Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Teresa Southwick. Todos los derechos reservados.
MI QUERIDO VECINO, N.º 1965 - Enero 2013
Título original: The Doctor and the Single Mom
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-687-2620-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
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Realmente me gusta lo que veo.
Adam Stone no estaba refiriéndose solo al apartamento de alquiler que estaba visitando... sino también a la guapa señorita que lo alquilaba. Jill Beck era muy atractiva y tenía un precioso cabello pelirrojo rizado. Se planteó pedirle que tuvieran una cita, pero no estaba allí por aquella razón. Un camión de mudanzas con sus pertenencias estaba dirigiéndose en ese preciso momento de Dallas a Montana y necesitaba encontrar un lugar donde vivir en Blackwater Lake antes de que llegara.
—¿No es un poco pequeño para usted, doctor Stone? —preguntó Jill, posando sus ojos marrones sobre él.
Adam se quedó sin habla momentáneamente.
Ambos estaban de pie en el amplio salón del apartamento. Por una de las ventanas podía verse un frondoso bosque de árboles muy verdes y por la otra el lago Blackwater Lake, que daba nombre al lugar. Solo la mujer que tenía delante representaba una vista mejor que ambos.
—Llámame Adam.
A continuación miró la chispeante agua del lago de la pequeña ciudad, que se encontraba a casi ciento sesenta y un kilómetros al norte de Billings, Montana, tras lo que volvió a fijarse en la vivienda. Parecía exactamente lo que estaba buscando. Tenía un salón-comedor, dos dormitorios y dos cuartos de baño. Los suelos eran de tarima y los techos muy altos.
Las escaleras que subían al apartamento estaban situadas a un lado de la puerta principal de la casa de Jill, que era idéntica a aquella vivienda. Cuando había dejado claro que quería convertirse en su inquilino, la expresión de la cara de ella había reflejado una gran cautela.
Se cruzó de brazos y la miró.
—Soy un hombre soltero. ¿Cuánto espacio crees que necesito?
—Me da la sensación de que necesitas más del que puedes encontrar aquí —contestó Jill con seriedad.
Adam se dio cuenta de que con aquella mujer lo iba a tener difícil. Como médico de familia sabía escuchar, interpretar el lenguaje verbal y leer entre líneas. Y obviamente ella estaba tensa. Se preguntó si se habría dado cuenta de que cuando habían subido por las escaleras le había mirado el trasero. Este era realmente espectacular. Él era un hombre y los hombres se fijaban en las mujeres, sobre todo en las bonitas. Jill Beck tenía algo especial. Y no eran solo sus pechos...
No sabía qué podía haberle molestado tanto e intentó descubrirlo.
—Si fuera un hombre de familia en vez de médico de familia, este apartamento representaría un problema con respecto al espacio, pero ese no es el caso. Me dijeron que es el mejor lugar que puedo alquilar y estoy de acuerdo.
—¿Alguien en la Mercy Medical Clinic te habló de mí?
—Sí —contestó Adam. Había sido el médico que iba a jubilarse y a quien él iba a sustituir el que le había hecho la recomendación, junto con la recepcionista y la enfermera.
—¿Has mirado en otros lugares? —quiso saber Jill.
—Sí —admitió él—. Pero no hay mucho disponible.
—Hay un par de casas en alquiler —comentó ella—. Y probablemente el hotel Blackwater Lake tenga alguna habitación disponible hasta que encuentres lo que estás buscando.
—Sí, pero las casas no están tan cerca del centro de la ciudad y de la clínica como este apartamento. Y el hotel... —dijo Adam, encogiéndose de hombros— quiero establecerme en algún lugar. Esta vivienda es lo mejor.
—¡Qué suerte para mí! —exclamó Jill, intentando en vano parecer alegre.
Él sintió como una intensa terquedad se apoderaba de sus sentidos...
—Me gustaría alquilar este apartamento, señora Beck —sentenció, llamándola de usted.
Si ella se dio cuenta de que no la había llamado Jill, no comentó nada al respecto. Todo lo que hizo fue encogerse de hombros.
—El contrato está en mi escritorio. Te sugiero que lo leas antes de tomar una decisión final.
Sus palabras reflejaron cierto tono de advertencia, pero Adam la siguió hasta su vivienda, concretamente hasta el escritorio donde tenía el ordenador en una esquina del salón, que era realmente acogedor. Había fotografías por todas partes. En el escritorio había una de Jill con un niño de pelo pelirrojo y rizado que dejaba intuir quién era su madre. Por lo que pudo ver, no había ninguna del padre del pequeño.
Ella le entregó el contrato.
—Léelo detenidamente.
Él no necesitaba un microscopio para darse cuenta de que los términos del contrato favorecían a la casera.
—No sabía que el depósito fuera tan caro.
—Los caseros necesitamos ciertas garantías —explicó Jill.
El hecho de que ella fuera madre soltera explicaba las cauciones financieras estipuladas en el contrato.
—Insisto en que el depósito es demasiado dinero.
—Es necesario.
—Y este cargo por terminar el contrato antes de tiempo me parece excesivo teniendo en cuenta que se ha dejado claro que el inquilino debe pagar el alquiler estipulado por la duración del contrato o hasta que se encuentre otro inquilino.
—También es necesario —respondió Jill—. Los costes de limpiar y pintar entre inquilinos se acumulan. Así mismo, tengo que añadir el gasto de anunciar de nuevo que el apartamento está en alquiler.
—Pero yo voy a pagar el alquiler —aseguró Adam.
—Eso dicen todos —comentó ella con el escepticismo reflejado en la expresión de su cara—. Esto cubre los meses de invierno. En primavera y verano hay más probabilidades de encontrar un inquilino que se quede.
—¿Y por qué estás tan segura de que yo no lo haré?
—El último doctor se marchó tras la primera nevada.
—Yo no soy el último doctor.
—Está bien —dijo Jill—. La clínica te sustituirá cuando te marches.
—Eso no es lo que he querido decir y estoy bastante seguro de que lo sabes.
—No significa que no sea cierto.
Él apoyó la cadera en el escritorio de ella.
—¿Estás intentando que no alquile tu apartamento?
—¿Está funcionando? —preguntó Jill sin negar o confirmar aquella acusación.
—Corrígeme si me equivoco, pero el alquiler de inmuebles supone un negocio. Y me parece que estás haciendo de esto algo personal —supuso Adam.
—Es una combinación de ambas cosas. He dejado clara la parte profesional en el contrato —explicó ella, mirando a continuación la fotografía en la que aparecía con su hijo—. Soy madre soltera, lo que me hace tener un interés personal en quién vive en la planta de arriba de mi casa. Por eso averiguo todos los detalles personales del posible inquilino antes siquiera de enseñarle el apartamento. El sheriff de la ciudad es buen amigo mío.
A él le dio la impresión de que ella había esperado haber encontrado algo que le hubiera dado una razón para rechazarlo como inquilino.
—¿Pasé la prueba?
Jill sonrió de manera reacia.
—Normalmente soy precavida con los testimonios de familiares, pero los tuyos son diferentes.
—Lo sé, pero... ¿por qué lo piensas tú?
—Cuando tu padre ha ganado un Premio Nobel y tu madre es ingeniera biomédica, por no mencionar que tu hermano es uno de los cirujanos cardiacos más importantes del país, la opinión de estos tiene cierto peso.
—No te haces idea —comentó Adam, pensando que finalmente la carga de estar emparentado con su talentosa familia había obrado a su favor.
—Y tú eres médico de familia... ¿les dieron a tus padres el bebé equivocado cuando naciste?
—Mucha gente me dice lo mismo —confesó él, que hacía mucho tiempo había aprendido a no tomárselo de manera personal. Trabajaba en lo que le gustaba—. Habría pedido una prueba de ADN, pero físicamente soy exactamente igual a mi padre y tengo una hermana gemela.
—¿También es médico?
—Sí. Es una lumbrera. Trabaja para la NASA.
—¡Vaya! Tu familia tiene unas referencias realmente impresionantes —dijo Jill.
—Así que conoces mi entorno. Pero eso no explica la política tan dura que sigues en cuanto al alquiler.
—Si lo piensas, en realidad sí que lo explica.
—¿Cómo? —respondió Adam, mirándola.
—Tengo que preguntarme por qué estás aquí —explicó ella.
—No estoy seguro de comprender lo que dices —mintió él, que en realidad lo comprendía perfectamente.
En numerosas ocasiones se había cuestionado su carrera y su estilo de vida, sobre todo debido a los impactantes logros de su familia. La percepción que tenía era que, si aquella era la mejor especialidad que podía elegir, no era tan bueno como ellos. Su exmujer no había dudado en abandonarlo cuando había elegido seguir aquel camino profesional. No había sido suficientemente ostentoso para ella.
—Blackwater Lake es una ciudad pequeña —comentó Jill.
—Pero está creciendo —señaló Adam.
—Sí —concedió ella, esbozando una mueca que le marcó aún más el hoyuelo que tenía en la barbilla—. Pero ahora mismo no es muy grande. El verano está acabándose y el invierno llega pronto al norte de Montana. Podrías haber elegido muchos lugares más calurosos para ejercer tu carrera.
Él pensó que alguien, probablemente su madre, había compartido información acerca de las ofertas laborales que le habían llegado de Los Ángeles, San Francisco, Miami y Dallas, donde había estado trabajando recientemente.
Hacía mucho tiempo había comprendido que su familia jamás entendería por qué quería tratar directamente con las personas, con la unidad familiar, en vez de convertirse en un experto de renombre en alguna parte específica del cuerpo humano. Si la gente que mejor lo conocía no lo entendía, de ninguna manera iba a ser capaz de explicárselo a una extraña como Jill.
Pero de todas maneras lo intentó.
—En la universidad descubrí que hay factores más allá de las enfermedades y los diagnósticos que afectan a la salud. Tratar al paciente en sí y no solo una parte de su cuerpo era importante para mí. Me motiva conocer a las personas en su entorno. Me gusta la gente.
—Es muy noble por tu parte —respondió ella, que parecía sincera e impresionada—. Pero... ¿por qué aquí?
—Cuando era niño venía a un campamento en Blackwater Lake. Mis padres estaban siempre muy ocupados y viajaban mucho, por lo que mantenernos entretenidos a mis hermanos y a mí era muy importante. Me enamoré de este lugar y nunca lo olvidé. Ser parte de una comunidad me resulta esencial. Así que cuando salió una vacante en la clínica local, eché una solicitud.
—¿Cuántos años estuviste viniendo al campamento?
—Nueve —reveló Adam—. Dallas es estupenda, pero muy grande. Ver la diferencia de vida entre una gran metrópoli y una pequeña ciudad como esta me hizo ser consciente de lo que quería. Quiero vivir y trabajar aquí, en Blackwater Lake.
—Eso te resulta fácil de decir cuando el tiempo es agradable, como hoy. Pero ¿qué pasará cuando tengas que acudir a la clínica en medio de una ventisca? —preguntó Jill, levantando una mano al ver que él abría la boca para protestar—. Yo puedo decirte lo que pasará; cambiarás de idea acerca de la vida en las pequeñas ciudades. Correrás al aeropuerto más cercano... que no está muy cerca. Tomarás un vuelo a la ciudad más cercana y... ¿adivina quién se quedará con el contrato de arrendamiento en la mano? Tengo una familia que mantener.
Para Adam aquello parecía la confirmación de que no había ningún ex que la ayudara a criar a su hijo. Obviamente alguien le había hecho daño y él tenía que firmar un contrato legal para ofrecerle cierta tranquilidad.
No solía responder bien a las vibraciones negativas... y Jill Beck parecía emanarlas a raudales. Ello le hacía querer retarla. Su parte obstinada siempre hacía su vida interesante.
—Sigo queriendo alquilar el apartamento.
—¿Te das cuenta de lo que cuesta? —respondió ella, frunciendo el ceño.
—A pesar de mi poco desafiante elección de profesión, me saqué la carrera de Medicina. Puedo hacer el cálculo. Me encanta este lugar y el coste no es un problema.
—Está bien.
—Si no te satisface un cheque, puedo ir al banco o a un cajero automático para sacar efectivo —ofreció Adam, tomando un bolígrafo del escritorio de ella y firmando el contrato.
Adam Stone.
Jill pensó que no había conocido a ningún hombre con una voluntad más inquebrantable... ni a ningún hombre más guapo. Era su peor pesadilla... e iba a instalarse en el apartamento de la planta de arriba de su casa. El camión de mudanzas había llevado sus pertenencias hacía unas horas.
En principio, Adam era el inquilino perfecto. Médico. Empleado por la Mercy Medical Clinic. Pertenecía a una importante familia. Y el cuantioso cheque que le había entregado había dejado clara su situación económica.
Pero para ella, él no podía ser peor. Era joven... y demasiado guapo. Incluso le caía bien. Era gracioso y encantador. ¡Maldito fuera!
Nada de aquello suponía un problema... hasta que él se marchara. Y lo haría. Todos se marchaban. En realidad, debía estar acostumbrada a que los hombres se alejaran de ella, aunque uno nunca se acostumbraba a ver sus ilusiones pisoteadas. Todavía dolía. Pero era una mujer adulta y comprendía lo que ocurría. Su hijo solo era un niño y no iba a permitir que un guapo inquilino hiriera de nuevo los sentimientos de C.J.
Hablando de su hijo...
Se apartó del escritorio y se restregó los ojos, irritados tras haber estado mirando la pantalla del ordenador durante tanto tiempo. La asignatura de económicas que estaba realizando para su curso online le había llevado más tiempo del anticipado.
—¿C.J.?
No obtuvo respuesta. La casa estaba demasiado silenciosa. Su hijo tenía seis años y no era en absoluto silencioso.
—C.J., ¿estás escondiéndote? —preguntó, levantándose. Esperó oír la risita tonta de su pequeño, la pista de que estaba jugando a un juego no anunciado.
Pero los únicos sonidos se escucharon en la planta de arriba de la casa... unas ligeras pisadas y un golpe. El doctor Encandilador debía de estar colocando sus pertenencias. Se preguntó si debía ofrecerle ayuda... aunque sabía que, si era inteligente, no debía hacerlo.
Se acercó por el pasillo hasta el dormitorio de su hijo, donde había visto a este por última vez jugando con sus muñecos de acción... muñecos en aquel momento abandonados sobre la alfombra beis de la habitación. La cama estaba hecha y C.J. no estaba allí.
—¿C.J.? —dijo en voz alta, abriendo el armario para asegurarse de que su travieso hombrecito no estaba jugando con ella.
Pero su pequeño no estaba allí. En aquel momento comenzó a preocuparse ya que a C.J. se le daba muy bien salir de casa sin ser oído.
Volvió a su escritorio y tomó el teléfono. Marcó el número de su negocio en el puerto deportivo.
—Blackwater Lake Marina y Bait Shop —contestó el encargado de la tienda.
—¿Brewster? Soy Jill.
—Hola, jefa. ¿Qué tal?
—Dile a C.J. que debe regresar a casa... y que va a tener problemas —dijo ella, sentándose a su escritorio.
—Me encantaría decírselo, pero no está aquí —respondió Brewster.
Preocupada, Jill sintió como le daba un vuelco el estómago.
—¿Estás seguro? Tal vez ha entrado sin que lo hayas visto. Ya sabes que le encanta asustarte.
—No, seguro. He estado en la puerta principal toda la tarde y no ha podido entrar de ninguna manera.
—Está bien. Gracias.
—¿Quieres que lo busque?
—No. Estoy segura de que está en la casa, escondido en algún sitio. Adiós, Brew.
Tras colgar el teléfono, pensó que no tenía por qué cundir el pánico. Probablemente C.J. estaba jugando a algún nuevo juego que se había inventado, algo que hacía frecuentemente.
Volvió a oír más pisadas en el apartamento de arriba, pisadas seguidas de nuevo por un golpe. Frunció el ceño al pasársele una posibilidad por la mente.
—No se atrevería...
Entonces se dirigió a las escaleras que había junto a la puerta principal de su casa y subió hasta el apartamento de Adam. Llamó a la puerta y momentos después su inquilino abrió con una sonrisa reflejada en los labios.
Ella sintió como de nuevo le daba un vuelco el estómago. Obviamente no podía controlar sus reacciones ante un hombre tan guapo.
—Hola —dijo él—. ¿Qué pasa? ¿Necesitas más dinero?
—No hasta el próximo mes —respondió Jill, sonriendo a su vez. Decidió que ya que tenía que tratar con Adam, era mejor hacerlo de forma amistosa—. ¿Estás instalándote sin problemas?
—Sí, gracias por preguntar —contestó Adam, mirándola fijamente—. ¿Ocurre algo?
—Me preguntaba si habías visto a mi hijo —confesó ella. Se dijo a sí misma que o él era super-observador o ella jamás podría mejorar su situación económica jugando al póquer.
—¿Es más o menos así de alto? —preguntó Adam, señalando la altura de C.J.—. ¿Tiene el pelo pelirrojo y rizado? ¿Lleva pantalones vaqueros, zapatillas de deporte y una camiseta de Spiderman? Se parece mucho a ti.
—Una descripción perfecta... que significa que lo has visto recientemente —comentó Jill, relajándose.
—Sí, ha estado ayudándome a colocar mis cosas.
—Deberías haberle dicho que regresara a casa —espetó ella, nerviosa de nuevo... pero por una razón muy diferente—. Sabe que no debe molestar a nuestros inquilinos.
Adam se cruzó de brazos. El movimiento fue tan profundamente masculino que a Jill se le quedó la boca seca. Hacía demasiado tiempo que no había tenido una cita y tal vez debía hacer algo al respecto.