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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

UN AMOR DE CINE, N.º 83 - mayo 2013

Título original: His Larkville Cinderella

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3078-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Malibú, California, estaba muy lejos del rancho de su familia en Larkville, Texas.

La tensión se acumulaba en los hombros de Megan Calhoun. De no haber estado bajo tanta presión, habría quedado impresionada por la exclusiva urbanización playera. Salió del coche tras aparcar en el camino de entrada de una mansión situada frente al mar. La sobrecogedora villa de inspiración mediterránea pertenecía a un galardonado productor de cine.

Una brisa sacudía las hojas de las palmeras y unas nubes grises hacían que pareciera más invierno que primavera, pero la temperatura era cálida. O tal vez estaba trabajando tanto que no tenía ni tiempo para sentir frío.

Trabajar para una diseñadora de vestuario de cine de Hollywood tenía que haber sido un sueño hecho realidad, pero hasta el momento esa primera semana de trabajo no había sido otra cosa que jornadas de dieciséis horas llenas de desplazamientos en coche, recogidas y transporte de cosas y un ir y venir para hacer los recados de otros.

Y parecía que el trabajo sería el mismo cuando la producción comenzara la semana siguiente. Si así eran las cosas antes del rodaje, no quería ni imaginar cómo sería trabajar en un plató de cine de verdad.

Se guardó las llaves del coche en el bolsillo del vaquero y sacó del asiento trasero la gran cartera de piel. Eva Redding, la mujer que tenía en sus manos su futuro profesional, se había ido del estudio esa mañana con la cartera equivocada y eso había retrasado una reunión con un par de peces gordos de la industria de Hollywood. Ahora todos estaban esperando a que Megan llegara con los diseños correctos para poder seguir discutiendo sobre el vestuario y las tomas.

Mientras corría hacia la entrada de la villa, sus cómodas deportivas parecían más bien bloques de cemento rodeando sus pies, pero de ningún modo permitiría que el hecho de ver cara a cara al productor y al director fuera a ponerla nerviosa.

El fracaso no era una opción. No volvería a Larkville. Tal vez allí estaba su familia, pero nadie más. Ni siquiera Rob Hollis, su mejor amigo desde que podía recordar, que había aceptado un trabajo de ingeniero en Austin, Texas.

Se aferró con fuerza a la carpeta y pisó un gran porche embaldosado. En la esquina, una gran planta se alzaba casi por encima de ella y una parra con flores fucsias perfumaba el aire. Una balda de hierro forjado de tres alturas sostenía macetas de terracota llenas de distintas plantas floreadas.

¿Y si el diseño de vestuario no era su lugar? Le dio un vuelco el estómago mientras los nervios amenazaban, de nuevo, con traicionarla. No. Tenía un trabajo que hacer. Su padre siempre le había dicho que, pasara lo que pasara, hiciera su trabajo de la mejor manera posible.

Sintió una punzada de dolor. Ojalá su padre estuviera allí para darle esa inyección de confianza que tanto necesitaba. Respiró hondo para calmarse y llamó al timbre.

Mientras unas campanadas melódicas y de distintos tonos resonaban por la villa, recordó las instrucciones que le había dado su supervisora.

«Entrégale la cartera a Eva y sal de allí sin decir ni una palabra».

Eso no sería ningún problema. A Megan se le daba genial estar callada y pasar desapercibida, de hecho, llevaba haciéndolo casi toda su vida. Nunca había encajado en el rancho y su padre parecía haber sido el único que la había entendido y que se había preocupado por ella, pero... ya no estaba allí.

Se le hizo un nudo en la garganta. Su padre, el gran Clay Calhoun, había muerto de neumonía en octubre, hacía siete meses, y ahora estaba sola en muchos sentidos.

La gran puerta de madera se abrió.

–¡Ya era hora! –Eva le quitó la cartera de las manos.

La mujer, de unos cuarenta y pocos años, lucía una piel de marfil perfecta y un corte de pelo muy francés negro azulado; llevaba una camisola, pantalones y tacones negros y joyería de inspiración africana que le añadía un toque vibrante y fresco a su atuendo estiloso y elegante.

–¿Por qué has tardado tanto?

En su segundo día en Hollywood ya había aprendido la única respuesta aceptable para un retraso:

–El tráfico.

La dura mirada de su jefa la recorrió de arriba abajo y esos labios rojos se fruncieron con gesto de desaprobación.

–Estás encorvada. Ponte derecha.

Y Megan lo hizo.

–¿Es así cómo vestís en el rancho?

Una sencilla camiseta rosa, unos vaqueros pirata desgastados y unas cómodas deportivas no lograrían incluir a Megan en la lista de las mejores vestidas de Hollywood. De todos modos, sospechaba que, se pusiera lo que se pusiera, jamás cubriría las expectativas de Eva.

–Sí.

La palabra «señora» se le quedó en la punta de la lengua. La había utilizado el lunes, el primer día de trabajo, pero ya no volvería a cometer ese error.

–Imagino que no llevarás más ropa en el coche.

Megan había crecido en un rancho texano en mitad de la nada y se había licenciado hacía menos de dos semanas. Toda su ropa era informal a excepción de algunas de sus creaciones, aunque no había tenido ni el valor ni la ocasión de lucirlas fuera de su habitación. No después de que se hubieran burlado de ella el primer año de instituto por su modo de vestir. Después de aquello había adoptado como propia la forma de vestir de Rob y sus amigos.

–No.

–Pues vamos –Eva le indicó que pasara–. Todo el mundo está en la terraza.

El pánico la recorrió, desde la melena castaña hasta las puntas de las deportivas. Se suponía que no debía decir nada y que tampoco debía quedarse allí.

–Yo... eh... me esperan en el estudio.

–Ya no.

Las volteretas laterales que dio su estómago habrían hecho que el equipo de animadoras de Larkville se hubiera sentido orgulloso, aunque tampoco es que esas chicas le hubieran hecho mucho caso nunca a Megan, excepto cuando les convenía para recaudar fondos para nuevos uniformes o para competiciones.

–Mi coche...

–No irá a ninguna parte sin ti. Vamos –Megan entró en la villa y la puerta se cerró tras ella de golpe.

Se le puso la piel de gallina. Se sentía atrapada, aunque no podía decirse que se encontrara en una oscura mansión gótica. Esa mansión era luminosa, con grandes ventanales y suelos relucientes. El aire olía a fresco, a flores con un toque de cítricos. La temperatura era más fresca que fuera. Aire acondicionado; eso explicaba la piel de gallina.

Al mirar el vestíbulo tuvo que apretar los labios para contener un grito de asombro. A la derecha, una elaborada lámpara de araña de hierro forjado colgaba sobre una mesa de comedor para veinte comensales. El salón quedaba a la izquierda y estaba lleno de mobiliario carísimo y bonitas obras de arte con unos enormes ventanales que mostraban unas vistas sobrecogedoras del océano.

Eva cruzó el resplandeciente suelo de madera a una velocidad sorprendente teniendo en cuenta los tacones que llevaba.

–No te entretengas.

Megan aceleró el paso. No tenía ni idea de qué estaba pasando, pero siempre que no fuera ilegal o inmoral, haría lo que le pidieran. Lo que fuera por asegurarse un puesto fijo.

Eva miró atrás.

–No hables a menos que alguien se dirija a ti directamente.

Megan asintió. Eso le parecía genial.

Siguió a su jefa hasta el otro lado de unas puertas de cristal para salir a una terraza gigante con vistas al océano. Una brisa arrastraba el salado aroma del mar y el cielo parecía una tela gris sobre el horizonte.

La terraza se extendía hacia la parte trasera de la casa y estaba decorada de un modo tan encantador como el interior. Había sillas y tumbonas con cojines de aspecto muy cómodo, una barbacoa de obra y una barra de bar con taburetes. ¡Incluso había un jacuzzi!

Dos hombres a los que no conocía estaban sentados a una mesa. Ambos llevaban camisas de manga corta de colores claros, pantalones y gafas de sol oscuras, a pesar de que el cielo estaba totalmente cubierto.

Junto a la barandilla había otro hombre y una mujer, ambos también con gafas de sol. Los reconoció; eran del departamento de vestuario. El hombre parecía de lo más profesional con sus pantalones sastre negros, la camisa blanca de manga larga y la corbata de seda de colores. El corte y la línea de la falda color salmón de la mujer y su chaqueta le recordaban a una diseñadora de Milán sobre la que había hecho un trabajo en la facultad.

Nadie se percató de su presencia y Megan ni se ofendió ni se sorprendió. «Invisible» podía ser su segundo nombre.

La mayoría de la gente había estado llamándola «eh, tú» o «la nueva ayudante en prácticas» desde que había llegado al estudio el lunes por la mañana. En pocas palabras, era una persona fácil de olvidar. Nada especial, como su difunta madre no había dejado de recordarle, mientras que sus tres hermanos, Holt, Nate y Jess, definían ese término. Megan se preguntó si sus nuevos medio hermanos, los mellizos Patterson fruto del primer matrimonio de su padre, eran más parecidos a sus hermanos que a ella.

–Por fin tengo los diseños –el tono de Eva hizo que pareciera que el retraso había sido culpa de Megan–. Ya podemos empezar.

–¡Eh, tú! –dijo una voz masculina–. La chica de la camiseta rosa.

Megan miró a uno de los hombres que estaban sentados a la mesa. Era guapo, con un estilo muy de caballero distinguido. Su piel bronceada y su cabello aclarado por el sol le hicieron pensar que debía de pasarse mucho tiempo al aire libre y supuso que sería el productor dueño de la casa.

–Ve a buscar a Adam –dijo el hombre.

¿Adam? Megan no tenía ni idea de a quién se refería ese tipo.

Eva se rio.

–Megan es nueva en la ciudad, Chas. Es de Texas y mi nueva ayudante en prácticas. Uno de sus antiguos profesores es un gran amigo mío con buen ojo para los talentos en bruto.

Y recalcó la palabra «bruto».

El hombre y la mujer que se encontraban junto a la barandilla miraron a Megan durante un nanosegundo y después retomaron su conversación.

Megan intentó hacer como si nada, igual que hacía en Larkville.

Ahí en Hollywood no tenía elección. Meter el pie consistía en tener contactos. Había algunas personas que encontraban un buen puesto por su cuenta, pero no era fácil. El profesor Talbott le había asegurado ese trabajo en prácticas, pero no había nada garantizado. Tendría que demostrar su valía porque, de lo contrario, se vería de nuevo en el rancho antes de que se celebrara el festival anual del otoño en octubre. ¿A quién intentaba engañar? Tal vez estaría en casa para el Cuatro de Julio o, peor aún, para el Día de los Caídos a finales de mayo.

Sintió un gran peso sobre sus hombros e hizo lo que pudo por no dejarlos caer.

–Con que Texas, ¿eh? –comentó el hombre rubio al que Eva había llamado «Chas».

Megan asintió y él la miró detenidamente.

–¿Dallas o Austin?

–Larkville.

–No lo he oído nunca.

–No se pierde nada a menos que le gusten las camionetas, los vaqueros y el olor a estiércol de vaca.

Su comentario despertó una amplia sonrisa destacada por unos dientes muy blancos.

–Suena a la letra de una canción country.

–Megan –dijo Eva–, ve corriendo hasta el agua y dile a Adam que es hora de que venga. Adam Noble, nuestro actor estrella. Seguro que incluso una chica de un pequeño pueblo texano como tú sabe quién es.

Megan había visto algunas de sus películas de acción y aventuras en las que siempre tenía que quitarse la camisa tantas veces como fuera posible. Adam tenía un cuerpo atlético e imponente, fruto de sus días de quarterback en el equipo de la facultad, y un rostro de belleza clásica. Además tenía el hábito, o tal vez la afición, de mantener aventuras con sus coprotagonistas. O, al menos, eso decían los tabloides.

La mayoría de las mujeres opinarían que ese actor estaba como un tren, pero ella prefería a los hombres que eran más... cerebrales. Tipos como su mejor amigo, Rob. Su Don Perfecto, si es que existía. Lo único que tenía que hacer era esperar hasta que él se diera cuenta de que lo era.

Un graznido sonó sobre su cabeza y alzó la vista al cielo. Vio dos gaviotas que, con sus alas blancas, casi se perdían contra el nublado cielo. Qué chulada. No recordaba la última vez que había visto pájaros de ese tipo.

–No tenemos todo el día –dijo Eva.

Megan bajó por la escalera de la terraza hacia la playa y la carcajada de Eva la siguió hasta la arena.

Le ardían las mejillas; parecía que la compasión y la comprensión no existían en Hollywood. A nadie le importaba si se sentía como pez sacado del agua, abrumada y exhausta. Solo les importaba que hiciera el trabajo y, si no podía, otros diez más estarían esperando a ocupar su puesto.

Pero eso no pasaría.

Haría lo que fuera para triunfar en ese negocio. De hecho, no podía decir que hubiera visto ninguno de los diseños de vestuario más que los que había colgados en las paredes y en los blocs por el estudio, pero sí que sabía cómo tomaban el café o el té cada uno de los empleados y qué pedían para almorzar, y también sabía que «Tragafuegos», el apodo de Eva, no era ninguna exageración.

Sus deportivas se hundieron en la arena.

Las prácticas no eran nada de lo que había imaginado; se pasaba todo el día haciendo recados y corriendo de un lado para otro sin recibir ningún sueldo a cambio, solo experiencia.

Los diseñadores de vestuario iban subiendo puestos y ella tenía que empezar en alguna parte, de modo que lo que fuera que estaba haciendo allí era mejor que estar metida en Larkville y malgastando sus habilidades para la costura haciendo arreglos de ropa en la tintorería más cercana. Ojalá Rob hubiera querido que ella se mudara a Austin en lugar de animarla a aceptar esas prácticas...

Se tropezó con unas algas. Sin duda parecería una idiota, como de costumbre.

Había unas cuantas personas junto al agua y, a pesar del cielo gris, las mujeres llevaban unas diminutas tiras de tela que dejaban ver sus cuerpos bronceados y tonificados. Megan jamás tendría agallas para ponerse un biquini así, ni aunque hubiera hecho más calor y el cielo hubiera estado más claro.

Los hombres llevaban bañadores cortos sin camiseta. Allí abundaban los físicos musculosos y una cosa era cierta: la playa era como un imán para los hombres atractivos, aunque ella seguiría prefiriendo a Rob por encima de todos, por mucho que fuera más flaco y que no tuviera tantos músculos. Era un chico al que le gustaba estar con ella, que siempre estaba a su lado para darle consejo, para ofrecerle apoyo y para salir a tomar algo. Hombres así eran difíciles de encontrar.

Los miró a todos. Ninguno tenía las típicas ondas de la melena despeinada de Adam Noble.

¿Dónde podía estar?

Se fijó en que todo el mundo estaba mirando al agua. Un único surfista tomó una ola impresionante y ejecutó un extraño movimiento con la tabla a pesar del cual siguió en pie sobre la tabla.

Las mujeres lo animaron. Otros aplaudieron. Un hombre silbó. Otra mujer suspiró diciendo:

–Adam está como un tren.

Megan observó al surfista y no tardó en darse cuenta de que se trataba de Adam Noble haciendo trucos sobre la tabla y despertando expresiones de asombro entre la multitud cautivada.

¡Fantasma!

No estaba nada impresionada. Bueno, de acuerdo, sí que tenía que felicitarlo por haber hecho a las mujeres babear y a los hombres mirarlo con envidia, pero Adam podría haber montado la ola sin haber hecho tantos movimientos arriesgados. Ese tipo tenía un papel protagonista en una nueva película en la que ella trabajaría, así que debería tener más cuidado en lugar de ir por ahí poniéndose en peligro y poniendo en peligro la producción por vacilar delante de sus fans sobre una ola.

¡Menudo idiota!

Le recordaba a esos vaqueros que arriesgaban sus vidas por estar ocho segundos a lomos de un toro llamado Diablo. Seguro que tenía más músculo que cerebro y que dentro de esa bonita cabeza no había ni una sola neurona.

No era de extrañar que sus coprotagonistas se acostaran con él. Seguro que no podían encontrar nada de qué hablar y pensarían que el sexo era un modo sencillo de llenar el tiempo entre escenas.

Gracias a Dios que estaba acercándose a la orilla y que, cuanto antes pudiera llevarlo a la villa, antes podría ella volver al estudio. Aunque fueran recados, tenía cosas mejores que hacer que quedarse ahí esperando a un estúpido y engreído actor como Adam Noble.

 

 

Mientras Adam se acercaba a la orilla con su tabla debajo del brazo, las olas chocaban contra sus gemelos. Le caían gotas del pelo que recorrían su traje de neopreno. Estaba deseando que llegara el verano para no tener que protegerse del agua fría.

Sonrió a la pequeña multitud que lo observaba. Ser una estrella implicaba tener que soportar a los fans ahí donde iba, pero a él eso no le importaba. Los fans eran quienes pagaban por ver sus películas y sin ellos aún seguiría haciendo de especialista y volviendo a casa lleno de moretones y heridas.

Se había acostumbrado a la invasión de la privacidad, excepto a los paparazzi. Esos buitres acechaban por todas partes con sus cámaras digitales esperando una oportunidad de capturarlo haciendo algo estúpido o pareciéndolo. Siempre tenía que estar en guardia y lograr que todo lo que hiciera pareciera natural, no una pose.

Como surfear.

Adam odiaría ver una foto suya cayéndose acompañada de un impactante titular culpando al alcohol, a las drogas o a alguna misteriosa mujer por su caída. Los tabloides lo exageraban todo y lo sacaban de contexto.

Pero aunque ahora había estado a punto de caer, se había mantenido en pie. Una vez más. Le encantaba surfear sobre el Pez, una ligera y muy manejable tabla. Había pocas cosas en el mundo que fueran mejor que correr riesgos, ya fuera haciendo surf o actuando para triunfar después.

Al llegar a la arena, tres mujeres sacaron pecho, que apenas el biquini podía cubrir, y metieron tripa. Él las miró a todas; la rubia tenía una sonrisa bonita, la morena tenía unos rasgos exóticos y la del pelo rojizo le guiñó un ojo.

Una cosa sí que podía decir: su trabajo no apestaba. Pero se preguntó si alguna de esas tres mujeres no usaría la expresión «o sea» cada dos frases y si podría mantener una conversación que durara más de cinco minutos.

Los hombres alargaron los brazos para estrecharle la mano. Otras mujeres lo saludaron con la voz casi entrecortada, ladearon la cabeza con coquetería y le tocaron el brazo.

Él siguió avanzando entre la multitud y saludando a todo el mundo. Vale, de acuerdo, sobre todo a las mujeres. Al fin y al cabo, era un hombre.

Podía invitar a un par de chicas a la villa de Chas, pero dudaba que el productor quisiera que su reunión se convirtiera en una fiesta. Ya se había retrasado suficiente por el hecho de que los diseños de vestuario no estuvieran allí, así que lo mejor era volver para ver si ya habían llegado.

Su mirada pasó de largo un cuerpo ataviado con un biquini de estampado de cebra, digno de la portada del Sports Illustrated, y vio algo rosa. Se detuvo tan bruscamente que por poco se hizo un esguince cervical. En lugar de una piel suave y un delicioso escote vio una camiseta rosa suelta que ocultaba unas curvas femeninas a las que habría querido echar un vistazo. Unos vaqueros, también sueltos, dejaban ver unos gemelos blanquecinos. No había ni rastro de bronceado, ni siquiera falso, ni sobre las piernas ni sobre los brazos.

¿Alérgica al sol? A lo mejor era una de esas chicas vampiro.

Parecía haber acabado de entrar en la veintena. Tenía los hombros hundidos, como si intentara ocultarse, aunque tal vez solo era una cuestión de mala postura. Llevaba su melena castaña clara recogida en lo alto de la cabeza con unos mechones sueltos apuntando a todas partes. Sus labios carentes de brillo o carmín estaban apretados en una fina línea, pero fueron sus ojos lo que captó su atención.

El señor de los anillos

–¿Sí?

Ella miró a la arena, como si mirarlo a los ojos fuera a convertirlo en un bloque de piedra.

–La reunión está a punto de empezar. Quieren que vuelva a... eh, a la casa.

Curioso, jamás se habría imaginado que ella estuviera metida en el negocio del cine. No parecía asistente personal, ¿sería la sobrina o la hija de alguien? Tal vez la sirvienta o la cuidadora de los niños.

–¿Te han enviado a buscarme?

Cuando asintió, un mechón de pelo se le soltó de la pinza y unas ondas enmarcaron su rostro. Sus altos pómulos, su bonita nariz recta y esos labios carnosos resultaban de lo más atractivos. Pero no llevaba ni máscara de pestañas, ni los ojos perfilados, ni maquillaje, ni siquiera una pizca de barra de labios. Estaba acostumbrado a las mujeres que llevaban mucho maquillaje y que llegaban al extremo con tal de tener el mejor aspecto posible. Esa chica, sin embargo, no parecía preocuparse por lo que la gente pensara de ella y eso le resultaba muy atractivo.

–El deber me llama, señoritas –les dijo a las chicas en biquini.

Y mientras se alejaban con sonrisas prometedoras, la chica que tenía delante sacudió la cabeza y esa actitud le resultó graciosa. Se preguntó qué haría falta para convertir esa desaprobación en aceptación.

–¿Quién eres? ¿Una asistente personal? –le preguntó Adam.

Ella alzó la barbilla.

–Soy Megan Calhoun. Estoy de prácticas.

¡Ajá! Así que era el escalón más bajo de la cadena alimentaria. Aunque eso no explicaba el modo en que se estaba comportando. Su actitud y su aspecto no la ayudarían a ir subiendo de escalafón en escalafón.

–Pues entonces deberíamos irnos –quería arrancarle una sonrisa–. No querría ser el responsable de que te metieras en líos.

Ni una sola sonrisa, aunque el gesto de la joven se relajó y sus ojos parecieron iluminarse con una expresión de gratitud.

–Gracias.

Era interesante cómo esa chica dejaba reflejar cada emoción... Adam podría divertirse un poco; es más, lo haría.

–De nada –le pasó su tabla de surf–. Toma.

Ella respiró hondo e intentó sujetar con fuerza la tabla húmeda.

–¿Quiere que lleve esto?

La indignación de su voz hizo que él tuviera que contener una sonrisa. No es que fuera una Escarlata moderna, pero sí lo más parecido que podía encontrarse en una playa de Malibú.

–Estás de prácticas.

–En vestuario –le aclaró.

Eso sí que lo sorprendió. Los empleados de vestuario solían vestir muy bien; no lucían sus mejores galas en el set porque podían ensuciarse, pero normalmente vestían con estilo. Megan vestía cómoda, pero ni estilosa ni a la moda.

–Aun así, estás de prácticas –Adam quería sacarle una reacción y con lo siguiente bastaría. Sonrió con ironía–. Y yo soy la estrella.