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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Sara Craven. Todos los derechos reservados.

PRISIONERA DEL CONDE, N.º 2255 - septiembre 2013

Título original: Count Valieri’s Prisoner

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3515-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Reinaba el silencio en la sala, iluminada tan solo por una pequeña lámpara. El único sonido que se escuchaba era el del ocasional susurro del papel cuando el hombre sentado al antiguo escritorio pasaba las páginas del dossier que tenía frente a él. No tenía prisa. Fruncía con suavidad las negras cejas mientras examinaba cuidadosamente las páginas impresas y las iba dejando a un lado.

El hombre de cabello grisáceo que estaba sentado enfrente lo observaba atentamente, pensando que ya no quedaba rastro del muchacho que había conocido en aquel hombre moreno y de rostro incisivo que se inclinaba sobre los documentos que él le había llevado tan solo unas pocas horas antes.

La lectura terminó por fin. El hombre de cabello oscuro, el más joven, levantó la mirada y asintió para dar su aprobación.

–Ha sido usted más que meticuloso, signor Massimo. Lo felicito. Una vida entera redactada para que yo pueda inspeccionarla. No tiene precio –una rápida sonrisa suavizó momentáneamente los duros rasgos de su boca y añadió brillo a unos ojos que eran casi del color de ámbar. Era un rostro orgulloso, de nariz aguileña, moldeados pómulos y fuerte barbilla. Resultaba demasiado austero, demasiado frío, para ser verdaderamente hermoso.

Guido Massimo se quedó mirándolo mientras él tomaba la fotografía, que era lo único que quedaba en el dossier, y la estudiaba también. La muchacha que aparecía en ella era rubia. Los pálidos mechones de su cabello le caían como cortinas de seda casi hasta la los hombros. Tenía el rostro ovalado, de piel cremosa, y los ojos de un tono gris muy claro. La nariz era pequeña y recta, la barbilla firme, dominada por unos labios delicadamente curvados que, en aquella instantánea, esbozaban una ligera sonrisa.

–¿Cuándo se tomó esta fotografía? –preguntó el hombre más joven.

–Hace unos meses, con motivo de su compromiso –replicó Guido Massimo–. Apareció en una revista que se publica en el país en el que ella se crio. Che bella ragazza!

Aquel comentario de apreciación fue recibido con un gesto de indiferencia.

–Los rasgos anglosajones carecen de atractivo para mí –dijo su interlocutor–, lo que, dadas las circunstancias, debe de ser muy afortunado. Sin embargo, sin duda su fidanzato tendrá un punto de vista muy diferente y pagará el precio requerido porque regrese sana y salva. Esperemos, claro está.

El signor Massimo asintió cortésmente. Sabía muy bien que los gustos de su anfitrión tendían a las mujeres elegantes y voluptuosas, pero también que no hubiera sido muy sensato por su parte dejar ver que conocía aquel detalle.

El hombre más joven volvió a meter la fotografía en el dossier y se reclinó en su butaca. Tenía el ceño fruncido.

–La boda va a celebrarse dentro de dos meses, lo que significa que no hay tiempo que perder. La resolución del asunto es urgente, lo que es bueno.

Con gesto ausente, comenzó a jugar con el pesado sello de oro que llevaba en la mano derecha.

–Cuénteme más sobre la productora de televisión para la que ella trabaja. Dice que realizan programas para varios canales.

–Y con bastante éxito. En la actualidad, ella es una realizadora con el objetivo de pasarse al mundo de la producción, pero parece que el matrimonio va a terminar con esas esperanzas. Como he mencionado en el dossier, su fidanzato ha dejado muy claro que no desea que su esposa trabaje.

–Y ese hecho ha causado una cierta fricción entre ellos, ¿no?

–Eso parece.

–La ambición contra el amor... Me pregunto qué escogerá ella cuando se le ofrezca algo que le tiente realmente. ¿Le gusta apostar, signor Massimo?

–Solo en escasas ocasiones.

–Y, en esta situación, ¿dónde apostaría su dinero?

Guido se encogió de hombros.

–Una mujer a punto de casarse... Supongo que deseará complacer a su futuro esposo.

–Es usted inesperadamente romántico, pero me da la sensación de que se equivoca –repuso con una sonrisa felina–. Sé que el cebo la conducirá hasta mí.

–Si puedo ayudarlo en algo más... –empezó Massimo, pero se interrumpió al ver que su interlocutor levantaba la mano.

–Se lo agradezco mucho, pero creo que a partir de aquí es mejor que cese su implicación en el caso. Lo que ocurra debería ser tan solo mi responsabilidad. No me gustaría que usted tuviera que responder ninguna pregunta incómoda. Por lo tanto, cuanto menos sepa, mejor. Eso nos deja tan solo pendiente el asunto de sus honorarios –añadió mientras abría un cajón y sacaba un abultado sobre, que entregó a Massimo–. Por las mismas razones, acordamos que esta transacción se realizara en efectivo. Por supuesto, puede contarlo.

–Ni se me ocurriría hacerlo.

–Como guste. Eso significa que tan solo me queda darle las gracias una vez más y desearle buenas noches. Nos veremos mañana a la hora de desayunar.

Guido Massimo se levantó, realizó una ligera inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta. Al llegar allí, se detuvo un instante antes de darse la vuelta.

–Debo preguntarle una cosa más. ¿Está usted... decidido? ¿Está completamente seguro de que no hay otra opción? Después de todo, esa mujer es completamente inocente en este asunto. ¿Se merece que la traten de ese modo? Quiero que entienda que se trata tan solo de una pregunta.

–Lo comprendo perfectamente, pero no debe usted preocuparse, amigo mío. Cuando tenga lo que quiero, su bella ragazza retornará sana y salva con su futuro marido. Eso, por supuesto, si él aún la quiere –añadió con gesto adusto. Entonces, se levantó de la butaca y apoyó las manos sobre las estrechas caderas–. Le aseguro que no tiene necesidad alguna de tener compasión de ella.

«La tendré de todas maneras», pensó Guido Massimo mientras abandonaba el despacho. « Y también me apiadaré del muchacho que conocí un día y lo recordaré en mis oraciones».

 

 

–Cariño, te ruego que me digas que esto es una broma –dijo Jeremy.

Madeleine Lang dejó su copa y lo miró a través de la mesa del bar con genuina perplejidad.

–¿Broma? Estoy hablando de mi trabajo y lo hago totalmente en serio. ¿Por qué iba a estar bromeando?

–Bueno, solo está la pequeña cuestión de una boda con más de doscientos invitados que hay que organizar. ¿O acaso se va a dejar eso en suspenso mientras tú te vas a Italia a buscar gamusinos?

Madeleine se mordió el labio.

–De en suspenso, nada, con tu madrastra al mando. Dudo que mi ausencia se note siquiera.

Se produjo una tensa pausa. Después, Jeremy extendió la mano y tomó la de Madeleine con expresión compungida.

–Cariño, sé que Esme puede ser bastante autoritaria...

–Jeremy, decir eso es poco y lo sabes –replicó ella con un suspiro–. Todo lo que yo quiero y sugiero es... desestimado sin miramientos. De hecho, ni siquiera me parece ya que se trate de nuestra boda.

–Lo siento, Maddie, pero es algo muy importante para la familia y mi padre quiere que todo salga a la perfección. A pesar de que los tiempos son duros, Sylvester y Compañía sigue en la cresta de la ola.

–Ojalá fuera solo un asunto familiar –musitó Madeleine–. ¿De dónde salen todos esos invitados? Yo ni siquiera he oído hablar de dos tercios de ellos.

–Clientes del banco, socios de negocios, viejos amigos de mi padre... Sin embargo, te aseguro que podría haber sido mucho peor. Lo que tenemos ahora es la lista de los más importantes.

–Pues no me tranquiliza especialmente.

–¡Venga ya! No es tan malo –comentó Jeremy con una cierta incomodidad–, pero podría serlo si insistes en esa tontería de marcharte a Italia.

–Me resulta increíble lo que acabas de decir. Primero era una broma. Ahora es una tontería. Jeremy, estamos hablando de mi trabajo...

–Del que era tu trabajo –replicó él a la defensiva–. Muy pronto ya no lo será. Entonces, ¿qué sentido tiene que te marches a Italia para buscar a una cantante de la que nadie ha oído hablar nunca?

–Eso no es cierto. La gente la conoce –le espetó Madeleine–. Floria Bartrando fue la soprano más maravillosa de su generación. Se decía de ella que iba a ser otra María Callas y, de repente, sin explicación alguna, desapareció. Es un misterio desde hace treinta años y ahora yo tengo la oportunidad de resolverlo.

–¿Y por qué tú? –preguntó Jeremy mientras volvía a llenar sus copas–. Tú no eres la única realizadora del equipo.

–Nuestros contactos italianos vieron el programa sobre la última sinfonía de Hadley Cunningham. La que nadie sabía que había compuesto. Pero yo recopilé la mayoría de la información al respecto. Por eso, Todd me eligió para esto.

–Francamente, cariño –dijo Jeremy frunciendo el ceño–, cuando dijiste que tenías algo que contarme, di por sentado que habías entregado tu renuncia tal y como habíamos acordado.

–Te dije que me lo pensaría –replicó ella–. Ya lo he hecho y he decidido que no voy a dejar un trabajo que adoro sin una buena razón. Sin embargo, me he tomado varias semanas de vacaciones para nuestra luna de miel.

Jeremy la miró con incredulidad.

–¿Y se supone que te tengo que estar agradecido por eso? –preguntó él con sarcasmo.

–Bueno, pues sí –respondió ella alegremente–. Después de todo, no creo que te apetezca ir a las Maldivas solo.

–Lo siento, pero esto no me resulta en absoluto divertido.

–Ni a mí tampoco. De hecho, estoy hablando completamente en serio. Jeremy, por favor, te ruego que lo comprendas.

–¿Qué tengo que comprender? Evidentemente, recopilar material para un canal de televisión con poca audiencia significa más para ti que ser mi esposa.

–Ahora sí que estás diciendo tonterías –replicó Madeleine acaloradamente–. Estamos en el siglo XXI, por el amor de Dios. La mayoría de las mujeres combinan sus matrimonios con una profesión hoy en día, por si aún no te habías dado cuenta.

–Bien, pues yo quiero que consideres nuestro matrimonio como tu profesión –afirmó Jeremy con seriedad–. No creo que te des cuenta de lo ajetreada que va a ser nuestra vida social ni de cuántas fiestas tendremos que realizar en nuestra casa. Y me refiero a cenas de verdad, no a preparar cualquier costa en el último momento.

–¿Es así como me consideras? ¿Como una incompetente con cerebro de mosquito?

–No, cariño, por supuesto que no –dijo él en tono más conciliador–. Es solo que no estamos seguros de que te des cuenta de lo mucho que tendrás que ocuparte o de lo estresante que esto podría resultarte.

Maddie se reclinó en su asiento y lo miró fijamente a los ojos.

–Supongo que ese plural no es el mayestático, así que he de deducir que estás hablado de esto con tu padre.

–Naturalmente.

Madeleine se mordió el labio.

–Jeremy, tal vez la boda ya no sea algo nuestro, pero se trata de nuestro matrimonio y debes conseguir que él lo vea. No tengo intención de defraudarte ni de dejar de proporcionarte el apoyo que necesitas en tu carrera. Lo único que pido es que hagas lo mismo por mí. ¿Tan difícil te resulta eso?

Se produjo un largo silencio. Entonces, Jeremy volvió a tomar la palabra.

–Si lo dices así, supongo que no. Volveré a hablar con mi padre, lo que me recuerda... –añadió. Miró su reloj e hizo un gesto de sorpresa–. Ahora, tengo que marcharme. Tengo que reunirme con algunas personas en The Ivy –explicó. Entonces, hizo una pequeña pausa–. ¿Estás segura de que no quieres venir conmigo? No es problema alguno.

Maddie se levantó y sonrió mientras indicaba los ceñidos vaqueros y la camiseta que llevaba puestos.

–Yo no estoy vestida para cenar en un restaurante tan elegante. Otra vez será, cariño.

–¿Qué vas a hacer tú? –preguntó él. Parecía ansioso.

Madeleine se encogió de hombros mientras se ponía una chaqueta a cuadros azul marino y blanco y agarraba su bolso.

–Bueno, me quedaré en casa. Me lavaré el pelo, me haré la manicura...

Jeremy la tomó entre sus brazos y le dio un beso.

–No debemos pelearnos –musitó–. Podemos solucionar las cosas. Lo sé.

–Sí –replicó ella–. Por supuesto que podemos.

En el exterior del bar, Madeleine observó cómo Jeremy tomaba un taxi. Tras despedirse de él, echó a andar lentamente hacia la calle en la que estaba la productora Athene.

Suponía que aquella confrontación había sido inevitable, pero saberlo no hacía que resultara más fácil. De algún modo, tenía que convencer a Jeremy de que podría conseguir éxito en su doble faceta de mujer casada y trabajadora, a pesar de que su futuro suegro pensara todo lo contrario.

Conocía a los Sylvester prácticamente de toda la vida. Beth Sylvester, una antigua amiga del colegio de su madre, era su madrina y, de niña, Maddie había pasado parte de los veranos en Fallowdene, la enorme casa de campo propiedad de la potentada familia.

Para ella había sido algo idílico. No obstante, desde el principio había sabido instintivamente que, mientras que su madrina era para ella la tía Beth, su esposo seguía siendo el señor Sylvester. Jamás se había convertido en el tío Nigel. Fallowdene no era una casa especialmente hermosa, pero para Maddie siempre había sido un lugar de ensueño, en especial cuando Jeremy, el único hijo de los Sylvester y siete años mayor y más maduro que ella en todos los sentidos, estaba allí para que lo hiciera objeto de su adoración.

Sin embargo, los recuerdos más indelebles no eran de Jeremy, a pesar de que la atracción que había sentido hacía él había durado prácticamente hasta la adolescencia. Lo que recordaba más claramente era el modo en el que la atmósfera de la casa cambiaba sutilmente cada vez que Nigel Sylvester llegaba a casa.

Era un hombre de estatura media, que, de algún modo, daba la impresión de ser mucho más alto. Tenía el cabello gris desde muy joven, lo que suponía un turbador contraste con la negrura de sus cejas. En realidad, no era solo su aspecto lo que intranquilizaba, sino el hecho de que jamás pasaba nada por alto, aunque ella jamás había oído que él levantara la voz para expresar su desacuerdo. A menudo, Maddie había pensado que habría sido mejor que él gritara de vez en cuando. Había algo en su impasibilidad que la aterrorizaba cada vez que Nigel se dirigía a ella, y la hacía tartamudear. En realidad, Maddie no solía tener mucho que decirle. Había adivinado bastante pronto que Nigel simplemente toleraba su presencia en Fallowdene y, en consecuencia, trataba de mantenerse alejada de él.

No le resultaba demasiado difícil. Como dormitorio, tenía la antigua sala de juegos de Jeremy. Tenía una estantería repleta de libros infantiles y juveniles. Al principio, cuando era muy joven, la tía Beth le leía cuentos antes de irse a la cama. Más tarde, se había contentado con pasarse horas en solitario leyendo.

Sin embargo, su infancia feliz había llegado a su fin trágica y repentinamente una terrible noche de invierno, cuando una carretera helada y un conductor borracho se habían combinado fatalmente para arrebatarle a su padre y a su madre.

Ella estaba con la tía Fee, la hermana pequeña de su madre en aquel momento. Su tía había asumido inmediatamente que se haría cargo de ella hasta que, durante el entierro, la tía Beth le había propuesto adoptar a su ahijada.

Fee rechazó la oferta y, junto a su marido Patrick, habían hecho que Maddie se sintiera amada y cómoda en su compañía.

A pesar de todo, sus visitas a Fallowdene continuaron como antes. Pero un día mientras Maddie estudiaba su primer año en la universidad, la tía Beth murió repentinamente de un ataque al corazón mientras dormía. Maddie asistió al entierro en compañía de sus padres adoptivos y, al darle el pésame al señor Sylvester, comprendió que nunca más sería bienvenida a Fallowdene.

Por eso, aproximadamente una semana más tarde, se quedó atónita al recibir una carta de un bufete de abogados en el que se la informaba de que la tía Beth le había dejado una suma de dinero lo suficientemente importante como para financiar por completo sus estudios universitarios sin la necesidad de un préstamo, además de legarle todos los libros que había habido en su dormitorio. Eso significó mucho más para ella que el dinero.

–¡Qué amable por su parte! –había exclamado Maddie–. La tía Beth siempre supo lo mucho que esos libros significaron para mí, pero ¿no los querrá Jeremy?

–Parece que no –había respondido la tía Fee–. Supongo que, si tú los rechazaras, irían a una tienda de segunda mano. Sin duda, a Nigel le recuerdan demasiado la maravillosa carrera que él interrumpió.

–¿Carrera? –repitió Maddie–. ¿Fue Beth escritora? Jamás me lo dijo.

–No, no fue escritora. Fue una editora de mucho éxito en Penlaggan Press. Tu madre me dijo que Penlaggan hizo todo lo que pudo para intentar que regresara en numerosas ocasiones. Incluso le ofrecieron trabajar desde casa. Jamás aceptó. Parece que las esposas de los Sylvester no trabajan.

–Pero si se le daba tan bien su trabajo...

–Eso seguramente era el problema.

Maddie jamás había olvidado aquel aspecto del matrimonio de su tía Beth. A las puertas del suyo, adquiría una dimensión renovada y bastante desagradable.

Además, aún le dolía recordar cuando Nigel Sylvester, poco más de un año después de la muerte de Beth, anunció su compromiso con una viuda llamada Esme Hammond y se casó con ella tan solo un mes más tarde.

Entonces, bastante inesperadamente, ella se encontró con Jeremy en una fiesta en Londres. Él pareció ponerse muy contento al verla y le pidió su número de teléfono. Días después, la llamó para invitarla a cenar. Después, los acontecimientos parecieron precipitarse.

Jeremy había dejado de ser el muchacho distante y taciturno que tanto la había evitado cuando ella era una niña. Parecía haber heredado el encanto de su madre, pero, a pesar de los años pasados en la universidad y de su estancia en la Facultad de Empresariales de Harvard antes de empezar a trabajar para Sylvester y Compañía, parecía estar bajo el dominio absoluto de su padre.

Sorprendentemente, Nigel no se opuso al compromiso de los dos jóvenes. Sin embargo, si Maddie había asumido que Jeremy le pediría que se mudara con él al apartamento de la empresa, no tardó en descubrir que estaba muy equivocada.

–Mi padre dice que lo necesita algunas veces –le había dicho Jeremy–. Además, resultaría extraño e incómodo que tú estuvieras allí, y a mi padre le parece que deberíamos esperar a vivir juntos hasta que estemos casados.

–¿Y quién hace eso hoy en día? –preguntó Maddie asombrada.

–Supongo que, en estas cosas, mi padre es muy tradicional.

Maddie estaba convencida de que la palabra «hipócrita» definía mejor la actitud de Nigel. Se habría apostado el suelo de un año a que Nigel y la glamurosa Esme habían estado compartiendo cama incluso cuando la tía Beth estaba viva.

–¿Y qué ocurrirá después de la boda? Porque entonces viviremos allí. ¿O acaso espera tu padre que yo me marche cuando él tenga planes de pasar la noche en el apartamento?

–No, por supuesto que no. Me ha dicho que piensa reservar una suite en un hotel. Y créeme, cariño, podría ser peor. Cuando empezó, Sylvester y Compañía era Sylvester, Felderstein y Marchetti. Podrías tener pasándose por el apartamento un montón de socios extranjeros.

–Podría ser divertido. ¿Y qué ha pasado con ellos?

–Murieron sin herederos o estos empezaron nuevas empresas propias. Por lo menos, eso fue lo que me dijo mi padre.

Desde entonces, Nigel Sylvester había alcanzado el éxito y había formado parte de los comités de asesoramiento del gobierno en cuestiones de banca y asuntos económicos. Se rumoreaba que iba a estar entre los que formaban parte de la lista de reconocimientos que la mismísima reina elaboraba en el año nuevo.

Mientras tomaba el ascensor que la llevaría a su despacho, Maddie se preguntó si su futuro suegro esperaría que ella lo llamara milord. Esme sería aún más insufrible cuando fuera lady Sylvester.

«Ya me ocuparé de esto cuando llegue el momento. Por ahora, voy a concentrarme en mi trabajo». «Italia en el mes de mayo. Casi no puedo esperar», pensó con un suspiro de éxtasis.