ser un problema, pero no, éste es distinto. Desde ahí no puedes verla, pero la señora Henry está curioseando entre las cortinas desde el otro lado de la calle. Y tiene el teléfono en la mano, así que estará llamando a sus amigas la señora Binko y la señora Lloyd. A las tres les encanta tener a los buenos ciudadanos de Berry Patch informados acerca de todo lo que ocurre en la ciudad. Y me parece que a ninguno de los dos nos gusta eso, ¿verdad?

–Oh, no –dijo ella, apartándose de él–. Gracias.

–De nada.

Lo primero que vio de ella fue su pelo, bañado de los mil reflejos del sol de la mañana que se filtraba entre las hojas del arce. Ella se apartó un mechón de la cara con un simple movimiento de cabeza.

Gabe se quedó casi sin aliento.

No se habían visto nunca en persona, pero él la conocía bien. ¿Cómo no la había reconocido inmediatamente? Ella era, en una palabra, inolvidable.

Sus labios llenos y provocadores se curvaban en una sonrisa irresistible para el más frío de los corazones. Sus ojos verdes eran muy expresivos y su melena castaña y ondulada parecía hecha para cubrir una almohada o el pecho de un hombre. Claro que la conocía, como cualquiera que fuera al cine o que respirara.

–Eres la actriz –dijo él–. Faith Starr.

Ella apartó la vista.

–Ése es mi nombre artístico.

Exacto. Faith era una estrella de la gran pantalla, una de las personas más famosas del mundo, más rica y más importante. Ella no era de este mundo y él la había invitado a cenar. Desde luego, sería una buena anécdota. No eran muchos los hombres de Berry Patch que podían afirmar haber sido rechazados por una actriz famosa.

–¿Estás filmando alguna película por la zona?

Ella apretó los labios y volvió a ponerse la gorra y las gafas de sol.

–No.

Era gracioso, pero ahora la reconocía mejor. Parecía más una persona famosa con aquello puesto que sin ello.

–¿Qué te trae a Berry Patch? –preguntó Gabe.

–Un amigo vive aquí.

–¿Quién es? –él conocía a todos los habitantes del pueblo.

–Henry Davenport.

–También es amigo mío –dijo Gabe.

–¿Eres amigo de Henry? –dijo ella, levantando una ceja.

Él sabía lo que estaba pensando: ¿cómo un contratista conocía a un millonario?

–Conozco a su mujer. Es la mejor amiga de mi hermana Theresa.

Los labios de Faith se curvaron en una leve sonrisa y pareció relajarse un poco.

–Henry Davenport, casado. Quién lo iba a decir. Marido, padre y granjero. El Henry al que yo conocí no tenía ningún interés aparte de pasarlo bien.

–Lo cual no tiene nada de malo –Gabe hablaba por experiencia… por una experiencia detrás de otra, pero eso no era lo que él realmente quería. No envidiaba el dinero de Henry, pero sí lo que había fundado en la granja Wheeler Berry. Años atrás, Gabe había soñado con fundar algo parecido, pero se había equivocado–. Henry y Elizabeth son perfectos el uno para el otro.

–Eso es justo lo que Henry me dijo –la sonrisa de Faith creció aún más con un efecto cegador–. Estoy muy feliz por él y estoy deseando conocer a su mujer.

La felicidad de Faith parecía sincera. Tal vez hubiera en ella algo más que su imagen de diosa del celuloide y su reputación de novia a la fuga y rompecorazones. Ella miró al porche donde Frank estaba tumbado y apretó los labios. Tal vez no.

–¿Vas a quedarte unos días por aquí? –preguntó Gabe.

–Pensaba quedarme bastante más tiempo. Ya, seguro. Alguien como Faith no duraría mucho más de dos semanas en aquella pequeña y tranquila ciudad. Un mes como mucho. Después se aburriría, echaría de menos la vitalidad de la gran ciudad y se marcharía. Era lo que hacían las mujeres ambiciosas como su exmujer.

–Creo que voy a estar bien aquí –añadió Faith–. Este sitio es bonito.

–No lo has visto cuando llueve. Lo bonito desaparece con rapidez. ¿Dónde vas a vivir? –dijo, pensando en lo poco elegante que era el motel de la autopista o los hostales de la ciudad.

–Aquí.

–¿Aquí?

Ella sonrió.

–He comprado esta casa.

«No», pensó.

–¿Tu apellido es Addison? –logró decir él–. ¿F. S. Addison?

–Sí, Faith Starr Addison. Starr es el apellido de mi madre –enarcó las cejas–. ¿Cómo lo sabías?

–¿Le compraste esta casa a la señorita Larabee? –volvió a preguntar él, ignorando su pregunta.

Faith asintió.

–Una mujer muy dulce. Me recuerda a mi abuela, que murió hace tiempo. Nos vimos por primera vez anoche, para cenar. Vimos una de mis películas juntas.

–¿Cenasteis y visteis una película juntas?

–Sí –contestó Faith colocándose la gorra–. Me pidió un autógrafo. Qué mujer tan dulce.

Gabe tuvo que luchar contra las náuseas. Sabía que la pasión de la señorita Larabee era el cine y que había soñado con ser actriz de joven. Maldición. Cenar con una estrella debió de ser su oferta «demasiado buena como para rechazarla».