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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Nikki Logan. Todos los derechos reservados.

ENTERRAR EL PASADO, N.º 2495 - Enero 2013

Título original: Rapunzel in New York

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2614-4

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: MACSIM/DREAMSTIME.COM

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

–SERÁ mejor que vayas, Nathan. Hay una mujer a punto de saltar de tu edificio.

Dos frases.

Eso fue todo lo que hizo falta para que Nathan Archer saliera de su oficina en Columbus Circle y corriese hacia el norte de la ciudad, en dirección al edificio en el barrio de Morningside. El metro era el medio de transporte más rápido a esa hora, mucho más que un taxi o su chófer, pero lo dejó a una manzana del edificio de la calle 126 Oeste en el que había crecido y se había hecho mayor antes de tiempo.

Nathan tuvo que correr para llegar y, una vez allí, abrirse paso entre la gente. Aparentemente, toda la población del norte de Manhattan estaba esperando que algún pobre ser humano se subiera a un puente o a un tejado.

O a una cornisa.

Cuando llegó frente al edificio levantó la mirada y allí estaba, en la cornisa del décimo piso, pero no dispuesta a lanzarse como un pájaro, sino más bien en cuclillas. Parecía joven, aunque no era fácil saberlo a esa distancia.

Estaba mirando el cielo con intensidad, sin percatarse de la gente que la observaba desde la calle. ¿Estaría rezando o perdida en el atormentado mundo que la había hecho subirse a la cornisa?

–El equipo de emergencias viene hacia aquí –dijo un policía, a su lado–. Llegarán en veinte minutos.

¿Veinte minutos? La mujer debía de llevar allí al menos el cuarto de hora que él había tardado en llegar. ¿Qué posibilidades había de que aguantase veinte minutos más?

No muchas.

Nathan miró a los espectadores, que no hacían absolutamente nada para solucionar la situación, y tuvo que contener un suspiro.

Había muchas razones por las que a él le gustaba quedarse en la sombra. En la sombra le había ido bien toda la vida.

Uno hacía muchas cosas cuando no estaba perdiendo el tiempo siendo el centro de atención. Además, él pagaba a otras personas para que se colocasen bajo los focos.

Desgraciadamente, ninguno de ellos estaba allí en ese momento.

Él sí.

Nathan volvió a mirar a la mujer en la cornisa. ¿Los muros de la casa no habían albergado ya suficiente tristeza?

Mascullando una palabrota, se dirigió al portal. ¿A nadie se le había ocurrido intentar hablar con ella?

Cuando el ascensor se detuvo en el octavo piso, Nathan pasó al lado de tres personas que bajaban sin saber del drama que estaba teniendo lugar en su propio edificio. Cuando lo vieran en las noticias por la noche se darían de tortas por habérselo perdido.

Aunque no saldría en las noticias de la noche, se dijo, mientras él pudiese evitarlo.

No había trabajado tanto durante esos años para que una mujer con un tornillo suelto lo estropease todo.

Nate llegó al rellano del décimo piso y contó las ventanas de ese lado del edificio. Nueve, diez, once, en la duodécima se detuvo durante un segundo... antes de patear la puerta del apartamento 10B. Tan frágil como el resto del edificio, que tenía casi cien años, la puerta se vino abajo soltando una lluvia de astillas.

El apartamento era lo bastante pequeño como para mirar en las cinco estancias en veinte segundos, incluso cojeando por el dolor que sentía en el tobillo después de patear la puerta.

Tres de las habitaciones tenían ventanas al exterior selladas por razones de seguridad, pero el arquitecto debía de haber considerado que solo los adultos necesitaban ser salvados de sí mismos porque en todos los pisos había una ventana sobre la cisterna del inodoro. No era grande, pero sí lo bastante como para que una mujer o un niño se colasen por ella.

Él lo sabía por experiencia.

Aquella estaba abierta, sus elegantes cortinas de color limón volando con el viento.

El corazón de Nathan golpeaba dolorosamente sus costillas y tuvo que hacer un esfuerzo para llevar oxígeno a sus pulmones mientras se apoyaba en la cisterna para mirar hacia la cornisa, temiendo no encontrar más que un espacio vacío donde la mujer había estado unos minutos antes.

Pero seguía allí, de espaldas a él, a cuatro patas, ofreciéndole una buena panorámica de su trasero bajo unos ajustados pantalones vaqueros...

Y un montón de sogas y anclajes metálicos con los que estaba enganchada a la cornisa.

Nathan apretó los labios, furioso. De todas las estupideces que había visto en su vida...

Airado, asomó la cabeza por la ventana y gritó:

–¡Será mejor que salte o la empujaré yo mismo!

Viktoria Morfitt se dio la vuelta a tal velocidad que estuvo a punto de perder el equilibrio. Sus reflejos estaban oxidados por falta de uso, pero su memoria de montañera seguía intacta y, de inmediato, envió a sus músculos el mensaje de que debía sujetarse a la cornisa con las dos manos. La descarga de adrenalina hizo que soltase una palabrota al ver a un hombre asomando la cabeza por la ventana de su cuarto de baño.

Intentando recuperar el equilibrio, se echó un poco hacia atrás y, sin querer, golpeó el nido de halcones peregrinos que había estado instalando.

El extraño asomó medio cuerpo fuera, alargando una mano enorme hacia ella.

–Tranquila, solo era una broma. ¿Qué tal si vuelve aquí dentro?

Viktoria no se dejó engañar por su tono amable. Ni por los intensos ojos azules. Los malos nunca aparecían en tu puerta con cicatrices en la cara y hablando como Robert de Niro. Aparecían con el pelo encantadoramente despeinado y una camisa de diseño. Y unas manos grandes y cuidadas.

Era guapo. Exactamente el tipo de hombre al que una chica dejaría entrar en su apartamento.

Salvo que él había entrado sin pedir permiso.

Durante un segundo, Tori se planteó la idea de bajar desde allí. El intruso podía quedarse con sus cosas mientras ella se deslizaba por el canalón hasta el piso de abajo. Pero era demasiado arriesgado.

–¿Qué tal si sale usted de mi apartamento? –le gritó, nerviosa.

–Mire...

Tori se apartó al ver que alargaba las manos y, de nuevo, estuvo a punto de tirar el nido. Diablos, si lo hacía tendría que empezar de nuevo. Bueno, eso además de matar a alguien que pasara por la calle...

Cuando miró hacia abajo vio a unas treinta personas reunidas en la calle junto a un grupo de policías.

–¡Oigan... aquí arriba! –gritó–. ¡Suban ahora mismo! ¡Hay un ladrón en mi apartamento... el 10B!

El extraño hizo intención de agarrarle un pie, pero Tori se apartó a tiempo y miró de nuevo hacia abajo. Dos de los policías corrían hacia el portal.

–¿Sabe una cosa? Tengo que volver a una reunión, así que o salta de una vez o vuelve a entrar –le espetó él, antes de desaparecer en el interior del apartamento.

¿Saltar? Tori miró a la gente que estaba en la calle, observando el espectáculo. Observándola a ella.

¡Oh, no!

Debían de pensar que iba a tirarse de la cornisa. Él pensaba que era una suicida. Pero mientras los demás se habían quedado abajo disfrutando del espectáculo, aquel hombre se había atrevido a subir para ayudarla.

Y se merecía un punto por eso.

–¡Espere!

Tori se acercó a la ventana y asomó la cabeza en el interior. Era alto, guapo y ancho de hombros; de hecho, parecía llenar por completo el diminuto cuarto de baño. Pero que fuese guapo no cambiaba nada. Era un extraño y a ella no le gustaban los extraños que entraban en su casa.

–¿Va a entrar o no?

–Entraré si sale del baño y cierra la puerta. No, mejor espere en el rellano.

Él puso los ojos en blanco.

–Muy bien, esperaré en el rellano.

Cuando desapareció, Tori entró en el baño y, con una facilidad conseguida a base de años de práctica, se quitó el arnés como lo haría un contorsionista del Circo del Sol.

Como había dicho, el extraño la esperaba en el rellano... pero entre ellos había una montaña de astillas.

–¡Ha tirado la puerta de mi apartamento! –exclamó, en un tono parecido al de los halcones peregrinos que volaban sobre el edificio buscando un sitio para hacer sus nidos.

Él dejó escapar un suspiro.

–Mis disculpas por creer que estaba a punto de lanzarse desde la cornisa.

No parecía sincero en absoluto, pero iba increíblemente bien vestido y, a pesar de tener una ceja irónicamente arqueada, era un hombre muy guapo.

Dos policías aparecieron en el rellano en ese momento.

–¡Ha tirado abajo mi puerta! –repitió Tori.

Más alto que ambos policías, el extraño se volvió hacia ellos con expresión despreocupada.

–Agentes...

Los agentes se lanzaron sobre él, empujándolo y obligándolo a apoyar las manos en la pared para cachearlo. Él giró la cabeza para fulminarla con la mirada y Tori, de repente, se sintió culpable. En realidad, no le había hecho daño. Ni siquiera había intentado hacérselo.

Él echaba chispas mientras sacaban su móvil y su cartera del bolsillo para tirarlos al suelo. No dejaba de mirarla como si fuera culpa suya y esa mirada encendida era tan turbadora que Tori se inclinó para recoger sus cosas y limpiarles el polvo.

–¿Qué hace aquí? –preguntó uno de los policías.

–Lo mismo que usted: intentando evitar que esa mujer saltase de la cornisa.

–Ese es nuestro trabajo –dijo el segundo policía.

El extraño lo miró por encima del hombro.

–Pues no parecía que fueran a hacerlo antes de mañana.

–Hay que seguir un protocolo.

Cuando volvieron a empujarlo contra la pared, Tori hizo una mueca. Muy bien, aquello era pasarse.

–¿Es usted responsable de esta situación? –le preguntó el policía más alto, mirando por el hueco que había dejado la puerta–. Puede denunciarlo por entrar en una propiedad privada, señorita.

–En realidad, la propiedad es mía –dijo el extraño.

–¿Cómo que es suya?

–Que yo soy el dueño de este edificio, Nathan Archer –respondió él, señalando la cartera que Tori tenía en la mano–. Ahí está mi documentación.

–¿Es usted mi casero? –exclamó ella.

Uno de los policías le quitó la cartera de la mano para mirar la documentación.

–Esto confirma su nombre, pero no que sea el propietario del edificio.

–¿A quién le paga el alquiler, señorita?

«A un capitalista sin escrúpulos», pensó ella.

–A la empresa Sanmore.

–Mire en ese compartimento de la cartera –dijo Nathan Archer.

El policía sacó una tarjeta de visita.

–«Nathan Archer, presidente de Empresas Sanmore» –leyó.

Ambos agentes lo soltaron al mismo tiempo.

Nathan Archer, el responsable del estado en el que se encontraba el edificio. Probablemente viviría en la mejor zona de Manhattan y era demasiado importante como para preocuparse por un ascensor que no funcionaba o por una moqueta vieja y roñosa.

–Sigue siendo mi puerta –dijo Tori–. Imagino que tendré derechos.

El segundo policía miró a su compañero antes de mirarla a ella.

–Podría denunciarlo por allanamiento.

–Eso es. Yo no lo he invitado a entrar y menos a tirar mi puerta abajo –Tori miró a Nathan Archer con una sonrisa de triunfo en los labios.

–Estaba intentando salvarle la vida.

–Mi vida no estaba en peligro, muchas gracias. Llevaba una sujeción.

–Eso no se veía desde la calle. O desde el otro lado de esa puerta –replicó él, sus ojos azules, azulísimos, brillando, pero ya no de furia exactamente. Al contrario, era una mirada de... interés. ¿De interés sexual?

En ese momento, los dos policías dejaron de existir.

Y no la ayudó nada que una vocecita le recordase que había intentado ayudarla. Pero ella no quería ser seducida por aquel hombre. En absoluto.

Quería estar enfadada con él.

De modo que se estiró todo lo que pudo y habló despacio, por si acaso los golpes contra la pared habían hecho mella en su avariciosa mente capitalista.

–¡Ha tirado mi puerta abajo!

–Le pondré una nueva –replicó él, con irritante calma.

Los policías se miraron, divertidos.

–Pues ya que tiene que cambiar la puerta, ¿qué tal si pone una lavadora nueva en la lavandería del sótano? ¿Y un portero automático que funcione para que no tengamos que bajar a abrir?

Nathan Archer se irguió a su vez, retador.

–Todo en este edificio cumple con las ordenanzas municipales.

–Nada en este edificio funciona como debería. Usted solo hace lo suficiente para que no podamos denunciarlo –replicó Tori–. Tenemos agua corriente y electricidad, pero eso es todo. El ascensor ni siquiera llega hasta el último piso.

–Nunca ha llegado.

–¿Y esa es razón para no arreglarlo? La inquilina del 12C es una anciana que tiene que subir a pie hasta su piso. Y las normas contra incendios...

–Las normas contra incendios dicen que deben usar la escalera en caso de emergencia. Y la escalera está perfectamente, lo sé porque he tenido que subir diez pisos corriendo para salvarle la vida.

Tori dio un paso adelante, sin amedrentarse.

–¡Una octogenaria no debería tener que subir dos pisos andando!

–¡Entonces debería haber alquilado un piso en otra planta!

Como era muy alto, tenía que inclinarse para gritarle a la cara y eso hizo que el pulso de Tori se acelerase.

–Los apartamentos de las plantas bajas están llenos de otras personas mayores...

–¿Les gustaría hablar en privado? –los interrumpió uno de los policías–. ¿O tal vez buscar una habitación?

–Yo ya tengo una habitación –replicó ella–. Lo que no tengo es una puerta.

–No se preocupe, haré que la arreglen hoy mismo.

–De modo que tiene un equipo de mantenimiento a su disposición. Por el estado del edificio cualquiera lo diría...

–Bueno, pues ya está –dijo el policía–. Creo que nosotros ya no tenemos nada que hacer aquí.

–No hemos terminado –replicó Tori–. ¿Y los cargos por allanamiento?

El hombre miró a Nathan.

–Bueno...

–¿Qué pasa? ¿Les muestra una tarjeta de visita y ahora, de repente, es el jefe?

Los tres la miraron como si estuviera loca. Más o menos lo que Nathan Archer había pensado media hora antes, cuando intentó hacerla bajar de la cornisa.

–Quiero denunciarlo por allanamiento. Entró en mi apartamento sin pedir permiso.

–¡Estaba intentando salvarle la vida!

Ella echó la melena hacia atrás.

–Eso dígaselo al juez.

–Imagino que tendré que hacerlo.

Uno de los policías le tomó declaración mientras el otro hablaba en voz baja con Archer, a unos metros. Él sonreía mientras el policía sacudía la cabeza y Tori se puso en jarras.

–Cuando dejen de hacerse amiguitos...

El agente que estaba tomándole declaración se volvió hacia Archer.

–Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podría ser usada...

Mientras le leía sus derechos, Tori le devolvió el móvil intentando no mirarlo a los ojos porque, cuando lo hacía, perdía la concentración. Pero cuando sus dedos se rozaron, ella apartó la mano, nerviosa.

–... si no puede contratar a un abogado, el Juzgado le concederá un abogado de oficio...

Ya, claro. Nathan Archer seguramente vivía rodeado de abogados. Su fina camisa blanca debía valer más que el alquiler que ella pagaba durante todo el año.

Los policías lo acompañaron por la escalera, aunque parecían haber decidido que esposarlo era una exageración. Una pena. Archer fue con ellos mientras hablaba por el móvil, pero antes de desaparecer se volvió para mirarla, un mechón de pelo oscuro cayendo sobre su frente, entre esos ojos de actor de Hollywood. No parecía en absoluto preocupado por la amenaza de denunciarlo y eso, por alguna razón, la enfadaba aún más.

–¡Será mejor que se reserve esa llamada para cuando esté en la celda! –le gritó–. ¡Va a tener que llamar a alguien que arregle mi puerta!