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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Christine Rimmer. Todos los derechos reservados.

EMBARAZO INESPERADO, Nº 1992 - Agosto 2013

Título original: Marrying Molly

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3490-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Tate. Despierta, Tate.

Profundamente dormido, Tate creyó oír un provocador susurro. Conocía aquella voz. Molly. Maldita. ¿Qué derecho tenía a entrometerse en sus sueños de tal manera? ¿Y por qué lo hacía tan a menudo? Parecía que no pasaba una sola noche en la que no apareciera para atormentarlo.

—Eh. Tate.

Pero Tate se tapó la cara con la almohada con un rugido.

—Vete, Molly —murmuró, todavía medio dormido—. Sal de mis sueños.

—Tate Bravo, despierta.

Por fin abrió los ojos y parpadeó.

—¿Molly? —tiró la almohada a un lado.

La ventana que había frente a la cama estaba abierta y entraba por ella una cálida brisa. Molly O’Dare estaba sentada en la mecedora que había en el rincón del dormitorio, no lejos de la ventana.

Tate miró la oscuridad que lo rodeaba sin creer todavía que realmente fuera ella. Pero era. Molly O’Dare en carne y hueso y tan exasperante como siempre. Incluso en medio de aquellas sombras y con toda la ropa puesta, podía adivinar la silueta de su cuerpo, el brillo de su cabellos dorados y el perfil de sus mejillas suaves. La brisa nocturna llevaba su perfume de flores y almizcle, un perfume que parecía haber sido creado para volver locos a los hombres.

Tate se permitió sonreír levemente.

—Vaya, vaya. Mira quién está aquí —se le ocurrieron un par de cosas que tuvo la deferencia de no decir. Cosas como: «No podías estar sin mí, ¿verdad?» o «Sabía que volverías».

Pero no, no iba a regodearse, al menos no lo haría en voz alta. Había añorado tener aquel cuerpo cálido y suave junto a él en la cama; lo había añorado mucho, mucho más de lo que jamás dejaría que ella adivinara. Ahora que por fin había vuelto a su dormitorio, no tenía intención de hacer nada que pudiera darle motivos para escapar de nuevo. Así que no dijo nada, se limitó a retirar las sábanas para que se metiera con él en la cama, donde debía estar.

—Ni en broma —farfulló ella, y en su voz no había ni un ápice de erotismo.

Una irritación provocada por el deseo frustrado surgió dentro de él, pero no la dejó salir. Esa vez no. Sólo se encogió de hombros y colocó las sábanas como estaban.

—Entonces, si no te importa que te lo pregunte, ¿qué demonios estás haciendo en mi dormitorio a las... —echó un vistazo al despertador— a las dos de la mañana?

Molly, vestida con una falda corta y una camiseta blanca que parecía brillar en la oscuridad, se columpió en la mecedora, cruzó sus esbeltas piernas y se puso las manos en el regazo.

—Tengo... noticias, si pueden llamarse así.

Aunque todo el mundo sabía que Tate Bravo era un tipo duro, en aquel momento sintió el gélido beso del horror en la mejilla y se le hizo una especie de nudo en la boca del estómago. Si Molly tenía noticias para él, seguramente no serían buenas. Se pasó los dedos por el pelo con un suspiro de desconfianza. ¿Por qué había ido a verlo? Lo único que se le ocurría, dado que ya había desechado la posibilidad del sexo, era que hubiera encontrado una nueva manera de ayudar a los necesitados... a costa de las arcas del pueblo, por supuesto.

Como había hecho un millón de veces durante los últimos seis meses, Tate maldijo el día en el que Molly había conseguido llegar a alcaldesa de su pueblo. Habían sido las mujeres; todas ellas pasaban mucho tiempo en el salón de belleza de Molly y, cuando ella había decidido presentarse a alcaldesa, la habían apoyado hasta hacer que se hiciera con el cincuenta por ciento de los votos.

En opinión de Tate, la gestión de Molly había sido un desastre desde el comienzo; para él, y para cualquier otro empresario responsable del pueblo, Molly O’Dare era lo peor que podría haberle pasado a Tate’s Junction, Texas, desde que un contingente de guerreros comanches camino de la reserva de Oklahoma se había apoderado del lugar durante tres días en el año 1886.

Se trataba de un problema de comprensión, pensaba Tate. Molly se negaba a comprender cómo funcionaban las cosas y se empeñaba en pensar a su modo, de una manera independiente. Algo muy poco aconsejable dado que, como todo el mundo sabía, el trabajo de alcalde requería no pensar en absoluto. Así de simple. Tate Bravo, como ya había hecho su abuelo antes que él, era el que decidía qué había que hacer, informaba al alcalde y al ayuntamiento, votaban de acuerdo con sus instrucciones y se ponía en práctica cualquier idea que Tate considerara oportuna para la mejora del pueblo.

Siempre se había hecho así.

Hasta que apareció Molly.

Desde la primera junta del ayuntamiento, Molly se negó a hacer las cosas como siempre se habían hecho; ella pensaba de un modo diferente y se le ocurrieron un montón de malas ideas. Si Tate proponía invertir en alguna propuesta comercial, ella quería subir los impuestos. Si Tate proponía un plan para mejorar el acceso y el aparcamiento en la calle principal, ella luchaba contra él con uñas y dientes, argumentando que facilitar que la gente del pueblo gastase su dinero podía esperar. Sus ojos marrones brillaban con fuerza y sus preciosos pechos se erguían con orgullo. Lo primordial, según su criterio era poner en práctica su plan para la atención a enfermos.

Lo cierto era que Tate era consciente de que era lo mejor para Junction y Molly no. Por supuesto que él también deseaba ayudar a los necesitados, pero la prioridad era apoyar a aquello que hacía que el pueblo funcionase: los negocios y el comercio. Como empresaria que era, Molly debería haberlo sabido, pero desde que era alcaldesa, había actuado con el corazón y no con la cabeza.

Tate había estado furioso desde el día de las malditas elecciones; de hecho, sus continuos enfrentamientos hacían que saltaran chispas entre ellos... en más de un sentido, por lo que desde el principio había deseado llevársela a la cama.

Y lo había conseguido hacía algunos meses. Durante unas maravillosas y estimulantes tres semanas, aquel cuerpo perfecto y seductor había sido todo suyo. En la cama, él había llevado las riendas, pero otra vez vestida y trabajando, Molly O’Dare había continuado siendo una pesadilla para Tate.

Se inclinó hacia delante para poder verla mejor. No había duda, sus ojos tenían un brillo extraño; seguro y furioso al mismo tiempo. Mala señal.

—Llevo pensando en esto varias semanas —continuó diciendo ella con cierta tristeza—. Preguntándome si debía contártelo. No quiero hacerlo, pero no veo otra alternativa puesto que, como no pienso ocultarlo, acabarás enterándote en algún momento. Así que finalmente he decidido que lo mejor es que sea cuanto antes para que puedas hacerte a la idea y decidir cómo vas a tomártelo.

Tate se estiró sobre la cama para poder encender la lámpara de la mesilla de noche. Bajo su luz dorada, pudo ver la suave boca de Molly y las ojeras que tenía bajo los ojos. Sintió una repentina inquietud, quizá fuera preocupación porque desde luego Molly no tenía buen aspecto.

¿Qué demonios ocurría?

—Suéltalo ya —le ordenó.

Y eso fue exactamente lo que hizo.

—Estoy embarazada, Tate. De unos dos meses, así que en enero, vas a ser papá —se puso en pie, dejando la mecedora balanceándose a su espalda—. Tienes la boca abierta —añadió.

Nada más. Antes de que Tate tuviera tiempo de recuperar el sentido y detenerla, se dio media vuelta y salió por la ventana, el mismo lugar por el que había entrado.

Capítulo 2

 

Molly, querida, no me acerques tanto las tijeras con esa mirada.

Molly parpadeó, miró las tijeras que tenía en la mano y después al espejo, donde se encontró con los ojos recelosos de Betty Stoops, que esperaba a que le cortara el pelo como todos los meses.

—Lo siento, Betty. Estaba pensando...

En Tate Bravo, por supuesto. Molly no podía evitar sentirse algo culpable por el modo en el que había hecho las cosas la noche anterior.

Muy bien, quizá al colarse por la ventana de su dormitorio, soltarle la noticia y volver a saltar por la ventana no había demostrado tener demasiado tacto. Pero al menos había dicho lo que tenía que decir. El análisis en profundidad del tema podía esperar.

—Bueno, ¿qué tal está Titus? —le preguntó a Betty mientras comenzaba a cortarle el pelo

Betty emitió algo parecido a un quejido.

—Molly, querida, no puedo ni describírtelo... —así comenzó una descripción detallada de todos los problemas médicos de su esposo.

«Hice bien en salir de allí anoche», se aseguraba Molly a sí misma mientras Betty continuaba hablando. Una vez que se hubiera recuperado de la impresión, quién sabía qué podría haberle dicho Tate; desde cuestionar el hecho de que el niño fuera realmente suyo hasta insultarla o acusarla de intentar atraparlo para casarse con él.

Sí. Darle la noticia era todo cuanto podía haber hecho en la misma noche, ya habría tiempo para las acusaciones, los gritos y los reproches. Igual que tendría tiempo para decidir qué papel desempeñaría en la vida de su bebé, o si desempeñaba alguno.

—Había pensado que no me cortaras tanto por los lados esta vez —sugirió Betty, observando cómo iba evolucionado el corte de pelo.

—Muy bien —convino Molly.

Pero no podía dejar de preguntarse cómo había podido acostarse con Tate Bravo... repetidas veces y, sobre todo, cómo era posible que además le hubiera gustado tanto. ¿Qué demonios le ocurría? Porque lo más grave de todo era que no podía dejar de soñar con seguir acostándose con él. Especialmente ahora que sabía con seguridad que aquellas noches que había compartido con Tate en secreto habían tenido una importante consecuencia.

Embarazada, pensó con sincera preocupación.

Aquello era precisamente lo que Molly había jurado cien veces que jamás le ocurriría a ella y, durante los últimos años, había llegado al convencimiento de que había conseguido no acabar como su abuela Dusty.

Después de todo, sólo tenía una debilidad, el estúpido y guapísimo Tate Bravo, del que llevaba enamorada en secreto prácticamente toda la vida. Pero había creído que dicha debilidad nunca le acarrearía ningún problema ya que Tate no parecía saber ni que existía.

Pero después se le había metido en la cabeza mejorar un par de cosas en el pueblo y se había presentado a alcaldesa. Y una vez ganadas las elecciones, Tate había descubierto que existía.

Molly había sido investida alcaldesa hacía seis meses, a primeros de año. Tate y ella habían luchado denodadamente durante tres juntas del ayuntamiento; las de enero, febrero y marzo. Entonces él la había invitado a cenar... los dos solos en el enorme e impresionante salón del rancho de su familia, The Double T. Se suponía que allí habían de dar con la manera de trabajar juntos para conseguir que el pueblo mejorara.

Pero no habían hablado mucho de trabajo aquella noche. Apenas habían conseguido llegar a los aperitivos cuando Tate la había tomado en sus brazos y ella no había protestado. Molly había caído rendida en su cama... No, en realidad se había lanzado a ella, arrastrándolo a él consigo. Todos aquellos años sin nada que se pareciera ni remotamente a una vida sexual, todos aquellos años de fantasías prohibidas con Tate como protagonista se habían apoderado de ella.

Y ahora estaba embarazada.

Una mujer como Molly sabía que debía enfrentarse a la realidad. Tenía treinta años y, hasta Tate, no había habido ningún hombre en su vida. No había ningún motivo para pensar que habría algún otro después de él, por lo que quizá aquella era su única oportunidad de ser madre.

Así que estaba atrapada. No pensaba renunciar a la oportunidad de ser madre, pensase lo que pensase Tate, ni tampoco iba a abandonar su salón de belleza o el pueblo de Texas que tanto amaba.

Por tanto, allí estaba, igual que su madre y su abuela habían estado antes: embarazada y soltera en el pueblo en el que había crecido. En cuanto comenzase a notársele, empezarían los comentarios. De tal palo, tal astilla, diría todo el mundo.

Bueno, pues tendría que enfrentarse a los chismorreos con la cabeza bien alta, porque iba a quedarse con el bebé.

—Molly, ¿has oído algo de lo que te he dicho? —le preguntó Betty.

—Claro. Pobre Titus, no sé ni cómo lo soporta —se apresuró a decir, mirando a su clienta.

Betty la observó unos segundos antes de decir:

—Querida, no tienes buen aspecto.

—Pues estoy perfectamente —respondió Molly, con voz fingidamente desenfadada—. Nunca me he encontrado mejor.

Pero Betty enarcó las cejas.

—No estarás dejando que ese Tate Bravo te intimide, ¿verdad? He oído que el otro día te gritó en la junta del ayuntamiento...

Molly sintió cómo el corazón le daba un bote dentro del pecho. ¿Acaso Betty lo sabía? No. En cuanto se hizo aquella pregunta, la contestó con seguridad. Nadie lo sabía, al menos por el momento. Tate y ella habían llegado al acuerdo de mantener en secreto su aventura. Él no quería que nadie supiese que se acostaba con la mujer que le llevaba la contraria a la menor oportunidad. Y ella no quería que la gente que contaba con ella descubriera que no podía resistirse a los encantos del hombre que se oponía a todos los cambios que había que llevar a cabo en el pueblo.

—No te preocupes, Betty —dijo, adoptando un gesto despreocupado mientras peinaba a Betty—. Puedo manejar a Tate Bravo sin ningún problema —y era cierto, lo había manejado con una maestría que le habría puesto a Betty las mejillas tan rojas como su cabello.

—Claro que puedes, por eso te elegimos alcaldesa. Ya era hora de que alguien pusiera en su sitio a todos esos Tate.

Aunque el apellido de Tate era Bravo, su madre había sido la única descendencia del último Tate, por lo que Tate y su hermano menor, Tucker, habían heredado las múltiples propiedades de la familia tras el fallecimiento de su madre. Nadie hablaba jamás del misterioso hombre llamado Bravo que, según la madre de Tate, se había casado con ella y con el que había tenido a sus dos hijos. Para todos los habitantes del pueblo, Tate y Tucker eran los Tate y no los Bravo. Y habían sido los Tate los que habían dirigido Tate’s Junction desde que recibiera el nombre del primer Tucker Tate en el año 1884.

—Ya sabes que todos admiramos tus agallas, Molly.

—Gracias, Betty —respondió ella, soltando las tijeras para agarrar el secador—. Bueno, voy a terminar de peinarte con el secador, ¿te parece?

 

 

Betty no fue la única cliente que notó lo distraída que estaba Molly, así que se pasó el día oyendo: «Molly, pareces preocupada. ¿Qué te ocurre?» o «La tierra llamando a Molly. ¿Estás ahí?».

Ella les aseguró a cada una de ellas que estaba bien, perfectamente, mejor que nunca; pero lo cierto era que el nudo que tenía en el estómago parecía augurar que en cualquier momento Tate irrumpiría en la peluquería y comenzaría a gritarle. Cuando llegó el momento de cerrar, a eso de las seis de la tarde, estaba hecha un manojo de nervios y lo único que deseaba era acurrucarse en la cama, echar las cortinas y ponerse un paño frío sobre los ojos.

La casa que Molly tenía en Bluebonnet Lane era su orgullo y su alegría. Había que admitir que era muy pequeña, con sólo dos diminutos dormitorios, pero era suya y eso era lo importante. El hecho de que estuviera rodeada de eucaliptos y robles y situada en una zona no muy explotada del pueblo, le daba a uno la sensación de encontrarse en mitad del campo.

Molly aparcó el coche y atravesó el jardín mientras sentía cómo las tensiones acumuladas durante el día iban desapareciendo. Todavía no hacía mucho calor, unos veinte grados refrescados por una agradable brisa que le rozaba la piel. Una ardilla descarada se le cruzó por el camino y se subió rápidamente a un árbol, ella se paró a mirarla y sonrió.

Estaba subiendo las escaleras del porche cuando la puerta se abrió y apareció la abuela Dusty, con pantalones vaqueros, camisa de cuadros y botas de montar.

—Querida, no vas a creer lo que tengo que contarte.

«Tate», pensó Molly mientras la tensión volvía a instalársele en los hombros. Dios, ¿qué habría hecho? ¿Habría estado en su casa, se lo habría contado a su abuela?

La abuela Dusty era famosa en el condado por odiar a los hombres, y era una fama que se había ganado a pulso. Sólo había confiado en un hombre en toda su vida... y había sido el equivocado. Se trataba de un rico ranchero de Montana que había llegado al pueblo para hacer negocios con los Tate, había dejado a Dusty embarazada de la madre de Molly y había vuelto rápidamente junto a su esposa. Después del ranchero, Dusty O’Dare no había vuelto a necesitar a ningún otro hombre.

—¿Qué ocurre? —preguntó Molly con miedo.

—La loca de tu madre dice que va a casarse con Ray, eso es lo que ocurre.

«No era Tate». La tensión volvió a desaparecer y el corazón dejó de intentar escapársele del pecho.

—Ha llamado hace una hora —continuó quejándose la abuela—. Estaba emocionada con la noticia. ¿Tú qué crees, querida, ha perdido el poco juicio que le quedaba? Ese Ray Deekins es todo un partido; el último empleo lo tuvo cuando Reagan era presidente. Y tu madre tiene cuarenta y seis años; debería haber madurado lo suficiente como para no cometer estas tonterías de adolescente enamorada. ¿Es que no le bastaba con habérselo llevado a vivir con ella? ¿No podía conformarse con mantenerlo en lugar de atarse legalmente a él? ¿Qué demonios...?

—Abuela.

Los ojos siguieron echándole chispas, pero al menos había dejado de hablar.

—¿Crees que podría entrar en casa antes de que se haga de noche?

Dusty sonrió, haciendo que se le marcaran todas las arrugas de la cara.

—Claro, mi amor —dijo, sujetándole la puerta para que entrara y, una vez lo hizo, notó el delicioso aroma a pollo frito—. He hecho tu plato preferido.

Normalmente habría estado encantada de degustar los filetes de pollo frito de su abuela, pero ese día se le encogía el estómago con sólo pensar en ello.

—A lo mejor coma más tarde; ahora necesito echarme un rato. Me duele mucho la cabeza.

—Pero, mi amor, ¿no tendrás fiebre? —preguntó con sincera preocupación—. ¿Quieres que...?

—No. De verdad, abuela, sólo necesito descansar un rato —se dirigió al dormitorio, con Dusty siguiendo sus pasos, lo que la obligó a recordar que la mayoría del tiempo le encantaba que su abuela viviera en su casa.

—Te dejaré la cena caliente —le ofreció cariñosamente mientras Molly se dejaba caer sobre la cama y se quitaba las sandalias con los pies.

—Gracias —dijo, tratando de sonreír.

—A lo mejor te vendría bien un paño frío para los ojos...

La sonrisa de Molly aumentó ostensiblemente.

—Parece que me leyeras los pensamientos.

—Ahora mismo vuelvo.

Un minuto después, las cálidas manos de su abuela le colocaron el paño sobre los ojos, cosa que hizo un efecto inmediato.

—Ah —dijo de pronto Dusty—. Casi se me olvidaba decirte que te llamó Tate Bravo. Le dije que no estabas y que si quería te daría un mensaje, pero que no esperara que lo llamaras.

Molly se quedó quieta, con el paño ocultándole los ojos mientras la abuela sonreía satisfecha por haber puesto en su sitio al poderoso Tate Bravo. A Dusty le divertían los continuos enfrentamientos de su nieta y Tate y le encantaba ver cómo Molly se enfrentaba continuamente a «ese Tate» en las juntas del ayuntamiento. Pero creía que todo lo que había entre ellos estaba relacionado con la política y los planes de mejora del pueblo. Por el momento, Molly no se había atrevido a poner al día a su abuela sobre los cambios que había experimentado su relación con Tate.

—Gracias, abuela —susurró, girándose hacía la pared. Al menos no se había presentado en la tienda.

—Descansa, querida —dijo suavemente antes de salir de la habitación.

Tate la había llamado.

Sin poder controlarlo, Molly sintió aquel cosquilleo de deseo que tan bien conocía ya. Era horrible. Lo deseaba tanto... a pesar de que sabía que era el hombre que menos le convenía en el mundo.

Suspiró profundamente. Tarde o temprano tendría que llamarlo.

Pero ahora no. Ahora tenía que relajarse, respirar hondo, ordenar al dolor de cabeza que desapareciera y al estómago que dejara de retorcerse. Por el momento, iba a descansar sin pensar en Tate Bravo o en el bebé.

Durante una media hora, Molly estuvo tumbada en la cama y estaba a punto de dormirse cuando oyó la puerta principal.

—Eh, lárgate ahora mismo. Vamos —era la voz de la abuela procedente del porche. Hubo un momento de silencio y después volvió a hablar—: Sal de aquí. Ya te lo he advertido una vez y no volveré a hacerlo.

Una voz de hombre contestó desde el jar... ¿Era Tate? No estaba segura. Fuera quien fuera, no podía oír lo que decía. Se quitó el paño de los ojos y lo dejó en la mesilla.

—¿Recuerdas que te advertí? —dijo la abuela. Molly se sentó en la cama.

—Escuche un momento —respondió el hombre—. Baje eso.

Molly gruñó. Sí, era Tate y se acercaba a la casa. Puso un pie en el suelo.

—No des un paso más —le ordenó la abuela.

—No voy a marcharme hasta que hable con... —un ruido atronador lo interrumpió.

La abuela debía de haberle disparado con su escopeta.

Capítulo 3

 

Molly saltó de la cama, corrió hasta la puerta del dormitorio, llegó a la entrada en dos zancadas y atravesó la puerta principal. Allí estaba la abuela, farfullando algo mientras volvía a cargar la escopeta.

—Abuela. No pongas más cartuchos en ese chisme.

—Dile a esta loca que suelte la escopeta —gritó Tate desde detrás de un roble.

Dusty levantó la vista de la escopeta que tenía abierta, con el cañón apuntando al suelo.

—Mira lo que has hecho. La has despertado.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —gritó Molly.

—Sólo estoy tratando de librarme de un bicho enorme, eso es todo, querida.

El dolor de cabeza había vuelto, con más fuerza. Salió al porche frotándose la frente.

—Dame esa escopeta —le pidió.

—No tienes por qué preocuparte, sólo era un aviso. He apuntado al cielo. Te aseguro que no podría haberle hecho ni un rasguño.

Molly dejó de frotarse la cabeza y extendió el brazo.

—Dámela —la abuela farfulló alguna grosería, pero hizo lo que le pedía su nieta—. Y entra en casa, por favor —añadió sin dejar que le temblara la voz ni un ápice. A veces, había que ser muy dura con la abuela—. Déjame que hable un segundo con Tate.

—¿Qué tienes tú que hablar con un tipo como este, querida?

—Abuela, por favor.

—No tienes por qué...

—Entra —insistió, mirándola a los ojos fijamente. Después de unos diez segundos, Dusty se rindió, eso sí, sin dejar de maldecir entre dientes. Molly esperó hasta que hubo desaparecido tras la puerta para llamar a Tate—. Ya puedes salir.

—¿Qué demonios le ocurre a esa mujer? —preguntó, subiendo los escalones del porche con mirada funesta.

Molly trató de no hacer caso de cómo se le aceleraba el corazón y empezaban a sudarle las manos con sólo verlo acercarse, y lo miró con frialdad.

—Nada que no pudiera curar la total exterminación del sexo masculino del planeta.

El comentario le valió una lenta mirada de arriba abajo.

—¿Estabas echándote una siesta?

Molly resistió el lamentable impulso de ahuecarse el cabello aplastado por la almohada.

—¿A ti qué más te da?

—Te conviene descansar, eso es todo. Es bueno para ti y para el bebé —la respuesta no estuvo mal, nada mal.

Sin embargo, tuvo que reprimir otro comentario ácido. Vio cómo la miraba detenidamente mientras ella se convencía a sí misma de que el escalofrío que le recorría el cuerpo no tenía ninguna importancia. Finalmente, fue él quien habló:

—Tenemos que hablar, ¿no crees?