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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Marion Lennox. Todos los derechos reservados.

RESCATANDO EL AMOR, Nº 1955 - noviembre 2012

Título original: The Last-Minute Marriage

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1206-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Marcus Benson abrió de golpe la puerta de la escalera de incendios y se dio de bruces con... Cenicienta.

Era inusual que Marcus atropellara a la gente. La influencia de Corporaciones Benson en la comunidad internacional de los negocios y la de Marcus, a su cabeza, era indiscutible. Él no atropellaba a nadie; le limpiaban el camino.

No sólo poseía poder, riqueza e inteligencia; tenía treinta y pocos años, era alto, estaba en perfecta forma física y tenía el cabello negro y unas facciones marcadas. Su carisma era tal que todas las revistas femeninas lo declaraban por unanimidad el soltero de oro de América.

Y soltero era precisamente como pretendía continuar. La experiencia que había tenido relativa a la vida familiar había sido un desastre. Las Fuerzas Armadas le habían enseñado la lealtad y la amistad, pero las dos habían terminado en tragedia. Así que Marcus Benson era un hombre que caminaba solo.

Pero eso era antes de que conociera a Rose O’Shannassy. Y a los chicos de Rose, sus perros, sus vacas... y su catástrofe.

Sin embargo, en ese momento no veía nada de eso; sólo veía a una chica que le recordaba vagamente a Cenicienta. Pero Cenicienta debería estar en la cocina, encendiendo el fuego, hambrienta. No debería estar comiendo en el rellano de una escalera de incendios de Nueva York. Aunque, en realidad, la única comida que Marcus vio fue una bebida amarilla y un bocadillo que, con el impacto, volaba por los aires. Y a una chica de rizos castaños pobremente vestida. Así que tal vez no fuera Cenicienta.

Entonces, ¿quién era? ¿Una vagabunda? Llevaba pantalones cortos, una camiseta raída y sandalias estropeadas. La primera impresión que le dio fue de niña abandonada. Lo siguiente que sintió fue horror cuando, tanto la comida como la chica, perdían el equilibrio y caían por las escaleras hasta el siguiente rellano.

¿Qué había hecho? Había ido demasiado deprisa. Pero no había suficientes horas en el día para Marcus Benson. Había gente esperándolo. Bueno, tendrían que seguir esperando, porque acababa de tirar por la escalera a una chica. Aunque a él le pareció una eternidad, sólo pasaron unos segundos mientras ella resbalaba, e inmediatamente después Marcus se puso a su lado y le apartó los rizos de la cara para ver si estaba herida.

Entonces se dio cuenta de que no era una vagabunda. Estaba limpia. Se había manchado la ropa con el batido y lo que quedaba del bocadillo, pero su cabello estaba cuidado y era suave. Su ropa parecía recién lavada y ella, a pesar del desastre, era... ¿guapa? Sí, definitivamente era guapa. Y no era ninguna niña.

Marcus pensó que tendría unos veinte años. Tenía los ojos cerrados, aunque no parecía estar inconsciente. Más bien daba la impresión de estar agotada. Tenía ojeras y estaba muy delgada. Demasiado delgada.

Marcus confirmó su primera impresión: era Cenicienta.

Ella abrió los ojos. Eran unos enormes ojos verdes que reflejaban sorpresa y dolor.

–No te muevas –dijo él mientras observaba atentamente su rostro.

–Ay –susurró la chica.

–¿Ay?

–Sí –confirmó ella. La tensión que había en su voz demostraba que, aunque estaba quitándole importancia, realmente le dolía. No se movió; simplemente se quedó tumbada en el rellano, como si intentara aceptar los hechos–. Supongo que he derramado el batido. Vaya.

–Hmmm –él bajó la vista hacia el siguiente tramo de escaleras–. Sí, así es.

–¿Y el bocadillo?

Tenía acento australiano, pensó Marcus. Su voz era cálida y vibrante, y temblaba un poco, tal vez por la sorpresa o el dolor. Pero estaba preocupada por el bocadillo, y Marcus sonrió, pensando que si ésas eran sus preocupaciones, no estaría malherida.

–Supongo que ya habrá llegado a la calle –dijo él.

–Genial. Seguro que hasta salgo en los periódicos por golpear a algún transeúnte con él.

–Oye –Marcus Benson, que nunca se involucraba en nada, le puso una mano en la mejilla para tranquilizarla. La había tirado por las escaleras, le había arruinado la comida y le había hecho daño. Pero ella aún tenía ánimos para hacer una broma–. Si alguien tiene que salir en los periódico, ése soy yo, por haberte tirado por la escalera.

Ella abrió un ojo y lo miró con precaución.

–¿Quieres decir que puedo demandarte?

–A menos, por lo que vale el bocadillo –le dijo Marcus, logrando que ella sonriera.

Tenía una sonrisa preciosa. Impresionante. Y los ojos le brillaban. Tal vez no tuviera veinte años, pensó Marcus. Tal vez fuera mayor. Una sonrisa como aquélla requería mucha práctica.

Pero no debería estar pensando en la sonrisa de una mujer. Tenía prisa. Por eso había usado la escalera de incendios, porque todo el mundo había decidido usar el ascensor en el momento más inoportuno, colapsándolo. Su ayudante estaría esperándolo en la calle, mirando el reloj. Tenía que cerrar un trato. Pero no podía dejar a la mujer allí, así que agarró su teléfono móvil.

–¿Ruby? –dijo en cuanto su ayudante contestó.

–Marcus –era un día muy ajetreado, incluso para una ayudante tan eficiente como Ruby, cuya voz ya reflejaba preocupación–. ¿Dónde estás?

–Estoy en la escalera de incendios. ¿Puedes subir, por favor? Tengo un problema.

Guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta, intentando no hacer una mueca. Ruby era muy eficiente, pero un problema en la escalera de incendios era algo inusual, incluso para su ayudante.

«Ella se hará cargo», pensó. Ruby siempre lo hacía. Pero hasta que llegaran refuerzos tenía que concentrarse en la chica.

–¿Estás herida? –le preguntó. Ella lo estaba mirando fijamente, con los ojos muy abiertos. Se había movido un poco y Marcus pudo ver un pegote de jalea, que se había escapado del bocadillo, en sus rizos, cerca de una oreja. Sintió un deseo casi irreprimible de limpiárselo...

«Contrólate, Benson». Aquello se estaba convirtiendo en algo personal, y él nunca se involucraba en asuntos personales. Para esas cosas estaba Ruby.

–Gracias por preguntar –dijo ella educadamente–, pero estoy bien. Puedes irte.

Marcus parpadeó, algo sorprendido.

–¿Puedo irme?

–Tienes prisa, y yo estaba en medio. Me has tirado el bocadillo, me has derramado el batido y me has hecho daño en el tobillo, pero es culpa mía. Yo...

–¿Te he hecho daño en el tobillo?

–Sí –contestó ella con dignidad–. Eso parece.

Marcus la miró de arriba abajo. Tenía unas piernas largas, bronceadas y aparentemente suaves. Eran unas piernas fantásticas, y resultaba un poco incongruente que terminaran en unas estropeadas sandalias de cuero que parecían sacadas de una tienda de tercera mano. Pero el calzado no era lo único discordante; uno de los tobillos se estaba hinchando por momentos.

–Diablos –dijo Marcus.

–Oye, soy yo quien debería decir eso. ¿Por qué no te vas para que pueda hacerlo?

–Por mí no te cortes.

–Una dama no dice palabrotas delante de un caballero –contestó ella, elevando el tobillo para podérselo ver. Hizo una mueca de dolor y volvió a dejarlo en el suelo, con cuidado–. Puede que yo no sea una dama, pero por el traje que llevas, está claro que tú sí eres un caballero.

Él se miró su traje de Armani. «Ponte un traje caro y ya eres un caballero», pensó. Aunque tirara chicas por las escaleras.

–Lo siento mucho –le dijo. Ella asintió, como si estuviera esperando la disculpa.

–Me preguntaba cuánto tardarías en decirlo.

Sus palabras sorprendieron a Marcus. No solamente era extraño su acento, sino que todo en ella era raro. La chica lo estaba pasando realmente mal, él podía verlo. Pero era descarada e inteligente, y quería que Marcus desapareciera para poder decir palabrotas en privado, o lo que fuera que hiciera en privado.

–¿Solamente te duele el tobillo?

–¿Te parece poco?

–No, supongo que no –le tocó el pie ligeramente, y vio que le dolía bastante–. Ha sido una buena caída.

–Tú me empujaste fuerte.

–Supongo que sí.

–Estoy bien –dijo la chica, aunque la amargura que había en su voz decía lo contrario–. Puedes dejarme sola.

–Puede que el tobillo esté roto.

–Sí, con la suerte que tengo... –por un momento pareció que iba a hundirse, pero se las arregló para mostrarle de nuevo aquella sonrisa–. No te preocupes. Si estuviera roto, me dolería más.

–¿Quieres que te ayude a entrar? –preguntó Marcus, señalando la puerta por la que había salido.

–¿A las oficinas de Charles Higgins? –la chica elevó las cejas en un gesto de incredulidad–. En situaciones normales, Atila no me dejaría sentarme en su sofá. ¿Crees que me dejaría hacerlo ahora que estoy llena de batido de plátano?

–Supongo que no –dijo él. Atila... Sabía exactamente a quién se refería: la secretaria de Charles Higgins–. ¿Estabas esperando para ver a Charles?

–Sí.

Marcus conocía a Charles Higgins. Ese tipo era basura, un egocéntrico que tenía la misma moral que una rata. Debido a las reformas en el edificio, las mismas obras que estaban causando problemas con los ascensores, Marcus había tenido que compartir un lavabo con Charles Higgins durante las últimas semanas. Pero ahí se había acabado su relación con él. El tipo tenía fama de hacer tratos fraudulentos con dinero igualmente fraudulento.

Marcus era el propietario del edificio. Le alquilaba una parte a Higgins, pero eso no significaba que le gustara el hombre. No se le ocurría qué tipo de negocios podría tener aquella chica con un abogado baboso como Higgins.

–¿Tenías una cita?

–Esta mañana a las diez. Hace tres horas. Atila no hacía más que ponerme excusas para no dejarme pasar. Al final me entró tanta hambre que saqué la comida, y ella me dijo que tenía que comer aquí fuera. Entonces apareciste tú.

Aquello tenía sentido. La secretaria de Higgins, una mujer de edad indefinida y pecho enorme, tenía fama de ser aún más desagradable que su jefe.

–Tal vez... –era una conversación absurda. En cualquier momento Ruby llegaría y lo rescataría, pero mientras tanto tal vez podría darle algunos consejos a la chica–. Tal vez unos pantalones cortos, una camiseta y sandalias piojosas no sea el mejor atuendo para hablar con un poderoso abogado de Nueva York.

–¿Estás diciendo que mis sandalias son piojosas? –preguntó ella mientras se tocaba el tobillo de nuevo y hacía otra mueca de dolor.

–Sí –dijo Marcus con firmeza, y casi consiguió que la chica sonriera de nuevo. Casi. Seguro que el tobillo le dolía bastante. Pero ¿dónde demonios estaba Ruby?–. En realidad, «piojosas» es un adjetivo bastante agradable para describirlas.

–Son de mi tía.

–¿Y...?

–Que está muerta –contestó la chica, como si aquello lo explicara todo.

–Ah –respondió Marcus, y entonces sí que consiguió la sonrisa.

Merecía la pena trabajar por esa sonrisa. Era maravillosa.

–También traje ropa más apropiada –dijo ella–. No soy tonta. Pero vengo de Australia. Vine rápidamente porque mi tía se estaba muriendo, aunque me dio tiempo a meter ropa decente en la maleta. Desafortunadamente, mi equipaje ha debido de perderse y alguien se estará poniendo ahora el traje con el que tenía que ver a Charles. Lo que llevo puesto es lo único que tengo.

–¿Y no pensaste en comprar algo más? –preguntó él, y enseguida vio que había sido un error. A pesar de todo lo que le había hecho, la chica había reaccionado con humor. Sin embargo, en ese momento le echó una mirada furiosa.

–Claro. Con un poco de dinero todo se soluciona. ¿Para qué está el dinero, si no? Igual que Charles. Dejas a tu madre con Rose hasta que parece que vas a heredar; después la mandas a la otra parte del mundo. En clase turista. ¡Y cuando se está muriendo! ¡Aunque puedes permitirte mucho más! Pero es que realmente no la quieres. La metes en cualquier residencia de ancianos para que muera sola, asegurándote de que antes cambie su testamento... –se mordió el labio inferior mientras hacía una mueca de dolor.

–Hmmm... Yo no tengo madre –dijo él cautelosamente, consiguiendo que el enfado de la chica aumentara aún más.

–Por supuesto que no. No estaba hablando de ti, sino de los hombres como tú.

–¿Me estabas etiquetando?

–Sí –respondió ella.

–Comprendo –en realidad, no comprendía nada de lo que estaba pasando. La chica estaba realmente furiosa y él tenía que tranquilizarla si quería sacar algo en claro de todo aquello–. ¿Quién es Rose?

–Yo –dijo ella frunciendo el ceño.

–¿Tú eres Rose? Hola. Yo soy Marcus.

–Podemos saltarnos las presentaciones. Aún estoy enfadada. Charles, Atila y tú estáis metidos en lo mismo. Pensáis que porque no llevo un traje de Armani no merezco la pena. Y sí, sé que es Armani, no soy estúpida. Nunca conseguiré ver a Charles. He gastado todo mi dinero cuidando a Hattie y enterrándola, y si no logro verlo... –suspiró profundamente, y el dolor se reflejó en su rostro.

Marcus se dio cuenta de que la chica estaba usando el enfado como barrera, pero no estaba funcionando. Sus sentimientos empezaban a salir a la superficie.

–Esto es estúpido –murmuró ella–. Tú te lavas las manos y, de todas formas, tendrás una secretaria como Atila. Aunque yo amenace con demandarte, te dirigirás a tu secretaria y le dirás «Arréglalo. Mantenla alejada de mí».

–Yo no haría...

Pero por supuesto que lo haría.

–¿Señor Benson? –dijo Ruby a sus espaldas. Era su fría y eficiente ayudante, en cuyas manos Marcus dejaba los problemas personales–. ¿Hay algún problema, señor Benson? ¿En qué puedo ayudarlo?

 

 

Ruby era maravillosa, la respuesta a las oraciones de Marcus. Era una afroamericana que ya había pasado los cuarenta años, corpulenta y bien vestida. Tenía el aire de ser la madre o la tía de alguien, aunque no era ninguna de las dos cosas.

Tampoco tenía los estudios propios de una secretaria. Siete u ocho años atrás, cuando Marcus la había descubierto por casualidad, ella era una empleada más en el enorme imperio financiero Benson. Marcus estaba intentando manejar a una delegación japonesa, a un equipo de abogados sedientos de sangre y a un grupo de periodistas y fotógrafos de la revista Celebrity-Plus. La que era su secretaria altamente cualificada había sucumbido a la presión.

Desesperado, Marcus había salido de su despacho y había preguntado por alguien, ¡cualquiera!, que hablara un poquito de japonés. Para su asombro, vio que Ruby se ponía de pie. Había estudiado algo de japonés en un curso nocturno, le dijo. Aunque Marcus pensó que no podría esperar mucho de ella, en veinte minutos Ruby tenía encantados a los delegados japoneses, había organizado un almuerzo, había repartido vales entre los periodistas para un exclusivo pub cercano a la oficina y tomaba notas tranquilamente mientras Marcus hacía frente a los abogados. Incluso hizo una lista de prioridades cuando él comenzó a estar desbordado.

Las prioridades de Ruby siempre eran acertadas, tanto que Marcus nunca había necesitado otra ayudante. Ruby hacía las cosas con tranquilidad. Era imperturbable, y valía millones. Mucho más que millones. Con una sola mirada a Rose, supo lo que Marcus quería y se puso manos a la obra.

–Si el señor Benson la ha herido, haremos todo lo que podamos por solucionarlo –le dijo–. El señor Benson tiene una cita a la que no puede faltar, pero yo puedo ayudarla.

Miró a Marcus interrogativamente, preguntándole con la mirada si debía ser comprensiva. Él asintió y sonrió. La combinación de asentimiento y sonrisa era la señal para que Ruby fuera todo lo agradable posible con la mujer.

Y Marcus realmente quería que así fuera, porque se sentía culpable. Si Ruby podía arreglar las cosas con la chica, entonces merecía la pena perder a su ayudante por unas horas.

–La llevaré a las instalaciones médicas para que le vean el tobillo –estaba diciendo Ruby. Marcus se apartó un poco, dejándola al cargo–. Le compraremos ropa. Le daremos una comida decente y haremos que un taxi la lleve a casa. ¿Le parece bien?

A Marcus le parecía bien. Seguro que la generosidad ayudaba. Todavía sentía una punzada de culpa, pero Ruby la aliviaría.