Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Natasha Oakley. Todos los derechos reservados.
UN ACUERDO DE NEGOCIOS, N.º 1968 - Diciembre 2012
Título original: The Business Arrangement
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-1259-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
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Cómo que no? Venga, Amy, por favor –Hugh extendió los brazos sobre el respaldo del sofá, con su sempiterna sonrisa–. Tienes que ayudarme.
Amelia Mitchell apenas levantó los ojos del libro que estaba leyendo, sentada sobre el arcón de la ventana.
–No lo creo. Seguro que puedes pedírselo a otra persona.
–Pero te lo estoy pidiendo a ti.
–Lo siento, no puedo.
–¿Por qué no puedes? Ahora mismo estás sin trabajo.
–Eso no tiene nada que ver –replicó ella, mirando el sonriente rostro de Hugh Balfour. Su tono de seguridad la sacaba de quicio, su expresión la ponía furiosa. Por lo visto, pensaba que sólo tenía que usar sus bien conocidos encantos y ella caería rendida a sus pies–. No quiero hacerlo.
–¿Por qué?
–Porque no me apetece. Tú serías insoportable y yo me aburriría. Si quisiera ser tu secretaria, habría solicitado el puesto –contestó Amy, soltando el libro–. De hecho, no se me ocurre nada peor. No entiendo por qué mi hermano Seb lo ha sugerido.
–Sólo intentaba ayudar.
–¿Ayudar a quién? –le espetó ella, indignada, levantando su metro cincuenta y ocho como si fuera metro ochenta–. Sé que sois amigos desde la infancia, pero yo soy su hermana. Debería pensar en mí antes que en sus amigos.
Pero sabía que eso era una tontería. A su hermano le parecería perfectamente normal ofrecerle ayuda a su mejor amigo, por muy inconveniente que eso fuera para ella. Amy lo adoraba, pero Seb nunca pensaba en sus sentimientos ni agradecía los sacrificios que había hecho por él.
Ni siquiera se le ocurrió avisar de que iría a pasar allí el fin de semana para ver la final de la regata Henley. Y si le llamaba la atención, sin duda le diría que tenía todo el derecho de ir, ya que era propietario de un tercio de la casa de Henley-on-Thames. Pero habría estado bien que tuviera la cortesía de llamar por teléfono, porque la casa del siglo XVII que habían heredado de su madre era su hogar.
–Sólo serán un par de semanas –insistió Hugh, imperturbable–. Piensa en el dinero, yo pago bien.
–No me hace falta.
–Debes de ser la única estudiante del mundo que no necesita dinero.
–Ya no soy estudiante, perdona. Soy licenciada en filosofía y letras.
–Sin trabajo.
Amy lo fulminó con la mirada.
–Y sin deseos de convertirme en secretaria. Y menos la tuya.
–Amy, por favor. De verdad necesito tu ayuda –insistió Hugh, con su irresistible sonrisa.
Ella apartó la mirada, preguntándose si alguien habría podido negarle algo a Hugh Balfour. Su madre no, desde luego. Para ella, era el paradigma del buen hijo.
Amy podría haberle dicho un par de cosas, como podrían las numerosas ex novias del «niño de oro» a las que él dejaba en cuanto se aburría de ellas. Con un metro ochenta y dos, los músculos de un deportista y el carisma de un líder, Hugh había recibido más dones de los que era justo.
Pero tenía serios defectos de personalidad. Defectos que, sin duda, había adquirido por salirse con la suya siempre, desde que nació.
Aunque no resultaba fácil recordarlos cuando uno se enfrentaba con su irresistible encanto que, en general, reservaba para mujeres con piernas kilométricas y perfecta estructura ósea.
Lo cual era irónico, pensó Amy. Hugh debía de estar desesperado para prestarle tanta atención a la hermana pequeña de Seb. No había hecho eso desde que rompió la ventana del reverendo Adderton con una pelota de crícket e intentó convencerla para que no lo delatase.
–Sigue, sigue –sonrió Amy.
–¿Qué?
–Que sigas suplicándome.
–Si tengo que hacerlo, lo haré –sonrió Hugh–. Querida Amy...
–No te pases. Me estoy mareando.
Él se relajó, seguro de su éxito.
–En cuanto Seb sugirió que hablase contigo, supe que eras perfecta. Y antes de que te enfades otra vez, no lo sugirió porque fuera una oportunidad profesional para ti sino más bien... una forma de protegerme a mí.
–¿De qué? –preguntó Amy. Aunque no tenía que preguntar. Los problemas de Hugh siempre tenían que ver con las mujeres y aquél no sería una excepción–. Si quieres mi ayuda, tendrás que decirme qué pasa. Vamos, cuéntame toda la verdad.
–¿La verdad?
–Si sólo necesitaras una secretaria porque tu ayudante se va de vacaciones, podrías llamar a una empresa de trabajo temporal o tomar prestada una secretaria de otro departamento. No soy idiota.
–Ya sé que no lo eres. Pero la verdad es que... es una información comprometida.
–Sorpréndeme.
–Si contrato a alguien de fuera, no podría confiar en su discreción.
–¿Por qué?
–No quiero que nadie sepa... –Hugh miró por la ventana.
–¿Qué?
–Es sobre... una mujer.
–Ah.
–No sé qué quieres decir con ese «ah» –replicó Hugh, irritado–. No hay ningún «ah». Esto no me había pasado antes y me he quedado sin ideas para solucionar... el problema.
–¿Un problema con una mujer? –Amy volvió a sentarse y cruzó las piernas, adoptando la pose de un psicólogo. Aquello mejoraba por segundos. Ya era hora de que una mujer se vengara por todas las demás, pensó.
Le caía bien Hugh. Siempre le había caído bien. Era muy divertido. Interesante. Pero trataba a las mujeres como si fueran pañuelos de usar y tirar.
–Pues sí, con una mujer.
–Qué sorpresa. Sigue.
Hugh se pasó la mano por el hombro izquierdo, como si intentara relajar la tensión acumulada allí. Se le había olvidado lo irritante que podía ser Amelia Mitchell.
Sabía usar un ordenador, era una persona leal y casi podía considerarla de la familia. Ésas eran buenas credenciales para una secretaria, pero se le había olvidado que tenía por costumbre reírse de él. Y aquella situación con la mujer de Richard era de todo menos divertida.
Por otro lado, Amy seguía siendo su mejor opción. De hecho, era su única opción.
–Esta mujer... me llama por teléfono... envía cartas y regalos a mi despacho. Y está cas...
–¡Casada! –lo interrumpió Amy, levantándose–. ¡No pienso hacerlo! Soluciona tú solito el problema. No pienso mentir por ti.
–Yo...
–Deberías saber que yo nunca me prestaría a romper un matrimonio. Después de todo lo que he visto...
–¿Quieres escucharme? –la interrumpió Hugh–. Siéntate y escúchame.
–Muy bien. Sigue –dijo Amy, dejándose caer sobre un sillón y trazando el dibujo de la alfombra con la punta del pie.
–Por eso necesito tu ayuda. Yo tampoco quiero romper un matrimonio. Las mujeres casadas no me han interesado nunca. Y aunque fuera así, no me sentiría tentado por ésta.
–¿Por qué?
Hugh clavó en ella sus ojos azules.
–Porque Sonya Laithwaite no acepta que no estoy interesado.
Amy abrió y cerró la boca varias veces.
–¿Sonya Laithwaite?
Hugh suspiró. Por fin había conseguido su atención.
Pero era más incómodo de lo que había esperado. No le gustaba pronunciar aquel nombre siquiera. Odiaba pensar lo que sentiría Richard si descubriera lo que estaba haciendo su mujer... y con quién. Seguramente, su relación con él se rompería.
Y tenía que evitarlo a toda costa. Richard era mucho más que su jefe, era su mentor. Siempre había estado a su lado en los momentos difíciles, lo había ayudado profesionalmente y era como un padre para él. Nada podría hacerle más daño que lo que Sonya estaba haciendo.
Hugh observó a Amy abriendo y cerrando la boca durante unos segundos.
–Deja de imitar a un pez. Esto es serio, Amy. De verdad necesito tu ayuda.
–¿Sonya Laithwaite? ¿La mujer de mi padrino?
Él asintió.
–Pero... pero si se casaron en mayo.
–Y ella ya está aburrida y buscando diversión –suspiró Hugh, levantándose–. Te juro que yo no he hecho nada para animarla –dijo entonces, pasándose una mano por el pelo.
Amy conjuró la imagen de Sonya el día de su boda, con un llamativo vestido blanco lleno de lentejuelas. Sólo la había visto en esa ocasión y el día que Richard organizó una fiesta para presentarla a todo el mundo... ese día causó impresión, desde luego.
Sonya Laithwaite era una pelirroja explosiva con un busto con el que podría sacarle un ojo a cualquiera que no estuviese atento. No era la clase de mujer que necesita que la animen para nada, a juzgar por cómo bailó con Seb en la fiesta, pero Hugh debía de haber hecho algo o dicho algo que la hubiera convencido de que estaba interesado.
Era increíble. Hugh le debía mucho a Richard Laithwaite. Cuando su padre murió, fue Richard, amigo de la infancia de su madre, quien se había encargado de él, que entonces tenía doce años. ¿Cómo podía pagarle así?
–No puedes tener una aventura con Sonya. No puedes hacerle eso a Richard. Él creyó en ti, fue tu mentor. No puedo creer que hayas caído tan bajo...
–Eso es exactamente lo que yo digo. No puedo. Aunque quisiera, no puedo. No lo haría nunca –replicó Hugh, mirándola a los ojos.
–¿No quieres? –repitió Amy, acariciando la cadena de oro que llevaba al cuello.
–No.
La respuesta había sido inequívoca, pero seguía teniendo sus dudas. Los hombres se volvían locos por mujeres como Sonya y Hugh se despistaba por un par de piernas más que la mayoría.
–¿Ni siquiera tienes la tentación?
–Claro que no. Es la mujer de Richard –contestó él–. Creo que ha sido un idiota por casarse con una mujer veintisiete años menor que él, particularmente una como Sonya. Y estoy seguro de que, tarde o temprano, encontrará a alguien que acepte su oferta, pero no seré yo. Debes de tener muy mala opinión de mí para pensar que haría algo así –añadió Hugh, enfadado.
Amy sonrió, convencida por fin.
–En lo que se refiere a las mujeres, no puede ser peor. Pensé que los obvios encantos de Sonya te habrían fascinado –dijo, con una sonrisa angelical.
–¿Ah, sí?
–Te gustan las mujeres de piernas largas, ¿no? Pues Sonya las tiene larguísimas. ¿Se te ha ocurrido decirle que no estás interesado? Ya sabes, decírselo así, a la cara.
–Sonya cree que estoy siendo noble.
–Pues entonces, no te conoce –replicó ella.
–Amy, esto no tiene ninguna gracia. Está convencida de que no quiero nada con ella porque me siento culpable, que lo único que me detiene es el miedo a lo que la gente pueda pensar.
–Dile que tú no sales con mujeres casadas. Que es muy complicado liarte con la mujer de tu jefe.
«Si fuera tan sencillo...», pensó Hugh. Había tenido numerosas conversaciones con Sonya pero, aparentemente, no habían servido de nada.
–No es tan fácil. Si intento hablar con ella, cree que tengo interés. Haga lo que haga, termina en desastre. Ella no abandona.
Amy arrugó el ceño al ver su expresión preocupada.
–¿Estás diciendo que te acosa?
–No sé qué entiendes tú por «acosar», pero me está haciendo la vida imposible –suspiró Hugh–. Mi secretaria se ha portado de maravilla. Cuando nos dicen que Sonya está en el edificio, Barbara se queda hasta más tarde para que podamos salir juntos. Y si estoy todo el día en la oficina, me lleva sándwiches para que no tenga que salir. Pero sin ella, no sé qué hacer.
–¿Una secretaria temporal no podría hacer lo mismo? –preguntó Amy.
–Entonces tendría que explicarle la situación. Sonya es la mujer del presidente, Amy. ¿Qué excusa puedo poner para no querer estar a solas con ella?
Amy se apartó el flequillo de la cara. Ninguna. Y si le explicaba la situación a una secretaria temporal, los rumores se extenderían por Harpur-Laithwaite como un incendio.
–¿Desde cuándo te acosa?
–Dos o tres meses. Al principio no le di mucha importancia porque Sonya siempre ha sido un poco... ya sabes, excesiva.
–Ya. Pero tuvo que pasar algo, tuviste que hacer algo para que ella decidiera convertirte en su presa.
Hugh lo había pensado muchas veces, intentando encontrar una frase, un gesto que la hubiese animado, pero no lo recordaba.
–No recuerdo ningún incidente. Yo creo que se siente atrapada en ese matrimonio... o quizá le gusta mi forma de vida.
Amy sonrió. Dudaba que su estilo de vida fuera lo más interesante para Sonya Laithwaite.
Richard era un hombre encantador, divertido e inteligente. Era capaz de leer Winnie the Pooh mejor que nadie y le compraba helados cuando era pequeña. Pero ¿casarse con él?
Nadie tenía ninguna duda de por qué Sonya se había casado con un hombre tan mayor: dinero. Richard era multimillonario. El misterio era por qué, de repente, había decidido abandonar su soltería.
Y ahora Sonya estaba aburrida. Tenía los vestidos de diseño, el coche de lujo, la mansión isabelina en Oxfordshire, pero no era suficiente.
Y luego estaba Hugh.
Debía admitir que era una alternativa interesante. Joven, guapísimo, divertido, con unos ojos increíbles. De un azul profundo, con un brillo travieso y sensual. Irresistible. Para ser inmune a Hugh Balfour había que conocerlo muy bien.
Pobre Richard. Él quería a Hugh como si fuera el hijo que no había podido tener. Para él sería una traición insoportable.
–¿Y qué vas a hacer?
–Esperar. Sonya le ha puesto a Barbara el mote de «el rottweiler» y cuando vuelva de...
–¿Crees que yo sería un buen perro guardián? Muchas gracias, hombre.
Hugh tuvo que sonreír, mirando esa nariz llena de pecas y los mechones de pelo que escapaban de su coleta.
–Yo creo que tienes potencial como cachorro de rottweiler y sé que no dirías nada. Además, si quieres que te sea sincero del todo, no son sólo los sentimientos de Richard lo que me preocupa.
–¿Qué quieres decir?
–Sonya es muy vengativa. Creo que, al final, voy a tener que ser muy claro con ella y si estamos a solas, temo que quiera hacer creer... lo que se le ocurra para hacerme daño. Podría decir que soy yo quien la persigue... como tú misma has creído al principio.
–Yo no he dicho eso.
–Sí lo has dicho. Bueno, el caso es que no quiero arriesgarme. No quiero hacerle daño a Richard, pero tampoco quiero que nadie ensucie mi reputación.
Amy asintió. Sonya podría querer vengarse si Hugh, que se había acostado con la mitad de Londres, la rechazaba.
–Ya veo que necesitas a alguien, pero no creo que yo sea la persona adecuada. Nunca he trabajado como secretaria.
–Sólo serán dos semanas.
–No es que no quiera ayudarte, Hugh. Es que... –Amy no terminó la frase. Resultaba difícil explicar cuáles eran sus objeciones.
XIX
El único vestido que cumplía con las reglas era uno beige: soso, aburrido y tan poco llamativo como ella.
¿Y a quien quería engañar? Hugh sólo tenía que fijar sus ojos azules en ella y se le olvidaría que era frívolo, arrogante y mujeriego.
¿Inmune a los encantos de Hugh Balfour? Claro que no. Nunca lo había sido.
Debería serlo, pero no era así. Aunque, al menos, podía disimular.
Amy tiró el vestido sobre la cama y, de un manotazo, apartó una mosca que volaba por la habitación, antes de ver cómo se chocaba contra el cristal. Así era como se veía a sí misma. Porras.