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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Teresa Ann Southwick. Todos los derechos reservados.

ATRAPAR A UN JEQUE, N.º 1858 - febrero 2013

Título original: To Catch a Sheik

Publicada originalmente por Silhouette Books

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2670-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Penelope Colleen Doyle no creía en los cuentos de hadas.

No confiaba en el hecho de que besando una rana, ésta se convirtiera en príncipe. Además, los chicos que ella había besado seguían siendo ranas, o peor aún, se habían convertido en sapos. Pero al caminar por el palacio real de El Zafir deseó creer en todo ello.

–¿Ya casi hemos llegado? –le preguntó al hombre que la guiaba.

–Sí, señorita –contestó el hombre–. Ya casi hemos llegado.

Ella se había olvidado de su nombre. Normalmente tenía una memoria estupenda, pero aquella situación no tenía nada de normal. Estaba en El Zafir, la tierra de la magia, el encanto y el romance. Se encontraba en el palacio real, con suelos de mármol, puertas en arco y muebles valiosísimos, pero a medida que avanzaba, se preguntaba si, en caso de tener que rehacer sus pasos, sabría hacerlo.

¡Estaba en el palacio real! Pero la excitación que esto le producía no podía compararse al cansancio de no haber dormido en veinticuatro horas a causa de los numerosos transbordos de avión que había realizado. Se sentía como si hubiera llegado allí caminando desde los Estados Unidos.

Doblaron una esquina y se detuvieron frente a una puerta doble de caoba.

–Ésta es el ala del palacio destinada a la administración –le explicó el guía.

–¿Hay un mapa en el que pueda ver dónde estamos? ¿Algo con una X de usted se encuentra aquí y que muestre el resto del palacio?

–No, señorita –el hombre no esbozó ni una sonrisa. Si en aquel país petrolífero nadie tenía sentido del humor, Penelope se enfrentaba a los dos años más largos de su vida. Él abrió la puerta y le mostró un pasillo cubierto por una alfombra en forma de T–. Sígame, señorita.

–De acuerdo.

Como si pudiera ocurrírsele ir por su cuenta. En aquel lugar uno podía perderse durante días.

El guía atravesó varias puertas y después dobló a la derecha para entrar en un despacho. La habitación era más grande que el apartamento donde solía vivir Penelope.

–Siéntese –dijo él, señalando una butaca de cuero que había contra la pared–. Enseguida recibirá instrucciones acerca de cuáles son sus obligaciones.

–¿De la princesa Farrah Hassan?

–No.

«Entonces, ¿de quién?», se preguntó ella mirando a su alrededor.

Sin darle más explicaciones, el guía salió del despacho. Ella sentía un nudo en el estómago y estaba tan cansada que le apetecía tomarse un café.

Frente a ella había un escritorio de madera de cerezo que brillaba como un espejo. Sobre el escritorio había un ordenador, una impresora, un escáner y un fax. Detrás, una fotocopiadora. Se preguntaba si todos los despachos estarían igual de equipados, o si todos los que trabajaban en esa ala utilizaban esas máquinas. Si aquél era el centro tecnológico, tenía sentido que fuera allí donde ella desempeñaría su trabajo.

Se fijó en que, a su derecha, había una puerta cerrada. Quizá la cafetera se encontrara tras ella. Podía llamar y asomar la cabeza. No. Le habían ordenado que esperara y eso era lo que iba a hacer. Respiró hondo y se sentó en la butaca de cuero. Nunca había tocado algo tan suave. Se acomodó para esperar y se esforzó para mantener los ojos abiertos.

 

 

Rafiq Hassan, príncipe de El Zafir y ministro de Asuntos Exteriores, abrió la puerta de su despacho para consultar unos papeles con su secretario. El escritorio vacío le recordó que no tenía secretario. Aquella mañana, lo primero que había hecho su padre, el rey Gamil, había sido apoderarse del eficiente joven. Su tía Farrah le había prometido enviarle un sustituto. Miró a la izquierda y vio a una mujer joven sentada en la butaca. ¿Sería la persona que habían enviado para sustituir a su secretario?

Se acercó a ella y la miró. Llevaba un vestido color caqui que le llegaba por debajo de las rodillas y unos zapatos de tacón bajo. Podía haber sido una niña de no ser porque sus pechos llenaban la parte superior del vestido. Era pequeña, pero por desgracia, las gafas de montura negra que llevaba no lo eran.

En aquellos momentos, no necesitaba gafas porque tenía los ojos cerrados. Él recordó el cuento de Ricitos de Oro que le había leído a sus sobrinos. Ella tenía una larga melena dorada y estaba profundamente dormida. ¿Eso significaba que él era uno de los tres ositos? Sus dos hermanos, Fariq y Kamal, estarían orgullosos de que los compararan con osos norteamericanos. Además, Rafiq se suponía que era el encanto de la familia.

–Disculpe –le dijo inclinándose hacia ella.

Ella pestañeó y abrió sus grandes ojos azules.

–¿Hmm?

–¿Señorita?

–Hola –se enderezó y miró a su alrededor desorientada. Después, lo miró a los ojos–. Supongo que ya no estoy en Kansas.

–Así es.

Antes de que ella se cubriera la boca para bostezar, él se fijo en que tenía la dentadura blanca y perfecta.

–Es una frase de la película estadounidense El Mago de Oz... cuando Dorothy se percata de que está muy lejos de casa.

–Lo sé. Así que, ¿es norteamericana? –preguntó él, aunque su acento lo dejaba bien claro.

–Sí –dijo ella–. Acabo de llegar de Texas.

–He oído hablar de ese lugar.

Ella sonrió.

–Me sorprendería si no lo hubiera hecho. ¿También trabaja aquí?

–Sí.

–Debe ser un despacho importante si hay trabajo para dos secretarios.

¿Secretario? ¿Creía que era un secretario? Iba a explicarle que no era así cuando ella se sentó en el borde de la butaca y se desperezó, arqueando la espalda de manera que sus pechos quedaron presionados contra la tela del vestido.

–¿Podría indicarme dónde hay café, por favor?

–Puedo llamar para que lo traigan –dijo él, ausente.

–Sería estupendo. Siempre estaré en deuda con usted.

Rafiq se acercó al escritorio y descolgó el teléfono.

–Café, por favor. Muy fuerte.

–Gracias.

Cuando él la miró de nuevo, ella lo observaba fijamente.

–¿Qué sucede?

–Lo siento. No quería mirarlo así. Es sólo...

–Dígame.

–No. Pensará que soy rara. Si vamos a trabajar juntos, rara no es la mejor manera de presentarse.

–Prometo no pensarlo. ¿Por qué me miraba de esa manera? ¿Tengo una verruga en la nariz? ¿Una mancha en la cara? ¿Le parezco extraño?

–No. Es muy atractivo –dijo ella, y agachó la cabeza–. Si el resto de los hombres de este país son como usted... –se sonrojó–. Lo siento. Espero no haberlo molestado con mi comentario. Es sólo... No tenía ni idea. En la información que busqué sobre El Zafir, no encontré nada sobre... Lo siento. Usted me preguntó.

–Así es –su comportamiento le indicaba que lo había dicho sin pensar. El cumplido era sincero, ingenuo e inocente. Casi la había perdonado por confundirlo con el secretario.

–En el lugar de donde vengo, los vaqueros son el estándar masculino. La mayoría de las mujeres no se imaginaría que un oficinista pudiera ser un hombre como ellos. Pero la mayoría de las mujeres no han estado en El Zafir.

Él no sabía si debía sentirse halagado o insultado por el comentario, pero decidió que buscaría información sobre los vaqueros de Texas.

–Entonces, ¿ha venido como secretaria?

Ella asintió, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Rafiq esperaba ver cómo se le había corrido el rímel, sin embargo, se sorprendió al ver que no iba maquillada. Aun así, tenía la piel suave e impecable.

–He llegado a El Zafir esta mañana –le explicó–. Se suponía que tenía que haber llegado hacía dos días, pero los vuelos de North Texas se retrasaron por una tormenta. Allí dicen que si no te gusta el tiempo, esperes un minuto, pero esta vez no he tenido tanta suerte.

–¿Y cómo ha llegado a mi... a El Zafir, señorita...?

–Doyle. Penelope Colleen Doyle.

–Sí.

–Puede llamarme Penny.

–Penny –dijo él.

–Me contrató la princesa Farrah Hassan. ¿La ha visto alguna vez?

–Un par de veces.

–Es una mujer imponente. Una verdadera fuerza de la naturaleza. La hermana del rey. Yo voy a ser su secretaria.

–¿Y cuándo se decidió todo esto?

–Hace un mes.

–¿Y ha llegado hoy?

Ella asintió.

–Tuve que alquilar mi apartamento y buscar un guardamuebles para dejar mis cosas.

–¿Cuántos años tiene? –no pudo evitar preguntárselo. Parecía demasiado joven como para vivir sola.

Ella arqueó una ceja y contestó.

–En los Estados Unidos, si uno hace esa pregunta, lo más fácil es que lo miren mal. No se considera políticamente correcto preguntar la edad a una mujer.

–Sé de política –«y de mujeres», añadió en silencio–. Parece demasiado joven para...

–Tengo veintidós años. No es que sea asunto suyo, pero tengo un título en Educación Infantil y otro en Económicas. Hice dos licenciaturas. Necesitaba un trabajo. Y un buen sueldo. Así que envié mi currículum a una agencia que se encarga de buscar cuidadoras infantiles para familias ricas. Después de mirar el currículum y las fotos, la princesa me eligió a mí. Según el director de la agencia, iba buscando una niñera normal y corriente.

–¿Es eso cierto?

–Creía que no era oportuno preguntarlo, pero ¿por qué cree que la princesa iba buscando alguien corriente?

No había motivo para decirle que él era el responsable de ese requisito.

–No sabría decírselo.

–Yo tampoco. Pero estaba convencida de que reunía los requisitos y de que era justo lo que ellos estaban buscando.

–Ya veo –quizá fuera el cautivador de la familia, pero la franqueza de ella lo dejó descolocado. Él sabía de mujeres altas, sofisticadas y elegantes, pero no de mujeres bajitas con gafas grandes.

–Prefiero enfrentarme a la vida. Si uno entierra la cabeza en la arena, deja el... –se ajustó las gafas–. Bueno, se queda expuesta. Ya sabe lo que quiero decir. Soy muy práctica. Es mejor enfrentarse a la realidad y no esperar cuentos de hadas. ¿No cree?

Él no estaba seguro de qué contestar y decidió cambiar de tema.

–¿Así que se entrevistó con mi... con la princesa?

–Sí. Recibí un billete de ida y vuelta para ir a Nueva York. Era la primera vez que montaba en avión. Muy emocionante. Pero eso fue un problema.

–¿Por qué?

Se abrió la puerta del despacho y entró una sirvienta con un carrito en el que llevaba una bandeja de plata y tazas de porcelana.

–Gracias, Salima.

–De nada...

–Déjelo sobre la mesa –dijo él, interrumpiéndola–. Yo lo serviré.

–De acuerdo –dijo ella. Hizo una reverencia y salió del despacho.

Penny la observó boquiabierta.

–Guau. ¿Todo el mundo es tan educado? Ya podríamos aprender los estadounidenses. Va a tener que ayudarme. No me gustaría ofender a nadie. Si me ve haciendo algo poco respetuoso, por favor, dígamelo para que no quede en ridículo.

–Usted es estadounidense –dijo él, como si eso fuera suficiente respuesta. Después agarró la cafetera y llenó una de las tazas.

–Por favor, ¿me puede servir una a mí? No puedo creer que me haya quedado dormida. Ahora tengo que ponerme en marcha.

–Cualquiera diría lo contrario.

–¿Estoy hablando demasiado? –continuó sin esperar respuesta–. A veces lo hago. Pero hoy es peor que otras veces. Probablemente porque estoy cansada y nerviosa. Una mala combinación. ¿Le molesta? A la princesa no pareció importarle.

–Es una mujer fuerte. ¿Leche y azúcar?

–Solo está bien –dijo ella.

–¿Qué decía?

–¿Por dónde iba? –bebió un sorbo y pensó un instante–. Ah, sí. Fui a Nueva York para conocer a la princesa. Mi vuelo se retrasó.

–¿Por el clima de North Texas?

Ella asintió.

–Usted escucha de verdad, ¿no? Después, había mucho tráfico en la ciudad. Cuando llegué al hotel donde ella se alojaba, ya había contratado a otra persona.

–¿Una niñera corriente?

–Sí –frunció el ceño–. Todavía no comprendo por qué ése puede ser un requisito para un empleo. Ya lo descubriré.

–Sin duda.

–En cualquier caso, la princesa fue muy simpática y amable. Me invitó a comer y hablamos de cosas de mujeres mientras comíamos chocolate.

–¿Chocolate?

–Godiva, creo. Riquísimo. Ella dijo que le había caído bien y que necesitaba una secretaria. Así que me contrató. Me hizo una oferta que no pude rechazar. Bueno, usted ya sabe cómo se paga el empleo en el palacio real de la familia de El Zafir.

–Sin duda.

–Alojamiento y pensión completa incluidos.

–Una buena oferta.

–Está en lo cierto... ¿Cómo dijo que se llamaba? –preguntó, y bebió otro sorbo de café–. No sé cómo he podido olvidarlo. Estoy muy cansada. Después de dormir bien una noche, estaré en plena forma. Suelo ser muy buena para los nombres.

–Creo que no lo he mencionado.

Ella le parecía intrigante. Para ser una mujer que decía estar agotada, tenía mucha energía. Si descansaba una noche se convertiría en un torbellino. No podía evitar preguntarse si su dinamismo estaba reservado sólo para el ámbito laboral. O si también se comportaba así con el hombre de su vida.

–Me está mirando con una expresión extraña. ¿Tengo una mancha en la cara? ¿Una verruga en la nariz? ¿Me encuentra rara? –bromeó ella.

–Para nada.

–Seguro que su nombre no puede ser tan difícil. Y puesto que vamos a trabajar juntos, quizá sea buena idea que me lo diga para que no tenga que decirle: ¡oiga!

Él se enderezó y dijo:

–Soy Rafiq Hassan, príncipe de El Zafir, ministro de Interior y Asuntos Exteriores.

Penny se quedó boquiabierta. Soltó la taza que tenía en la mano y, al caer al suelo, el café se derramó sobre la alfombra.

Era incapaz de decir palabra. Toda una victoria. Él la había dejado sin habla.

 

 

Rafiq llamó a la puerta que daba a las habitaciones de su tía Farrah y al oír que le daba permiso, entró. A medida que se acercaba al salón de grandes ventanales con vistas al mar de Omán, sus pisadas resonaban sobre los suelos de mármol. En el centro de la habitación había un sofá blanco semicircular. Y el único color que había en la habitación provenía de los cuadros que había colgados en la pared. La hermana de su padre poseía una colección de arte mundialmente famosa .

Rafiq se detuvo junto al sofá y miró a su tía, que estaba sentada leyendo unos papeles.

–Me gustaría hablar contigo, tía Farrah.

–Por supuesto. ¿Qué ocurre, Rafiq?

–En una palabra... Penny.

Ella sonrió y la edad se borró de su rostro. A los cincuenta años, su tía seguía siendo una mujer atractiva.

–Es maravillosa, ¿no?

–Es... algo.

–¿Por qué? ¿Qué ocurre? –preguntó ella frunciendo el ceño.

–Se quedó dormida en la butaca de mi despacho.

–Pobrecilla. En su defensa he de decir que es una butaca muy cómoda. Tuvo un viaje duro. Me dijeron que la chica insistió en comenzar a trabajar tal y como se había acordado. No quiso posponer el comienzo ni un solo día.

–Quiero que la decapiten.

–Sin duda, una buena recompensa por su dedicación.

–Estoy bromeando.

–Me alegra oírlo –se rió Farrah–. El gobierno prohibió ese castigo hace muchos años, incluso antes de que yo naciera.

–Creo que cortarle la lengua sería más apropiado –se colocó frente a ella–. Sí. Una idea excelente. Hay que hacer que el castigo encaje con el delito.

–Querido sobrino, ¿qué delito ha cometido?

–Ella es... –se detuvo al no encontrar la palabra que describiera sus sentimientos–. Una mujer.

–Ah –dijo su tía–. Te ha desconcertado.

–Claro que no. Nunca había conocido a una mujer que no pudiera comprender. Hasta hoy.

–Así que estás intrigado.

–Tonterías –contestó, y se volvió para mirar por las ventanas–. Es completamente absurdo.

–Rafiq, ¿has estado enamorado alguna vez?

No sabía cómo contestar a esa pregunta. Muchas mujeres lo habían cautivado y, sin duda, se había encaprichado con ellas. Pero, ¿se había enamorado?

–No empieces, tía. El amor es un lujo que no puede permitirse un príncipe de sangre real. El deber es lo que cuenta. Me casaré y tendré herederos.

–¿Cuándo?

–Cuando esté preparado –dijo mirándola por encima del hombro–. Pero no comprendo qué tiene que ver todo esto con Penny Doyle.