cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Karen Rose Smith. Todos los derechos reservados.

¿CUÁL ES MI HIJA?, Nº 1535 - noviembre 2012

Título original: Which Child Is Mine?

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1184-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

Chase Remmington sujetó con fuerza la mano de su esposa y la ayudó a pasar otra contracción. Sintió una nueva subida de adrenalina que alimentó su preocupación por Fran. La mascarilla y el gorro que se había colocado en la cabeza lo hacían sudar a pesar de la tormenta de hielo que estaba teniendo lugar en el exterior. El viaje al hospital público desde las afueras de Washington D.C. habría resultado peligroso. Este hospital estaba más cerca de su casa y les pareció más acogedor cuando asistieron allí a las clases de preparación al parto. Pero ahora Chase se lamentaba por no haber llevado a Fran a un lugar más grande. Allí no había suficiente personal aquella noche y la maternidad estaba llena de mujeres que habían acudido al hospital con los primeros síntomas de parto ante el riesgo de que el temporal las dejara aisladas más adelante.

Las salas de parto estaban tan llenas que había dos mujeres dando a luz en el pasillo. Fran compartía sala con una mujer joven que tendría poco más de veinte años. Sólo había una enfermera para atender a las dos debido a la falta de personal. Antes de que la enfermera cerrara la cortina que separaba las dos camas, Chase le echó un vistazo rápido a la joven. Estaba sola. Chase no podía imaginar que alguien permitiera que una mujer pasara por aquello sin compañía. Desde su punto de vista, con treinta y cinco años cumplidos, le parecía demasiado joven para tener un hijo y para afrontar las responsabilidades que eso conllevaba. Fran y él deseaban a su bebé, pero eso no impedía que Chase se sintiera algo abrumado por la inmensa responsabilidad de la paternidad.

La ginecóloga de Fran entró en aquel momento en la sala. Mientras la doctora Fenneker examinaba a Fran, la enfermera, que había estado ayudando a la otra mujer a respirar durante las contracciones, gritó de pronto:

—¡El bebé está coronando!

—Este también. Tendrás que atender tú sola a la señora Kendall —respondió la doctora.

—¿Seguro que tendré que encargarme yo? —preguntó la enfermera con voz temblorosa abriendo la cortina—. El doctor Singer dijo que vendría él.

—El doctor Singer está atendiendo un parto de gemelos. Si Fran da dos buenos empujones y saca a su bebé te echaré una mano.

—Tengo que empujar —anunció la señora Kendall con voz entrecortada.

—¡Ya viene el niño! —gritó la enfermera.

—Y este también —murmuró la doctora Fenneker con sequedad desde los pies de la cama de Fran—. Haz lo que te han enseñado. Estaré contigo en cuanto pueda.

En ese preciso instante, Fran dejó escapar un grito y empujó con todas sus fuerzas.

Chase casi pudo sentir su dolor y deseó que terminara cuanto antes.

Unos segundos más tarde la doctora sacó al bebé del cuerpo de Fran.

—Es una niña —anunció con voz triunfal.

Chase sintió una oleada de amor por su esposa... y por su hija.

—Esta también es niña —dijo con voz trémula la mujer cortando el cordón umbilical.

Inclinándose hacia delante, Chase le susurró al oído a su mujer todo lo que sentía. Cuando la doctora terminó de cortar a su vez el cordón dejó a la niña en la cuna de al lado de la que estaba a los pies de la hija de la señora Kendall. Y luego terminó de darle los puntos a Fran.

De pronto las luces parpadearon y tanto la sala de partos como el pasillo se sumieron en la oscuridad.

—No pasa nada —tranquilizó Chase a su esposa agarrándola de la mano—. La luz volverá enseguida. Seguro que tienen un generador para emergencias.

—El generador no funciona —gritó una voz desde el pasillo—. Vamos a ver qué le ocurre.

Las dos niñas lloraban al mismo tiempo, y mientras la enfermera y la doctora andaban a tientas por la sala, Chase escuchó cómo se movían las cunas a los pies de la cama.

Un instante después sintió la mano de su esposa apretándole con fuerza.

—¿Fran? —le preguntó inclinándose sobre ella.

La enfermera encendió una luz de pilas que había encima del mostrador. La doctora Fenneker estaba atendiendo a la señora Kendall. Ahora no había ninguna luz en los monitores. Ningún sonido tranquilizador.

A través de la penumbra, Chase trató de encontrar a su hijita. La enfermera estaba delante de las cunas y no podía ver a los bebés. Unos segundos más tarde colocó a su niña en los brazos de Fran.

Pero su mujer no dijo nada. Chase supo que algo no iba bien.

—¡Doctora! ¡Doctora Fenneker! ¿Qué le pasa a mi esposa?

En aquel momento volvió la luz.

Chase se dio cuenta de inmediato de que Fran se había puesto muy pálida. Y luego vio la inmensa mancha de sangre en la sábana.

Al escuchar la llamada de Chase la doctora dejó a toda prisa la cama de la señora Kendall.

Y entonces se hizo el caos.

Capítulo 1

 

Chase Remmington ya ni siquiera pestañeaba ante los golpes que el destino le tenía preparados. Había tenido ya suficientes como para tres vidas. El último, sin embargo, era más perturbador que cualquiera que le hubiera ocurrido antes.

Mientras se iba acercando al parque sentía cómo la brisa le levantaba las puntas del abrigo. Aquella prenda no resultaba muy adecuada para Pensilvania, pero allí en Florida era demasiado abrigada incluso para mediados de febrero.

Cuando su vista alcanzó a la madre con su hija que estaban sentadas en el parque de Daytona Beach, toda su atención se concentró en ellas y todo lo demás dejó de importarle. Centró su interés en la niña de tres años que podría ser su hija biológica, pero no pudo evitar fijarse también en Jillian Kendall, la mujer que había dado a luz la misma noche que Fran... Y en la misma sala. Unos instantes de confusión y caos habían unido sus vidas de un modo que ninguno de los dos podría haber imaginado.

Chase sabía que lo suyo no eran las relaciones con la gente. Fran lo sabía y lo aceptaba, e incluso a veces bromeaba con ello. Pero ahora sabía que tenía que tratar a Jillian Kendall con suma delicadeza cuando lo único que quería era regresar al lado de Marianne, asegurarse de que no había empeorado y sentarse a su lado para leerle uno de sus cuentos favoritos.

Chase miró de nuevo a Jillian Kendall y se dio cuenta de que su cabello castaño brillaba con reflejos rojizos bajo la luz del sol. Y de que su rostro era todavía más hermoso tras haber dado a luz a su hija tres años atrás. Aquella noche sólo la había visto un instante. Pero la recordaba.

O tal vez veía su rostro en el de Marianne cada vez que su hijita sonreía.

Jillian sonreía también. Estaba empujando a su hija en el columpio. Gracias al informe del detective privado sabía que le había puesto de nombre Abby. Abby. Su hija...

Jillian pareció sorprenderse cuando Chase se acercó a ella acortando por el césped. Pero no mostró un gesto huraño, lo que le dio a entender que era lo suficientemente ingenua o segura de sí misma como para manejar cualquier situación que se le presentara.

Tras observar detenidamente a Abby, que tenía el cabello largo y oscuro cayéndole sobre los hombros, clavó los ojos en los de Jillian.

—¿Señora Kendall?

Los ojos verdes de Jillian le plantearon cientos de preguntas al responder.

—Sí, soy Jillian Kendall.

Él sabía ahora que era viuda, y eso facilitaría las cosas.

—Mi nombre es Chase Remmington y estoy aquí por un asunto que les concierne a su hija y a usted.

—¿Qué clase de asunto? —preguntó ella acercándose todavía más al columpio en el que estaba la niña.

—Acabo de llegar esta mañana de Pensilvania. Dirijo allí una explotación vinícola llamada Willow Creek. Fui a su casa, pero no estaba y una vecina me dijo que solía venir a este parque con su hija. Necesitaba encontrarla lo más pronto posible.

—¿Por qué? —preguntó Jillian con expresión de absoluto desconcierto.

—Tengo hambre —dijo entonces la niña girándose para mirar a su madre—. ¿Podemos irnos a casa?

Jillian centró de inmediato toda su atención en Abby. Se acercó para bajarla del columpio y la estrechó entre sus brazos.

—Nos iremos a casa ahora mismo.

La niña de tres años se llevó un dedito a la boca y apoyó la cabeza en el hombro de su madre antes de mirar a Chase con timidez.

Él deseaba con todas sus fuerzas abrazarla, conocerla y averiguar si realmente era su hija. Pero otra parte de sí mismo no quería saber nada. No quería que el lazo que lo unía a Marianne se debilitara.

Jillian llevaba puesta una camiseta de flores azules y pantalones vaqueros que se ajustaban perfectamente a su cuerpo. Chase no pudo evitar fijarse. Hacía mucho tiempo que no le prestaba atención a la ropa de ninguna mujer.

—Ya que su hija tiene hambre y hace calor tal vez podríamos ir a su casa para hablar de esto.

—No voy a permitirle acercarse a mi casa hasta que me diga de qué tenemos que hablar. Yo nunca he estado en Pensilvania ni he oído hablar de las bodegas Willow Creek.

—Ya nos conocemos, Jillian. Aunque no oficialmente. Mi mujer dio a luz la misma noche que usted. En la misma sala.

—¿En Washington? —preguntó ella abriendo mucho sus ojos verdes.

—Sí. No me sorprende que no me recuerde. Estaba usted de parto y echaron la cortina entre las dos camas. ¿Recuerda lo que sucedió después? Los partos se sucedieron simultáneamente y después se fue la luz.

—Sí, por supuesto que lo recuerdo. Y luego su mujer...

—Tuvo una hemorragia —respondió Chase con sequedad—. La perdieron en el quirófano.

—Lo siento muchísimo.

Jillian parecía sincera.

Chase no deseaba entrar en detalles sobre lo ocurrido con Fran, así que se limitó a decir:

—Al parecer aquella noche cometieron un error. Pienso que nuestras hijas fueron intercambiadas. Creo que Abby es hija mía. Y mi hija Marianne es suya.

—¡Eso no puede ser! —aseguró Jillian palideciendo de golpe—. La enfermera le puso una pulsera de identificación a Abby.

—Creo que la enfermera colocó las pulseras en el bebé que no era. Tenemos que hablar de este asunto en un lugar privado.

Jillian Kendall parecía absolutamente desconcertada. Chase observó la negación, el pánico y el miedo sucederse en su rostro.

—Vamos a casa, mamá —dijo Abby agarrándose a las piernas de su madre—. Tengo hambre.

—De acuerdo, cariño —contestó ella acariciándole la cabeza—. Vámonos.

Por alguna extraña razón, Chase sintió deseos de abrazar a Jillian Kendall. Aunque sabía que era una locura. Por eso optó por el sentido práctico y trató de distanciarse un poco.

—Señora Kendall...

—Llámame Jillian —dijo bajando el tono de voz—. Vayamos a mi casa y prepararé algo de comer. Cuando haya acostado a Abby podrás contarme todo lo que tengas que decirme. Pero será mejor que tengas algo más que una leve sospecha respecto a este supuesto error.

—Tengo algo más —respondió él con brusquedad.

Jillian le dedicó una última mirada antes de emprender el camino hacia su casa con su hija de la mano.

 

 

Jillian temblaba mientras observaba a Abby correr hacia la cocina, dispuesta para almorzar. Aquel hombre estaba loco. Equivocado. Tenía que estar confundido respecto a todo lo que había pasado. Pero no parecía loco ni equivocado ni sonaba confundido. Parecía...

Parecía como si estuviera al mando del mundo entero. Era alto, ancho de hombros y con ojos color tabaco, más oscuros todavía que su cabello. Parecía totalmente fuera de lugar en su dúplex decorado con cojines de colores, dibujos enmarcados y vasos de porcelana. Ella le había enseñado a Abby lo que podía tocar y lo que no. Le había enseñado a...

Los ojos de Jillian se llenaron de lágrimas mientras se dirigía a la cocina detrás de la niña.

Chase Remmington había agarrado una de las sillas y tomado asiento como si lo hubiera hecho cientos de veces antes.

Jillian sabía que tenían que hablar. Sabía que tenían que poner aquello en claro. Pero cada vez que lo miraba el corazón le latía más deprisa. Se le aceleraba el pulso. El calor se le subía a las mejillas. En un intento de mantener la calma, se dijo a sí misma que todo aquel asunto estaba haciendo mella en su sistema nervioso.

Apartándose de él, Jillian se acercó a la nevera, la abrió y miró su interior. Pero no vio nada.

—Mamá, mamá, tengo mucha hambre —canturreó la niña—. Quiero pollo y zumo.

Jillian trató de tragarse el nudo que tenía en la garganta pero no fue capaz de articular palabra.

—¿Jillian? —preguntó Chase levantándose y colocándose a su lado.

Ella parpadeó varias veces.

—Sé cómo te está afectando esto —dijo en voz baja tras colocarle la mano sobre el hombro.

Jillian trató de serenarse y pensó que efectivamente, Chase lo sabía porque él también lo estaba sufriendo en sus carnes. Pero no podía soportar el tono compasivo de su voz. Tenía que mantenerse fuerte por ella y por su hija. Por Abby.

—Estoy bien —murmuró finalmente—. Dame sólo un minuto.

Sintió cómo Chase daba un paso atrás. Lo escuchó acercarse de nuevo a su hija y preguntarle si el conejito de peluche que tenía en la mano era su mejor amigo.

—No, no —respondió Abby inmediatamente—. Mi mejor amiga es mami.

Cuando Chase se apartó, Jillian dejó de sentir tantos escalofríos. Agarró un cartón de zumo de naranja, una fiambrera con ensalada de pollo y un pepino. En cuestión de minutos había preparado la comida de Abby pero se había olvidado de la suya.

—¿Qué quieres que te prepare? —le preguntó a Chase mientras la niña daba buena cuenta de su sándwich—. Tengo jamón, queso...

—No tengo hambre —aseguró él expresando con exactitud lo que ella sentía—. Prepara lo que a ti te apetezca.

—No podría probar bocado —respondió Jillian mirándole a los ojos.

—Entonces déjame contarte porqué estoy aquí y lo que me gustaría hacer.

Si se sentaba y se disponía a escuchar aquella historia parecería más real. Pero vio la determinación dibujada en los ojos de Chase Remmington y supo que no le quedaba más remedio. Abby se llevó un trozo de pepino a la boca y Chase esperó a que Jillian se sentara. Entonces él hizo lo mismo frente a ella.

—No sé si deberíamos hablar delante de la niña —dijo Jillian mirando a su hija comer.

—Te contaré lo que yo sé y luego tal vez puedas entretenerla dándole unos lápices de colores para que pinte mientras hablamos.

Estaba claro que sabía cómo tratar a una niña de tres años, lo que significaba que ejercía realmente de padre.

—A Abby le gusta dibujar —admitió ella—. ¿A tu hija también?

—Casi tanto como las pegatinas —dijo Chase mirando a la niña antes de revolverse incómodo en la silla y clavar la vista en Jillian—. Mi esposa y yo vivíamos en Washington D.C. cuando se quedó embarazada. Soy bioquímico y Fran era una de mis técnicos cuando la conocí. Llevábamos un año casados, y ya que los dos teníamos treinta y cinco años no queríamos esperar para tener hijos.

—Me dijiste que ahora vives en Pensilvania, ¿verdad?

—Sí. En un viñedo cercano a Lancaster. Me hice bioquímico por las bodegas en las que crecí. Pero cuando terminé la universidad sólo regresaba de visita. Hasta hace nueve meses. Mi padre murió de un repentino ataque al corazón y yo me hice cargo de los viñedos.

—Entonces, ¿tu hija y tú vivís en Willow Creek?

—Sí, con mi madre. Ella ha sido de gran ayuda con Marianne desde que... Por eso estoy aquí —dijo cruzándose de brazos.

Jillian supo por la intensidad de su mirada que era el tipo de hombre que sabía dónde iba y cómo llegar. No se parecía en nada a Eric. Al menos en ese sentido. Pero Eric le había enseñado que no se podía confiar en los hombres. Los hombres sacaban provecho de cualquier situación en su propio beneficio. Cuando Eric murió se prometió a sí misma que pondría siempre en primer lugar a su hija por encima de todo. Su hija.

Jillian volvió a tragar saliva.

Cuando miró a la niña vio que había terminado su sándwich y estaba dando cuenta de las galletas saladas que tenía en el plato. En aquellos días sólo estaba tranquila cuando comía. ¿Sería la hija de Chase Remmington tan bulliciosa, vivaz y llena de energía como la suya?

¿Y cómo era posible que Abby fuera hija de él?

—Sé lo que estás pensando —dijo la voz de Chase devolviéndola al presente—. Cuando miro a Marianne no puedo imaginar que sea de otra persona.

Las miradas de ambos se encontraron. La fuerza del impacto pilló a Jillian por sorpresa, y supo con certeza que pasara lo que pasara a partir de aquel momento, su vida nunca sería la misma.

—Cuéntame el resto —le pidió.

—Fran tuvo un embarazo complicado —continuó explicando Chase—. Pero se lo tomó con calma. Ambos queríamos tener un hijo. Las náuseas matinales le duraron los nueve meses. Pero era una luchadora. Cuando se puso de parto pensábamos que teníamos de frente al mundo y toda nuestra vida.

Jillian pensó que su parto había sido muy distinto. En aquellos momentos había estado tratando de asimilar la traición de Eric y su decisión de perdonarlo y seguir adelante con su matrimonio.

—¿Tardó mucho tu mujer en dar a luz? —le preguntó con dulzura.

—Muchísimo. Doce horas. Cuando la llevaron a la sala de partos estaba agotada. Tú ya estabas allí.

Jillian había dilatado completamente cuando la llevaron a la sala. Tuvo tiempo de observar que había mujeres en los pasillos que estaban más o menos en su situación y que aquella noche el hospital estaba hasta la bandera. Luego se concentró únicamente en traer a Abby al mundo. Cuando llevaron a Fran Remmington a la sala, la enfermera había echado la cortina. Jillian recordó ahora haber visto brevemente a Chase. Recordó su expresión de absoluta adoración cuando miraba a su esposa y cómo se había preguntado el modo en que una mujer podía conseguir aquello. Ella no se había sentido nunca tan sola como entonces. La noche en que Abby nació, Eric estaba otra vez fuera de la ciudad. A pesar de los dolores del parto, Jillian no podía evitar preguntarse con quién estaría y qué andaría haciendo. Y si podría volver a confiar en él.

—Dimos a luz casi a la vez —recordó.

—La doctora le iba dando instrucciones a la enfermera que te atendía. Después colocaron a los dos bebés en las cunas.

—Y entonces se fue la luz —murmuró Jillian.

—Sí, hubo un apagón. Yo escuché cómo se movían las ruedas de las cunas —aseguró Chase pasándose la mano por el cabello—. Mi detective privado localizó a la enfermera. Ella admitió que desde aquella noche tenía el temor de haberse equivocado al ponerles las pulseras a los bebés.

—¿Y por qué no dijo nada?

—Es madre soltera. Ya lo era entonces. No quería arriesgarse a perder el trabajo.

—¿Y cómo te enteraste tú de esto? ¿Qué te hizo sospechar que habían cambiado los bebés?

—Ya he terminado, mamá —dijo en aquel momento Abby levantándose—. ¿Puedo ver un ratito los dibujos animados de Epi y Blas?

Cinco minutos más tarde, la niña estaba sentada en el sofá frente a la televisión acompañada de tres muñecas. Chase Remmington las había seguido hasta el salón. Parecía ocupar toda la estancia con su presencia. Jillian pudo sentir el rastro de su colonia mezclado con su propia esencia varonil. El estómago le dio un vuelco.

Tomó asiento en el sillón que había al lado de la ventana, frente a la silla que había ocupado él. Se sentía algo frustrada por la reacción que había experimentado ante aquel hombre. No había salido con nadie desde que Eric murió. Salir con alguien no estaba siquiera en la lista de las cosas que quería hacer durante los próximos cinco años. Entonces, ¿por qué era tan consciente de la potente virilidad de Chase Remmington?

—Dime, ¿cómo averiguaste lo del error? —le preguntó tratando de concentrarse en la razón por la que aquel hombre estaba en el salón de su casa—. Si es que hubo algún error...

—Cuando llevaron a Fran al quirófano a toda prisa dejaron a Marianne en el nido. Los médicos no pudieron hacer nada por mi esposa.

Chase se detuvo un instante, como si aquellos recuerdos permanecieran todavía nítidos en él.

Entonces se aclaró la garganta y continuó hablando.