cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Brenda Novak, Inc. Todos los derechos reservados.

SIN CULPA, N.º 29 - marzo 2013

Título original: Inside

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2693-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

 

 

Al oficial de investigación David Doglietto.

Gracias por dedicar una buena parte de tu día libre a acompañarme durante una visita guiada por Soledad Prison (que fue fascinante), por responder a todas mis preguntas y a mis correos electrónicos, por leer este libro cuando todavía era un manuscrito y corregir mis errores, y por enseñarme tanto sobre lo que de verdad es estar «entre rejas». Tus conocimientos y tus sugerencias me ayudaron mucho, y tu generosidad es toda una inspiración. Gracias, Dog.

Capítulo 1

 

El aislamiento es la desdicha absoluta para un hombre.

Thomas Carlyle

 

 

Peyton Adams miró a los tres hombres que habían ido con ella desde la cárcel a la biblioteca pública, y a los dos hombres con quienes se habían reunido en secreto. Sabía que lo que tenía que decirles no iba a ser de su agrado, y menos para el director de la prisión, que estaba lo suficientemente desesperado como para intentar cualquier cosa. Sin embargo, ella pensaba que debía expresar su opinión.

−Yo digo que no. Es demasiado arriesgado. Tal vez podríamos protegerlo si lo pusiéramos en el Módulo de Aislamiento, pero con los presos comunes no. De ninguna manera.

Simeon Bennett, la persona cuya vida trataba de salvar, estaba sentado frente a ella en la mesa de reuniones, y no parecía que agradeciera mucho su intervención.

−¿Acaso no está de acuerdo conmigo? −le preguntó Peyton, al ver que él entornaba sus ojos azules como el hielo.

−Tengo el convencimiento de que puedo llevar a cabo la misión. De lo contrario no estaría aquí sentado −respondió él.

El señor Bennett trabajaba para la empresa Departament 6, una compañía de seguridad con sede en Los Ángeles de la que ella no había oído hablar nunca. Tenía un aspecto tan duro como cualquier recluso de los que había conocido durante los dieciséis años que llevaba trabajando en las instituciones penitenciarias del país. Su estatura era de más o menos un metro noventa centímetros, y debía de pesar unos cien kilos. Parecía que estaba tallado en piedra. Los bíceps y los músculos pectorales se le marcaban bajo la camisa de vestir. Tenía el pelo rubio y lo llevaba cortado al estilo militar, lo cual terminaba de conferirle un aire amenazador. Sin embargo, le haría falta algo más que músculo y una mirada malevolente para sobrevivir en Pelican Bay si cometía el error de molestar al recluso equivocado.

−No creo que entienda cómo es −respondió Peyton, y señaló hacia la puerta que acababan de cerrar para referirse a la cárcel, aunque estuviera a doce kilómetros al noroeste de la biblioteca y envuelta en la niebla, en aquel día tan frío de enero.

Quedó claro que él quería rebatirle lo que acababa de decir, pero por algún motivo se contuvo. Tal vez se estuviera reservando para la salva final. Fue Rick Wallace, uno de los subdirectores del Departamento de Prisiones y Reinserción de California, y el hombre que había llevado allí al señor Bennett, quien tomó la palabra.

−Sé que nuestra proposición no tiene precedentes, pero los problemas de Pelican Bay cada vez son más graves, y hay que hacer algo. El director quiere descubrir al asesino del juez García y procesarlo −dijo, mientras se estiraba la corbata−. El secretario Hinckley y el gobernador lo respaldan. La prensa no deja de repetir que Pelican Bay es un avispero de violencia mafiosa. Hay que actuar con decisión −prosiguió, y al señalar a Simeon, la luz hizo brillar su gruesa alianza de oro−. El señor Bennett sabe cuáles son los riesgos a los que va a exponerse. Aunque está en el sector privado, lleva más de diez años trabajando en el mundo de la justicia penal. En mi opinión, debemos darle un voto de confianza.

Peyton se puso en pie. Estaba muy agitada.

−Me parece magnífico que tenga la experiencia de su trabajo en... ¿Cómo has dicho? En esa empresa llamada Department 6, pero no estoy segura de que nada de lo que haya hecho en el pasado ha podido prepararlo para esto. Además, ¿es que piensas que puede hacer ese trabajo él solo?

Simeon se echó hacia atrás y la miró reservada y fríamente, como si quisiera hacerla creer que ya era un recluso. Sin embargo, se mantuvo en silencio.

−No va a estar solo −dijo Wallace−. Tendrá todo tu apoyo, ¿no?

−Te refieres al poco apoyo que yo puedo brindarle desde el edificio de administración, ¿no? Cuando lo hayan apuñalado, podré ocuparme de que tenga atención médica, pero...

Wallace abrió de golpe su delgada carpeta de cuero.

−¿Me estás diciendo que no puedes asegurar el bienestar de tus reclusos, aun siendo la subdirectora jefe de tu prisión?

−Las cárceles son para preservar la seguridad de los que están fuera, y ahí precisamente es donde sugiero que se quede el señor Bennett −replicó ella−. Si lo infiltramos entre los reclusos y él hace demasiadas preguntas, o hace alguna pregunta equivocada, no pasará de la primera semana. Y aunque lo consiguiera...

−Hemos entendido tus objeciones, Peyton −dijo el director Fischer, que por fin se dignó a hablar. Con aquella interrupción, le indicó que volviera a sentarse.

Fischer solo llevaba tres años en el puesto de director de la prisión de máxima seguridad más famosa de California, pero con sesenta y un años, había desempeñado su función en instituciones penitenciarias durante el doble de tiempo que ella. Había trabajado en San Quentin antes que en Pelican Bay, era amigo de Arnold Schwarzenegger, el gobernador que lo había nombrado para su puesto actual, y dirigía la cárcel con mano de hierro.

Era defensor de la idea de que debía emplearse mano dura contra el crimen, noción que se había extendido por el país en los años ochenta y noventa, y que era precedente de la construcción de prisiones como Pelican Bay. El director no gustaba ni a reclusos ni a oficiales de prisiones. Un hombre fornido, con un pecho fuerte y ancho y las piernas arqueadas, la voz ronca... A Peyton le recordaba a un eremita huraño, pero hacía todo lo posible por ignorar sus comentarios desabridos. En su opinión, el director confundía la reinserción con el castigo. Ella solo esperaba al momento en que se jubilara, puesto que al ser la segunda al mando, tenía expectativas de poder ocupar su puesto. Entonces pensaba dirigir la cárcel de una forma mucho más ilustrada.

−Rosenburg, ¿qué piensa usted? −preguntó el director, girándose hacia el hombre que había a su izquierda.

El oficial Frank Rosenburg era el Detective Jefe del equipo policial de cuatro miembros del que disponía la prisión. Todavía no había cumplido los cuarenta años, y llevaba un uniforme de policía en vez de traje. Rosenburg y sus hombres eran los encargados de vigilar las actividades de las bandas mafiosas de la prisión, entre ellas, el menudeo de drogas, además de investigar cualquier delito que se perpetrara u originara en Pelican Bay, incluyendo el homicidio, el blanqueo de dinero, los atracos a bancos, los allanamientos de morada e incluso la prostitución. Claramente, los policías tenían las manos llenas. En la cárcel había tres mil trescientos cuarenta y tres reclusos, la mayoría de los cuales eran de nivel cuatro, lo peor de lo peor, frase que Peyton había oído hasta la saciedad desde que había aceptado aquel trabajo, seis meses antes. Con esa cifra de reclusos, cuatro oficiales no era precisamente un ratio óptimo.

Se suponía que el Módulo de Aislamiento debía aliviar un poco esa situación. Acogía a unos mil doscientos de los internos de Pelican Bay. Allí, los presos residían en completo aislamiento, en sus celdas de cemento de dos metros y medio por tres metros y medio, todo el día, salvo una hora durante la que se les permitía salir a hacer ejercicio, a solas, a un patio de cemento del tamaño de una pista de frontón. Pese a estar constantemente vigilados y a carecer de privilegios, aquellos presos se las arreglaban para dirigir extensas organizaciones mafiosas que afectaban a gente de dentro y de fuera de la cárcel.

Frank se tocó la barba castaña y frunció el ceño.

−Ya sabe cómo son las cosas, jefe. Nosotros nos matamos a trabajar, pero solo el hecho de revisar las comunicaciones entre presos nos lleva horas y horas al día. Los malos van ganando. Creo que los miembros de la Furia del Infierno son los culpables del asesinato del juez García. Detric Whitehead, o tal vez otro de su banda, dio el golpe. García estaba a punto de presidir el juicio de Chester Wellington, y la Furia del Infierno no quería que eso sucediera. Sin embargo, no soy capaz de explicar exactamente cómo lo hicieron. En cuanto a poder demostrarlo, será todavía más difícil.

−Así que le gusta esta idea −le dijo el director.

Frank era un hombre de estatura media. Debía de medir un metro setenta y dos o setenta y tres centímetros, un poco más que Peyton. Tenía una barba de chivo color castaño oscuro. Miró con seriedad a Simeon. Estaba claro que aquella idea no le gustaba, pero por deferencia hacia los representantes del Departamento de Prisiones, estaba intentando no rechazarla de plano.

−Preferiría contratar a algunos policías más, que trabajaran bajo mi mando, para poder resolver esto de manera interna.

−No hay dinero para contratar a nadie. Eso ya lo sabes −dijo el director, mientras tamborileaba los dedos amarillentos contra la mesa.

−Podríamos aliarnos con la policía de Santa Rosa, formar otro grupo de trabajo, como hicieron para la Operación Viuda Negra.

El director había empezado a reírse incluso antes de que Frank terminara la frase.

−¿Esa es tu respuesta? En la Operación Viuda Negra estaban involucradas treinta agencias gubernamentales, incluyendo al FBI. Llevó más de tres años y fue una de las investigaciones más largas y caras sobre bandas mafiosas de la historia de Estados Unidos. Si este estado no tiene fondos para contratar a más policías, mucho menos los va a tener para otra Operación Viuda Negra. Puedes estar seguro de que los federales no van a financiarla. En este momento tienen muchos problemas propios.

A Frank no le agradó aquella contestación, y se irguió en el asiento.

−Lo que no podemos permitirnos es cometer un error. Si lo hacemos, la Furia del Infierno tendrá todavía más poder. Y no hace falta que te diga que están fortaleciéndose y creciendo de un modo inédito, dentro y fuera de la cárcel.

Wallace intervino de nuevo.

−La Operación Viuda Negra tuvo éxito porque hubo un informante. Nosotros no lo tenemos. Sin información sobre nombres, fechas y lugares, no tenemos nada, salvo una banda nueva que está apoderándose rápidamente de Pelican Bay, y extendiéndose por las calles de la parte norte de California.

−Tal vez pudiéramos conseguir que alguno de ellos se ponga de nuestro lado −dijo Peyton−. Alguien que esté a punto de conseguir la condicional y quiera disfrutar de su libertad, en vez de convertirse en sicario de un regimiento externo de la Furia del Infierno y volver rápidamente a la cárcel.

El alivio se reflejó en el semblante de Rosenburg.

−Buzz Criven va a salir el mes que viene. Si le ofreciéramos un trato...

−Aunque le ofrecieras un trato y lo aceptara, no tenemos ninguna garantía de que fuera a cumplir su parte −dijo Fischer, mientras se pellizcaba las aletas de la nariz, tiraba de ellas y las soltaba. Aquel era uno de sus hábitos menos atractivos−. Ya sabes lo que se estaría jugando, y ya sabes cómo mienten esos desgraciados.

−Por eso sugiero que infiltremos un topo −dijo Wallace.

Sí, pero, ¿a qué precio?, se preguntó Peyton. ¿Desde cuándo valía menos una vida humana que el gasto de una investigación ordinaria? Si Simeon Bennett pensaba que los miembros de la Furia del Infierno iban a fiarse de él porque fuera blanco y tuviera aspecto de ser uno de los reclusos, estaba muy equivocado. Las bandas mafiosas no funcionaban así.

−Sangre dentro, sangre fuera. Ese es el código por el que se rigen las bandas, por lo menos la mayoría de las bandas de Pelican Bay −dijo, y se concentró en Simeon−. Sabe lo que significa eso, ¿verdad?

Él puso las manos sobre la mesa y se las agarró. Tenía cicatrices y marcas que sugerían que había estado metido en bastantes peleas, pero lo que más llamó la atención de Peyton fue que tuviera las palabras «Amor» y «Odio» tatuadas en los nudillos. Era evidente que no se trataba del típico policía; en realidad, técnicamente ni siquiera era policía. Sin embargo, eso no significaba que fuera a estar a salvo rodeado de violadores, asesinos y mafiosos.

−¿Es que quiere hacerme un examen sobre bandas? −le preguntó él−. ¿Quiere asegurarse de que me conozco la jerga?

Ella se estiró la chaqueta del traje y preguntó, a su vez:

−¿Acaso quiere decir que está dispuesto a apuñalar a alguien para entrar? Porque si eso es cierto, le reservaré una celda en este mismo instante.

Él le guiñó el ojo.

−Por fin vamos por el buen camino.

Peyton se quedó boquiabierta.

−¿Es a este hombre a quien quieres meter en nuestra cárcel? −le preguntó a Wallace.

−Es perfecto, ¿no te parece? −respondió él con una sonrisa.

−¿Acaso te ha gustado su respuesta?

Wallace la miró con calma, con frialdad, como si fuera un político.

−Me parece creíble, y eso es precisamente lo que necesitamos.

−Lo que yo estaba intentando decir es que para pasar la iniciación de una banda mafiosa hace falta algo más que labia −insistió Peyton.

−Simeon y yo ya hemos hablado de eso −respondió Wallace−. Podríamos orquestar ciertos... eventos. Por supuesto, necesitaremos tu colaboración, pero podríamos representar un apuñalamiento o... cualquier cosa que sea verosímil.

Peyton tomó un bolígrafo que alguien se había dejado sobre la mesa y fue golpeando la mesa a medida que recalcaba sus palabras.

−No lo entiendes. Tú no puedes elegir a quién apuñalas. Te lo indican los de la Furia del Infierno.

−Ya pensaremos en algo −dijo Wallace, y miró a Fischer como si quisiera preguntarle si iba a dejar que ella siguiera oponiéndose a su idea.

Fischer habló de nuevo, pero no rebatió a Peyton. Parecía que estaba más interesado en ciertas aclaraciones.

−¿El departamento va a pagar la investigación?

Wallace se apresuró a confirmarlo.

−Exactamente. ¿Por qué no? Será una ganga comparado con lo que necesitaremos para detener la sangría que se producirá si no zanjamos este problema.

El director de la cárcel estaba siempre bajo la presión de recortar gastos, como todos los demás directores, debido a los problemas presupuestarios que padecía California. Aquel estado tenía el porcentaje más alto de población reclusa de todos Estados Unidos, y tenía que mantener lo que había creado. Sin embargo, Peyton no creía que el ahorro justificara el hecho de poner en peligro la vida de un hombre, aunque aquel hombre fuera tan inconsciente como para implicarse en una operación tan peligrosa. Esperaba que la quinta persona que estaba sentada alrededor de aquella mesa, Joseph Perry, uno de los subdirectores que estaban por debajo de ella, compartiera su opinión. Entonces, tal vez Fischer los escuchara.

Sin embargo, debería haber sabido que no podía contar con Perry. Cuando arqueó una ceja hacia él, pidiéndole que interviniera, él se ajustó las gafas sobre la nariz y permaneció en silencio.

−¿No tienes nada que decir? −insistió ella.

−Yo... eh... supongo que puede funcionar.

En otras palabras, no le importaba en absoluto. No era su cuello el que estaba en peligro.

Peyton se giró hacia el director.

−Por lo menos, tómese un tiempo para pensarlo, señor.

−Eso es exactamente lo que he estado haciendo −respondió Fischer, mientras estudiaba a Simeon−. ¿Estás seguro de que tienes agallas para hacer esto, hijo?

Bennett, con un amago de sonrisa, se subió la manga de la camisa y mostró un tatuaje que parecía el número de identificación de un recluso.

−¿Es usted un expresidiario? −preguntó Peyton con estupefacción.

Bennett asintió mientras se abotonaba el puño de la camisa.

−Oh, magnífico −dijo ella. Se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó las piernas−. Eso me infunde una gran confianza en usted.

¿Qué clase de preso se tatuaba el número de identificación en el brazo? Eso solo lo haría un recluso muy beligerante...

Él no se dejó impresionar por su sarcasmo.

−Teniendo en cuenta sus reticencias, lo que a mí me preocupa es no poder confiar en usted −replicó.

Peyton hubiera respondido, pero el director habló antes de que ella pudiera hacerlo.

−¿Por qué lo metieron entre rejas?

−Por homicidio en primer grado −respondió Bennett, sin apartar la mirada del rostro de Peyton, aunque no hubiera sido ella quien había formulado la pregunta. Estaba interesado en su reacción.

Ella se había quedado demasiado asombrada como para hablar, y lo estaba mirando con la boca abierta.

Rosenburg se apartó de la mesa arrastrando la silla por el suelo.

−¿Cuánto tiempo estuvo en la cárcel?

Peyton se dio cuenta de que Simeon había captado su horror y su repugnancia. Él mantuvo una sonrisa burlona, pero en aquella ocasión miró a Frank al responder.

−Casi seis años.

−Lo que le ocurrió al señor Bennett fue... desafortunado −dijo Wallace−. Sin embargo, gracias a la aparición de nuevas pruebas mucho después de que lo condenaran, ha podido ser absuelto.

Absuelto. Durante unos instantes, aquella palabra no tuvo significado para Peyton. Simeon Bennett se había convertido en un expresidiario para ella, seguramente porque estaba tan curtido como cualquier hombre de la cárcel en la que trabajaba. Antes de que Wallace hubiera podido revertir aquella imagen, ella tuvo que asimilar el nuevo concepto: Él no lo hizo. Por supuesto. Bennett no estaría allí, trabajando para el Departamento de Prisiones, si hubiera asesinado a alguien.

Pero... ¿seis años por un asesinato que no había cometido? No podía creer que aquel hombre estuviera dispuesto a ponerse de nuevo en una situación tan vulnerable. Para darle verosimilitud a la operación, ellos no podrían demostrar ningún favoritismo hacia él, ni concederle permisos. El hecho de infiltrarse en Pelican Bay sería muy parecido a estar cumpliendo condena de verdad.

−Si piensa que con eso me convence de que es ideal para este trabajo, se equivoca −le dijo Peyton.

−¿Y por qué, subdirectora jefe?

−Algo tan trágico... ha tenido que provocar... cambios en quién es usted.

−Lo cual me convierte en género dañado. ¿Es eso lo que quiere decir?

−Podría ser.

Simeon apretó la mandíbula.

−Le aseguro que he superado con éxito todas las evaluaciones psicológicas.

Wallace le entregó un sobre marrón a cada uno de ellos.

−Dentro de ese sobre encontrarán el currículum del señor Bennett. Teniendo en cuenta que su pasado es poco corriente, supuse que tendrían preguntas. Queremos que se sientan totalmente cómodos con lo que hemos planeado, o por lo menos todo lo cómodos que pueden sentirse en estas circunstancias. Sin embargo, hemos hecho los deberes. Hemos denominado a esta operación «Operación Interna», y esperamos que sea un éxito.

−¿Esperamos? −repitió Peyton.

−El departamento.

Wallace había respondido con énfasis para dejarlo bien claro: No sería beneficioso para ella enfadar a sus superiores. Sin embargo, Peyton no era capaz de preocuparse más de su carrera profesional que de la vida de un hombre.

Miró los nudillos de Simeon. Amor. Odio. ¿Cuál de las dos emociones dominaba a la otra?

−¿Dónde cumplió usted su condena?

−En el sistema federal.

Podría haber dado más explicaciones, pero no lo hizo. ¿Era porque quería que ella indagara en su pasado? Aquella actitud defensiva molestó a Peyton. Un hombre que se había pasado seis años en la cárcel por asesinato podía tener muchos secretos oscuros, aunque lo hubieran absuelto y aunque trabajara en la seguridad privada.

−¿Cuánto tiempo lleva fuera? −le preguntó el director.

El desprecio de Simeon Bennett se hizo patente en su expresión. No le gustaba hablar de aquello, no le gustaba que lo interrogaran.

−Diez años.

−¿Y lleva trabajando para Department 6 desde entonces?

−Me hice policía, y después pasé al sector privado, pero he estado trabajando para Department 6 casi todos estos años.

−Entonces, ¿a qué edad ingresó en prisión? −preguntó Peyton.

Él arqueó las cejas.

−A los dieciocho años.

Muy joven. Peyton se imaginaba cuánto debía de haberle afectado aquella experiencia.

−Su familia debió de sufrir mucho.

Él no se dejó engañar por el tono comprensivo de su voz. Se dio cuenta de que ella estaba buscando información extra, tal vez algunas aclaraciones y explicaciones. Sin embargo, no se las dio.

−Sí, fue un golpe duro para ellos.

Aquel hombre ya la tenía intentando adivinar lo que había detrás de aquella máscara de tipo duro. Ojalá su resentimiento, si no su pasado, consiguiera que Fischer, el director, se preguntara por la buena disposición de Bennett para llevar a cabo el plan del departamento. Sin embargo, Fischer ni siquiera se molestó en abrir el sobre; se puso en pie y le tendió la mano a Wallace.

−Haremos todo lo que podamos para velar por su seguridad. ¿Cuándo entrará?

Peyton apretó los dientes con frustración. Fischer había aceptado.

−Esperábamos que pudiera entrar justo después de los otros traslados, el próximo martes −dijo Wallace, mientras se estrechaban la mano−. En una tarde ajetreada como la del martes, no llamará la atención.

Aquel día era viernes. Eso significaba que la investigación empezaría dentro de cuatro días... Y, en opinión de Peyton, un hombre tan guapo como aquel siempre llamaría la atención.

−No hay problema. Recibimos traslados individuales a menudo −dijo Fischer.

Frank se puso en pie y preguntó:

−¿Cuál va a ser su historia?

−Su expediente dirá que lo condenaron por matar a su padrastro. Cuanto más nos acerquemos a la verdad, más convincente será todo −respondió Wallace.

−¿A la verdad? −preguntó Peyton.

Aunque Wallace y ella se habían entendido bien durante las otras reuniones que habían mantenido, en aquella él fruncía los labios cada vez que la oía hablar.

−Por eso fue encarcelado en un principio.

Ella se estremeció al pensar que a Bennett no solo lo habían condenado por asesinato, sino por el asesinato de alguien muy cercano. Eso la incomodaba mucho, aunque el jurado se hubiera equivocado. Tenía que haber algún motivo por el que lo habían encarcelado.

Simeon clavó la mirada en ella, y Peyton se dio cuenta de que él percibía su rechazo. Era como si se lo esperara, y al mismo tiempo, le contrariara.

−¿Quién mató a su padrastro en realidad? −le preguntó.

Él se limitó a sonreír, así que fue Wallace quien respondió.

−Su tío. Está bajo custodia en Solano State, en California, esperando el juicio. La madre del señor Bennett, que vive en Los Ángeles, donde él se crió, tal vez fuera la instigadora del crimen. Hay algunas pruebas circunstanciales que así lo sugieren, pero no hay pruebas reales, así que nunca la han acusado formalmente. El otro miembro de la familia del señor Bennett es su hermana, que se ha divorciado de su marido y tiene dos niños. ¿Necesita más información, subdirectora jefe?

Sí, mucha. Si la madre de Bennett había convencido a su hermano de que matara a su marido, ¿cómo era posible que Simeon hubiera terminado en la cárcel? ¿Su madre no lo había impedido? ¿O acaso habían incriminado a Simeon entre su hermano y ella? A Peyton se le llenó la cabeza de preguntas, pero no pensó que tuviera sentido pedir respuestas. Fischer iba a seguir con aquel plan, con o sin su aprobación. ¿Por qué iba a enfadar más a su jefe? Había percibido el sarcasmo de Wallace.

−No −dijo.

−Entonces, estaremos preparados para recibirlo el martes −dijo el director, y señaló hacia la puerta como si esperara que Wallace se marchara antes que él. Sin embargo, Wallace no se movió.

−Hay algo más.

Al oír su tono de voz sombrío, todos le prestaron atención.

−La identidad de Bennett, y todo lo referente a esta operación, es de máxima confidencialidad. Todo. ¿Entendido?

−No tiene de qué preocuparse −le aseguró Fischer−. Cuando lleguemos a la cárcel, les explicaré a todos los guardias lo delicado de la situación y sus responsabilidades en cuanto a la operación.

−No −dijo Wallace, agitando la cabeza−. No puede decírselo a los empleados. Únicamente podemos saberlo quienes estamos en esta habitación.

Fischer se rascó el mentón. Parecía que estaba empezando a entender lo que Peyton había comprendido todo el tiempo.

−¿Me está diciendo que no pueden saberlo ni siquiera los trabajadores que controlan a los reclusos?

−Exacto.

−Entonces, ¿cómo van a protegerlo?

Wallace se abrió la chaqueta del traje y enganchó los pulgares en la cintura del pantalón, como si estuviera posando para una revista de moda masculina. Quería llegar a ser el director del Departamento de Prisiones y Reinserción de California. Nunca lo había expresado con palabras, al menos delante de Peyton, pero para ella era evidente por el modo en que intentaba impresionar a los que estaban por encima de él, y por su manera inflexible de tratar a los que estaban por debajo.

−No pueden hacer por él nada más de lo que harían por cualquier otro recluso −dijo.

−Pero... −dijo el director de la prisión. Por fin comenzaba a protestar. Sin embargo, no sirvió de nada.

−Si los empleados le dan un trato diferente, si lo llevan aparte para preguntarle cómo van las cosas, si le demuestran un respeto que los demás no merecen... entonces acabará muerto. Una simple mirada podría ser suficiente.

El director se abotonó el abrigo.

−Pero la forma en que lo han planteado no nos da mucho apoyo.

Tal y como Peyton ya había mencionado...

−Es nuestra única opción −dijo Wallace−. No podemos arriesgarnos a que haya un soplo.

−Le prometo que mis empleados son dignos de confianza −insistió Fischer.

La alianza de Wallace no era tan impresionante como el grueso anillo de oro y diamantes que se había comprado para celebrar su reciente ascenso. Una vez más, Peyton se fijó en él, cuando él alzó la mano para hacerse con la atención de todo el mundo antes de que el director pudiera añadir algo más.

−Hay mil cuatrocientos empleados en esta prisión. No estoy acusando a nadie, pero todos sabemos que del recinto entran y salen drogas, mensajes, armas... Y para que ocurra con tanta frecuencia, algunos de los miembros de su plantilla tienen que facilitárselo a los reclusos. Si alguno de ellos avisara a los miembros de la Furia del Infierno... Bueno, no tengo que decirles que la verdad se extendería como la pólvora, ni lo que ocurriría después.

Fischer arrugó la frente.

−Entonces, ¿esta investigación incluye tanto a reclusos como a empleados?

−Eso ya se verá, ¿no cree? −respondió Wallace. Se soltó el cinturón y cerró su maletín. Después, Simeon Bennett y él se marcharon.

Peyton oyó encenderse el motor de su coche mientras Fischer, Rosenburg, Perry y ella se miraban los unos a los otros. Finalmente, el director les pidió a Rosenburg y a Perry que los disculparan un momento, y los dos hombres salieron a esperar a la furgoneta.

Peyton se apoyó en la puerta que acababa de cerrar y se preparó para un discurso. Pensaba que su jefe estaba a punto de reprenderla por no haber sido colaboradora durante la reunión. Generalmente, no tenía reparos a la hora de hacerla saber que no aprobaba su comportamiento, y como sus filosofías eran tan distintas, eso ocurría más a menudo de lo que a ella le hubiera gustado. Sin embargo, en aquella ocasión la sorprendió.

−No te gusta el planteamiento de esta investigación, ¿verdad, Peyton?

−No, señor.

−¿No crees que Bennett pueda llevarla a cabo?

−No estoy segura de que pueda hacerlo nadie. Ya sabe lo que va a pasar si lo acusan de chivato. Los de la Furia del Infierno no van a pedir pruebas. Con la sospecha será suficiente. Me temo que vamos a tener las manos manchadas de sangre antes de que termine la semana.

Él se sentó al borde de la mesa.

−De un modo u otro, esto es algo muy complicado −admitió él−. Pero... si Bennett es capaz de infiltrarse en el núcleo de poder de la Furia del Infierno, todos estaremos mucho mejor.

Ella no podía negarlo. Midió bien las palabras para decir la verdad sin traicionar su integridad.

−Sería magnífico acabar con Detric Whitehead y su organización, sí.

−No nos queda más remedio que obedecer. Lo entiendes, ¿verdad?

−¿Y por qué, señor?

−Ya has oído a Wallace. Nos presentó su plan como si nosotros pudiéramos hacer alguna aportación, cuando no podíamos. La decisión estaba tomada incluso antes de que nos citara aquí. El mismo gobernador está de acuerdo.

Ella tomó el sobre que les había entregado Wallace mientras se contenía para no hacerle ver que él debería haberse negado.

−Entonces, ¿qué sugiere que hagamos?

−Vamos a seguir esta maldita investigación, tal y como hemos acordado. Sin embargo, no hay ninguna necesidad de que los dos nos encarguemos de ella. Yo he dado mi aprobación. Ahora quiero que tú te hagas cargo de todo.

A Peyton se le encogió el estómago. ¿Por qué quería darle las riendas de una investigación tan delicada?

−¿Le importaría aclarármelo, señor?

−Yo ya tengo demasiadas cosas entre manos. A partir de ahora, tú llevarás esto.

−¿Y eso qué significa exactamente? ¿Que yo seré el contacto?

−Exacto. Tú te reunirás con Bennett cuando sea seguro, y le transmitirás sus progresos a Wallace. Este proyecto es tuyo. Por completo.

Sin embargo, era ella quien tenía reservas con respecto a aquella operación. Y acababa de crear tensión en su relación con Wallace, por no decir que se había enemistado con Bennett. ¿Por qué...?

Entonces, lo entendió todo. Fischer, el director de la prisión, quería alejarse de aquello. La investigación le provocaba tanto nerviosismo como a ella, y no quería estar cerca si todo les explotaba en las manos.

Ahora entendía por qué había requerido su presencia en una reunión tan clandestina. Era su chivo expiatorio. Fischer podía contentar al Departamento de Prisiones accediendo a sus peticiones, y evitar la responsabilidad si todo salía mal.

−¿Me queda elección? −preguntó.

−No, a menos que prefieras entregar tu renuncia.

Peyton tomó aire. Por muy tentadora que le pareciera la oferta en aquel momento, había invertido ya seis años en su carrera profesional. No estaba dispuesta a renunciar a todo lo que había conseguido sin luchar. Y menos cuando había una oportunidad, por pequeña que fuera, de que Bennett saliera airoso de la situación y los convirtiera a los dos en héroes.

Recordó los ojos azul claro del hombre que había estado sentado frente a ella en la sala de reuniones. Nunca había visto unos ojos de aquel color. Eran tan claros que le recordaban a dos pedazos de hielo.

−No, señor.

Fischer sonrió.

−Me alegro de oírlo. Buena suerte, para ti y para Bennett −dijo el director.

Después se marchó y la dejó sola.

En voz baja, ella maldijo a Fischer y su incapacidad de asumir la responsabilidad de lo que acababa de ocurrir.

¿Era Bennett tan bueno como pensaba Wallace?

Eso esperaba, porque si él se hundía, ella también.

Capítulo 2

 

Wallace les había proporcionado una hoja de información sobre el pasado de Simeon Bennett, y eso era todo. Peyton entendía que aquel secretismo era necesario, que era peligroso poner demasiadas cosas por escrito, pero en aquella supuesta biografía no había nada que no les hubieran revelado ya. Se trataba de una mera formalidad, de un fingimiento, y aquello la incomodó. Se pasaba cinco días a la semana con algunos de los mentirosos, ladrones y asesinos más astutos de California. Sabía cuándo le estaban tomando el pelo, y eso era lo que había percibido en la reunión de la biblioteca.

¿Qué era lo que tramaban los del Departamento de Prisiones? Nunca hubiera imaginado que tendría que preocuparse por la gente que estaba en su mismo bando, del lado de la ley, y además por encima de ella en la jerarquía de mando.

Alguien llamó a la puerta de su despacho.

Peyton metió la hoja de papel en el sobre y lo escondió bajo algunas carpetas de expedientes que había en su escritorio.

−Adelante −dijo.

Shelley, su secretaria, asomó la cabeza por la puerta.

−Me voy a casa. ¿Quieres que haga algo antes de marcharme?

Peyton miró el reloj. ¿Ya eran las cuatro y media? Estaba tan ocupada que los días pasaban casi sin que se diera cuenta. Tal vez ese fuera el motivo de que no tuviera vida amorosa, además del hecho de que se negaba a salir con ningún otro trabajador de la prisión, cosa que excluía a la mayor parte de los hombres de Crescent City.

−No, gracias. Nos vemos el lunes.

Shelley se detuvo.

−Oh, oh.

−¿Qué pasa? −le preguntó Peyton.

−Tienes el ceño fruncido de preocupación. ¿Qué ocurre?

Peyton sonrió para disimular. No podía poner en peligro la vida de Bennett dando a entender que iba a ocurrir algo inusual en la prisión.

−Nada, solo otro preso común que dice que se va a suicidar.

−¿Qué dice su informe psicológico?

−Que está fingiendo las tendencias suicidas.

Shelley entró en el despacho y se cruzó de brazos.

−¿Por qué cumple condena?

−Por abusar de tres niños.

−Entonces, está marcado, ¿no?

Los violadores o asesinos de niños corrían el peligro de morir a manos de los otros reclusos. Tampoco eran tolerados en prisión.

−No estoy muy segura de que esa sea la única razón por la que dice que quiere dejar el mundo de los vivos.

−Vamos, ya sabes que muchos de ellos intentan pasar al Módulo de Psiquiatría, pero con ciento veintiocho camas nada más, no puedes enviarlos a todos allí. Yo lo pondría de nuevo entre los presos comunes.

−¿Sin pensarlo dos veces?

−¿Por qué no?

−¿Y si se suicida de verdad? ¿Y si se cuelga en su celda? ¿Querrías ser responsable de eso?

−No −dijo Shelley−. Por eso te pagan a ti el sueldazo que te pagan.

¿El sueldazo? Peyton ganaba ciento veinte mil dólares al año, pero el dinero no la ayudaba a dormir por las noches. Al elegir aquella profesión, lo había hecho con una gran dosis de idealismo, pensando que de verdad podía contribuir a mejorar las cosas. Sin embargo, a menudo no encontraba una buena respuesta para los dilemas que se le planteaban. No podía poner a aquel recluso, Víctor Durego, en el Módulo de Aislamiento. Aquel módulo estaba reservado para internos con problemas de comportamiento, y el hecho de mantener a los presos en un aislamiento total costaba mucho dinero a los ciudadanos. Si Víctor no tenía ninguna enfermedad mental, tampoco podía internarlo en el Módulo de Enfermería Psiquiátrica. No tenía sentido hacer que los médicos y los enfermeros que trabajaban allí tuvieran que perder su valioso tiempo, y tampoco ocupar una cama que podía necesitar otra persona. Podría ponerlo, durante una o dos semanas, en el Módulo de Transición, donde recluían a los miembros de las bandas mafiosas que decidían colaborar con las autoridades, pero enviar a Víctor de nuevo con los presos comunes sería devolverlo a la situación por la que había dicho que quería suicidarse. Seguramente, porque otro interno lo había amenazado.

−Siempre está la otra filosofía −dijo Shelley.

−¿Cuál?

−Que un tipo que abusa de niños se merece lo que le pase.

Sabía que Shelley no era la única que pensaba así. Sin embargo, Peyton opinaba que era la humanidad lo que diferenciaba a los guardianes de los reclusos. Si los guardianes se erigían como jueces, como jurados y como verdugos, no serían mejores que la gente a la que estaban custodiando.

−Que yo sepa, el daño físico no está incluido en su sentencia, y nosotros no tenemos derecho a aumentarla.

−Solo digo que... Tú no puedes adivinar el futuro. Él está en la cárcel por lo que hizo. Y ahora que está aquí, lo único que puedes hacer tú es cumplir con tu deber, tomar una decisión y esperar que todo salga lo mejor posible.

Shelley tenía razón en eso. Ella había tomado muchas decisiones en su trabajo. Algunas habían dado buenos resultados. Otras no. Por eso la responsabilidad era tan grande.

−Bueno, me marcho ya −dijo la secretaria−. Suerte con eso.

−Gracias −dijo Peyton, y se despidió agitando la mano.

Cuando la puerta se cerró, volvió a quedarse a solas con el expediente de Víctor, con otros muchos expedientes sobre los que tenía que tomar decisiones, y con el sobre marrón que contenía los datos de Simeon Bennett.

Sacó la hoja y volvió a leer su biografía. Entonces se giró hacia el monitor y lanzó en Internet una búsqueda sobre «Department 6, Los Ángeles».

En la pantalla apareció una página web. Tal y como había pensado, en la página solo se ofrecía información general, pero había un número de contacto.

Si daba a entender que conocía a Simeon y se refería a él por su nombre de pila, tal vez pudiera averiguar si trabajaba de verdad en aquella empresa...

Al segundo timbre del teléfono, contestó un hombre.

−Department 6.

Peyton apretó las uñas contra la palma de la mano libre. Estaba llamando con su teléfono móvil para que su nombre apareciera en la pantalla de identificación de su interlocutor, pero para que no supiera que llamaba desde una cárcel.

−¿Podría hablar con Simeon Bennett, por favor?

−¿Con quién?

−Con Simeon Bennett −respondió ella, y deletreó el apellido. Después, prosiguió−: Lo conocí la semana pasada en una discoteca. Tengo un exnovio que me está asustando −dijo, y tomó aire para hacerlo todo más convincente−. Simeon me dijo que trabajaba en una empresa de seguridad privada y que podía protegerme. Me dijo que lo llamara a este número si mi ex seguía acosándome.

−Lo siento, pero no he oído hablar nunca de Simeon Bennett −respondió el hombre.

Y, sin embargo, ¿se suponía que él había trabajado allí durante los últimos diez años?

−¿Quiere hablar con alguna otra persona? Efectivamente, nuestra empresa ofrece ese tipo de servicios de protección.

−No. Gracias de todos modos −dijo ella, y colgó.

Tal y como había pensado. Bennett no trabajaba para Department 6. Entonces, ¿qué había estado haciendo todo aquel tiempo? ¿Y qué ocurría con el resto de su currículum? ¿Era falso también? ¿Era Simeon Bennett su nombre verdadero?

Se levantó y se acercó a la consola del despacho. Tomó la última fotografía que le habían hecho con su padre. Ella tenía cuatro años y estaba abrazada a su pierna, en el jardín de su casa de Citrus Heights, una zona residencial de Sacramento. Poco después de que un vecino hubiera hecho aquella foto, su padre había ingresado en la cárcel por cometer una estafa. Necesitaba conseguir dinero para pagar los tratamientos del cáncer de su madre. Por él, Grace había sobrevivido a la enfermedad veinticinco años más, pero después de cumplir cinco años de condena, cuando solo le quedaban tres semanas para salir de prisión, a su padre lo habían apuñalado, y había muerto en pocos minutos.

Su padre era el motivo por el que ella había decidido dedicarse profesionalmente a la gestión de prisiones. Conociendo su propia historia, Peyton estaba convencida de que los presos eran personas que tenían un pasado, una situación y unos deseos únicos, como el resto de los seres humanos. Algunas veces, en determinadas circunstancias, un hombre terminaba por hacer lo impensable, y no era justo generalizar. Ahora que estaba llegando a puestos con la suficiente autoridad como para hacer cambios importantes, no iba a permitir que Fischer ni el Departamento de Prisiones la abocara al fracaso poniéndola al frente de una investigación sin proporcionarle toda la información. Había trabajado mucho para llegar donde estaba.

Así pues, ¿cómo iba a averiguar lo que habían planeado? Aunque hubiera visto el número de recluso en el brazo de Bennett, se había quedado tan horrorizada al comprender el significado de aquel tatuaje que se había olvidado de memorizarlo. Solo recordaba los cuatro primeros dígitos; si lo recordara entero, podría obtener más información.

Tal vez no lo necesitara. Wallace no se había esforzado mucho en cubrir su rastro. Estaba acostumbrado a mandar, era arrogante y no pensaba que alguien de la cárcel fuera a comprobar nada de lo que él decía, así que ni siquiera se había tomado la molestia de inventarse una empresa ficticia en la que hubiera podido trabajar Bennett, ni en elegir una empresa que no hubiera sido tan fácil de localizar.

Peyton dejó la fotografía de su padre en su sitio, tomó el bolso y se lo colgó del hombro. Iba a averiguar quién era Bennett, o no lo dejaría entrar en la cárcel el martes. Tal vez aquella decisión pusiera fin a su carrera profesional, pero al menos, ella no tendría que sacrificar sus convicciones.

 

 

Virgil leyó, en las notas que le había dado Wallace sobre la Operación Viuda Negra, que uno de los abogados de la defensa llamaba a Crescent City «La Siberia de California». Después de haberla visto por sí mismo, estaba de acuerdo. La ciudad estaba a seiscientos cuarenta kilómetros de San Francisco y de Sacramento, y a mil trescientos kilómetros de Los Ángeles. Las carreteras de acceso eran secundarias y estaban llenas de autocaravanas, y solo tenía una pequeña pista de aterrizaje a la que llegaban muy pocos vuelos. Por un lado limitaba con un espeso bosque de secuoyas, y por el otro, con el océano Pacífico, que se extendía hasta la eternidad.

Sin embargo, no era solo el aislamiento geográfico lo que diferenciaba aquella parte de la costa californiana de las playas calientes del sur. Su clima era húmedo y frío, y el viento soplaba con fuerza entre los árboles. Aquel pequeño punto del mapa parecería un campo helado y yermo de no ser por su belleza.

No debería haber una cárcel allí, y menos una cárcel de máxima seguridad como Pelican Bay, que era famosa por su dura disciplina e incluso por el maltrato y los abusos que se producían en ella. Parecía toda una contradicción.

La subdirectora jefe, Peyton Adams, también era una contradicción. Recordó su melena rubia recogida en un moño, sus ojos castaños y grandes, de mirada inteligente, y su cutis terso. Parecía demasiado joven como para ocupar un puesto de tanta autoridad, aunque llevara un traje sobrio y elegante. Si él la hubiera conocido en cualquier otro sitio, habría pensado que trabajaba en una boutique de lujo de ropa para mujer.

Ocultar un poder implacable detrás de una cara tan bonita le parecía una mentira definitiva.

Aunque a él ya le habían contado antes aquella mentira, ¿no? Lo había hecho su propia madre...

−Bueno, ¿y qué piensas? −le preguntó Wallace.

Estaban atravesando el magnífico Parque Estatal de Secuoyas Jedediah Smith, que Virgil quería conocer, de camino a un restaurante para cenar.

A Virgil no le agradaba demasiado Wallace. Era engreído, arrogante y superficial, y no muy simpático. Había algunos momentos en los que, sin mediar provocación, tenía que contener el impulso de romperle la cara, y eso le disgustaba casi tanto como las demás cosas que estaban sucediendo en su vida. Él no siempre había tenido problemas para aceptar la autoridad; su resentimiento se había originado durante los años que había pasado en la cárcel, tratando con oficiales de prisiones que eran de la misma pasta que Wallace, y sin duda, también influían sus experiencias en La Banda, la organización mafiosa a la que había tenido que unirse para sobrevivir.

−¿Sobre qué?

−Sobre la reunión.

Se caló el sombrero y se ajustó las gafas sobre la nariz. Wallace le había dado ambas cosas para el viaje, por si acaso los veía alguno de los guardias que hubiera librado y después pudiera reconocerlo dentro de la cárcel.

−Ha sido más o menos como yo pensaba.

Excepto por la guapísima subdirectora que se había mostrado tan contraria a su plan. Al igual que las vistas de aquel paisaje impresionante, ella había aparecido sin previo aviso y lo había sorprendido por completo. Nunca se hubiera imaginado que alguien así pudiera trabajar en una cárcel.

−Entonces, ¿podrás hacerlo?

−¿Tengo otro remedio?

Wallace se movió con incomodidad en el asiento.

−No, supongo que no.

 

¿Virgil? ¿Quién era Virgil? A juzgar por el número de identificación del recluso, Virgil tenía que ser Simeon. Y si eso era cierto, la carta demostraba que no había salido de la cárcel hacía tanto tiempo como le habían dicho en la biblioteca.

¿Lo sabía Wallace? Tenía que saberlo. Entonces, ¿por qué había mentido diciendo que Bennett había salido de la cárcel hacía diez años? ¿Y sobre qué otras cosas había mentido, aparte de sobre el nombre del recluso y de su profesión?

Había otras cartas de la misma mujer que, según el remite, vivía en Colorado. Peyton también encontró cartas de otra mujer que vivía en Los Ángeles. Supuso que serían de su madre, pero no pudo comprobarlo, porque todos los sobres de aquella mujer estaban sin abrir.

De repente, oyó voces desde el pasillo.

−No, no es necesario que me despiertes antes de marcharte.

Era Bennett. Skinner. Wallace respondió desde lejos, y ella no oyó lo que decía. Estaba demasiado ocupada metiéndolo todo de nuevo en la bolsa como para concentrarse en escuchar.

Entonces, la llave entró en la cerradura de la puerta.

Peyton no podía meterse debajo de la cama, porque no había sitio suficiente, así que corrió hacia la puerta del baño. Sin embargo, al mirar hacia atrás para ver si se estaba abriendo la puerta, vio una de las cartas en la alfombra. Debía de habérsele caído con las prisas, mientras lo metía todo en la bolsa.

Sabía que tenía que recogerla, porque él iba a darse cuenta de que estaba completamente fuera de lugar, así que volvió sobre sus pasos...