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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Anne Mather. Todos los derechos reservados.

ENREDOS Y MENTIRAS, N.º 134 - Enero 2013

Título original: Alejandro’s Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

 

© 2003 Anne Mather. Todos los derechos reservados.

PECADO DE SEDUCCIÓN, N.º 134 - Enero 2013

Título original: Sinful Truths

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Publicados en español en 2003 y 2004.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2632-8

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: JAMEY EKINS/DREAMSTIME.COM

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

 

 

Enredos y mentiras

Capítulo 1

 

La radio no paraba de hablar de la temperatura de Miami, las máximas y las mínimas, la humedad, etc... A Abby la humedad le daba igual y el calor era algo subjetivo, al fin y al cabo.

Cuando media hora antes había salido del aeropuerto, le había sorprendido la intensidad de la luz del sol. No había tardado mucho en ponerse a sudar, pero en aquella lujosa limusina se estaba helando de frío con el aire acondicionado.

Solo quería llegar al hotel y tumbarse hasta que se le pasara el dolor de cabeza.

Algo que, evidentemente, no iba a poder hacer. La llegada de la limusina, que no debía de ser de Edward, lo dejaba claro.

En lugar de Lauren dándole la bienvenida se había encontrado con un chófer que no parecía muy inclinado a darle conversación.

Al principio, cuando el vehículo se había alejado del aeropuerto y se había adentrado en las calles de la ciudad, no se había preocupado, pero, al ver que iban en dirección sur y se alejaban del hospital en el que su hermano la esperaba, se había empezado a inquietar.

Por lo que recordaba de su primera y única visita a aquella ciudad, iban hacia Coral Gables.

Las únicas personas conocidas que vivían allí eran los padres de Lauren.

«Y Alejandro Varga», le recordó su memoria. Pero ella se apresuró a ignorarla.

Si iban hacia casa de los Esquival, tal vez, le podrían decir si el estado de su hermano era grave o no. Debía de ser que Lauren, su esposa, había elegido quedarse en casa de sus padres mientras su marido estaba ingresado.

Miró por la ventanilla ahumada y disfrutó del paisaje. Varios yates salían a navegar y había palmeras por todas partes. Aquella parte de la ciudad era preciosa.

Coral Gables era uno de los barrios más antiguos de Miami y, como ponían de relieve sus plazas y fuentes, tenía clara influencia española.

Allí vivían varias de las familias más ricas del país, tal y como le habían repetido los Esquival una y otra vez.

Al pensar en ellos, se preguntó por qué no habría ido nadie a recibirla al aeropuerto. ¿Habría ocurrido algo? ¿Por qué la llevaban a su casa y no al hospital a ver a su hermano?

¿Habría muerto?

«¡No, no puede ser!», se dijo horrorizada.

Había hablado con él hacía dos días. De hecho, él mismo le había contado que estaba hospitalizado porque había tenido un accidente de tráfico, pero no le había dicho en ningún momento que estuviera grave.

Estaba molesto y enfadado, sí, pero era comprensible, ya que Edward seguía sintiéndose como un extranjero aunque era ciudadano estadounidense.

Abby suspiró.

Algo le decía que aquella visita no iba a ser fácil y volver a casa, tampoco. Ross, su prometido, se había enfadado mucho cuando le había dicho que tenía que ir a ver a su hermano porque decía que ya era hora de que Edward creciera y se responsabilizara de sus acciones en lugar de andar llamando a su hermana siempre que tenía problemas.

«Ya no es así», pensó Abby.

Era cierto, sin embargo, que de jóvenes había tenido que pagar sus deudas en más de una ocasión.

A los diecinueve años, había decidido irse a Estados Unidos a estudiar. A Abby le había parecido una locura al principio e incluso se había llegado a plantear si no habría sido porque Selina Steward se había ido a Florida.

Nunca se lo había dicho, pero su decisión le había causado una pena inmensa, ya que Edward era el centro de su vida. Abby siempre estaba pendiente de él, intentando suplir a la madre que apenas recordaba. Cuando él se fue de Inglaterra, solo le quedó su trabajo como profesora.

Consiguió sobrevivir y se alegró al ver que Edward se aclimataba bien a su nuevo país. Se aclimató tan bien, que un día llamó para anunciarle que se casaba con la hija del dueño del restaurante en el que trabajaba. ¿Qué más daba que solo hiciera unos meses que se conocían? Se iban a casar e insistió en que Abby debía ir a su boda...

No merecía la pena recordar lo que había pasado después de la boda. Debía concentrarse en por qué había vuelto. ¿Cómo estaría Edward?

Si le hubiera pasado algo, jamás se lo perdonaría. Aunque, por otra parte, tenía veintidós años y sabía lo que hacía, ¿no? Aun así, siempre sería su hermano pequeño y su instinto maternal la llevaba a preocuparse día y noche por él.

Aquello era algo en lo que prefería no pensar.

Se acarició el dedo en el que resplandecía el anillo de compromiso de Ross. Llevaban comprometidos desde navidades y se conocían desde antes de que Edward se hubiera ido a Estados Unidos tres años atrás.

Y ahora habían discutido precisamente por Edward. Según Ross, salir corriendo para estar junto a su cama era una locura. Se iban a casar en seis meses y no tenían dinero para tirarlo en billetes de avión. Nada hacía pensar que Edward estuviera grave, así que su decisión era una estupidez.

No la había llamado estúpida, por supuesto, pero le había dicho que, cuando se casaran, las cosas iba a cambiar. No podía seguir comportándose como si tuviera que llevar a su hermano de la manita.

Abby hizo una mueca. «Cuando se casaran». Aquellas palabras tenían en Miami menos fuerza que en Londres.

Se dijo que no era porque no quisiera a Ross. Debía de ser que llevaba demasiados años soltera. ¿Por qué le costaba tanto imaginarse compartiendo su vida con un hombre?

¿Quizás por culpa de Alejandro Varga?

Se apresuró a volver a apartar aquel nombre de su cabeza. Al igual que el abandono de su madre y la muerte por cirrosis de su padre al poco tiempo, aquel hombre era agua pasada.

No tenía cabida en su vida.

Ella solo había ido a ver a Edward.

¿Y si Alejandro también se presentaba en el hospital?

Al fin y al cabo, era primo de su mujer.

No, era poco probable. No eran más que parientes lejanos.

Además, estaba casado.

Sintió un nudo en la garganta y se alegró al notar que el coche estaba disminuyendo la marcha. Miró por la ventanilla y reconoció la zona de Miami en la que los Esquival tenían su casa, un bonito edificio rodeado de césped y un gran muro que los aislaba de los curiosos.

–¿Es la primera vez que viene a Miami, señora? –le preguntó el conductor de repente.

–No, la segunda –contestó Abby preguntándose por qué la habría llamado señora.

¿Tan mayor parecía?

–Así que ha estado antes en casa de los Esquival...

–Sí. ¿Vamos allí? ¿Y mi hermano? ¿No vamos al hospital? –preguntó preocupada–. ¿Sabe usted si está bien?

–No lo sé –contestó el conductor–, pero pronto lo verá usted y se lo podrá preguntar en persona porque está en casa de los Esquival.

–Me habían dicho que estaba ingresado...

–Se habrá curado.

Abby recordó las palabras de Ross y se dijo que, tal vez, tendría que haber hablado con los médicos de Edward antes de montarse en el primer avión que había encontrado y haber corrido a su lado.

Habían llegado a unas enormes verjas, el conductor bajó la ventanilla para decir al guardia de seguridad quiénes eran y los dejaron entrar.

Abby estaba nerviosísima. Solo pensaba en ver a su hermano. Cuando el coche se paró, una doncella de uniforme le abrió la puerta.

–Gracias –dijo Abby notando al instante el calor de la ciudad aunque solo estaban en marzo.

–Bienvenida a Miami, señora –la saludó la doncella mientras el conductor sacaba su equipaje del maletero–. Acompáñeme –le indicó haciéndose cargo de su maleta y conduciéndola hasta el interior de la casa.

Una vez dentro, Abby se apartó los rizos pelirrojos de la cara. Estaba cansada del vuelo, pero eso no le impidió volver a admirar la preciosa casa.

–¡Abigail! –dijo una voz suave y dulce a sus espaldas.

Se giró y vio a la madre de Lauren saliendo del salón.

–Bienvenida a Florida –la saludó la elegante mujer con dos sonoros besos al aire–. Espero que hayas tenido buen viaje.

–Sí, gracias –contestó Abby sintiéndose rara.

La madre de Lauren se estaba comportando como si estuviera allí de vacaciones.

–Nos alegramos mucho de que hayas venido.

–Sí, pero...

La madre de Lauren la ignoró y se puso a darle indicaciones a la doncella. Al ver que le decía que subiera sus maletas a una de las habitaciones, Abby protestó, ya que no quería abusar de la hospitalidad de los Esquival.

–Por aquí –dijo la madre de Lauren ignorándola de nuevo–. Supongo que querrás ver a tu hermano. Todo el mundo está aquí.

 

 

Más tarde, ya instalada en la misma suite que había ocupado en su primera visita a Florida, se preguntó cómo había podido dudar que Alejandro fuera a estar allí. Ella creía que era un pariente lejano al que habían invitado a la boda por educación. No tenía ni idea de que estuviera tan unido a la familia ni que Lauren lo tratara con un sentimiento de posesión tan exagerado.

Había seguido a Dolores Esquival por el pasillo y, al llegar al salón, había visto con alivio a su hermano tumbado en un diván.

Tenía una pierna escayolada y no se podía levantar, así que corrió a su lado.

–Oh, Eddie –dijo con lágrimas en los ojos–. ¿Qué te ha pasado? –añadió besándolo.

–Hola, Abbs –dijo su hermano agarrándola de la mano–. Menos mal que has venido –añadió en voz baja.

Abby lo miró extrañada, pero no le dio tiempo a preguntarle nada porque oyó una voz conocida a sus espaldas.

–Hola, Abigail, cuánto me alegro de... verte.

Abby se giró y vio que era Luis Esquival, el padre de Lauren.

–¿Has tenido un buen vuelo?

Abby estaba confundida. ¿Por qué le había dicho Edward lo que le acababa de decir? Obviamente, su hermano no estaba grave. No le pasaba nada. A Ross le iba a encantar aquello.

–Sí –consiguió contestar–. Estoy un poco cansada, pero el vuelo ha ido bien –admitió.

Miró a su alrededor esperando ver a su cuñada, pero Lauren no estaba allí. Vio a una mujer mayor sentada junto a una planta de interior y a un hombre alto vestido de negro en las sombras.

Le daba igual. Solo quería hablar con Lauren y saber por qué su hermano la había mandado llamar con tanta urgencia.

–Nos sorprendió mucho que tu hermano nos dijera que ibas a venir a verlo –continuó Luis Esquival–. Como ves, ya está bien.

Abby miró a su hermano, que de repente estaba muy interesado en su escayola.

–Sí... eh... bueno, pensé que...

–Seguramente, Abigail se preocupó mucho al enterarse del accidente de su hermano –dijo el hombre de negro con aquel tono de voz seductor y suave que ella recordaba tan bien–. Hola, Abigail –añadió Alejandro sonriente–. ¡Me alegro mucho de verte!

Capítulo 2

 

Canalla repugnante!

¿Lo había dicho en voz alta? Miró a su alrededor y vio que nadie había puesto cara rara, así que aquellas palabras no debían de haber salido de su cabeza.

Menos mal.

Todos esperaban que lo saludara, así que no tuvo más remedio que hacerlo.

–Señor Varga –le dijo sonrojándose.

Se enfadó consigo misma al darse cuenta de que estaba alabando mentalmente su belleza caribeña.

Exactamente igual que durante los últimos dos años.

Por mucho que lo odiara, su belleza seguía persiguiéndola.

Lo vio enarcar las cejas y no pudo evitar fijarse en aquellos ojos que una vez creyó negros y que un examen más cercano descubrieron marrones oscuros.

Su estatura era herencia de su madre estadounidense, pero todo lo demás en él era cubano, como su padre. Iba impecablemente vestido, con un traje italiano, y tenía un aspecto fuerte, invencible y tan dolorosamente conocido, que Abby sintió una punzada en el corazón.

Era evidente que no se arrepentía de lo que había pasado entre ellos y, pensándolo bien, ¿por qué iba a hacerlo? Para él, ella solo había sido la novedad, una distracción, la hermana mayor de Edward, que debería haber evitado liarse con un hombre como él.

Le estaba tendiendo la mano y no tenía más remedio que estrechársela. De lo contrario, los Esquival lo habrían tomado como un insulto.

Al sentir los dedos de Alejandro, no pudo evitar sentir un escalofrío por la columna vertebral.

Estaba en el salón de los suegros de su hermano, rodeada de gente, pero recordó aquellas manos fuertes y morenas recorriendo su cuerpo.

De repente, sintió un calor sofocante.

Apartó la mano y rezó para que nadie se hubiera dado cuenta de su turbación.

–No esperaba verlo aquí –le espetó.

–Alejandro se pasa aquí la vida –intervino Dolores–. Esta es su segunda casa, ¿verdad? –añadió acercándose y agarrándolo del brazo.

–Gracias a tu maravillosa hospitalidad –contestó Alejandro con educación.

Abby miró a su hermano y vio que ponía mala cara.

Obviamente, no apreciaba a Alejandro y Abby se preguntó por qué sería. Edward no sabía casi nada de lo que había habido entre ellos y, además, le convenía llevarse bien con él porque Alejandro era uno de los hombres más poderosos de Miami.

«¿Por qué se está comportando Edward de esta forma tan rara?», se preguntó Abby preocupada.

En ese momento, oyó pasos en el pasillo. Todos miraron hacia la puerta.

Era Lauren, con un traje de flores que le rozaba las corvas al andar y unas sandalias de tacón de vértigo.

La joven miró a Alejandro y sonrió, pero su educación le hizo hacer ver que su sonrisa iba dirigida a su cuñada recién llegada.

–Abigail –dijo abrazándola–. No sabía que hubieras llegado ya.

Abby la saludó con cariño también.

A pesar de las sandalias de tacón, Abby era más alta que Lauren y tenía muchas más curvas.

¿Por qué había pensado eso?

Obviamente por Alejandro.

–¿Por qué no me habías dicho que ibas a venir? –dijo Lauren, yendo a saludarlo.

–¿No te lo había dicho? –dijo Edward en voz baja.

¿Qué le pasaba a su hermano? ¿Acaso tenía celos de Alejandro? ¡Pero si estaba casado!

Claro que eso no le había impedido...

–No iba a venir –contestó Alejandro–, pero tenía que hablar de negocios con tu padre. Al enterarme de que Abigail iba a llegar, me quedé para saludarla –añadió mirándola.

–¡Qué educado por tu parte! –gruñó Edward en voz baja.

Menos mal que la única que lo había oído había sido Abby.

–Alejandro insistió en mandar a su chófer a buscarla al aeropuerto –intervino Dolores.

Abby lo miró con los ojos muy abiertos.

–Es todo corazón –dijo Edward aquella vez en voz alta.

Abby no sabía qué decir. Era obvio que a su familia política no le hacía gracia que Edward hiciera aquel tipo de comentarios.

–Perdona a Edward –dijo Luis mirándolo con enfado–. Me temo que el accidente no le ha mejorado el carácter –añadió–. Ven, Abigail, te voy a presentar a mi tía.

La condujo al otro lado de la estancia, donde estaba la mujer mayor sentada bajo los rayos del sol.

–Tía Elena, esta es la hermana de Edward –le dijo tocándole el hombro con cariño–. Ha venido para pasar unos días con nosotros.

La tía Elena era mayor y tenía la cara arrugada, surcada por mil arrugas, pero sus ojos eran vivarachos como los de una adolescente.

–Encantada –dijo alargando la mano–. Te llamas Abigail, ¿verdad? Sí, Edward me ha dicho que venías huyendo del invierno inglés, ¿verdad?

¡Mentira!

Una vez más, Abigail tuvo que morderse la lengua.

–¿Quién no iba a querer pasarlo aquí? –sonrió–. Es todo... precioso.

–Eres realmente educada –observó la tía Elena–. Luis, deberías contratarla como relaciones públicas de tu nuevo hotel.

–Puede que tengas razón –contestó Luis educadamente–. Abigail sabe que es siempre bienvenida.

¿Ah, sí?

Abigail tenía la impresión de que a los Esquival no les hacía mucha gracia su presencia. ¿Por qué sería? ¿Y por qué la había hecho ir su hermano si, obviamente, no tenía nada grave?

 

 

Abby dejó a un lado sus pensamientos y salió al balcón.

No le gustaba sentirse como una intrusa, sobre todo porque ella no había querido ir.

¿Por qué tenía aquella sensación? Los Esquival se habían portado a las mil maravillas. Una doncella les había servido té con hielo antes de acompañarla a su habitación y, gracias a la tía Elena, no había tenido que hablar ni con Alejandro ni con su hermano.

¿Para qué le habría hecho ir Edward? Estaba segura de que su hermano le había ocultado algo, pero no era sobre su accidente, eso era evidente.

Oyó voces bajo ella y sintió un escalofrío. No oía lo que estaba diciendo, pero habría reconocido aquella voz en cualquier lugar.

Era Alejandro. Se iba y los Esquival habían salido a despedirlo.

Abby miró hacia abajo nerviosa. Sabía que no debería espiar, pero no podía moverse. Habría dado cualquier cosa por saber lo que estaba diciendo Lauren. La actitud misteriosa de su cuñada la intrigaba.

Todos estaban encantados de tener allí al hombre que ella jamás había creído volver a ver y Alejandro sonrió y les dijo adiós con la mano antes de dirigirse a su coche.

Ahora entendía por qué el conductor se había ido tras dejarla a ella allí. Estaba claro que a Alejandro le gustaba conducir su maravilloso deportivo.

Abby se dijo que era un alivio que no se quedara a cenar con ellos, pero no pudo evitar cierta nostalgia al verlo partir.

Apartó aquel pensamiento de su cabeza y se metió en su habitación. ¿No debería ella irse también? Había un vuelo a Londres al día siguiente a la misma hora. Debería irse. Se lo debía a Ross y a su jefe. No debía abusar de su confianza.

Sin embargo, debía mostrarse lo más encantadora posible lo que quedaba de noche, así que abrió la maleta y se dispuso a ducharse y a ponerse algo femenino.

¿Como qué?

Hizo una mueca. ¿Por qué se sentía obligada a vestir de manera más femenina? ¿Quizás porque Lauren y su madre lo hacían?

Pero si ella siempre se había encontrado muy satisfecha en vaqueros y camiseta. Nunca le había importado la moda.

Suspiró.

Aquel viaje iba a ser un rotundo desastre. Lo sabía. Sintió ganas de estrangular a su hermano por haberla metido en semejante embrollo.

En ese momento, llamaron a la puerta. Dejó sobre la cama los dos vestidos que había sacado de la maleta y fue a abrir.

Era Edward. Llevaba muletas y parecía avergonzado. Abby se echó a un lado y lo dejó pasar.

–¿Estás enfadada conmigo? –le preguntó con cara de perrito apaleado.

Abby tomó aire.

–¿Y qué si lo estoy? Me has hecho creer que te había pasado algo grave, Eddie. Estaba muy preocupada y llego aquí y me encuentro que no te pasa nada.

–Yo no diría tanto.

–No te hagas el mártir. ¿Qué te has hecho? ¿Tienes el fémur roto? ¿Unos cuantos arañazos y moretones? No creo que te vayas a morir.

Edward se sentó en la butaca que había junto al balcón.

–¿Me estás diciendo que me tendría que estar muriendo para que hicieras el esfuerzo de venir a verme?

Abby suspiró.

–No es eso lo que he querido decir y lo sabes.

–¿De verdad? –dijo Edward a la defensiva.

–No vas a conseguir que me sienta culpable, te lo advierto. Te conozco demasiado bien. ¿Qué está sucediendo en realidad? No tengo tiempo de ponerme a jugar a las adivinanzas.

–¿Ya no te importa lo que me pase?

–¡Eddie! No me malinterpretes. Estoy encantada de volver a verte, pero tienes que entender que no estoy de vacaciones.

–Yo tampoco –susurró su hermano.

–Sabes a lo que me refiero. He tenido que pedir unos días en el colegio y Ross y yo...

–Me estaba preguntando cuándo saldría a relucir –la interrumpió recordándole lo mal que se llevaban.

Habían quedado los cuatro el año anterior, cuando Edward había llevado a Lauren a que viera dónde vivía antes. Abby había rezado para que su hermano y su novio se llevaran bien, pero no había sido así.

Ross había dicho que Edward era egoísta e inmaduro y su hermano se había quejado de la actitud autoritaria de Ross. Abby le había explicado que Ross trabajaba con adolescentes problemáticos, pero aquello no había hecho más que complicar la situación.

No debería haber mencionado a su prometido.

–Lo cierto es que tienes razón –murmuró Edward–. No te he pedido que vengas solo por el accidente.

–¿Entonces? –preguntó Abby enarcando las cejas.

Edward suspiró.

–Quería hablar contigo sobre Lauren –contestó–. Creo que tiene un amante.

Capítulo 3

 

Abby lo miró con los ojos muy abiertos.

–¿Estás de broma?

–No –contestó su hermano–. ¿No te parece lo suficientemente guapa como para tenerlo?

–No lo digo por eso. ¿De dónde te has sacado semejante idea? –le preguntó recordando lo contenta que se había puesto Lauren de ver a Alejandro.

Eran familia, pero le había parecido que su reacción era un poco exagerada.

–¿De dónde va a ser? Se pasa todo el día con Varga –contestó Edward confirmando sus sospechas–. Y ahora que estoy escayolado no sé dónde está la mitad del día.

–¿Me estás diciendo que tiene una aventura con... Alejandro?

–Sí. ¿Por qué te extraña tanto?

–Bueno, porque... está casado, ¿no?

–Ya, no.

–¿Ya, no? ¿Se ha divorciado? –preguntó Abby anonadada.

–Efectivamente. Yo siempre supe que María era demasiado buena para él.

Abby no sabía qué decir. Lo último que quería era que su hermano creyera que le interesaba Alejandro. Aun así...

–¿Me estás diciendo que se ha divorciado por Lauren?

–No –contestó su hermano impaciente–. Eso fue hace tiempo. María y él tenían problemas ya antes de nuestra boda.

–¿De verdad?

Abby intentó ocultar su sorpresa. Creía recordar que Edward le había dado a entender que Alejandro era feliz en su matrimonio y que Dolores estaba muy afectada en su boda porque a María le había surgido una urgencia familiar y no había podido ir.

¿Qué urgencia familiar habría sido? ¿Su divorcio quizás?

Se dio cuenta de que su hermano la estaba mirando con una ceja enarcada y decidió disimular.

–¿Qué?

–Eso digo yo –contestó Edward–. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?

–¿Cómo?

–No finjas. Estabas pensando que no fue eso lo que te dije en su día, ¿verdad?

–No sé a qué te refieres –dijo Abby haciéndose la tonta.

–Sí, sí lo sabes. Admito que te dije que le iba bien en su matrimonio porque vi que te gustaba y no quería que tuvieras nada con un hombre como él.

–¿Me estás diciendo que me mentiste?

–No exactamente –contestó Edward a la defensiva–. No te mentí, solo exageré.

Abby sacudió la cabeza.

–¿Con qué derecho te metiste en mi vida?

–No nos vamos a poner ahora melodramáticos, ¿de acuerdo? –protestó Edward–. Lo tuyo con Varga no tenía muchas posibilidades de salir bien, ¿sabes? Sé que te gustó que te invitara a hacer turismo, pero es que estos tipos son así. Lo de flirtear lo llevan en la sangre y Varga es el peor. Nunca me ha caído bien. Creí que, después de la boda, desaparecería del mapa. ¡Tonto de mí! Es una presencia constante en nuestras vidas. Es uno de los mayores accionistas de la empresa de Luis. El hotel que quieren abrir para Navidad, del que te han hablado antes, lo financia él. Luis y él son socios. ¡Socios! ¿Cómo crees que me siento? El yerno de Luis soy yo, no él.

Abby estaba sorprendida. Tanto de las mentiras de su hermano como de la envidia que le tenía a Alejandro. No sabía qué pensar de la actitud que había visto en Lauren hacia Alejandro, pero, después de oír las palabras de Edward, nada de lo que le dijera le iba a parecer objetivo.

Se alegró de no haberle confiado jamás a su hermano lo que había sentido por Alejandro. Claro que, por otra parte, si lo hubiera hecho, Edward jamás la habría metido en aquel lío.

–Sigo sin entenderte. Está bien, entiendo que Alejandro viene regularmente, pero Lauren y tú no vivís aquí. Tenéis vuestro piso en Coconut Grove, ¿no?

–¡Cómo se nota que no sabes nada de las familias cubanas! –exclamó Edward exasperado–. Les encanta estar todos juntitos. Sí, tenemos nuestra casa, pero Lauren no está allí jamás. Mientras yo estoy en el trabajo, ella se viene aquí o... se va a otros sitios, ya me entiendes.

–¿Adónde?

–No sé, pero seguro que con Alejandro.

–Pero si es su primo –protestó Abby con el corazón en un puño.

–No exactamente. Es pariente lejano de su madre.

Abby suspiró.

–Aun así...

–Aun así, sé lo que digo –la interrumpió Edward irritado–. Tendría que haberme imaginado que no me ibas a creer. Es por culpa de Ross, ¿verdad? Te ha puesto en contra mía.

–¡No digas tonterías! Ross nunca haría eso. Es simplemente que... ¿qué pruebas tienes?

–¿Qué más pruebas necesito? Ya los has visto juntos. Dime que de verdad no has pensado que se llevan demasiado bien para ser primos lejanos.

Abby se sentó en la cama. Estaba agotada. Aunque en Miami era por la mañana, para ella eran las once de las noche. ¡Y no había llamado a Ross como le había prometido! ¿Entendería su prometido que había tenido otras cosas en la cabeza?

Ross era lo último que le preocupaba en aquellos momentos. Lo peor era Alejandro. Ella, que había creído que iba a ser capaz de no pensar en aquel hombre que tantos quebraderos de cabeza le había dado, se encontraba con que ahora se los estaba dando a su hermano y que, precisamente por él, había sido por lo que Edward la había hecho ir.

No quería pensar en él, pero era imposible.

–¿Abbs?

Su hermano la miraba esperanzado. ¿Se habría parado alguna vez a pensar que tenía su vida, que no había nacido para ocuparse de él?

–Estoy cansada –contestó–. No sé qué quieres de mí exactamente, Eddie. Solo me voy a quedar un par de días. Si me vas a pedir que espíe a tu mujer...

–Eh, no te he pedido que vengas para eso –exclamó Edward impaciente–. No creo que se te diera muy bien. ¡No eres precisamente discreta!

Abby tomó aire.

–¿Sabes lo que te digo? Me están entrando ganas de llamar al aeropuerto y reservar billete para irme cuanto antes. Estás enfadado por lo de Lauren, pero eso no te da derecho a insultarme.

–No te estoy insultando –contestó Edward–. A lo que me refería era a que no pasas desapercibida, ¿sabes? Eres alta y pelirroja. Es imposible que no se fijen en ti.

–Si tú lo dices –suspiró Abby.

–Yo lo digo –dijo Edward intentando agarrarla de la mano–. Venga, Abbs, al menos podrías decir que te alegras de verme.

Abby sacudió la cabeza.

–Me gustaría saber para qué me has hecho venir. Claro que me alegro de verte, pero si querías que te aconsejara me lo podías haber dicho por teléfono.

–¡A eso lo llamo yo dejar las cosas claras!

–¡Eddie!

–Muy bien, muy bien –dijo levantándose y yendo hasta el balcón con ayuda de las muletas–. Necesito que me ayudes.

–¿A qué? ¿Quieres volver a Inglaterra? ¿Es eso? –dijo Abby siguiéndolo–. ¿Quieres que te ayude a instalarte allí de nuevo?

–¡Claro que no! No quiero volver a Inglaterra, me gusta la vida que llevo aquí. Aquí tengo mi hogar y tengo un buen trabajo. Sería una locura irse de Florida.

–¿Entonces?

–Dame tiempo –protestó Edward–. No es fácil, ¿sabes? No quiero que pienses que no lo he pensado bien.

–¿Qué has estado pensando? ¡Eddie, me estoy empezando a poner nerviosa! ¿No me irás a pedir que hable con Lauren...?

–¿Con Lauren? –dijo escéptico mirando a su hermana–. No te escucharía. Nada malo que le puedan decir sobre Varga la afecta. Le entra por un oído y le sale por el otro.

–Me alegro porque no pensaba hacerlo. Venga, Eddie, ve al grano.

Edward se miró la escayola en busca de inspiración.

–No te iba a pedir que hablaras con nadie –dijo por fin–. Lo que quiero es que hagas lo que sea necesario para quitarme a Varga de en medio.

 

 

Cuando Abby abrió los ojos, era casi de día. Su cuerpo seguía con el horario británico y, aunque le había costado mucho dormirse la noche anterior, no tenía ganas de seguir en la cama.

Aunque estaba cansada, su cerebro seguía funcionando y añadiendo más caos a su cabeza. Quería irse de allí y salir de aquel lío. ¿Qué iba a hacer, por el amor de Dios?

Habían pasado ya doce horas desde que su hermano le había soltado la bomba, pero seguía atontada. Se sentía traicionada. ¿Podría volver a confiar en Edward algún día?

¿De verdad le había pedido que utilizara su influencia sobre Alejandro? ¿Creía que le iba a importar algo lo que ella le dijera? Hacía dos años que no hablaba con el cubano. Dos años, muchas horas de dolor que no estaba dispuesta a revivir.

Además, hablar con Alejandro era solo una parte de lo que Edward quería. Tal y como le había dejado claro, las palabras no serían suficiente. Lo que realmente quería era que recuperase lo que algún día tuvo con él.

Lo que le estaba pidiendo su hermano era que consiguiera que Alejandro dejara de interesarse por Lauren.

En otras palabras, que lo sedujera.

¿Qué tipo de hermano le pedía a su hermana que hiciera algo así?

Abby apartó las sábanas y se puso en pie.

Tenía la sensación de que estaba en un sueño, pero, desgraciadamente, no era así.

Más bien, era una pesadilla.

Para colmo, la cena con los Esquival no había sido como esperaba. Era obvio que la familia de Lauren creía que se había autoinvitado a su casa.

–¿Cuánto te vas a quedar? –le había preguntado Dolores con educación pasándole un cuenco de frijoles y arroz–. Edward no nos ha dicho qué planes tienes exactamente.

«Como que no los sé ni yo», pensó Abby mirando a su hermano. Edward apartó la mirada una vez más.

–No lo sé –había contestado para fastidiarlo un poco–. Cuando Edward me contó que había tenido un accidente, decidí venir a verlo. Espero que no os haya importado.

–Claro que no –había contestado Luis–. Eres la hermana de Edward y siempre serás bien recibida en nuestra casa.

Abby había sonreído nerviosa e incómoda.

Había conseguido cenar a duras penas y, en cuanto terminaron, con la excusa del cansancio se había retirado a su habitación.

Su cuñada apenas había hablado con ella y se preguntó si Lauren sospecharía para qué había ido. Tampoco había hablado mucho con su marido, la verdad.

¿De dónde se habría sacado su hermano que su mujer tenía una aventura? No tenía ni idea, pero Edward le había asegurado que su felicidad estaba en juego y que no sabría qué hacer con su vida si Lauren lo dejaba.

Abby estaba segura de que era una exageración, pero lo cierto era que su hermano estaba triste.

Sacudió la cabeza. Aquella situación era increíble. ¿De verdad la había invitado porque Alejandro se hubiera interesado por ella un poco hacía dos años? ¿Cómo iba a conseguir que quisiera quedar con ella en lugar de con su prima? Sí, habían tenido una tórrida historia, pero no lo conocía de nada.

Aquello era ridículo.

Se iba casar con Ross.

Ya sabía que a Edward le caía mal, pero eso no quería decir que ella pudiera olvidarse de él y comportarse como una... ¡fresca!

Se puso los pendientes que había dejado en la mesilla la noche anterior y se dirigió a la ventana. Abrió las venecianas y salió a la brisa del alba.

El jardín estaba todavía a oscuras y se oía el rumor del agua de las fuentes.

Al cabo de un rato, volvió a entrar y se duchó.

Qué maravilla de baño, aquello era un lujo. Cuando se quedaba a dormir con Ross, solía ducharse con agua fría porque su novio no tenía en cuenta que el termo de agua caliente tenía un límite y él siempre se duchaba primero.

Recordó que tenía que llamarlo. Conociéndolo, ya habría comprobado que su vuelo había llegado bien. Eso la tranquilizaba, pero tendría que contarle lo que estaba sucediendo.

¿O no?

Suspiró y se preguntó qué debía hacer.

Si le decía que Edward no estaba grave, Ross le iba a decir que se volviera cuanto antes, que, la verdad, era lo que debería hacer. Todavía estaba a tiempo. Si le decía que no había sido para tanto y que se había equivocado yendo, no tendría que contarle los planes de su hermano.

Se preguntó por qué se lo estaba pensando tanto.

Retrasar su vuelta era darle a sus hermano falsas esperanzas. Era cierto que Lauren y él podían estar pasando por un bache, pero eso les pasaba a todas las parejas.

Ella no podía cambiarlo. Era cosa de Edward.

Tras la ducha, salió del baño como nueva y se miró en el espejo.

Al darse cuenta de que se estaba mirando no con sus ojos sino con los de Alejandro, se enfadó consigo misma.

¿De verdad le importaba lo que pensara de ella?

Capítulo 4

 

Decidió llamar a Ross antes de secarse el pelo.

Enfundada en un albornoz, se sentó en la silla y marcó el número del colegio en el que ambos trabajaban.

–¡Abby! –exclamó–. ¿No me ibas a llamar anoche? Me quedé esperando hasta las doce, pero ya veo que se te olvidó.

–Sí, perdona –contestó Abby deseando que Ross no hubiera empezado la conversación quejándose–. No se me olvidó, pero es que... estoy en casa de los suegros de Eddie y las cosas están un poco... complicadas.

–¿Qué es lo que se ha complicado? ¿La situación de tu hermano?

–No, no, Edward está bien, pero...

–Pero no le van a dar el alta todavía, ¿verdad?

Aquella manía que tenía Ross de no dejarla terminar las frases le ponía cada vez más nerviosa.

–No, ya le han dado el alta. Eddie no está en el hospital –continuó con la intención de explicarle que estaban todos en casa de los padres de Lauren.

–Ah, ya entiendo –la volvió a interrumpir Ross–. Ya está en su casa, ¿entonces? Con Lauren, ¿verdad? Claro y es un piso pequeño. Supongo que, por eso, estás tú con sus suegros.

–No –explotó Abby–. Estamos todos aquí.

–Ah –dijo Ross–. ¿Y qué tal está tu hermano? ¿Cómo fue el accidente?

–Un conductor ebrio lo embistió de lado. Fue una suerte porque, si hubiera sido frontal, se habría matado.

–Obviamente, no se ha hecho nada grave si ya le han dado el alta –apuntó Ross–. Ya me lo temía yo. ¿Cuándo vuelves?

Que Ross diera por hecho que, si Edward no estaba grave, iba a correr a sus brazos, la descompuso. ¿Acaso no podía Ross entender que quisiera quedarse unos días con su hermano pequeño? Pronto iba a ser su cuñado. Ya podría preocuparse un poco más por él, ¿no? Aquella actitud de Ross la enfureció.

–No lo sé –contestó–. Creo que me voy a quedar unos días.

–¿Por qué? Tu hermano no necesita que estés ahí todo el día para agarrarle la mano. Está casado, Abby. De hecho, no sé si a Lauren le habrá hecho mucha gracia que te hayas presentado allí de repente.

–No he venido a ver a Lauren –le espetó–. ¿No te das cuenta de que un accidente, aunque no haya sido grave, te estresa mucho?

Abby se preguntó a quién pretendía engañar. Edward estaba estresado, pero no era por el accidente.