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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Teresa Southwick. Todos los derechos reservados.

RAYO DE LUNA, N.º 1553 - Diciembre 2012

Título original: Midnight, Moonlight & Miracles

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1253-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Equipo de trauma a urgencias. Código tres... Tiempo estimado de llegada cinco minutos».

Megan Brightwell leyó el mensaje en su busca y sintió que la adrenalina le corría por las venas.

El código tres quería decir que llegaba una ambulancia con luces y sirenas, probablemente alguien a punto de morir.

Así que Megan agarró el sándwich de pollo que acababa de comprar en la cafetería del hospital y corrió hacia la sala de urgencias.

En ese momento, los paramédicos de la ambulancia entraron llevando a un paciente en camilla.

—Llevadlo a trauma dos —dijo Megan observando al paciente.

Se trataba de un hombre que tenía los ojos cerrados, la camisa abierta y el pecho ensangrentado.

Los dos paramédicos hicieron lo que se les indicaban y, con ayuda de Megan, colocaron al paciente en una mesa de observación.

—¿Qué tenemos? —preguntó Megan.

—Accidente de moto. Varón de treinta y tantos años. Constantes vitales normales. Estaba inconsciente cuando llegamos. Los testigos nos han dicho que intentó ponerse en pie y se cayó al suelo. Ha recuperado la consciencia varias veces mientras veníamos para acá pero vuelve a perderla. Tiene rasponazos por todo el cuerpo, un fuerte golpe en el hombro izquierdo y otro en la cabeza. Además, presenta heridas en la cara.

—¿Sabemos de quién se trata?

—Sí, se llama Simon Reynolds —contestó uno de los paramédicos entregándole una cartera.

—¿Señor Reynolds? ¿Me oye? —dijo Megan.

El hombre intentó abrir los ojos, pero los volvió a cerrar rápidamente.

—¿No llevaba casco?

—No.

Megan sacudió la cabeza disgustada y sacó unas tijeras del bolsillo para cortarle lo que quedaba de la camisa y los pantalones. A continuación, le afeitó cinco puntos en el pecho y le colocó encima cinco ventosas que iban conectadas al monitor cardíaco.

Aquella máquina les diría rápidamente el pulso, ritmo respiratorio y tensión arterial del paciente.

—¿Qué ocurre, Megan? —preguntó el doctor Sullivan entrando a toda velocidad y palpando el abdomen del paciente en busca de lesiones internas.

Megan le informó de lo que sabía hasta el momento.

—Llevadlo a rayos para que le hagan un escáner. Tiene las constantes vitales bien y no parece que tenga hemorragia interna.

—Parece que está peor de lo que en realidad está —comentó Megan.

—Efectivamente.

—Señor Reynolds, vamos a llevarlo a rayos X —le dijo empujando la camilla.

El paciente volvió a intentar abrir los ojos, pero no contestó.

—Desde luego, su ángel de la guarda ha hecho un buen trabajo hoy —suspiró Megan.

 

 

—¿Me oye, señor Reynolds? Abra los ojos.

Simon decidió abrirlos para no tener que volver a escuchar aquella voz femenina que le daba órdenes.

Quería decirle que no perdiera el tiempo ni la energía con él, que se había dado cuenta de todo lo que le estaban haciendo, pero que no merecía la pena, que era un esfuerzo en vano.

Sin embargo, cuando abrió los ojos, se encontró con un ángel rubio y de ojos azules que lo dejó sin respiración.

Si estaba muerto, aquel debía de ser el ángel que había acudido a darle la bienvenida. Había vivido mucho tiempo en el infierno, así que morir era la mejor salida.

—Bienvenido a bordo, bella durmiente —dijo la rubia.

—¿Y ahora viene el beso? —contestó Simon haciendo un tremendo esfuerzo para que las palabras salieran de su boca.

—Soy enfermera, no una princesa.

—¿No es usted un ángel?

—Claro que no.

—Entonces, ¿no estoy muerto? —preguntó Simon.

A juzgar por cómo le dolía todo el cuerpo, no, no estaba muerto.

—Sigue usted en el mundo de los vivos —le confirmó la enfermera.

—¿Dónde estoy?

—En la sala de urgencias del hospital Saint Joseph’s —contestó Megan—. La próxima vez que quiera emular usted a Evel Knievel, le sugiero que se ponga un casco. ¿Acaso no sabe que los motociclistas tienen que llevar casco? Si lo hubiera llevado, no se habría hecho ese inmenso chichón en la cabeza.

Simon levantó el brazo lentamente y se tocó la cabeza. Decididamente, tenía un buen chichón.

—¿Cómo se llama?

—Me llamo Megan Brightwell. ¿Y usted?

—Simon Reynolds.

—Bien. ¿Y sabe qué día es hoy?

Simon se quedó pensativo un instante. Cuando recordó qué día era, sintió un tremendo dolor y aquella vez no fue físico.

—Sí, lo sé.

—¿Recuerda lo que ha ocurrido?

—No —contestó Simon negando con la cabeza y arrepintiéndose al instante de haberla movido.

—No le he dicho que no se moviera porque me parecía obvio —bromeó Megan mirándolo con pena.

Lo último que Simon quería era inspirar compasión.

A continuación, Megan corrió una cortina y se quedaron a solas.

La última vez que Simon había estado allí había sido espantoso. Por lo visto, había tenido suerte y aquella noche no había muchas urgencias.

Bien, así le darían el alta cuanto antes.

—Por lo que me han contado los médicos que lo recogieron, cayó usted al suelo de repente.

—Sí, la carretera estaba mojada y se me fue la moto.

—Desde luego, al final va a ser cierto que los californianos no saben conducir con lluvia.

—¿Me va a echar la bronca?

—No, sólo le voy a aconsejar que conduzca más despacio.

—¿Con lo que me gusta caerme al suelo y resbalar? —bromeó Simon.

—Claro, ¿en qué estaría yo pensando?

A pesar de que a Simon le dolía todo el cuerpo, tuvo que admitir que aquella mujer era de las de «al pan, pan y al vino, vino».

—Me parece que me he dado unos cuantos golpes —comentó.

—Lo cierto es que tiene unas cuantas heridas un poco feas —contestó Megan.

—¿Mortales?

—Por cómo lo ha dicho, cualquiera diría que le gustaría que así fuera —contestó Megan frunciendo el ceño.

Simon se encogió de hombros.

—Lo único que quiero saber es cuándo me voy a poder marchar —comentó mientras pensaba que aquella mujer era realmente guapa.

Si podía pensar en eso, no debía de estar tan mal.

—¿Quiere que llamemos a alguien para decirle que está usted aquí? ¿Tal vez a su esposa?

Simon sintió una punzada de dolor en el pecho.

—No.

—¿Algún amigo o hermano?

—Mi hermano vive en Phoenix. Como no me he muerto, no hay razón para llamarlo. Ni a él ni a nadie. Excepto al médico porque me quiero ir.

—Voy a informar al doctor de que está usted despierto. Vendrá a verlo en cuanto pueda.

—¿Y no me puede usted decir lo qué me pasa?

—No, para eso está el doctor.

—¿Y dónde está? ¿Jugando a algo?

—Tras evaluar sus constantes vitales, ha encargado que le hagan análisis y rayos X. Mientras espera a que le den los resultados, está viendo al otro herido.

—¿Hay otro herido? —preguntó Simon preocupado—. ¿No habré atropellado a alguien?

—Que yo sepa, no —contestó Megan—. Es un paciente que está mucho peor que usted. Tiene pocas posibilidades.

—Supongo que eso quiere decir que yo sobreviviré.

—Parece decepcionado.

Y, tal vez, lo estuviera. Aunque aquella mujer parecía un ángel, no lo debía de ser, pero, ¿cómo sabía uno cuando tenía ante sí a un ángel?

En cualquier caso, Simon ya no creía en los ángeles, no desde que Marcus...

Sintiéndose repentinamente exhausto, cerró los ojos.

—No se duerma, bella durmiente —le dijo Megan—. Señor Reynolds, ¿me oye? —añadió dándole unas cuantas palmaditas en la cara y apretándole la mano.

Era de los pocos sitios donde no tenía abrasiones. Megan se preguntó qué clase de idiota se protegía las manos con guantes de cuero y no la cabeza.

—Un idiota que quiere morir —reflexionó en voz alta—. Venga, hombre, no me haga esto, no se vaya en mi turno.

—Sólo estaba descansando un poco —dijo Simon abriendo los ojos—. ¿A quién ha llamado idiota?

Megan suspiró aliviada.

—Así que con jueguecitos, ¿eh? —le reprochó con amabilidad.

—Yo ya no juego a nada —contestó Simon.

Megan se quedó mirándolo. No era un hombre feo. A pesar de que no estaba en su mejor momento, era muy atractivo.

—No se vuelva a hacer el dormido, señor Reynolds.

—Me llamo Simon —contestó Simon.

—No me gustan que me den sustos —le advirtió Megan.

Simon sonrió, sorprendiendo a Megan y haciéndole pensar que, cuando lo hacía, resultaba todavía más atractivo.

Sintió que el corazón le daba un vuelco y se alegró de no estar conectada ella también a un monitor. Así, sin pruebas, podía fingir que su sonrisa no le había provocado ninguna reacción.

Las constantes vitales del paciente estaban estables, pero por cómo apretaba la mandíbula Megan comprendió que le dolía todo.

Por desgracia, hasta que el doctor no se pasara por allí y, tras haber consultado los resultados de los análisis y de las placas, emitiera un dictamen, no le podía dar ningún analgésico.

Aunque el doctor Sullivan no hubiera dictaminado todavía nada, Megan ya tenía su opinión.

El paciente era fuerte y estaba sano. Además era increíblemente guapo...

Desde luego, aquella no era una observación profesional sino puramente personal, pero Megan no pudo evitarla. Al fin y al cabo, era mujer.

El paciente tenía el pelo corto y oscuro y unos ojos azules muy intensos enmarcados por unas pestañas larguísimas.

Parecía un guerrero, delgado y fibroso, y Megan había visto, al cortarle la ropa, que tenía un torso musculoso y unas piernas fuertes.

—Así que le parezco a usted un idiota, ¿eh, enfermera Nancy?

Megan lo miró a los ojos y vio, sorprendida, que la miraba divertido.

—Ya le he dicho que me llamo Megan y, aunque se supone que no me tendría que haber oído, sí, la verdad es que creo que es usted un idiota. Ni siquiera los adolescentes se olvidan de ponerse el casco cuando se suben en una moto, así que no me queda otro remedio que pensar que no tiene usted ni pizca de sentido común.

—Es que, cuando me pongo el casco, se me queda el pelo fatal.

—Vaya, veo que además de idiota es usted presumido.

—¿Forma parte de su trabajo insultar a los pacientes?

—No, pero me lo puedo permitir.

—¿Todas las enfermeras de urgencias son como usted?

—No, las demás son mucho peores. Yo acabo de terminar mis estudios y me acabo de incorporar a urgencias. Hago cuatro o cinco turnos al mes para que me den el certificado cuanto antes.

—¿Y eso para qué lo necesita?

—Trabajo para una mutua de sanidad mientras adquiero experiencia y estoy esperando a que me den un puesto de jornada completa aquí en urgencias.

—¿Se quiere quedar aquí?

—Sí, tengo una hija y aquí es donde más ganamos las enfermeras.

A Megan le pareció que el paciente hacía una mueca de disgusto y, de nuevo, tuvo la impresión de que además del dolor físico tenía un gran dolor emocional.

Debía dejar de preocuparse por los sentimientos de sus pacientes. Aquello no tenía cabida en la medicina de urgencias ya que los sentimientos eran parte de la recuperación a largo plazo.

Pero, entonces, ¿por qué le había contado ella aspectos personales de su vida? Normalmente, charlaba con los pacientes, pero nunca les contaba nada de su vida personal.

¿Qué había de diferente en aquel paciente?

—¿Megan?

Megan se giró hacia la puerta, donde la esperaba la secretaria de servicio.

—Dime.

—El doctor Sullivan quiere que veas esto —le contestó la secretaría entregándole un papel—. Me ha dicho que lo incluyas en el gráfico— añadió marchándose.

Megan leyó la información y enarcó las cejas.

—Vaya, qué interesante.

—¿Qué es? —preguntó Simon.

—Solemos consultar nuestra base de datos informática para ver si tenemos datos de los pacientes que llegan.

—¿Y qué dice sobre mí?

—Supongo que ya lo sabe —contestó Megan mirándolo a los ojos—. Hace un año y medio que estuvo usted aquí.

—¿Cuándo me rompí el tobillo?

—Sí, esquiando —confirmó Megan—. Luego, vino porque se había roto la clavícula.

—Sí, aquello fue haciendo parapente.

—Y, para terminar, una lesión en el bazo por la que tuvimos que operar.

—Aquello fue haciendo esquí acuático. Hice un precioso salto, pero me golpeé con uno de los esquís.

—Parece ser que es usted un visitante regular —dijo Megan poniéndole dos dedos en la muñeca para tomarle el pulso—. Por lo visto, tiene usted aficiones peligrosas. ¿Es usted de los que les gusta vivir al límite?

—Se vive bien así.

—¿Por qué le gusta?

—Porque es la única manera de no sentir nada.

Aquellas palabras sorprendieron a Megan, pero no le dio tiempo de contestar porque en aquel momento apareció el doctor Sullivan con los resultados de las placas de rayos X.

—Veo que ha recuperado por completo la consciencia, señor Reynolds —lo saludó—. Tengo buenas noticias para usted. No tiene nada roto, pero, por lo visto, según nos han contado los médicos que lo recogieron en ambulancia, intentó usted ponerse en pie después de accidente y no pudo.

—No, de dolía mucho la pierna —contestó Simon.

—¿Dónde exactamente?

—En el gemelo y el muslo.

—Entonces, podría tener usted un desgarro muscular.

—¿Y eso es grave?

—Es peor que una fractura porque el hueso tarda menos en curar. Los desgarros musculares tardan más y son más dolorosas.

Simon asintió e intentó incorporarse.

—Bueno, muchas gracias por todo. Me voy y les dejo la cama para alguien que realmente la necesite.

El doctor Sullivan le puso la mano en el pecho para indicarle que no podía irse.

—No tan rápido. Si estoy en lo cierto y ha sufrido usted un desgarro muscular, por lo menos, tendrá que caminar con muletas y, además, parece que podría usted tener traumatismo craneoencefálico.

—¿Podría?

—Sí, tiene que quedarse usted en observación —contestó el doctor—. ¿Ha tenido náuseas? —le preguntó a Megan.

—La verdad es que no se ha quejado de nada.

—¿Lo ve? —intervino Simon—. Estoy perfectamente, así que me voy. Muchas gracias por todo.

Al ver que se incorporaba, Megan se colocó a su lado por si se caía.

—¿Les importaría llamar a un taxi?

—No está usted en condiciones de irse —insistió el doctor Sullivan—. Todavía tenemos que curarle ciertas heridas y tiene usted un corte en el hombro en el que tendríamos que ponerle un par de grapas.

—Gracias, pero no será necesario —insistió Simon.

Megan observó cómo se quitaba el goteo que le habían puesto y supuso que aquel hombre odiaba los hospitales.

Por lo poco que lo conocía, sabía que era un hombre terco, así que intentar hacerle razonar con lógica no iba a servir de nada.

—Creo que será mejor que lo dejemos ir —le dijo al doctor.

—Me ha caído usted bien desde el principio —sonrió Simon.

—¿Cómo dices eso, Megan? —se sorprendió Sullivan.

—¿Cree usted que va a llegar muy lejos? Entre las heridas de la pierna y de la cabeza, no va a tardar mucho en caerse al suelo. Me apuesto un dólar a que, en cuanto intente apoyar la pierna, se va al suelo.

—¿Un dólar? —bromeó Simon—. No debe de estar usted tan segura de su diagnóstico cuando apuesta tan poco.

—Si tuviera más dinero y hubiera algún idiota por aquí que aceptara la apuesta, me haría millonaria —le espetó Megan—. Bueno, adelante, el doctor Sullivan y yo estamos esperando a que se ponga usted en pie para recogerlo cuando se desmaye nada más hacerlo o, en el mejor de los casos, seguir el rastro de sangre hasta la calle y recogerlo allí.

—Creía que las enfermeras eran ángeles piadosos.

—Ya le he dicho hace un rato que no soy ningún ángel.

—¿Y la piedad?

—Un idiota que se sube en una moto sin casco y que intenta irse del hospital sin dejar que le curen no merece ninguna piedad.

Simon se giró hacia el doctor con una ceja enarcada.

—Es dura de pelar —comentó.

—Se pone así porque tiene toda la razón, no está usted en condiciones de abandonar el hospital.

—Insisto en marcharme —contestó Simon deslizando las piernas hacia el suelo.

Megan se colocó entre sus piernas porque realmente temía que se cayera al suelo y se hiciera daño.

A pesar de todo, Simon se puso en pie, así que Megan no tuvo más remedio que agarrarlo de la cintura para que tuviera dónde apoyarse.

—Piénseselo bien —insistió—. Si no nos deja que le proporcionemos la asistencia médica que necesita, podría terminar con una infección a nivel general que lo mataría.

—Tiene razón, señor Reynolds —dijo el doctor Sullivan colocándose al otro lado del paciente.

—No me pueden obligar a quedarme.

—Claro que podemos —mintió Megan.

—Mentirosa —sonrió Simon—. Le recuerdo que he estado aquí muchas veces y me sé las normas.

Megan miró al médico de urgencias.

—Haga algo, doctor.

—No puedo —contestó Sullivan—. Sabes tan bien como yo que tiene derecho a negarse a recibir tratamiento. ¿Tiene usted alguien que lo cuide en casa?

—No necesito a nadie —contestó Simon.

—Necesita usted cuidados médicos —insistió el médico.

—¿Qué tipo de cuidados?

—Para empezar, un par de grapas en el hombro. De lo contrario, se le va a quedar una cicatriz espantosa.

—A las chicas les encantan las cicatrices.

—Eso no es verdad, pero, en cualquier caso, lo de la cicatriz no es tan importante. Lo verdaderamente peligroso es que se le infecte y la infección se extienda por todo el cuerpo.

—Creo que me voy a arriesgar —contestó Simon.

—¿Pero se puede saber en qué demonios está usted pensando? —lo increpó Megan—. ¿Qué le pasa?

—Que odio los hospitales —contestó Simon.

—Estupendo.

—Mire, señor Reynolds, lo mejor sería que nos dejara usted hacer nuestro trabajo y que se quedara una noche en observación —intervino el doctor Sullivan—. Si acepta, le prometo que mañana le doy el alta y podrá irse a casa acompañado de una enfermera.

—¿Una enfermera? —dijo Simon mirando a Megan.

—Sí —contestó Sullivan—. Va a tener que estar usted con goteo, le van a tener que estar cambiando las vendas y va a tener que estar bajo observación debido al golpe de la cabeza. Es peligroso si se desmaya y está solo y, además, va a necesitar ayuda porque, aunque parece que no quiere usted darse cuenta, tiene todo el cuerpo magullado y arañado.

Simon se quedó de silencio.

Megan se dio cuenta de que estaba considerando la situación seriamente, pero no estaba preparada para su propuesta.

—¿Podría ser Megan?