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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

2009 Jill Shalvis. Todos los derechos reservados.

TEMPESTAD DE DESEO, N.º 60 - Diciembre 2012

Título original: Storm Watch

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

 

2004 Samantha Hunter. Todos los derechos reservados.

FANTASÍAS VIRTUALES, N.º 60 - Diciembre 2012

Título original: Virtually Perfect

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicado en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

Harlequin, logotipo Harlequin Harlequin Pasión son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

Son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes Marcas en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1232-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Imágenes de cubierta: Mujer: BRANISLAV OSTOJIC/DREAMSTIME.COM

Paisaje: ZETOVIC ZORAN - ZETA/DREAMSTIME.COM

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Tempestad de deseo

 

Fantasías virtuales

 

 

Tempestad de deseo,
Jill Shalvis

1

 

Jason Mauer avanzó tambaleante contra el viento que soplaba a ochenta kilómetros por hora y entró en la casa con tres cosas en la cabeza: comer, dormir, y darse un revolcón.

Gracias al tío Sam y a la Guardia Nacional llevaba años sin pasar mucho tiempo en casa, ubicada en la pequeña ciudad costera de Santa Rey, en el estado de California.

Cuando estaba de permiso compartía casa con su hermano Dustin, por lo que esperaba encontrar en el frigorífico, como mínimo, ingredientes para hacerse un sándwich y, con un poco de suerte, un par de cervezas.

Disponía de una habitación para dormir. La cuestión era si podría relajarse y apartar de su mente los tormentosos recuerdos que le acechaban el tiempo suficiente para echarse una cabezada. No estaba seguro de que fuera a conseguirlo.

Solo quedaba el sexo.

Para practicarlo como a él le gustaba, necesitaba una mujer, y teniendo en cuenta que en el transcurso de la última temporada de su trabajo como militar se había dejado la piel interviniendo en todos los desastres nacionales que habían aparecido en las noticias, y en otros que no habían llegado a ser emitidos por televisión, podía dar gracias de estar vivo. Estar desnudo y en compañía de una fémina era pedir mucho.

Dejó sus cosas en el suelo suspirando de extenuación y se dirigió hacia el frigorífico. Debería de llamar a su hermano, a su hermana y a su madre para decirles que había regresado unos días antes de lo previsto, pero temía que le atosigaran y le preguntaran si de verdad estaba bien, si se había recuperado de su pérdida.

La respuesta era negativa.

Así pues, decidió posponer la llamada. Vio por la ventana que estaba oscureciendo, a pesar de que era junio y no habían dado ni las cinco de la tarde. Desde la ventana de la cocina vio cómo unas gigantescas olas sacudían la orilla. Los vientos habían conjurado unas nubes amenazadoras y observó sorprendido cómo las ráfagas doblaban a los árboles por la mitad.

A lo largo de su vida había sido testigo de duros fenómenos meteorológicos —le vinieron a la memoria los huracanes Rita y Katrina—, pero nunca en la costa central de California, que gozaba, en teoría, de un clima benigno.

Su estómago rugió, recordándole que llevaba viajando todo el día, que había tomado tres aviones para llegar hasta allí y que no se acordaba de lo último que se había llevado a la boca. Seguramente unos cacahuetes proporcionados por una de las bonitas azafatas. O quizá la chocolatina que compró en el aeropuerto.

Y el maldito frigorífico, vacío.

Estupendo. Igual que su vida en aquellos momentos. Desoladoramente vacía. Matt se habría reído de él y le habría conminado a sobreponerse.

Pero Matt había muerto hacía seis semanas.

Todavía bajo los traumáticos efectos del shock, Jason sintió un vuelco en el estómago al pensar en su amigo a dos metros bajo tierra, y se le quitaron las ganas de comer.

Menuda mierda, pensó. Decidió irse directamente a la cama. Se quitó los zapatos y avanzó por el pasillo tambaleándose como un borracho de puro cansancio. Se sentía a caballo entre dos mundos: la vida militar, la única que conocía desde que dejó el colegio, y su antigua vida, que ya no le parecía real. ¿En cuál de los dos quería vivir?

El gobierno quería que volviera a incorporarse, de eso no cabía duda. Estaba altamente cualificado, lo que le hacía un hombre muy valioso. No era vanidad, sino la pura verdad. Estaba especializado en rescates y tenía los nervios de acero. Al menos, hasta hacía poco...

Su familia esperaba que se quedara a vivir allí. Su madre, que vivía en San Luis Obispo, a unos treinta kilómetros al norte de Santa Rey, deseaba verlo sano y salvo. Su hermana, que vivía con ella mientras cursaba sus estudios universitarios en la Politécnica de California, quería presentarle a sus amigas. Dustin, asentado allí, en Santa Rey, era su socio en la empresa de reformas que dirigía como complemento a su labor militar, y deseaba que Jason se estableciera en la ciudad para poder contar con él. ¿Y él, qué quería? No tenía ni idea. Ni la más remota idea.

Disponía de unas semanas para decidirlo. Paseó la mirada por la casa vacía dando un suspiro. Dustin vivía la mayor parte del tiempo con Cristina, su prometida, por lo que la casa estaba algo descuidada. Ahora que había vuelto, podría ayudar a Dustin a terminar las reformas para venderla y pasar al siguiente proyecto. Dustin había modernizado la cocina y los dos cuartos de baño, había quitado la moqueta y arreglado el suelo original de madera. Y había hecho un buen trabajo. Ya solo quedaba darle un par de manos de pintura a las paredes y arreglar las baldosas de la entrada para que la casa pudiera ponerse a la venta, algo que Dustin estaba impaciente por hacer.

En cuanto a él, le daba igual. Todo le daba igual, excepto sus tres sencillas necesidades. Y puesto que no había comida ni ninguna mujer dispuesta, se iría directamente a dormir.

El dormitorio estaba amueblado, no como la última vez que lo vio, cuando el único mobiliario era una colchón sobre un suelo en obras. Ahora contaba con enormes muebles de pino nudoso y una gran cama de matrimonio. Un lujo al que no estaba acostumbrado y que le hizo adquirir conciencia de que había vuelto al mundo real.

Por lo menos, físicamente. Mentalmente, todavía no. Ni siquiera estaba cerca. No estaba seguro de poder regresar a su antiguo mundo y olvidarse de estar dispuesto a proteger y ponerse al servicio de sus congéneres las veinticuatro horas del día. Olvidarse de ser duro y frío y estar listo para hacer en todo momento lo que se le pidiera.

Ser normal.

Mientras el viento seguía sacudiendo la casa se quitó la camisa y encendió el pequeño televisor que había sobre la cómoda.

No había señal.

Descubrió la razón al consultar el parte meteorológico en su teléfono móvil. Por lo visto se encontraba sumido en una tormenta sin precedentes y se pronosticaban fuertes lluvias y vendavales. Por si eso fuera poco, había alerta de inundación. ¡Qué ironía! Seis semanas antes su unidad había prestado servicios de búsqueda y rescate en el Medio Oeste. Matt y él habían participado en la misión, pero solo él había salido con vida.

Sí, aquello iba a ser emocionante.

Se dirigió hacia la cama y su cuerpo, anticipándose al sueño, se relajó un poco. Suspirando profundamente, se quitó los pantalones, y se tendió en el colchón en calzoncillos y sumido en oscuros pensamientos.

Se sentía cansado, nervioso y viejo a sus veintinueve años. Trató de relajarse, esperando que su agotamiento le impidiera soñar. El rugido de sus tripas se mezcló con el de los fuertes vientos que sacudían la casa y se dijo que, aunque apareciera una mujer desnuda a su lado, le daría prioridad a la comida y no al sexo.

Se despertó bruscamente y, tras ponerse en pie, empezó a buscar la ropa. Cuando se dio cuenta de que estaba en casa, y no de servicio, se volvió a tumbar y se pasó la mano por la cara mientras la lluvia y el viento seguían golpeando la casa.

No le gustaba reconocer que no se estaba relajando lo suficientemente rápido y que le temblaban las manos. Pero lidiaría con ambas cosas. Al fin y al cabo, eso es lo que mejor se le daba: lidiar con las cosas.

Respiró profundamente mirando en derredor y se dio cuenta de que estaba a punto de amanecer. Así pues, había dormido de un tirón toda la noche. Se percató de algo más: lo habían despertado varios ruidos. El viento enloquecedor. El golpeteo constante de la lluvia en el tejado y los cristales. El timbre de un teléfono y el pitido de un contestador.

«Ya sabes qué tienes que hacer al oír la señal», oyó que decía la voz grabada de Dustin desde algún lugar cercano. A continuación, una suave voz femenina, interrumpida por las interferencias, dijo:

—¿Dustin? Dustin, ¿estás ahí?

Al oír la voz, su lado masculino, el que llevaba tanto tiempo sin estar con una mujer, pensó «me alegro por Dustin», pero a pesar de la mala conexión, reparó en que la chica no trataba de mostrarse seductora y divertida. Al contrario, parecía nerviosísima. Algo dentro de él reaccionó inmediatamente, ese mismo «algo» que le había llevado a hacerse militar, que le impedía pasar de largo cuando veía una pelea o a alguien en apuros, y levantó la cabeza buscando el teléfono en la oscura habitación.

Pero no lo encontró.

—Creo que necesito ayuda —continuó la voz mientras Jason salía corriendo del dormitorio en busca del aparato, preguntándose si sería Cristina, la prometida de su hermano. La conexión era demasiado mala como para poder afirmarlo con seguridad, pero le pareció que no era ella. La Cristina que conocía no era de las que pedían ayuda.

Finalmente, localizó una luz roja parpadeante en la mesita de noche de Dustin y supo que había encontrado el contestador. Hizo ademán de descolgar el teléfono, pero no estaba conectado a la base.

Mierda.

—¿Dustin? —volvió a decir la chica, cuya voz se escuchaba intermitentemente debido a las interferencias.

Jason podía oír la devastadora tormenta tanto afuera como a través del teléfono, como si se tratara de un sonido envolvente.

—Sé que no trabajas este fin de semana —prosiguió—, así que espero que estés en casa.

—Espera un momento —le dijo Jason a la máquina encendiendo la luz y guiñando los ojos ante la repentina claridad sin dejar de buscar el esquivo teléfono—. Ya te tengo —exclamó triunfante al ver el aparato inalámbrico sobre una cómoda—. Apretó con el pulgar el botón de hablar y... nada.

Estaba sin batería.

—No cuelgues —le gritó a la máquina como si la chica pudiera oírlo, y volvió a echar a correr, golpeándose el hombro con el quicio de la puerta—. ¡Maldita sea!

Buscó la luz del otro teléfono en el cuarto de estar. La encontró en la mesita que había junto al sofá. Abalanzándose hacia el aparato gritó «¿Diga?» justo en el momento en que se cortaba la comunicación.

La había perdido.

Últimamente se le daba bastante bien eso de perder a la gente. Ahí estaba otra vez esa sensación de impotencia en el pecho que le hacía imposible respirar sin dolor.

Volvió a su dormitorio en busca de su móvil, frotándose el hombro dolorido. Tenía una misión: localizar a Dustin y, a través de él, a la angustiada mujer que necesitaba ayuda.

 

 

Lizzy Mann arrojó a un lado el teléfono móvil y siguió avanzando contra el viento que sacudía su pequeño Honda como si fuera un coche de juguete. Deseó que su hermana volviera a telefonearla, aunque en lo referente a Cece, lo que uno deseaba no solía hacerse realidad.

—Han comenzado las evacuaciones —oyó, con angustia, que decía el locutor de radio—. Las zonas bajas de Santa Rey están empezando a inundarse, desde la calle principal hasta el instituto.

—No digas «en la zona este» —murmuró mirando la radio, como si sus palabras pudieran afectar al parte meteorológico—. Por favor. Por favor, no digas...

—Y en la zona este, a partir de la Segunda.

La tormenta había pasado de ser preocupante a convertirse en infernal, especialmente para Lizzy, que se dirigía a la parte este de la ciudad. Como siempre, todo lo que tenía que ver con Cece le causaba fastidio cuando no peligro.

«No es justo», se dijo. Su hermana había cambiado. Y mucho. Después de perder a sus padres, Lizzy se había portado con su hermana como una madre, pero ahora las dos eran adultas. Y lo que había empezado como un propósito de Año Nuevo, ligeramente enturbiado por el alcohol, se había convertido para Cece en una firme determinación de cambiar de vida. Su hermana pequeña estaba tomando las riendas de su existencia. Atrás quedaban la bebida, las drogas, las mentiras y, especialmente, los hombres violentos. Bueno, los hombres en general.

De hecho, ambas habían hecho esa promesa.

Desde entonces, y durante los últimos seis meses, Lizzy había visto con asombro cómo Cece se convertía en una mujer decidida e independiente de veinticuatro años.

Pero había llegado la hora de demostrarlo, pues su hermana se encontraba sola en medio de la tormenta y estaría aterrorizada, dado el pavor que siempre le habían dado las tormentas. Y una Cece sola y muerta de miedo no presagiaba nada bueno.

Habían hablado antes, durante el descanso nocturno de Lizzy en el hospital en el que trabajaba como enfermera de urgencias, y Cece le había asegurado que se encontraba bien. Pero ahora no respondía al teléfono.

Lizzy sabía que su hermana era lo suficientemente lista como para salir de allí, pero había hecho de madre durante tanto tiempo que no podría descansar hasta que lo supiera con seguridad.

Sobre todo ahora que Cece estaba embarazada...

Desgraciadamente, su coche no estaba preparado para esas condiciones. Tenía las ruedas destrozadas, y con las carreteras inundadas, no podría llegar a la Tercera Avenida, adonde se había mudado Cece seis meses antes poco después de su transformación.

Había llamado a su vecino, un expolicía llamado Mike, pero este no había contestado al teléfono. Le había dejado un mensaje de voz en el que le pedía que vigilara su casa y la llamara si veía entrar a alguien. A continuación, había telefoneado a Dustin. Se conocían del hospital, al que Dustin, técnico en emergencias, llevaba a menudo a sus pacientes. Lizzy contaba con un amplio grupo de amistades del hospital que podían ayudarla, pero por razones de proximidad, calculó que Dustin sería la apuesta más segura. Podría llegar a la Tercera con su todoterreno a pesar de la tormenta. Pero para eso tenía que encontrarlo. Sabía que aquel día no hacía turno en el parque de bomberos, y tampoco estaba en casa de Cristina; lo había comprobado. Lo cual significaba que tenía que estar en casa. O eso esperaba.

—Van a caer más de sesenta centímetros de lluvia —decía el locutor.

¡Qué locura! Aquello era mucha lluvia, pensó Lizzy apretando con fuerza el volante. Sesenta centímetros en California. Era increíble. En los días buenos, Santa Rey era una pequeña y pintoresca ciudad costera cuyas singulares calles estaban llenas de turistas que disfrutaban de las cafeterías al aire libre, las tiendas y las galerías de arte. Una ciudad en la que patinadores y ancianitas compartían las amplias aceras bordeadas de robles.

Pero aquel no era un día bueno. Aquel día, Lizzy estaba sola en la carretera y la playa, desprovista de los habituales surfistas y turistas bronceándose al sol.

Giró para entrar en la calle donde vivía Dustin. El agua que inundaba la vía pública cayó a chorros sobre el parabrisas, cegándola momentáneamente. El único coche que vio en el caminito que llevaba hacia su casa era un todoterreno que no reconoció, pero Dustin tenía un garaje muy grande. Si estaba en casa, y realmente esperaba que así fuera, tendría el coche aparcado en su interior. Cubriéndose la cabeza con la capucha de la sudadera abrió la puerta del vehículo y hundió sus pies en el agua.

El uniforme de enfermera, que no había tenido tiempo de quitarse, se empapó de un agua heladora y se le quedó pegado a las pantorrillas.

Miró la casa de Dustin. Al igual que la suya, y que la mayoría de las casas de aquella calle, estaba construida sobre cimientos elevados. Con suerte, las bases de hormigón las protegerían de la inundación. Desgraciadamente, Santa Rey estaba ubicada en un valle rodeado por ondulantes colinas al este y el océano Pacífico al oeste. Y con la lluvia que bajaba por las montañas y la falta de árboles que impidieran su avance por culpa de los trágicos incendios del año anterior, el valle se estaba llenando de agua, causando graves problemas en la ciudad.

Por su profesión, Lizzy sabía cómo reaccionar ante las emergencias. Era importante para su trabajo. Era una persona fuerte, física y psíquicamente, capaz de mantener la calma y la compostura. Al menos, esa era la impresión que daba a los demás. Pero en ese momento, lo estaba pasando mal. No podría calmarse hasta que viera a Cece.

Chapoteó con dificultad por el camino de entrada a la casa de Dustin. Una vez en la puerta la golpeó con fuerza para hacerse oír por encima de la tormenta. Agarró el pomo y sintió, sorprendida y aliviada al mismo tiempo, que este giraba entre sus dedos.

—¡Hola! —gritó en el interior de la casa oscura—. ¡Dustin! ¡Soy yo!

Las luces del cuarto de estar y la cocina estaban apagadas, pero vio luz al final del pasillo. Se dio la vuelta y cerró la puerta con dificultad.

—¡Dustin! ¡Cristina!

Vio una sombra avanzando por el pasillo. Una sombra muy alta, corpulenta, de más de un metro ochenta. Dustin no era tan alto. Además, tenía cuerpo de corredor, tirando a flaco. Dustin parecía un Harry Potter adulto, y era dulce y simpático como él, y no como la sombra amenazadora que se dirigía hacia ella al compás de los estremecimientos que sacudían la casa, como un personaje sacado de una película de terror. Se recordó a sí misma que las películas de terror la hacían reír, pero su instinto le hizo dar un paso atrás y, perdiendo el equilibrio, se cayó al suelo de culo.

Llevaba cinco años practicando Tae Bo. Podría ponerse en pie y sacudirle una patada. Pero la sombra se agachó para ponerse a su nivel.

—¿Estás bien?

La pregunta la dejó anonadada. ¿Por qué se interesaba aquel malvado por su estado?

—Aparta esas manazas.

—Está bien —se rindió él, poniendo las manos en alto—. ¿Eres la que telefoneó antes? ¿Necesitas ayuda?

Acababa de amanecer, y la falta de luz no le dejaba ver más que una oscura silueta. Una silueta masculina, alta y corpulenta.

—¿Cómo sabes que telefoneé?

—Porque busqué el teléfono por todas partes y, cuando al fin lo encontré, estaba sin batería.

No parecía un malvado. Su voz, grave y ronca, era la de un hombre somnoliento y ligeramente irritado que acababa de despertarse.

—Colgaste demasiado rápido.

Sí, definitivamente estaba irritado. Y le resultaba vagamente familiar.

¿Quién demonios era aquel hombre?

2

 

—¿Me has oído? —preguntó él—. ¿Estás bien?

Lizzy conocía aquella voz, pero no acababa de ubicarla.

El hombre se puso en pie. Lizzy oyó un clic y la habitación se inundó de la luz procedente de una lamparita que había cerca del sofá.

El malvado llevaba unos calzoncillos color verde militar. Y nada más. Bueno, a excepción de un cuerpo impresionante que parecía haber sido cincelado a imagen y semejanza de un dios griego, cubierto por tendones, nervios y una piel suave y bronceada que, para más inri, rezumaba testosterona.

—Estoy buscando a Dustin...

Se le quebró la voz al ver el tatuaje tribal que él llevaba en el bíceps. Tenía otro en el pecho, un número de tropa militar. Este era reciente, pero el del brazo era antiguo. Lo miró a la cara. Con razón le resultaba familiar aquella voz. La confusión desapareció dando paso a la sorpresa. Y no muy agradable. Por supuesto que lo conocía: de hecho, le había amargado la vida. Al menos cuando estaban en el colegio.

Era Jason Mauer. El hermano de Dustin.

Él también la había reconocido.

—Caramba, Lizzy Mann de mayor.

—Eso mismo iba a decir yo.

Jason sonrió al advertir el tono gélido de su voz.

—Veo que sigues siendo una estiradilla.

—Tengo mis momentos. ¿Y tú? ¿Sigues siendo un capullo?

Él soltó una carcajada que sonó grave y ronca, como si llevara mucho tiempo sin reírse.

—Tengo mis momentos. ¿Debería llamarte «doctora Mann»? —preguntó mirando su uniforme.

Todos en Santa Rey sabían que le habían concedido una beca para estudiar en la Universidad de Los Ángeles y hacer realidad su sueño de hacerse médico. Era obvio que Jason no sabía que nunca llegó a ir, que se quedó a criar a Cece y que ahora volvería a perseguir su sueño gracias a una beca que el hospital le había concedido para comenzar sus estudios en otoño.

—No, Lizzy a secas. ¿Qué haces aquí? Pensé que estabas en la Guardia Nacional. ¿La has dejado?

Él extendió las manos y encogió los hombros en un gesto dubitativo.

—Podríamos decir que estoy de permiso.

Como los apellidos de los dos empezaban por «M» se habían sentado juntos en el colegio desde la escuela elemental. Ella no hablaba mucho, pues se le trababa la lengua cuando estaba en su presencia. Lo cual daba igual, pues él ni la miraba. Estaba demasiado ocupado siendo una estrella del fútbol y del baloncesto. Y siendo popular. Y persiguiendo a todas las chicas del colegio, excepto a ella. Sí, sus recuerdos de la adolescencia eran, en lo referente a Jason, variaciones de un mismo tema: humillación y resignación. Para él, en cambio, las cosas habían sido distintas. Se aplicaba más en los deportes que en los estudios, pero no importaba. Era simpático, despreocupado, encantador. Los profesores caían rendidos a sus pies y hacían que Lizzy lo ayudara a ponerse el día cuando los partidos le impedían ir al colegio. Pero la timidez de ella hacía que esta tarea le resultara prácticamente imposible, lo cual le hacía mucha gracia a Jason. Se pasaba horas divirtiéndose a su costa, haciéndole repetir largas explicaciones solo por el placer de verla tartamudear, o haciéndose el tonto hasta que ella perdía la paciencia. Luego, se recostaba perezosamente, haciendo gala de su atlético salero y atractivo, y sonreía, travieso.

Ella lo odiaba. Y, al mismo tiempo, lo amaba. Así de simple. Así de horrible.

Todo terminó cuando se graduaron. Él se incorporó inmediatamente a la Guardia Nacional y ella iría, en teoría, a la Universidad de California. Solo que no llegó a hacerlo. Sus sueños pasaron a un segundo plano al morir sus padres en un accidente de avión cuando sobrevolaban el Gran Cañón. El viaje había sido el regalo que se habían hecho el uno al otro por su aniversario de bodas.

Lizzy declinó la beca y se quedó en la ciudad para cuidar de su hermana, que entonces contaba trece años.

—Menudo encontronazo con el pasado, ¿no? —dijo él con esa voz grave y arenosa que la hacía retorcerse en el asiento.

Pues sí, pero desde entonces ella se había convertido en una mujer valerosa, y su lengua, que había aprendido a comportarse, ya no se trababa cuando había un chico guapo a la vista.

—¿Estás casada? ¿Tienes hijos? —preguntó.

—No.

Él sonrió.

—¿No te agobia la amenaza de los treinta?

—No.

Se había pasado la vida odiándolo y amándolo al mismo tiempo. Y, por lo visto, seguía haciéndolo. Cielos, entonces era muy joven e ingenua y odiaba recordarlo. Si él se hubiera dignado a dedicarle una sonrisa, habría hecho con ella lo que hubiera querido. Por suerte, él nunca había sido consciente de ese poder, y ella ya no era aquella niña. No, era una mujer de veintinueve años que no quería bajo ningún concepto pensar en su sonrisa ni en su capacidad para seguir turbándola. Había tardado mucho tiempo, pero las experiencias dolorosas la habían hecho endurecerse y enseñado a pronunciar sus deseos en voz alta. Y sobre todo, había aprendido que las cosas funcionaban mucho mejor cuando ambas partes estaban enamoradas.

Y eso hacía mucho tiempo que no le ocurría. Tras una serie de fracasos amorosos, la mayoría debidos a su propia incapacidad para conectar profundamente con otra persona al estar tan ocupada con Cece, se había decidido a probar una nueva táctica: ignorar por completo a los hombres.

Cristina se había unido a ella durante un tiempo, para luego hacer algo impensable: enamorarse de Dustin y dejar que ella continuara sola con su boicot a los hombres.

Bueno, no completamente sola. Su hermana tenía más razones que nadie para renunciar a los hombres, pues había probado suerte con toda suerte de especímenes de la especie masculina, o al menos, con los más desaconsejables.

—Cumplir treinta años no me agobia en absoluto.

Su vida acababa de empezar, de hecho.

—¿Sabes dónde está Dustin?

—No.

Él se acercó y la luz de la lámpara lo envolvió en un suave resplandor que no hizo sino resaltar su atractivo. Trató de no mirarlo, pero fracasó en el intento.

—¿Estás bien? —preguntó.

Cuanto más se acercaba a ella, más difícil le resultaba respirar. Así que no, no estaba bien. Ni de lejos. Las piernas se le habían quedado flácidas como fideos hervidos y, a pesar de su determinación, el cerebro no le respondía. Podía decirse a sí misma que había superado lo de Jason hacía mucho tiempo, pero la realidad era que a él le bastaba con hacerle un gesto con el dedo meñique para que ella volviera a convertirse en la patética adolescente de antaño y se derritiera de deseo a sus pies. Las cosas le resultarían mucho más fáciles si él se pusiera algo de ropa...

El viento sopló, acompañado de un sonido seco y ensordecedor que hizo temblar la casa y sacó a Lizzy de golpe de sus eróticas ensoñaciones.

—Son los árboles que bordean la casa —murmuró él, girándose para mirar a través de la ventana—. Deberían haberlos podado.

Jason encendió otra luz y el cerebro de Lizzy dejó de funcionar al tiempo que se lo comía con los ojos. No lo podía evitar: aquel hombre era como una bolsa abierta de patatas fritas.

—Las cosas se están poniendo feas ahí fuera —dijo escrutándola con la mirada—. ¿Estás bien?

¡Cielos! ¡Cómo había cambiado! Se había vuelto mucho más callado e intenso. Y, lo que era aún peor: amable. ¿Qué le había pasado?

Ella se incorporó, quedando a la altura de sus hombros. Su línea de visión incidía justo en sus pectorales, y ahora que había tanta luz... «No mires», se ordenó a sí misma. «No...». Pero miró. No podía evitarlo, aquel hombre estaba perfectamente hecho.

Él le puso un dedo bajo la barbilla y se la levantó. Le había hecho una pregunta: que si estaba bien. Una pregunta que la devolvió con firmeza al presente. Un presente que no pintaba demasiado bien. Sin Dustin no había todoterreno, y que no hubiera todoterreno significaba que tendría que arreglárselas sola, lo cual no iba a ser fácil.

—Estoy bien. Es solo que me preocupa Cece. Probablemente no le haya pasado nada malo, pero preferiría asegurarme.

—Cece. ¿Te refieres a tu hermana? ¿Cece, la alborotadora?

Se acordaba. Maldita sea. No solo estaba buenísimo, sino que además tenía buena memoria. No le parecía una distribución justa de talentos.

—Me llamó anoche al trabajo y me dijo que estaba bien, que no tenía contracciones, pero ahora no puedo localizarla...

A Jason se le abrieron los ojos como platos.

—¿Está embarazada?

—Sí, y tiene el móvil apagado. Seguro que ha sido evacuada y que me estoy preocupando por nada —respondió ella riendo, avergonzada—. Ya es una mujer adulta, y yo no debería estar tan pendiente, pero no me tranquilizaré hasta que sepa que está bien.

Y es que una parte de ella no creía que su hermana fuera capaz de cuidar de sí misma.

—No puedo llegar a la zona este en mi coche y quería que Dustin me prestara el suyo.

—De acuerdo —Jason suspiró pasándose los dedos por el pelo y, al hacerlo, flexionó varios músculos en un gesto que a ella le produjo sequedad de boca—. ¿Dónde está su marido?

—No está casada. El padre del niño echó a correr tan rápidamente que todavía le da vueltas la cabeza. De verdad que esperaba encontrar a Dustin aquí.

—Tendrás que conformarte conmigo.

Lo cierto era que se parecía bastante a su hermano, que era mucho más amable y gentil. Llevaba el pelo oscuro muy corto, al estilo militar. Al igual que Dustin sus ojos eran del color gris claro del acero, y podían ser cálidos y juguetones o cortantes como el metal. Pero, al contrario que su hermano, Jason tenía algo fuera de lo corriente, algo que se había ido perfilando a lo largo del tiempo y que se reflejaba en su intensa mirada y en su físico

—Yo tengo un todoterreno —dijo—. Puedo llevarte.

—¿Tú?

—Sí.

—¿Por qué?

Él consideró su pregunta unos instantes y, perplejo, se llevó una mano a la mandíbula, que lucía una barba de varios días.

—¿Porque necesitas que alguien te lleve? —meneó la cabeza al advertir su expresión de sorpresa—. ¡Caramba! ¿Tan antipático te resultaba cuando éramos pequeños?

Ella no quería, bajo ningún concepto, sacar el tema.

—Lo único que necesito es tu todoterreno. ¿Me lo prestas?

—Ah, así que a mí no me necesitas. Tomo nota. Pero el todoterreno y yo vamos en el mismo pack. Lo tomas o lo dejas.

Su sonrisa era tensa y se tensó aún más cuando el móvil de Lizzy sonó y ella se abalanzó sobre él en lugar de contestarle.

—Hola —dijo Cristina—. ¿Cómo vas?

—Voy a ver cómo está Cece.

—No tal y como están las cosas. El tiempo está tan mal que nos han pedido que hagamos turnos de urgencias.

—Solo quiero asegurarme de que ha conseguido salir.

—No irás a ir sola, ¿verdad?

—No exactamente —Lizzy miró a Jason, que seguía de pie en el mismo sitio, observándola gloriosamente medio desnudo—. Jason está aquí.

—¿Jason, el hermano de Dustin? —preguntó Cristina con un silbido—. Estupendo; ese hombre es como un equipo de rescate entero. Pero...

—¿Pero qué?

—Lo ha pasado mal durante los últimos meses.

—A mí me parece que está bien.

Él la miró enarcando una ceja.

La verdad era que estaba mucho mejor que bien.

—Vamos, no está solo bien, está buenísimo —la corrigió Cristina con su franqueza característica soltando una carcajada.

Notando que se estaba poniendo colorada, Lizzy desvió la mirada de los ojos escrutadores de Jason.

—No sé qué tendrá que ver.

—Seguro que suspendiste la asignatura de Química. Es una pena ese boicot que te has impuesto. ¿Vas a ser capaz de resistirte a él?

Lizzy miró subrepticiamente por encima de su hombro. Jason se había apoyado en la pared y tenía los brazos cruzados. Parecía tranquilo y seguro de sí.

«Míralo, tan a gusto consigo mismo», pensó haciendo rechinar sus dientes.

—No supondrá un problema.

Cristina se rio bajito.

—De acuerdo, que tengas suerte. Llámame.

—Lo haré.

Se guardó el móvil en el bolsillo. Jason seguía en silencio, sin dejar traslucir emoción alguna. Lizzy no tenía ninguna duda de que Jason le sería increíblemente útil en medio de una tormenta. Desgraciadamente, representaba un problema aún mayor para su equilibrio mental.

—Te agradezco el ofrecimiento, de verdad, pero puedo hacerlo sola.

Él negó con la cabeza, molesto.

—Siempre fuiste terca como una...

—Oye.

—...mula —terminó con dulzura.

—Acabas de llegar a la ciudad —explicó ella, alzando la barbilla—. No quiero hacerte perder el tiempo.

Y tampoco quería perder el suyo admirando su cuerpo medio desnu... Él se apartó de la pared dándose impulso.

—Solo estaba durmiendo. Vas a necesitar ayuda, Lizzy.

—Me las arreglaré.

—¿De veras? ¿Sabes cómo conducir en estas condiciones o cómo cruzar una calle cubierta de agua? ¿Cómo entrar en un edificio inundado? ¿Cómo sacar a una mujer embarazada de un edificio inundado?

—Ya se me ocurrirá algo.

—Iré contigo.

Aquello era una mala idea.

—Jason...

—Solo tienes que darme las gracias.

—Está bien. Gracias.

—¿Ves? Tampoco era tan difícil.

En los viejos tiempos habría añadido una sonrisa sugerente o unas palabras burlonas, o cualquier cosa que la hiciera ruborizarse, tartamudear o actuar como una estúpida, algo que había hecho más veces de las que quería recordar.

Pero su actitud había cambiado. En su actitud no había burla ni triunfalismo.

—Me has preguntado si estoy bien —dijo ella lentamente—. Yo también te lo voy a preguntar. ¿Estás...?

—Estupendamente —él se giró al tiempo que la casa temblaba azotada por el viento—. Mira, si vamos a hacerlo, deberíamos ir saliendo ya.

—¿Crees que las cosas van a empeorar?

—Sí. Se espera que caiga medio metro de agua.

—¿Pero una inundación? ¿Aquí, en Santa Rey?

—Las riadas repentinas pueden ocurrir en cualquier parte. Te lo digo porque he sido testigo de casi todas las que se han producido en Estados Unidos en los últimos doce años.

Volvió a fijar su atención en el uniforme.

—No llevas la ropa apropiada.

—No, vengo del trabajo. Soy enfermera de urgencias.

—¿Por qué no eres médico?

—Es una larga historia.

—¿Por qué no me cuentas la versión resumida?

La versión resumida era que el mundo le había dado una patada en el trasero. Punto. Le podía contar eso, pero no era algo que le gustara reconocer en voz alta.

—Ya no importa.

Sobre todo ahora que volvía a tener el sueño ante sí. En otoño se matricularía en la Facultad de Medicina de la Universidad de Los Ángeles.

Parecía que él iba a insistir en el tema, pero finalmente se limitó a preguntar:

—¿Llevas contigo un maletín de primeros auxilios por si acaso Cece se pone de parto?

—Ayer no lo estaba, pero sí, tengo uno en el coche.

—¿Y comida?

—Creo que tengo un par de barritas de proteínas. ¿Por qué?

—Porque estoy muerto de hambre.

Él se acuclilló ante un petate que había en el suelo y comenzó a hurgar en su interior. Ella admiró los lustrosos músculos de su espalda, preguntándose qué habría ocurrido en el Ejército para que desapareciera el chico alegre y despreocupado de antaño. En aquella época, Lizzy se pasaba las horas muertas analizando posibles eventualidades: ¿Y si él se fijaba en ella? ¿Y si se daba cuenta de que era la mujer de su vida? ¿Y si...? Eran cuestiones que se preguntaba hasta el hartazgo, sobre todo en la oscuridad de la noche. Pero la firme y serena determinación que él exhibía en la actualidad hacía que todas aquellas preguntas le resultaran lejanas e infantiles. En ese momento, solo se hacía una pregunta: ¿Y si le había pasado algo a Cece?

—Me vas a llevar de verdad.

—Sí, Lizzy. No pienso quedarme como un pasmarote viendo lo preocupada que estás.

Vaya, lo había insultado. Le sorprendió haber tenido la capacidad de hacerlo.

Deseó que Dustin estuviera allí. Dustin, tan simpático, tan amable, tan calmado...

—Cristina me ha dicho que tu hermano está en el trabajo.

—Entonces no te queda más remedio que arreglártelas conmigo.

Se incorporó con unos vaqueros en la mano y la miró con ojos silenciosos. Le pareció una situación sorprendentemente íntima. Lo cual era ridículo, teniendo en cuento que llevaba un buen rato con mucha menos ropa. Los vaqueros eran holgados y estaban, obviamente, muy usados, pues mientras se los abotonaba se le quedaron a la altura de las caderas. Deteniéndose a medio camino, introdujo la mano para hacer un «reajuste» que la hizo ruborizarse.

—Me voy a...

¿A qué? No tenía ni idea, y se quedó ahí parada como si fuera idiota, con la lengua prácticamente colgando.

—¿Te vas a...?

—No sé —susurró ella, dándose por vencida.

Él terminó de abotonarse los pantalones y le lanzó una mirada divertida que le permitió vislumbrar brevemente al joven Jason que ella había conocido.

La casa volvió a estremecerse y Lizzy se agarró con fuerza. El golpeteo de la lluvia no cesaba. Con una camiseta se cubrió el torso, que bien podría haber figurado en la portada de una revista deportiva, y remató su indumentaria con una sudadera vieja y con capucha. Se agachó de nuevo ante la bolsa para buscar unos calcetines y a continuación se quedó mirando su uniforme.

Ella sabía que no era favorecedor y que además estaba empapado y pegado a su cuerpo.

—No puedes ir así —le dijo lanzándole algo de ropa—. Esto está seco.

—No me voy a poner tus cosas.

—Sí lo harás —contestó él con el tono sereno y autoritario que sin duda emplearía en el trabajo y que hacía, sin duda, que la gente lo obedeciera sin rechistar.

Un tono que, más que impulsarla a cumplir órdenes, la excitaba. Pues sí, estaba tan necesitada que una voz masculina, serena y segura de sí llegaba a excitarla. Tenía que practicar el sexo más a menudo. Era una pena que tuviera esa tendencia a fastidiar las relaciones.

Miró por la ventana. La luz del día pugnaba valerosamente por abrirse paso. La lluvia seguía cayendo con tanta intensidad que parecía que una lámina de agua se hubiese proyectado desde el cielo.

—Cambiarme de ropa no va a servirme de mucho con la que está cayendo.

—Estás temblando —insistió él, lanzándole prendas impermeables—. No vas a serme de mucha ayuda ahí fuera si no estás abrigada.

¿Que no iba a serle de mucha ayuda a él?

—Oye, espera un momento. Yo...

—Tu hermana no es la única que podría estar en apuros, Lizzy. Eso te lo garantizo. Es posible que nos encontremos con gente que necesite nuestra ayuda y tienes que estar lista para echar una mano. ¿Dónde vive exactamente Cece?

—Entre la Tercera y Cove. El problema es que las inundaciones son tan graves que están evacuando la zona este.

—Entonces tendremos que darnos prisa.

Se enderezó y se quedó esperando sin quitarle la vista de encima.

No, no, no y no. No pensaba cambiarse de ropa delante de él. Hacía mucho tiempo había soñado secretamente con algo así, pero esos días quedaban muy lejos. Muy, muy lejos. Aquel hombre de ojos misteriosos, boca sombría y un cuerpo grande y recio que parecía capaz de hacer frente a cualquier cosa, no era el tipo con el que sueñan las adolescentes. Era un hombre hecho y derecho. Un hombre complejo y complicado, y no alguien con quien fantasear. Quizá, si se decía eso una y otra vez, acabaría por creérselo.

—Está bien. Me cambiaré.

Al oír aquello él la miró intensamente, emitiendo tanta testosterona que a ella le costó mantenerse en pie.

—Aquí no, por supuesto —añadió fríamente mientras pasaba junto a él tratando de mantener las rodillas rectas y cerraba la puerta tras de sí.

Intentando desprenderse de la sensualidad que había invadido su cuerpo se miró en el espejo y contuvo la respiración al ver la imagen que este le devolvía. Tenía las mejillas sonrojadas y los ojos vidriosos.

—Contrólate —susurró antes de cerrar apresuradamente la puerta del cuarto de baño sin saber muy bien de quién se estaba protegiendo con aquel gesto: si de él o de ella misma.

3

 

Jason la observó mientras salía y dejó escapar un largo suspiro. No podía creerlo. La tímida y recatada Lizzy Mann, con ese pelo oscuro y perfumado y esos ojos que parecían chocolate derretido, los mismos que antaño transmitían con transparencia sus pensamientos, estaba en su casa.

Cuando eran jóvenes, ella había supuesto un peligro para sí misma por la sencilla razón de que siempre dejaba traslucir sus sentimientos por todo lo que la rodeaba: el colegio, la vida, él mismo. Pero ahora se había convertido en un peligro para él, porque ya no eran niños y, aunque pareciera increíble, había entre ellos algo que no podía negarse. Ese algo siempre había existido, de hecho, y no tenía nada que ver con el hecho de que ella hiciera gala de un cuerpo bonito y curvilíneo.

Bueno, algo sí tenía que ver con su cuerpo curvilíneo, pero había algo más. Años atrás, había sido la primera chica en estimularlo intelectualmente. Ahora ya no era una chiquilla, pero la muerte de Matt lo había dejado perjudicado y no se encontraba preparado para mantener una relación. No estaba listo para la vida real. Punto. Ya no sabía lo que quería ni lo que era importante para él. Había perdido el norte.

Una ráfaga de viento sacudió con fuerza la casa e inmediatamente después se oyó el estrépito de unos cristales haciéndose añicos, seguido de un sobresaltado grito. Jason se internó apresuradamente en el pasillo. Las luces parpadearon y, finalmente, se apagaron.

—¿Lizzy?

La puerta del baño se abrió al tiempo que él estiraba el cuello para ver los cristales rotos procedentes del dormitorio al otro lado del pasillo. El cristal de la ventana que había encima de su cama había estallado dentro de la habitación.

—Me he llevado un buen susto —dijo mirando en la misma dirección que él—. Lo siento.

Solo se oía el rugido de la lluvia y Jason se dio cuenta de que había atraído a Lizzy hacia sí. Lo había hecho por instinto, por pura preocupación, pero ese sentimiento se estaba transformando poco a poco en otra cosa a medida que le acariciaba el brazo con la mano.

El estallido de los cristales había provocado en él una descarga de adrenalina. Se le había ido acumulando en su última misión. En su vuelta a casa. Al haberle despertado del primer sueño profundo que disfrutaba en siglos. Al perder a Matt.

Hacía mucho tiempo que no tocaba, que no abrazaba a una mujer. Que alguien no le devolvía el gesto. Demasiado tiempo.

Perfectamente consciente de que pisaba terreno resbaladizo, inclinó su cabeza por el simple placer de rozar su mandíbula con la de Lizzy.

Ella tragó saliva con dificultad y, estremeciéndose, posó su mano sobre el pecho de él, no para apartarlo, sino para atraerlo hacia sí.

—Tienes frío —susurró él, pasándole ambas manos por la espalda.

—No, no es eso.

Dios mío. Tenía ganas de... eso. De ella. De más.

Ella bajó la mirada hasta su boca y entreabrió los labios. Él no necesitaba más. Ahí estaba la señal de que ella también sentía ese calor enloquecedor. Quería que él la besara. Alejando todo pensamiento racional de su mente, se inclinó hacia ella y, al tiempo que ella abría la boca, sus lenguas se juntaron.

Lanzó un gruñido de puro placer. Dios mío, qué boca tenía. Ya no era una niña y se había vuelto dura por fuera, pero por dentro seguía siendo dulce y tímida.

Él aceptaría todo lo que estuviera dispuesta a darle y, con ese fin, tomó su cabeza en una sola mano mientras con la otra la atraía hacia sí. Ella se dejó hacer, gimiendo levemente. Lejos de guardarse las manos para sí, recorrió con ellas los brazos, el pecho, el cuello y el pelo de Jason, cosa que a él le gustó. Más que gustarle, le encantó.

Pero justo en ese momento cayeron más cristales en la habitación y el pasillo, provocando un estruendo que los hizo separarse.

Con la respiración entrecortada, ella lo miró, la boca húmeda, los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué ha sido eso?

—Un beso increíble.

Se imaginó que ella se apartaría de él, pero le sorprendió inclinándose de nuevo hacia él y apoyando la cara en su garganta. Jadeante, él la envolvió en sus brazos y le cubrió la nuca con la mano. Inclinando la cabeza, aspiró con satisfacción.

—¿Estás... oliéndome el pelo?

—Sí.

Volvió a hacerlo, inhalando a fondo su fragancia.

—Cielos, qué bien hueles. Llevo tanto tiempo tragando el olor del polvo y de otros tíos que me dan ganas de envolverme en ti.

Pero la casa estaba sufriendo una sacudida. Tenía que cubrir la apertura de la ventana para evitar más daños...

—¿Tienes una plancha de madera para tapar esa ventana?

—Espero que sí.

El árbol que había junto a su dormitorio se balanceaba peligrosamente cerca de la ventana rota. Había fragmentos de cristales sobre la cama, entre las sábanas y mantas bajo las que él había estado acurrucado hasta hacía escasos minutos.

—Me alegro de que me despertaras.

—¿Estabas durmiendo aquí? —preguntó Lizzy apartándose de él, horrorizada.

—Sí.

Jason cerró la puerta del dormitorio para impedir que el viento y la lluvia camparan por sus respetos, y la miró. Había llegado a la casa con el pelo recatadamente recogido en una coleta baja, pero se le había soltado y largos mechones del color de la miel oscura caían por los hombros enmarcándole el rostro. Todavía tenía la boca húmeda, lo que le hizo desear besarla de nuevo. Olvidarse de la tormenta que estaba destrozando la casa, olvidarse de Cece...

Bueno, de eso no podía olvidarse. Tenía que dejar a un lado la fantasía que se proyectaba en alta definición en su cabeza, en la que él empujaba a Lizzy contra la pared y la besaba una y otra vez hasta borrar de su rostro esa expresión de preocupación. El beso seguía luego su curso natural, lo que implicaba que ambos se quitaban la ropa y ella gritaba su nombre en voz alta mientras alcanzaba un orgasmo. Pero la vida no solía darle tantas satisfacciones.

La llevó hasta el cuarto de baño, donde solo había una ventana, estrecha y ubicada encima de la ducha.

—Cámbiate. Yo voy al garaje a buscar planchas de madera.

—Se ha ido la luz.

—Sí, y probablemente no volverá hasta dentro de un buen rato.

Qué demonios. Volvió a pasarle la mano por el pelo, apartándole un mechón de la cara por el simple y puro placer de sentir el calor de su piel en la palma de la mano.

Ella tomó su mano.

—Antes, cuando grité... Viniste corriendo.

Él la miró a los ojos, y durante unos instantes, el aire gélido que los rodeaba se calentó varios grados. Era el calor que emanaban sus cuerpos.

Durante los dos últimos meses había conseguido sobrevivir dejando a un lado sus sentimientos y emociones. Una táctica que le había resultado muy útil. Pero ahora estaba sintiendo, y de qué manera.

—Ahora libro mis propias batallas, Jason —dijo ella con suavidad antes de meterse en el baño.

Él sonrió sombríamente al oír que se cerraba el pestillo. Mensaje recibido: ella no lo necesitaba.