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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Brenda Novak, Inc. Todos los derechos reservados.

PERSEGUIDA, Nº 41 - Septiembre 2013

Título original: In Seconds

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas po Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3528-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Para Larry y Gloria Morrill.

Gracias por abrirme vuestro hogar y vuestro corazón.

Capítulo 1

 

Pineview, Montana

 

El asesinato desencadenó todo lo demás. En cuanto se enteró de la noticia, Laurel Hodges, Vivian Stewart desde hacía dos años, recordó de golpe todo lo que había vivido y todo lo que había hecho para escapar del pasado. Y le ocurrió en un lugar donde tan solo unos segundos antes se había sentido completamente a salvo. Se estaba poniendo mechas en el pelo en Claire’s Salon, la peluquería de su amiga, que no estaba en un local, sino en una ampliación de la pequeña casa de Claire.

Aunque Claire se había criado en Pineview, Vivian solo vivía allí desde que había adoptado su nueva identidad. Había elegido aquel pueblo porque la tasa de criminalidad era muy baja y porque estaba muy lejos de donde vivía antes, bastante alejado de todo lo demás. Nunca se le hubiera ocurrido pensar que la gente que había estado persiguiéndola durante cuatro años la buscaría allí. Y había pasado una temporada de paz y tranquilidad tan larga, que había asumido que aquellos años terribles habían terminado. Había dejado atrás su antigua vida y se había adaptado a la nueva. Ella, y también sus dos hijos, Mia, de siete años, y Jake, de nueve. Los tres estaban empezando a echar raíces.

Y en aquel momento, en un abrir y cerrar de ojos, veía una gran amenaza para todo lo que habían creado allí.

−¿Qué has dicho? −preguntó.

Levantó la tapa del secador y sacó la cabeza para poder oír. El cartero, George Grannuto, acababa de entrar por la puerta del local. Claire la había dejado abierta para que entrara la brisa matinal de junio y para ventilar los vapores de los químicos del tinte.

−Que ha muerto Pat Stueben −repitió George mientras le entregaba el correo a Claire−. Lo han asesinado.

El cartero estaba pálido, y sin su acostumbrado color rubicundo en las mejillas, aparentaba todos y cada uno de los cincuenta y cinco años que tenía. Vivian sabía su edad exacta porque había ido a su fiesta de cumpleaños el mes pasado. Su mujer estaba en su grupo de literatura de los jueves por la noche.

Claire se apoyó en la escoba con la que estaba barriendo el cabello del suelo. Vivian se había hecho un corte de pelo atrevido que reflejara la felicidad y la libertad que estaba experimentando últimamente. Además, se había quitado el tinte color negro y había vuelto al rubio, que era su color natural. Sin embargo, llevar el pelo tan corto era un gran cambio. No podía dejar de mirar los mechones oscuros que había en el suelo. Se sentía como si acabara de mudar de piel.

−¿Cómo? ¿Cuándo? −preguntó Claire, llevándose una mano al corazón.

Obviamente, la noticia que acababa de darles George la había afectado tanto como a ella. Claire, que había sufrido la desaparición de su madre hacía quince años y la muerte de su marido pocos años después de casarse, ya había recibido suficientes malas noticias. Y ahora, aquello...

−Leanne y yo los vimos a Gertie y a él anoche −dijo Claire−. Estaban en la mesa de al lado de la nuestra.

George, que era alto y delgado, parecía una cigüeña que iba a entregar un bebé cuando recorría con su saca al hombro la calle sin fondo donde estaba la casita de Claire. Los pantalones cortos del uniforme de verano reforzaban aquella imagen, porque dejaban a la vista sus piernas delgadas como palillos, las rodillas huesudas y las varices. Sin embargo, él siempre sonreía.

Salvo aquel día.

−Lo llamó alguien diciendo que quería alquilar una de esas cabañas que tiene al norte −explicó el cartero−. Así que después de desayunar se fue en coche a enseñar la cabaña, pero no volvió.

Si hubiera dicho que Pat había muerto de un infarto, a Vivian no le habría costado creerlo. Pat ya no estaba tan esbelto como aparecía en las fotos de los anuncios de su inmobiliaria. Sin embargo, ¿asesinado? Eso no podía ser cierto. Todavía no se sabía lo que le había ocurrido a la madre de Claire, pero nunca habían matado a nadie en aquel lugar tan tranquilo, al menos recientemente. Allí, la gente ni siquiera cerraba la puerta con llave por la noche. Si había más muertes en aquella comunidad que en algunas otras, era porque la población tenía más ancianos.

Vivian sintió aquel miedo asfixiante, un viejo conocido que le impedía respirar con normalidad, y mucho menos hablar. Después de aclararse la garganta dos veces, pudo hacerlo.

−¿Quién lo descubrió?

−Gertie −dijo George, chasqueando la lengua para dar a entender que aquello empeoraba aún más las cosas−. Al ver que él no volvía a casa, se acercó a la cabaña para ver por qué tardaba tanto. Ya sabes lo unidos que están. Que estaban −corrigió−. Se encontró con una escena... −George cabeceó sin terminar la frase.

−¿Llegó demasiado tarde? −preguntó Claire. Vivian seguía atenazada por el pánico.

−Se lo encontró en el suelo, en medio de un charco de sangre. Lo habían dejado inconsciente de una paliza. Murió sin poder decirle nada a Gertie.

A Vivian se le puso todo el vello de punta. ¿Lo habían asesinado de una paliza? ¿Quién podía odiar tanto a Pat como para matarlo, y de un modo tan violento? Nadie de Pineview. Allí era muy querido.

¿Tenía aquella tragedia el significado que ella pensaba que podía tener?

−¿Saben quién lo ha hecho? −preguntó Claire, antes de que pudiera hacerlo ella.

−No creo −respondió George−. Tal vez fuera distinto si tuviéramos cobertura de móvil aquí, pero no la tenemos. Y si el sheriff sabe algo, no lo ha dicho.

Daba la casualidad de que el sheriff King era el vecino de al lado de Vivian, así que ella lo conocía, por lo menos un poco. No era de los que iba a divulgar detalles hasta que no le pareciera bien, y menos si pensaba que podía hacer peligrar el caso. Myles era un policía que seguía las normas al pie de la letra, y también era un viudo muy guapo con una hija de trece años. Le había pedido a Vivian que salieran juntos en alguna ocasión, pero ella no había aceptado.

Claire decía que era una loca por rechazarlo, pero ella todavía estaba intentando olvidar a Rex McCready, el mejor amigo de su hermano, que había entrado a formar parte del programa de protección de testigos al mismo tiempo que ella. Además, temía acercarse demasiado a cualquiera que no estuviera al tanto de su situación real por miedo a que su pasado volviera a irrumpir en su presente, como parecía que estaba sucediendo en aquel momento.

−¿Y cómo sabes todo esto? −preguntó.

−Mi ruta comprende todo el lago −dijo él, y señaló hacia Crystal Lake, aunque no pudieran verlo desde aquella parte del pueblo. La casa de Claire era pintoresca y agradable, pero estaba situada en la parte pobre de Pineview.

Claire iba a decir algo, pero Vivian se le adelantó.

−¿Has estado en la escena del crimen?

−Sí. Al mismo tiempo que el forense, el sheriff, algunos detectives y los técnicos forenses del condado. Todos tenían una expresión muy sombría, sobre todo el sheriff.

Lógicamente...

Claire dejó la escoba a un lado.

−¿Es él el que te contó lo de Pat?

−No, me lo contó C.C. Larsen. Cuando Gertie encontró a Pat, fue corriendo a casa de C.C. para llamar por teléfono.

−Pero... si la casa de C.C. está a medio kilómetro de las cabañas −dijo Claire. Había pasado toda su vida en el pueblo, y conocía todas las calles, los callejones, los campos y las cabañas de alquiler. Lo había recorrido todo, en algún momento de su vida, en busca de su madre.

−No quería ir a otra de las cabañas porque tenía miedo de que hubiera alguien. Es comprensible −dijo George−. C.C. y yo vimos a la policía llevarse el cuerpo.

−Esto es horrible −murmuró Vivian, pero no estaba pensando en lo que decía. Se preguntaba si el pánico que sentía por la muerte de Pat estaba justificado, o era solo un eco de otros tiempos.

−Intenté sonsacarle algo más al sheriff, pero no sirvió de nada −dijo George−. Me dijo que está investigando el caso y que sabrá más detalles dentro de poco. También me dijo que todo se arreglaría, pero yo no sé cómo van a arreglarse las cosas para Gertie.

El sheriff había respondido sin responder, en realidad.

Vivian reconocía aquella forma de hablar de los policías, porque la había oído más veces. Cuando su padrastro había sido asesinado a tiros, los investigadores no le decían nada ni a su familia ni a ella; el hecho de no saber lo que ocurría fue tan angustioso como enterarse de que iban a acusar del asesinato a su hermano mayor del crimen. Virgil solo tenía dieciocho años.

−Tenemos derecho a que nos den más información −dijo Claire−. También es nuestro pueblo.

George asintió.

−Veo esos programas de televisión. Sé lo que puede ocurrir cuando uno de esos asesinos en serie empieza a matar. Los psicópatas no paran hasta que alguien los detiene, y a mí me parece que esto es cosa de un psicópata. ¿Qué otro iba a matar a golpes a otra persona sin ningún motivo?

−¿No crees que tal vez un drogadicto intentara robarle la cartera a Pat y él no quiso dársela? −preguntó Vivian, intentando aferrarse a una explicación que no fuera la confirmación de lo que más temía.

−Supongo que es posible −dijo George−. C.C. me dijo que Gertie le había dicho que a Pat le faltaba la cartera, pero que solo llevaba cincuenta dólares. Sin embargo, un robo sería mejor que un asesino en serie. Imaginaos a alguien como aquel tipo de la Zodiac o a algún estrangulador actuando por aquí, en la zona de los lagos.

Vivian no podía imaginárselo, y ese era el problema. La única mancha que tenía aquel pueblo era la desaparición de la madre de Claire, que había sucedido quince años antes, y la mayoría de la gente pensaba que había huido. El pueblo de Pineview, situado a orillas de Crystal Lake, era tan bonito que parecía una postal. Seguro, unido, intacto. Lejos del resto del mundo. Tal y como había dicho George, los móviles ni siquiera tenían cobertura.

Sin embargo, tenía su primer asesinato moderno.

−El FBI nos invadiría. Y los medios de comunicación −dijo George, que seguía desarrollando su teoría del asesino psicópata.

Claire miró hacia la calle, seguramente, con la esperanza de ver a su hermana Leanne, acercarse a ellos en su silla de ruedas motorizada. Leanne se había quedado paralítica en un accidente de trineo cuando tenía trece años, e iba a todas partes en su silla.

−Tal vez Chester, el del periódico, reciba una carta del asesino. Algo para provocar al sheriff King.

George se tambaleó un poco bajo el peso de su saca.

−O tal vez muera alguien más.

La muerte de un agente inmobiliario a golpes hablaba más de rabia que de un asesino en serie, pero Vivian no dijo nada. Prefería pasar desapercibida; no quería que Claire o George pensaran que sabía algo sobre el asunto. Nadie del pueblo sabía que habían asesinado a su padrastro, ni que su hermano había pasado catorce años en la cárcel antes de que lo exculparan del crimen. Tampoco sabían nada de los problemas que habían empezado después de su excarcelación. Todo aquello le había ocurrido a Laurel Hodges, no a Vivian Stewart.

−Si hay un asesino en serie suelto, el peligro no ha terminado −dijo Claire.

Sin embargo, Vivian no creía que aquel asesinato fuera obra de un psicópata. Si la banda mafiosa a la que se había unido su hermano mientras estaba en la cárcel había dado con ella una vez más, podía ser que Pat les hubiera molestado de algún modo. Como aquel alguacil de los Estados Unidos que estaba en el lugar equivocado. Los miembros de La Banda le habían cortado el cuello y lo habían dejado desangrándose en el suelo. Y también la habrían matado a ella, de no ser porque...

Ni siquiera podía pensar en lo que había ocurrido, porque sus hijos estaban involucrados. Los hombres de La Banda ya habían demostrado que eran despiadados, y que podían conseguir la información que quisieran. Vivian estaba convencida de que alguien que pertenecía a la agencia que se encargaba de su protección había hablado; esa era la única manera de que La Banda los hubiera encontrado antes, cuando vivían en Washington D.C. Así que habían abandonado el programa de protección de testigos, habían adoptado identidades nuevas una vez más y se habían separado.

Aparte de Virgil, su esposa, Peyton, y Rex, que vivían en Buffalo, Nueva York, nadie sabía dónde estaba ella, ni siquiera el agente del programa que les había ayudado a trasladarse la primera vez. Después de todo eso, ¿qué más podía hacer para proteger a su pequeña familia?

¿Acaso también tenía que cambiarles el nombre a sus hijos? Como los niños eran tan difíciles de localizar, puesto que no tenían tarjeta de crédito, ni trabajo, ni ninguna de las cosas que dejaban rastro, ella había optado por dejar que conservaran su nombre, aunque sí tenían un apellido distinto al suyo. Les había dicho que era a causa del divorcio. Y también les había dicho que había cambiado su hombre de pila porque le gustaba más.

−Tenemos que estar pendientes los unos de los otros e informar sobre todos los extraños que veamos −dijo Claire.

−Pero... estamos en temporada alta −respondió George−. En esta época del año siempre hay extraños por la zona; muchos jóvenes que vienen a cazar, o pescar, o a montar en canoa. Y ya sabéis que algunos tienen una pinta muy dura, van llenos de tatuajes y piercings.

−Entonces, tendremos que vigilarlos a todos ellos −dijo Claire, y miró a Vivian con la seguridad de que contaba con su apoyo. Entonces, se sobresaltó y exclamó−. ¡Oh, Dios mío! ¡Tengo que aclararte la cabeza!

 

 

Se había hecho un cambio de peinado drástico. Myles King se dio cuenta al instante. Para empezar, ahora tenía el pelo rubio. Eso le favorecía, pero él no estaba seguro de si el corte de pelo le gustaba tanto. Su vecina estaba esperando al lado de su porche, como si temiera que él le pidiera que entrara en casa si subía los escalones. Siempre se acercaba a él con tanta cautela como si fuera un oso u otro animal salvaje.

¿Por qué era tan asustadiza?

Tal vez él la intimidara. A veces, los oficiales de policía provocaban esa reacción en la gente; era algo que iba con el uniforme. Sin embargo, él medía un metro noventa centímetros, y eso significaba que solo era diez centímetros más alto que ella. Y tal vez ella fuera delgada, pero estaba en forma. No le parecía el tipo de mujer que se sentían amenazadas fácilmente.

Además, ¡él había sido agradable con ella! Le llevaba el cubo de basura a la acera si a ella se le olvidaba sacarlo, le cortaba el césped cuando cortaba el suyo y, cuando compraba fresas, compraba también para ella, porque una vez había oído decirle a su hija que le gustaban mucho. Sin embargo, ninguna de aquellas muestras de buena vecindad servía para superar sus barreras de defensa. Sus hijos siempre se alegraban de verlo, pero ella, aparte de aceptar las fresas o algún otro pequeño detalle como aquel, rechazaba amablemente el resto de los regalos y de las invitaciones.

El instinto le decía que estaba mejor sin mezclarse con ella, pero sentía la química que había entre ellos, y eso le confundía. No podía olvidarse de una ocasión en la que estaba trabajando sin camisa en el jardín, y la había sorprendido mirándolo desde el sitio en el que ella estaba quitando malas hierbas en su patio. Fue como si les hubiera atravesado un rayo a los dos y los hubiera incinerado allí mismo.

Reconocía el deseo al verlo, y sabía que ella se sentía tan atraída por él como él por ella. Así pues, ¿por qué no le permitía que la invitara a cenar?

−Hola, ¿puedo ayudarte en algo? −le preguntó.

Tomó la determinación de no intentar nada más con ella. Había tenido un día muy duro, y lo último que necesitaba era rematarlo con una dosis de frustración sexual.

−Eh... sí, tal vez sí −dijo ella, y carraspeó−. El caso es que mi nevera se ha estropeado.

Él tenía la cabeza llena de las imágenes de sangre y muerte que había visto aquel día, y eso le dificultó comprender sus palabras al principio. Había salido de la escena del asesinato de Pat Stueben hacía menos de una hora, y llevaba consigo la imagen espeluznante. El hecho de que alguien hubiera podido matar a golpes a un hombre bueno que era amigo de todo el mundo, en su propio pueblo, le producía tanta rabia que casi no podía pensar en otra cosa.

−¿Tu nevera? −preguntó.

−Sí.

Él arqueó las cejas.

−Está bien...

−Se apagó hace unas dos horas y... Bueno, Claire me ha dicho que tú eres más manitas que Byron Jacobs −dijo ella, y sonrió brevemente−. Me dijo que tuvo que llamarte a ti porque él no pudo arreglarle la caldera el mes pasado.

¿Había ido a su casa a pedirle un favor? Ella nunca se acercaba a su puerta, salvo para llevarse a su hijo. Jake iba allí cada vez que podía. Al niño le gustaba seguirlo de un lado a otro, incluso ayudarle con el trabajo del jardín, así que él le había estado enseñando a usar el herbicida, el cortasetos y las tijeras de podar.

Sin embargo, su trabajo no era arreglar los electrodomésticos de otras personas. Le había hecho un favor a Claire, y no le importaría echarle una mano a Vivian también, pero a él le había costado tres días reunir el valor necesario para preguntarle si quería ir a dar un paseo al lago hacía dos semanas. ¿Y su respuesta? Que tenía que limpiar la casa, una excusa tan mala como decirle que tenía que lavarse la cabeza.

Abrió la boca para excusarse; estuvo a punto de decirle que la comida iba a durar en buen estado hasta la mañana siguiente, cuando Byron podría ir a arreglarle el frigorífico. Sin embargo, no pudo hacerlo, lo cual demostraba lo muy obsesionado que estaba con ella. Su mujer había muerto de cáncer hacía tres años; treinta y seis meses de celibato no eran demasiado tiempo, pero a él le pesaban más en el cuerpo que el corazón. Y no solo eso; era la primera vez que Vivian le invitaba a entrar a su casa. Que él supiera, no invitaba nunca a nadie, salvo a Claire y a Vera Soblasky, que cuidaba de vez en cuando a Jake y a Mia.

Sintió curiosidad por ver cómo vivía, y aceptó.

−Claro. Puedo ir ahora mismo, si quieres.

−¿A Marley no le importará? −preguntó ella.

Su hija estaba en casa con una amiga, viendo una película en la pantalla grande de su habitación. No iban a echarlo de menos aunque se retrasara unos minutos.

−No, está ocupada.

A Vivian se le iluminó la cara.

−Estupendo. Muchas gracias.

Aquella sonrisa tan poco habitual fue como una flecha que se clavó directamente en su entrepierna. Él maldijo la testosterona que le hacía tan... masculino. Las mujeres solteras se le insinuaban muy a menudo, pero él no tenía interés en ninguna. Sin embargo, deseaba a aquella complicada vecina que le había dejado bien claro que no quería ni siquiera su amistad.

Pero aquella noche, ella necesitaba ayuda, y él iba a asegurarse de que la consiguiera. Parecía que ni siquiera el espantoso asesinato de un habitante de Pineview podía mitigar el impacto que ella tenía en él.

−Voy por mi caja de herramientas. Ahora mismo vuelvo.

Capítulo 2

 

Vivian se sentó a la mesa de la cocina mientras el sheriff desenchufaba el frigorífico y comenzaba a desmontar el motor. Al principio no estaba segura de que accediera a ayudarla, pero una vez que lo había conseguido, esperaba que no se diera cuenta de que era ella misma la que había saboteado la nevera. También esperaba que la tarea durara lo suficiente como para poder mantener con él algo más que una conversación superficial. Había tirado de unos cuantos cables, y temía que solo hiciera falta conectarlos de nuevo, cosa que solo le llevaría pocos minutos. Y, en pocos minutos, ella no tendría tiempo suficiente para averiguar nada sobre el asesinato de Pat Stueben.

−¿Los niños ya se han acostado? −preguntó él mientras trabajaba.

−Sí. Normalmente están en la cama a las nueve −dijo ella.

Se fijó en el sheriff. Los pantalones vaqueros le quedaban muy bien. Intentó no recrearse demasiado en los encantos que ocultaban aquellos pantalones, pero no era fácil. No se había permitido a sí misma acercarse tanto a un hombre desde hacía dos años, el tiempo que llevaba viviendo en Pineview, y menos a un hombre que la hiciera ser tan consciente de que iba a acostarse sola dentro de muy poco tiempo. Como todas las noches.

−¿Qué haces después de que se vayan a acostar?

Cayó una tuerca al suelo. Ella se inclinó a recogerla para que él no viera que se había ruborizado.

−Trabajar. De nueve a una de la mañana tengo mis horas más productivas.

−Entonces, no debes de dormir mucho. Los niños se levantan normalmente a las... ¿a las ocho?

−O antes −dijo ella, y puso cara de resignación.

−¿Y dónde está el padre de Jake y de Mia?

Hizo la pregunta en tono de despreocupación, él, y todos los habitantes del pueblo, querían conocer aquella información desde que Vivian había ido a vivir allí. No les gustaba que fuera tan sumamente reservada. No estaban acostumbrados. Sin embargo, hasta el momento ella no había revelado ningún detalle de su exmarido, y no iba a empezar a hacerlo en aquel momento. Si no le daba ninguna pista a la gente de Pineview, nadie podría empezar a tirar del hilo.

−Ya no forma parte de nuestra vida −respondió Vivian. «Y eso es todo lo que tengo que decir al respecto». Aquello último no lo dijo, pero lo transmitió con el tono de voz.

−Entiendo −dijo él. Si se ofendió con su respuesta cortante, no lo dejó entrever. Sus dedos le rozaron la piel cuando tomó la tuerca de su mano, y Vivian sintió un cosquilleo en el estómago−. Así que, cuando ellos ya se han acostado, ¿tú diseñas bolsos?

El sheriff olía a jabón. Vivian se preguntó si se habría duchado al volver a casa. Seguramente sí, porque cualquiera querría ducharse después de ver lo que había visto él. Ella lo sabía porque había visto morir tiroteados a dos hombres hacía cuatro años. A veces tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad desde aquella noche.

Desde entonces había llegado muy lejos, había cambiado mucho. Otras veces, como el día anterior, tenía la sensación de que había sucedido ayer, como si las imágenes y los sonidos espantosos de aquellos asesinatos se le hubieran quedado grabados para siempre en el cerebro y permanecieran allí, tan vívidos y constantes como en el momento en que habían sucedido.

Myles la estaba mirando fijamente. No le había respondido.

−Hago algo de diseño, sí. También gestiono los pedidos, hago las cuentas, visito páginas web de la competencia y reviso las fotografías para mi nuevo catálogo −dijo. De vez en cuando, Claire conseguía convencerla para que se tomaran la noche libre y vieran una película−. Tengo cosas más que suficientes para mantenerme ocupada.

−Tu trabajo es poco corriente para alguien que vive en una zona rural de Montana −respondió él. Se metió la tuerca en el bolsillo, y ella tuvo que esforzarse para no bajar la vista a su trasero−. ¿Cómo empezaste con el diseño?

Aunque ellos dos nunca habían hablado de ello, puesto que solo habían tenido algunas conversaciones de cortesía, estaba segura de que él había oído la historia por el pueblo. Ella sí había revelado aquella información de su pasado. Sin embargo, si él quería mantener una charla intrascendente y cordial mientras ella esperaba el momento oportuno para abordar el tema del asesinato, no iba a ponerle objeciones. Gracias a Dios, no parecía que le extrañara lo que le había pasado a la nevera.

−Participé en un concurso que organizaban la revista Vogue y la empresa de bolsos Coach cuando vivía en la Costa Este. Presenté un diseño y... gané −dijo, encogiéndose de hombros.

El interés que vio reflejado en sus ojos verdes le sentó tan bien como un largo masaje. Tal vez fuera por las dos copas de vino que se había tomado para ser capaz de ir a llamar a su puerta, pero sentía un cosquilleo por todo el cuerpo cada vez que él alzaba la vista o sonreía. Echaba de menos tener un hombre en su vida.

−¿Te sorprendió? −le preguntó él.

−Me dejó alucinada −respondió. Aunque en realidad, aquello era un eufemismo. Aparte de los nacimientos de sus hijos, ganar el concurso era lo mejor que le había ocurrido en la vida.

−¿Y a qué atribuyes el éxito?

A una intensa fascinación por la moda y por el diseño. A ver todos los programas que había sobre aquel tema. A leer todas las revistas de belleza. Al método prueba-error. Era autodidacta, pero también era lo suficientemente minuciosa como para no dejar pasar ni el más mínimo detalle. Tenía que superar muchos obstáculos, y no podía permitirse el lujo de perder el entusiasmo o de ser descuidada. Sin embargo, describir la desesperación que había alimentado su sueño le parecía algo demasiado personal.

−A la suerte −dijo, para simplificarlo.

−Ese concurso debió de abrirte algunas puertas.

−Sí, es cierto. Coach me pidió otras muestras de mi trabajo, así que las diseñé rápidamente.

−¿Y esas también les gustaron?

−Les gustaron incluso más que la que presenté al concurso.

−Debes de tener un talento innato.

−Eso fue lo que dijo mi jefe de Coach cuando me ofreció trabajo. Antes de que yo me estableciera por mi cuenta.

−¿Has estudiado en una escuela de diseño?

A ella se le escapó una carcajada. No había tenido tiempo ni dinero para eso.

−No.

−¿Y a qué universidad fuiste?

Vivian se puso en guardia. Era inevitable que una pregunta llevara a otra, y su pasado era demasiado doloroso, y demasiado peligroso, como para hablar de él. Eso la aislaba de los demás, le impedía conectar con los demás...

−No he ido a la universidad.

De nuevo, él hizo una pausa.

−¿No tuviste la oportunidad?

−No −dijo ella, y señaló el frigorífico con un gesto de la cabeza−. Parece un poco complicado. ¿Habías arreglado alguna otra nevera antes?

Él captó la indirecta y siguió trabajando.

−Pues sí, en realidad sí.

−¿Te enseñaron eso en la academia de policía? −le preguntó ella, sonriendo para contrarrestar su frialdad. Ella no era difícil por naturaleza; era una respuesta aprendida, la única manera que tenía de crear el espacio y la privacidad necesarios para funcionar con normalidad.

Él cambió la punta del destornillador eléctrico.

−No. Mi padre era abogado, pero mi abuelo era el individuo más frugal del mundo. Por suerte, él no resultó ser tan agarrado como su padre, pero no quería pedirle a nadie que arreglara algo que podíamos aprender a arreglar nosotros mismos. Creía que los niños debían aprender a valerse por sí mismos desde pequeños. Y éramos cuatro, así que siempre tenía trabajo listo para nosotros −explicó, alzando la voz para hacerse oír por encima del zumbido del aparato−. Buscaba aparatos eléctricos rotos, tostadoras, ventiladores o lo que fuera, en los contenedores, y nos los llevaba a casa para que los arregláramos.

−¿Y qué hacíais con esas cosas después de conseguir que funcionaran?

−Algunas las vendíamos.

Vivian podía imaginárselo en la brusquedad de una familia de cuatro hermanos. Estaba claro que, con su encanto y su energía, se desenvolvería bien en medio de los problemas.

−¿Y las otras cosas?

−Se las dábamos a los pobres. Por lo menos, hasta que me fui a la universidad. Entonces, el pobre era yo −dijo él, riéndose−. Me pagué la residencia arreglando aparatos eléctricos. Y coches. Cuando cumplí dieciséis, mi padre consiguió una grúa y un coche viejos para que yo los reconstruyera. Ese fue mi regalo de cumpleaños −explicó, y esbozó aquella sonrisa irónica por la que se desmayaban la mitad de las mujeres de Pineview−. Ahora me encanta arreglar motores.

Vivian intentó no dejarse seducir por aquella sonrisa. Se apoyó en la mesa y le preguntó:

−¿Es eso lo que haces por las noches en tu garaje?

A menudo, ella veía luz por la rendija de la puerta de su garaje. Cuando salía al porche cerrado de su casa, a mitad de una noche oscura y silenciosa, algunas veces oía el ruido de sus herramientas, aunque había bastante espacio entre su casa y la de él. Espacio suficiente para dos viejos cobertizos y un jardín grande, y eso solo en su lado. En la parcela de Myles había una gran terraza y una zona de barbacoa que ocupaban la mayor parte de la trasera y el lateral de su patio.

Ella nunca le había visto usarlas, y de haber sido así se habría dado cuenta, porque no había separación alguna entre sus propiedades. Estaba bastante segura de que él lo había construido todo como regalo para su esposa. Había oído hablar a Claire y a otras mujeres del pueblo sobre aquel asunto. Al parecer, Myles había terminado la obra poco después de que muriera Amber Rose, y después no podía soportar verla.

−Estoy restaurando una Ducati antigua −dijo él.

−¿Qué es una Ducati? −preguntó Vivian.

Cuando Myles la miró, ella no pudo evitar preguntarse si le gustaba su nuevo corte de pelo. Ni siquiera le había dicho nada, pese al hecho de que ahora lo llevaba tan corto como él.

−Una moto.

Entonces, ella pensó que seguramente, Jake había visto aquella moto. ¿Era una de las maravillas que lo atraían hacia casa de Myles?

No se lo preguntó. No quería reconocer que su vecino también tenía un enorme atractivo para su hijo de nueve años, porque podía ofrecerle más actividades e intereses masculinos que ella.

−¿Cuánto se tarda en un proyecto como ese?

−Depende. Yo llevo seis meses, pero debería haber terminado ya −respondió él, y al sonreír, se le formó un hoyuelo en la mejilla−. Creo que no me he esforzado demasiado.

Tal vez hubiera algún motivo para eso. Tal vez no quisiera terminar para no encontrarse sin distracciones durante aquellas horas solitarias. Algunas veces, ella salía de casa con la esperanza de oírlo trabajar, para saber que no era la única que estaba en vela mientras el resto del mundo dormía. Si él no estaba en el garaje, de vez en cuando estaba en el porche, tomando una taza de café. Se quedaba allí un rato, incluso en invierno, mirando hacia la oscuridad.

Ella también se quedaba fuera hasta que lo veía entrar. Sentía el vacío que había dejado en su vida la muerte de su esposa, y sabía que echaba de menos a Amber Rose. Sin embargo, Vivian se sentía demasiado atraída por él, y demasiado preocupada por dónde podría llevarlos aquello, como para ofrecerle más apoyo que aquellas vigilias secretas.

−¿Te falta mucho para terminar? −le preguntó.

−No, ya casi he terminado.

−¿Te lo vas a quedar, o lo vas a vender?

−Todavía no lo sé.

Vivian estaba a punto de mencionar el asesinato, pero él habló antes de que ella pudiera hacerlo.

−¿Te alegras de haberte establecido por tu cuenta?

Ella, maldiciéndose por no haber intervenido antes, sonrió forzadamente.

−Claro.

−¿Por qué dejaste Coach?

−Quería tener más libertad artística y más control, y para eso necesitaba crear mi propia marca −explicó ella. Sin embargo, no mencionó que también se había visto obligada a dejarlo, porque no podía decírselo. Habría sido imposible conservar su trabajo y asumir a la vez una nueva identidad−. Pero tener una empresa tan pequeña provoca un poco de soledad. Solo tengo tres empleados, que llevan mi showroom en Nueva York. Pero estamos empezando a crecer.

−¿Y nunca has pensado en usar tu nombre, como muchos otros diseñadores?

¿Qué nombre? No podía usar su nombre verdadero, por supuesto. Tenía que mantenerse en segundo plano, o arriesgaría su vida y la de sus hijos. Tenía a Coleen Turnbull, su empleada con más experiencia, para aparecer ante los medios de comunicación.

−No. Para mí, el nombre de Big Sky Bags transmite mejor la apariencia y las sensaciones que quiero crear con mi marca.

Él sujetó una de las piezas que hacían funcionar el frigorífico. Por suerte, no era una de las que ella había dañado.

−Esta nevera no es muy antigua. Me sorprende que ya te esté dando problemas.

Ella pensó en echarles la culpa a las ratas, o a sus precoces niños, cuando él hubiera dado con el problema, y se levantó para darle un trapo en el que Myles pudiera depositar la pieza sobre el suelo.

−¿Cuánto tiempo llevas sola? −le preguntó.

−Desde siempre.

Cuando él giró la cabeza para mirarla, Vivian se preguntó por qué había dicho eso. Él se lo había preguntado con respecto a su negocio. Sin embargo, estaba harta de tener siempre las mismas conversaciones superficiales con todo el mundo. Quería llegar más allá, hablar de verdad con otro ser humano, hablar con Myles, pero no podía. Tenía que refrenarse incluso con Claire. No podía confiar en nadie.

−¿Quieres explicarme eso? −le preguntó él suavemente. Su tono de voz sugería que entendía su deseo de abrirse, y que le agradecía la sinceridad, pero ella ya sabía que no podía decir nada más.

−No, lo siento. Es el vino −dijo, y movió la mano con un gesto de disculpa−. Empecé con Big Sky Bags en cuanto me establecí aquí.

Vivian notó la reticencia de Myles a dejar pasar aquel comentario personal, pero él no insistió, y ella se lo agradeció. Su hermano le advertía constantemente, en casi todos sus correos electrónicos semanales, de que no podía fiarse de nadie. Y menos de un policía, que tenía acceso a mucha más información que cualquier otro ciudadano.

−¿Y no es difícil tener éxito como diseñadora, estando tan lejos de Nueva York y de tus competidores?

Era difícil, sí. Durante meses había tenido miedo de estar apostando demasiado al lanzar Big Sky Bags. Sin embargo, muchos otros diseñadores vivían al oeste de las Rocosas y, como ella, tenían sus salas de exposición y sus empresas de relaciones públicas y de publicidad en Nueva York, y sus almacenes en Nueva Jersey. Hoy día era posible hacer tantas cosas por Internet que las cosas funcionaban.

Aunque, en un principio, ella tenía pensado llevar el negocio exclusivamente por Internet, y lo había estado haciendo así durante casi dos años, sus diseños se estaban haciendo muy populares entre seguidores de la moda muy importantes de Los Ángeles. Durante los tres meses anteriores, muchas boutiques de lujo habían empezado a ofrecer sus bolsos. Se sentía animada, como si hubiera entrado en una fase nueva de su carrera profesional. Esa era una de las razones por las que se había sentido tan feliz últimamente.

Sin embargo, con el asesinato de Pat, no sabía si tendría que mudarse una vez más, como antes. Y en aquella ocasión, no podía soportarlo. No quería enfrentarse a la pérdida de todo una vez más.

−Ya no es tan importante estar en Nueva York −dijo−. Con Internet puedo trabajar casi desde cualquier parte. Las fábricas están en Hong Kong. Cuando llegan las muestras, contrato a un fotógrafo independiente para que tome fotografías, y las cuelgo en mi página web. Entonces, envío los bolsos a mi showroom de Nueva York, y los minoristas van allí a elegir lo que quieren. No tengo que estar en Nueva York para hacer eso.

−Pero hay un vuelo muy largo si tienes que ir por algún motivo.

Aquel año ya había tenido que ir a Nueva York dos veces, cuando había decidido cambiar de empresa de publicidad y cuando había tenido que reunirse con su firma de relaciones públicas. No le importaba, porque así tenía ocasión de ver a Virgil y a Peyton, su esposa, que habían cambiado su nombre de nuevo, por Daniel y Mariah Greene. Vivían a siete horas de la ciudad. Sin embargo, para ella no era fácil dejar a los niños en casa. Vera Soblasky, que vivía detrás de la iglesia, en el pueblo, se había quedado con ellos; era una profesora jubilada y soltera que trabajaba tres veces a la semana en la biblioteca pública. Como no tenía hijos ni nietos, le gustaba pasar el tiempo libre con Jake y Mia, que no tenían abuela. O más bien, que no tenían contacto con su verdadera abuela.

Vera era otro de los motivos por los que ella no podía volver a cambiar de vida y de ciudad. No podía alejar a los niños de su «abuela». Nunca se lo perdonarían. Además estaba Claire, que se había convertido en una parte muy importante de su vida. Claire siempre estaba dispuesta a ayudarla con los niños, aunque tenía mucho trabajo.

−Intento evitar los viajes en la medida de lo posible −dijo.

−Aquí está el problema −dijo Myles de repente, mostrándole la pieza de metal de la que ella había arrancado los cables−. Se supone que esto tendría que estar conectado.

Vivian frunció el ceño, como si se sorprendiera.

−¿Qué ha ocurrido? ¿Se los ha comido una rata? −preguntó, y ella misma se sintió como una rata al mentir.

−Es posible.

−Y... ¿puedes arreglarlo?

−Sería más fácil si este cable no estuviera tan estropeado. Ya no es seguro usarlo, porque ha perdido la funda protectora. Pero creo que yo tengo algún cable que puede valer en el garaje.

Ella suspiró.

−Eres muy amable.

Myles se fue a su casa y volvió pocos minutos más tarde con el cable. Arregló el motor y puso en funcionamiento la nevera. Entonces, Vivian se quedó pensando de qué modo podía retenerlo. No había abordado el asesinato de Pat, porque temía delatarse haciendo preguntas.

−Creo que ya está −dijo Myles, canturreando, mientras empujaba la nevera para colocarla en su hueco.

−Vaya. Es increíble. Muchísimas gracias.

−De nada.

−¿Te gustaría tomar una copa de vino? −le preguntó ella, mientras él comenzaba a guardar sus herramientas.

Su pregunta le sorprendió. Fue evidente, por el modo en que se irguió.

−De acuerdo.

Hacía mucho tiempo que Vivian no tenía invitados, y se sintió azorada. No tenía muchas oportunidades de socializar, salvo con Vera y con Claire, y trataba de no formar vínculos demasiado profundos incluso con ellas. ¿Y si tenía que levar anclas y marcharse de allí a toda prisa?

Aquella pregunta la acompañaba siempre.

Por lo menos, era la única que tenía que soportar aquella presión. Los niños no entendían por qué era siempre tan recelosa, y Vivian no quería que lo supieran, para que no se convirtieran en seres tan paranoicos como ella. Sin embargo, eso tenía la desventaja de que les dejaba indefensos en cuanto a las posibles decepciones.

−¿Tú quisiste ser policía desde pequeño? −le preguntó a Myles, mientras servía una copa de vino de una botella recién abierta.

Él dejó la caja de herramientas junto a la puerta de la cocina y se sentó a la mesa.

−Pues sí. Mi tío era policía, y venía mucho a casa los fines de semana. Me ayudaba con los proyectos que estuviera haciendo, y mientras, me hablaba de su trabajo. Sus historias me fascinaban, y también me crearon la pasión de conseguir que se haga justicia. Desde pequeño quise implicarme en esa batalla.

Ella le puso la copa delante.

−¿Y no querías ser abogado, como tu padre?

−No. No me parecía que hubiera acción suficiente en eso.

−¿Y electricista?

−Sí, lo tenía como segunda opción. Pero me interesaba más el trabajo de policía.

Ella ya había bebido suficiente vino para una noche; le hacía falta muy poco para achisparse. Sin embargo, se sentía cohibida, y el alcohol le servía para relajarse.

Una copa más...

−Si querías acción, ¿qué estás haciendo en un pueblecito tan apacible como este?

Él observó el vino y lo hizo girar en la copa.

−Mi mujer vino una vez aquí, con sus padres, cuando era pequeña. Pasaron todas las vacaciones junto al lago, y siempre soñó con volver. Así que, cuando enfermó y los médicos dijeron que no tenía curación, pensé que era el mejor lugar para ella.

Él había hecho todo lo que había podido por su esposa, incluso construirle aquella terraza. Claire le había contado a Vivian que, en los últimos días, Myles sacaba a Amber Rose fuera y la sentaba en su regazo para que pudiera sentir el sol.

¿Le dolía hablar de su difunta mujer? Vivian quería preguntárselo, pero aquel tipo de cuestiones personales estaban dentro del área restringida para ella. Tenía que respetar los límites de los demás si quería que respetaran los suyos.

−¿Dónde vivías antes? −le preguntó.

−En Phoenix.

−Eso es un gran cambio.

−Y, sin embargo, a mí me encantan los dos sitios −respondió él, encogiéndose de hombros.

−¿Y vas a volver alguna vez?

Sus manos, llenas de marcas y cicatrices, eran un testimonio de todo lo que hacía con ellas. Y eran tan grandes que su copa parecía muy pequeña.

−No. Marley ha echado raíces aquí. Es feliz. Después de perder a su madre, yo nunca la separaría de sus amigas. Creo que la estabilidad es muy importante, ¿no te parece?

Mucho. Ese era el problema. Por culpa de La Banda, para ella era muy difícil proporcionarles estabilidad a sus hijos.

−Pero, ¿crees que este pueblo es tan seguro como pensábamos?

Él entrelazó los dedos y se colocó las manos detrás de la cabeza.

−Te has enterado de lo del asesinato.

Por fin había encontrado la forma de comenzar la conversación. Sin embargo, temía haberse delatado, porque él era muy hábil adivinando los pensamientos de la gente. Ella lo había visto muchas veces. Lo había visto intervenir para acabar con un desacuerdo durante los fuegos artificiales de la fiesta del Cuatro de Julio de aquel año, antes de que se produjera una pelea. Lo había visto alejar a varias personas borrachas de los bares y llevarlos a casa antes de que se pusieran tras el volante de su coche, lo había visto rehusar amablemente la atención femenina. Él estaba pendiente de todo lo que ocurría a su alrededor, se daba cuenta de todos los cambios y averiguaba cuál era el motivo de aquellos cambios. Y el hecho de invitarlo a su casa había sido un cambio, claramente, así que él debía de estar haciéndose preguntas. Y buscando pistas.

−Creo que todo el mundo se ha enterado del asesinato −respondió−. Ya sabes cómo son los chismorreos en este pueblo.

−Pues sí, y por eso mismo siento mucha curiosidad...

Él clavó la mirada en sus ojos, y ella supo entonces que no iba a limitar su comentario a lo superficial y lo cortés. Entonces, se sintió muy incómoda y apuró su copa de vino.

−¿Qué?

−Me causa curiosidad que nadie haya podido decir nunca nada sobre ti.

Se puso muy tensa, pero sonrió.

−Estás cambiando de tema.

−Tal vez, pero me doy cuenta de que mi afirmación no te ha sorprendido. Y eso me causa todavía más curiosidad.

−Nunca le he dado a nadie razones para hablar de mí −replicó Vivian.

−Exactamente. Tú no flirteas con nadie. No sales con nadie. No te acuestas con nadie. No te implicas en los actos de la iglesia ni en la escuela ni en la política del pueblo.

−Yo llevo a los niños a la iglesia los domingos.