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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Brenda Novak. Todos los derechos reservados.

ESPERANZAS DEL CORAZÓN, Nº 74B - octubre 2013

Título original: Coulda Been a Cowboy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Tiffany son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3847-5

Editor responsable: Luis pugni

Imagen de cubierta:

EKATERINA POKROVSKY/DREAMSTIME.COM

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

I

 

Abuelo Garnier: «Si te encuentras en un hoyo, lo primero que debes hacer es dejar de cavar».

 

Parecía perfecta: con un ligero sobrepeso, un poco mayor que la típica adolescente seguidora empedernida del equipo y definitivamente dueña de un aspecto desaliñado. Tyson Garnier no debería tener problemas.

–¿Cómo has dicho que te llamas? –preguntó de nuevo, pero esta vez bajando la voz. Lo último que deseaba era despertar al monstruo de nueve meses que dormía en la otra habitación. Había pasado veinticuatro horas solo con él y preferiría sufrir el más duro de los placajes que revivir semejante situación de indefensión.

–Dakota Brown. No te envié mi currículum, si es lo que estás buscando. Gabe pegó uno de los anuncios en el supermercado. Decía que estarías en tu cabaña un par de meses y necesitarías una buena niñera durante ese tiempo, pero no tenía intención de presentarme al trabajo hasta que me llamaste –la mujer lo miró a los ojos, pero él no tenía idea de qué estaría pensando.

Estaba claro que no parecía impresionarle ni él ni su fama. No sonreía con coquetería, ni se había desabrochado el botón superior de su blusa pasada de moda, ni batía sus pestañas hacia él. Lo trataba como imaginaba que trataría a los demás, por lo que Tyson albergó esperanzas de haber encontrado a la candidata perfecta.

Dejó a un lado el montón de currículums que había estado estudiando. Brown era un apellido de lo más usual. No así su nombre, Dakota.

–¿Y no tienes hijos?

Le había dicho a Gabe Holbrook, quien lo había convencido para que fuera a Dundee, que no quería que fuera una mujer con hijos, pero no haría daño alguno comprobarlo nuevamente. Lo último que quería era dar que hablar. Había ido a Idaho para prepararse en cuerpo y mente para la concentración de finales de julio, en apenas dos meses. Algo que ya iba a resultar difícil teniendo en cuenta los últimos cambios acaecidos en su vida, como para aguantar además complicaciones añadidas.

–No tengo hijos –contestó ella.

No poseía un acento definido, nada que pusiera de manifiesto sus orígenes.

–¿Estás casada?

–No.

–¿Trabajas como niñera para alguien más o...?

–Trabajo en la parafarmacia.

Aquello también era bastante usual.

–Comprenderás que no podrás trabajar allí y conmigo al mismo tiempo. Necesito a alguien que esté disponible –estuvo a punto de decir las veinticuatro horas, siete días a la semana, pero se contuvo a tiempo y dijo algo más razonable–: casi todo el día.

–Lo comprendo.

–Bien, porque tendré que confiar en ti al cien por cien.

–Por supuesto. Es tu hijo de quien estamos hablando.

Trató de no hacer un gesto de dolor ante el recordatorio. No estaba preparado para ser padre. Tampoco había tenido un ejemplo que seguir. Su padre había muerto cuando trataba de hacer aterrizar su avión privado en San José cuando él tenía solo dos años.

–Eso es. Mi hijo.

Tal vez si lo repetía lo suficiente, terminaría creyéndoselo. «Mi hijo. Tengo un hijo. Un bebé». El test de paternidad lo demostraba, así como la pila de cheques que le había enviado a la madre del niño y le habían sido devueltos. El creía que sería suficiente dinero hasta que una llamada anónima, una vecina o conocida de ella, le había dejado claro que Rachelle no pensaba hacerse cargo de Braden. En ese punto había tenido que contratar a un detective para investigar el asunto y finalmente se había visto obligado a tomar una decisión que le cambiaría la vida. Hacía solo dos día que conocía a su hijo.

El lápiz que Tyson sostenía en la mano se partió en dos, y la señorita Brown lo miró sorprendida.

Tyson trató de sonreír, aunque lo más probable era que el gesto se pareciera más a una mueca de dolor. Últimamente no estaba de buen humor. Después de la lesión que lo había sentenciado al banquillo durante el último año, se aferraba a su carrera deportiva como a un clavo ardiendo. El abuelo Garnier, el padre de su padre y figura central de su vida, acababa de morir. Tenía un hijo que no quería y que no sabía cómo cuidar. Y la prensa lo acosaba con todo tipo de preguntas en cuanto daba media vuelta.

Hasta los detalles del acuerdo al que había llegado con Rachelle habían aparecido en los periódicos de todo el país: «El receptor de los Stringray, Tyson Garnier, paga un millón de dólares por la custodia de su hijo».

Se preguntaba quién demonios le habría filtrado aquello a la prensa. Tenía que haber sido Rachelle. Le encantaba ser el centro de atención.

–¿Comprendes que no estaré aquí mucho tiempo, que el trabajo es solo temporal? –preguntó, esforzándose por concentrarse en la entrevista.

Había estado despierto la mayor parte de la noche, andando de un lado para otro con un Braden que no dejaba de llorar, y no había podido ducharse ni afeitarse. La barba de un día le oscurecía el mentón y los ojos le escocían de pura fatiga.

–Gabe ya me lo explicó –dijo ella.

–¿Y aun así te apetece este trabajo?

–De hecho, es la situación ideal para mí –explicó ella–. Llevo trabajando en la parafarmacia desde que estaba en el instituto, así que tengo un montón de días de vacaciones que no he gastado. El señor Cottle, mi jefe, me dijo que si no me los tomaba los perdería.

–¿Y piensas pasarlos trabajando para mí? ¿No quieres ir a ver el mar? ¿O a Disneyland?

Dakota apartó los ojos aparentemente concentrada en mirar el borde de la mesa.

–No puedo. No en este momento. De todas formas, no quiero perder esta oportunidad.

–Solo es un trabajo de dos meses.

–Pero paga bien.

Tyson no había decidido el salario aún. Había estado esperando a hacerse una idea de las expectativas de las candidatas.

–¿Ah sí? –preguntó sorprendido.

–Gabe me dijo que me pagaría al menos el triple de lo que gano en la farmacia.

Tyson enarcó las cejas bruscamente. «Muchas gracias, Gabe. Muy simpático, colega».

–¿Eso te dijo? ¿El triple? –dijo él. Dios, ¿es que no le habían quitado suficiente?

Ella retorció el asa de su gastado bolso de cuero.

–Me dijo que buscabas lo mejor y que no tendrías problemas en pagar por ello.

Dicho de aquella manera, ¿qué podía decir?

–¿Y cuánto es el triple? –preguntó no sin escepticismo.

–Cuatro mil quinientos al mes.

Dakota pronunció la cantidad rápidamente, como si tuviera miedo de encontrar objeciones. Pero él pareció aliviado. ¿Eso era todo? En la ciudad, habría pagado eso por la mitad de horas.

–No hay problema.

Ella sonrió tímidamente.

–Nos vendrá bien.

A Tyson no le pasó inadvertido el pronombre utilizado por ella.

–Creía que no estabas casada.

–No lo estoy. Vivo con mi padre. Él... no puede trabajar en estos momentos.

–¿Está lesionado? –preguntó él.

–No –dijo ella, tirándose de una manga en actitud bastante cohibida–. Él tiene... problemas de salud.

–Lo siento. Espero que no sea grave.

–Se pondrá bien –dijo ella, levantando el mentón.

–¿Necesita cuidados constantes?

–Constantes no. Una vecina, la señora Duluth, le echa un ojo de vez en cuando mientras yo estoy en el trabajo, y con eso nos arreglamos.

–¿De modo que tendrá las necesidades cubiertas mientras estés aquí?

–Sí.

Tyson creía que Dakota iba a explayarse más con los problemas de salud de su padre. Sin embargo, al ver que no lo hacía, no le quedó más remedio que seguir hablando. Quería hacerle varias preguntas sin invadir demasiado su intimidad más allá de lo razonable en una entrevista de trabajo.

–¿Tienes experiencia con los niños, Dakota?

–Nada oficial, pero he cuidado niños desde que tenía doce años –dijo ella, cuyo rostro se iluminó de entusiasmo al mencionar los niños, y solo por eso, su aspecto dejó de ser del montón.

Tyson decidió que se trataba de sus ojos. Grandes y luminosos, un poco más oscuros que su piel, eran de lo más exóticos. Se preguntó cuántos años tendría. ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco tal vez?

–Conozco a la mayoría de los niños de Dundee –añadió, sonriendo con melancolía–. Quiero mucho a los bebés.

–Es esperanzador.

–Puedo darte referencias si quieres.

–Ya las tienes. Y son las mejores. Gabe habla muy bien de ti.

Una especie de graznido llegó hasta ellos desde la otra habitación y Tyson sintió que se le contraía el estómago por la tensión. El monstruo se había despertado...

–¿Cuándo puedes empezar? –preguntó, ansioso por cerrar el acuerdo.

–¿Tengo el trabajo? –preguntó ella, entreabriendo los labios mientras lo miraba fijamente.

–Tienes el trabajo.

–Estupendo –aparentemente aliviada, se colocó el bolso debajo del brazo y se levantó–. Puedo venir mañana a primera hora, si quiere.

Él también se levantó e, instintivamente, se movió para cortarle el paso hacia la puerta. No podía dejarlo allí solo con lo que tenía en la otra habitación. No sobreviviría una hora más.

–¿Podrías empezar hoy?

Ella pareció vacilar.

–Son casi las dos de la tarde.

Braden empezaba a llorar en serio, lo justo para acabar con los delicados nervios de Tyson.

–¿Y eso es un problema?

Ella se pasó unos dedos de apariencia delicada por el pelo oscuro.

–¿Cuánto tiempo me necesitarías?

–¿Cuatro horas? ¿Cinco? –preguntó esperanzadamente.

–No esperaba tener que empezar tan pronto. Tengo que notificárselo a mi jefe.

El grito se hacía más lastimero por segundos.

–Ahí tienes el teléfono –dijo, señalándolo.

–Y también iba a ver cómo estaba mi padre.

–¿No puedes llamar a tu vecina y pedirle que lo haga ella?

Dakota se mordió el labio inferior, pensativa.

–Podría intentarlo, supongo...

Tyson necesitaba una respuesta más resuelta.

–Te daré quinientos dólares extra si puedes arreglarlo –prometió. Estaba seguro de que una dependienta de farmacia no tendría inconveniente en abusar un poco de una vecina si con ello ganaba quinientos dólares. Incluso podría compartir el dinero con la vecina por los inconvenientes.

Se atrevería a asegurar por la expresión de Dakota que estaba tentada, pero tardó unos segundos en responder.

–¿Hablas en serio?

–Completamente –dijo él, deseoso de poder ponérselo en la mesa, pero no llevaba tanto en la cartera. Aunque tal vez aquella no fuera la manera más adecuada de hacerlo. Le parecía que estaba tan espantada ante su insistencia como aliviada por haber conseguido el trabajo–. ¿Qué me dices?

Dakota miró alrededor del despacho, lleno de fotos de Gabe Holbrook de cuando jugaba al fútbol americano.

–¿Hace mucho que conoces a Gabe?

–Años –aseguró él–. Solíamos jugar juntos cuando yo era un novato y él había sido declarado mejor jugador. Antes del accidente que... ya sabes –no quería decirlo por si se gafaba. Lo que le había ocurrido a Gabe era la peor pesadilla de cualquier atleta–. Me gusta Gabe –continuó–. De verdad. Puedes llamarlo si quieres. Desde ese teléfono. «Dios, deja de llorar, pequeño». Y después puedes empezar.

–Nadie paga quinientos dólares a una niñera por una tarde –murmuró–. Yo... yo no podría aceptarlo.

La respuesta le desconcertó.

–Claro que puedes. Si te quedas, estaré encantado de pagarte. Pero no podré dártelo hasta mañana. Después, te pagaré semanalmente.

–Gabe mencionó algo de que está pasándolo mal, que no es el de antes.

Tyson no pudo evitar sentirse ofendido. ¿Quién podría seguir como si nada después de lo que había tenido que soportar?

–Tendré que acordarme de darle las gracias.

–Su intención era buena –dijo ella con seriedad–. Está preocupado por usted. Y... yo no soy de las que se aprovechan.

¿Qué? Casi todos los que se cruzaban en su camino querían algo de él. A veces se sentía asediado, como si todo el mundo estuviera encima de él, acorralándolo en sus ansias por conseguir un autógrafo, una fotografía, una entrevista, una donación, un patrocinio, incluso sexo. Algunas mujeres hacían lo que fuera por acostarse con él solo para poder presumir de ello.

–Estoy bien. Totalmente –mintió él

Ella encogió los hombros en un gesto que decía que no iba a presionar.

–De acuerdo.

«Gracias, Señor». El bebé estaba armando tanto escándalo que apenas podía pensar.

–Estupendo. Sígueme.

Tyson guio a su nueva niñera por la cabaña hasta la habitación en la que había pasado casi tres horas tratando de montar la cuna que había llevado desde Boise. No le habría llevado tanto tiempo de no ser porque solo había podido ocuparse de ella a trompicones, mientras daba palmaditas y trataba de tranquilizar al niño que había concebido sin quererlo aquellos aciagos nueve meses antes.

–Ahí está –dijo, haciéndole un gesto hacia la habitación.

Se sintió un poco culpable, como si la estuviera echando a los leones. Pero ella le había dicho que adoraba a los niños. Cuidar de ellos no era una tortura para alguien que los adoraba. Al ver que no entraba en la habitación de Braden con ella, Dakota Brown miró alternativamente al padre y al hijo quien, sorprendentemente, había dejado de gritar nada más abrirse la puerta. El bebé se sujetó a los barrotes de su cuna con sus dedos gordezuelos para ayudarse a levantarse, y se quedó allí, tambaleándose y aparentemente tranquilo.

–¿Cómo se llama?

–Tyson.

–¿Y cómo lo llamas tú?

«Monstruo...».

–Braden, creo que es su segundo nombre –añadió esto último como si se le acabara de ocurrir. Rachelle le había puesto nombre sin preguntarle, y había usado su nombre para potenciar el vínculo entre los dos.

–¿Crees? –repitió Dakota confusa, pero el bebé la interrumpió con un chillido. Dando botes de expectación ante la idea de salir de la cuna, le dirigió una sonrisa llena de babas, y ella se derritió como la mantequilla–. ¡Pero qué precioso! Debes de estar muy orgulloso.

–Solo quiero que lo cuides bien –gruñó Tyson, apresurándose a volver a la relativa seguridad del despacho antes de que le contara toda la verdad.

¿Qué tipo de hombre no podía soportar ver a su propio hijo?

II

 

Abuelo Garnier: «El buen juicio se adquiere con la experiencia, y gran parte de esta se deriva de un buen juicio».

 

Era la primera vez que Dakota entraba en la cabaña de Gabe Holbrook. Cierto era que le había llevado bizcocho casero de zanahoria cuando estuvo encerrado en ella varios años atrás, pero él nunca la invitó a pasar, ni siquiera le había abierto la puerta. Eso había ocurrido antes de que se hicieran amigos. Aunque diez años mayor, era uno de los mejores quarterbacks de la liga nacional de fútbol americano cuando ella llegó al instituto. Toda una leyenda y lo mejor de Dundee. Hasta que sufrió el horrible accidente de coche que lo confinó a una silla de ruedas.

Dakota iba pensando en la última vez que había estado allí mientras sacaba a Braden fuera a dar una vuelta. Sus situaciones eran muy diferentes. Ella no tenía idea de lo horrible que podía ser perder la capacidad de mover las piernas, pero podía describir, al menos hasta cierto punto, lo que habría sentido en los meses siguientes al accidente. Ella había tenido que mostrarse valiente frente a su propia desgracia. Era menos visible, sí, lo cual facilitaba las cosas, pero llevaba más tiempo sufriéndola. La experiencia le había enseñado a sonreír con serenidad para ocultar el dolor.

–Da-da-da –gorjeaba Braden, mordiéndose el puño.

Dakota le dio un beso en la suave mejilla.

–Eres lo más bonito que he visto en mi vida –le dijo.

Su padre tampoco estaba mal, pero lo admitió a regañadientes. El resto del mundo ponía a Tyson Garnier por las nubes. Casi un metro noventa y cinco de estatura, tenía los ojos de un verde-azulado, un dorado tono de piel y el pelo de color marrón oscuro con un remolino que se levantaba en el lado derecho de la frente. Pero eran sus pómulos prominentes y su fuerte mentón lo que lo diferenciaba del resto. Y su cuerpo, claro.

Recordó entonces una entrevista en la revista People un año atrás o así. Las fotos para la entrevista lo mostraban en la playa, saliendo de las olas como un dios. Sus ojos, en duro contraste con su cabello y pestañas oscuras, hacía juego con el color verde azulado de las olas a su espalda, y sus dientes resplandecían a la luz del sol cuando se reía. Pero sospechaba que no era un hombre agradable. Parecía distante. Además. Había leído lo suyo con Rachelle Rochester. Dado que no podía dejar a su padre solo mucho tiempo, Dakota se evadía de la penosa situación que vivía leyendo revistas, de todo tipo: cotilleos, decoración, alimentación, incluso ciencia. Últimamente había leído una entrevista a la pobre señora Rochester en The Lowdown. La madre de Braden se sentía dolida porque Tyson no la quería tanto como ella a él. también decía que no podía comprender lo despiadado que se había mostrado durante la batalla por la custodia. «¿Qué posibilidades tenía frente a un hombre con su dinero e influencia?», decía. Llegado ese punto, según el periodista, la mujer se había echado a llorar. «No me dejará formar parte de la vida de mi bebé. ¿Puede imaginarse alguien lo duro que es eso?».

Dakota no podía. Ella sabía que a Gabe le caía bien Tyson, y ella confiaba en la opinión de Gabe, pero la amistad podía ser tan ciega como el amor.

Le dio a Braden otro beso al tiempo que echaba una mirada de repulsa hacia la ventana del despacho en el que se había metido Tyson. En lo que a ella concernía, arrancar a un bebé del seno de una madre era imperdonable.

 

 

Dakota se quedó mirando fijamente la luz que salía por debajo de la puerta del despacho de Tyson Garnier. No había salido de allí desde hacía cinco horas. De vez en cuando lo había oído hablar por teléfono, pero la cabaña estaba mortalmente silenciosa desde hacía una hora y media.

¿Debería llamar?, se preguntó. Le había dicho que necesitaba que se quedara cuatro o cinco horas, lo cual significaba que podía irse a las ocho. Pero eran las ocho y media, casi había oscurecido y él no había salido a hablar de lo que tendría que hacer a partir del día siguiente, o a ver cómo estaba el bebé.

Se cambió a Braden de cadera y volvió a mirar la hora. Ocho y media. Tenía que volver a casa antes de que su padre se fuera al Honky Tonk. Cuando oscurecía se ponía nervioso, quería salir y ver a sus amigos. Y no era el mismo cuando se emborrachaba.

–¿Señor Garnier? –preguntó, golpeando suavemente la puerta. Pensó que se habría quedado dormido, pero vio que estaba equivocada porque la puerta se abrió casi inmediatamente.

–¿Sí? –preguntó él, irguiéndose sobre ella por lo menos veinticinco centímetros, con un aspecto aún más descuidado que antes. El pelo, aunque corto, lo tenía revuelto, como si se hubiera estado metiendo los dedos. La sombra de la barba incipiente le oscurecía el mentón y tenía los ojos inyectados en sangre.

Excepto por el firme y liso abdomen bajo la camiseta, tenía el mismo aspecto que su padre después de una borrachera. No olía a alcohol, pero tal vez hubiera tomado algún tipo de droga. ¿Quién si no podría prometerle quinientos dólares por cuidar de su hijo unas pocas horas?

–Tengo que irme –dijo al tiempo que trataba de entregarle a su hijo.

Pero él retrocedió tan rápido como un vampiro al ver una cruz.

–No pueden ser las ocho.

Ella se desenredó del pelo una de las manitas de Braden antes de que pudiera agarrar otro puñado de cabellos.

–Son más de las ocho. Y tengo que irme, de verdad.

O tendría que salir a buscar a su padre y arrastrarlo de vuelta a casa. Le acababan de quitar el permiso de conducir, pero eso no quería decir que no intentara largarse en su destartalada camioneta. Y si la policía lo pillaba, tendría que ir ella a sacarlo de la comisaría. Y bastante endeudados estaban ya.

–Claro –dijo él, pero no hizo movimiento alguno de tomar al bebé. En su lugar, le dirigió una cautivadora sonrisa–. ¿Sería posible que lo dejaras... a Braden quiero decir... acostado? –preguntó esperanzado–. Estoy bastante ocupado.

Dakota se habría quedado de buena gana en la cabaña elegantemente equipada antes que regresar a lo que ella llamaba «casa», pero se sentía demasiado presionada. Aunque hubo un tiempo en el que su padre se comportaba como un hombre amable, responsable y cariñoso, el dolor sufrido a causa del accidente y el alcohol consumido para soportarlo lo habían cambiado. Ya no reconocía a aquel hombre.

–No creo que Braden esté listo para irse a dormir. Se echó la siesta bastante tarde y no le vendría mal un baño.

–¿No se lo has dado?

–Lo habría hecho –explicó ella con tono defensivo–, pero no encontré champú de bebés y no quería molestarlo por si estaba durmiendo.

Tyson además la intimidaba. En la televisión parecía un engreído, el tipo de hombre que llegaría a una reunión tarde y no se disculparía, oculto tras unas carísimas gafas de sol y una sonrisa de suficiencia. Pero en ese momento no parecía seguro de sí mismo.

–¿No son todos los champús prácticamente iguales?

–No si se le mete en los ojos. De todas formas tendrás que ir a comprar, así que podrías añadirlo a la lista.

–¿Por qué tengo que ir a comprar? Hannah y Gabe han llenado los armarios.

Los músculos de los brazos se le marcaron de una forma impresionante cuando se metió las tremendas manos en los bolsillos. Estaba segura de que no lo había hecho para impresionarla, pero su cuerpo firme hizo que se avergonzara de los diez kilos que había engordado en los últimos meses. Su padre se portaba bastante mal, lo que le hacía imposible salir de casa todo lo que le gustaría. Y con el nuevo trabajo en el que necesitaría emplear más horas tendría que apoyarse aún más en la señora Duluth. Aunque el acuerdo sería solo temporal. No creía que a la señora Duluth le importara.

–Hannah hizo una compra general –dijo ella–. Creo que pensó que tú traerías los artículos del bebé.

–¿Como champú de bebé? ¿Eso es un artículo?

–Champú suave, sí, y pañales y leche.

–Tengo pañales.

–Ya no, a menos que lleves más en el equipaje.

Pero hasta el momento, aparte de la bolsa de pañales que había en la habitación del niño, vacía, solo había visto un petate tirado al descuido al pie de la cama de la habitación principal. Puede que Tyson llevara allí los pañales, o que estuvieran en el vehículo en el que había llegado. No había mirado en el garaje.

–¿Los has utilizado todos?

–Solo había tres, y tenía buenas razones para ello.

Pareció comprender que lo habría librado de tener que cambiar unos pañales muy sucios y retrocedió.

–Vale. Está bien.

Sintiéndose levemente justificada, calculó mentalmente lo que quedaba en el bote de leche con la que había preparado el último biberón.

–Necesitará también leche dentro de uno o dos días. Y sería adecuado que compraras uno de esos anillos de goma para que lo muerda, un par de cucharas para niños y un parque de juegos. Si has traído todo eso, no lo he visto por ninguna parte.

–No, yo... Tal vez puedas hacerme una lista.

El nerviosismo de Dakota aumentó al imaginar a su padre encendiendo el contacto de la vieja camioneta, preparándose para ir al bar. Ella le había escondido las llaves, pero no sería la primera vez que las encontraba. Y la señora Duluth no lo detendría. Ya estaría acostaba.

–Una lista. Claro.

Esta vez Tyson tomó al bebé en brazos cuando ella se lo entregó y se acercó a toda prisa a la mesa en busca de papel y bolígrafo.

–¿Dónde puedo comprar estas cosas? –preguntó él, mirando por encima del hombro mientras ella escribía.

–El mercado de Finley está abierto hasta las diez, pero se tarda cuarenta minutos en coche, así que tendrás que darte prisa si quieres ir hoy –arrancó la hoja de un cuaderno y se la entregó–. Puedes seguirme, si sales ahora mismo. Yo voy hacia allí.

–Gracias. Creo que lo haré.

Braden se retorcía y estiraba los brazos hacia ella. Dakota vaciló un momento. Tyson parecía tenso, inseguro. Y le preocupaba la forma en que sostenía a su hijo apartado de su cuerpo en vez de acunarlo contra sí. ¿Y si estaba drogado?

–¿Estás colocado? –preguntó finalmente.

Dos profundos surcos se formaron entre las cejas de él.

–¿Qué?

Ella miró con nerviosismo hacia la puerta, pero no se movió. No podía marcharse tranquilamente hasta asegurarse de que el bebé estaría bien.

–Te estoy preguntando si has estado esnifando cocaína, metiéndote heroína, tomando pastillas... ya sabes.

–¡Claro que no! ¿Acaso tengo aspecto de tomar drogas?

Se negó a achicarse ante su respuesta ofendida.

–Un poco.

Su prominente nuez descendió cuando tragó, y entrecerró los ojos. Obviamente no estaba acostumbrado a que le dijeran la verdad, pero ella tenía una responsabilidad hacia el bebé.

–Pues no es así –insistió él.

–¿Ni siquiera esteroides?

–Ni siquiera esteroides.

Dakota no estaba segura de que lo admitiera aun en caso de ser cierto, pero no se atrevió a seguir discutiendo. Braden era hijo de él. Ella no podía hacer nada más.

–Bien –dijo finalmente, y se dirigió hacia la puerta concentrada en irse a casa, pero Tyson la detuvo.

–¿A qué hora puedes estar aquí por la mañana?

–¿Cuándo quieres que llegue?

–Te daré una llave. Así podrás entrar sin llamar cuando llegues al amanecer.

¿Al amanecer? Estuvo a punto de quejarse. Tendría que levantarse antes de las cinco para llegar tan temprano. Pero los nueve mil dólares que iba a ganar por trabajar dos meses para él detendría el embargo de su casa. Debían cinco meses de hipoteca.

Con suerte, su padre se comportaría bien y ella podría dormir unas horas.

–De acuerdo –dijo y esperó a que Tyson sacara una llave extra. Dio a Braden unas cariñosas palmaditas–. Si quieres seguirme hasta Finley, será mejor que no me pierdas de vista –añadió–. Tengo un poco de prisa.

Pero no tardó en darse cuenta de que no se quedaría atrás. Mientras su destartalado Nissan Máxima de 1992 apenas alcanzaba los cuarenta kilómetros por hora por el sinuoso camino, el Ferrari de Tyson no conocía limitaciones. En ningún momento dejó de ver los faros por el retrovisor.

Cómo había logrado meter el asiento de bebé en aquel deportivo era un misterio. Era obvio que Tyson Garnier no era un hombre de familia. Aquel Ferrari debía de atraer a las mujeres tanto como él mismo.

–Vaya padre –masculló ella. Pero en esos momentos, el suyo tampoco era un modelo del que presumir, pensó, cada vez más nerviosa.

III

 

Abuelo Garnier: «Si quieres olvidar tus problemas, sal a dar una vuelta con unas botas de montar de tacón nuevecitas».

 

Dakota le hizo señas para indicarle el pequeño supermercado en el centro del pueblo, pero Tyson no se detuvo. Primero quería ver dónde vivía su niñera. En sus manos, no había oído quejarse en toda la tarde a Braden. No tenía intención de dejarla ir sin saber al menos dónde encontrarla.

Dos calles más adelante, Dakota se detuvo a un lado.

–Te lo has pasado –dijo ella cuando él se detuvo a su lado y bajó la ventanilla.

–Lo sé.

–¿Y adónde vas?

–Tenía... –no quería dar demasiadas explicaciones so pena de que ella viera lo inepto que era, y lo último que quería ver en los periódicos era que era un inútil como padre. Merecía un poco de privacidad, pero por experiencia sabía que para ello había que guardarla celosamente–. Tenía curiosidad por ver dónde vives.

–¿Por qué? –preguntó ella, irritada.

–Porque quiero conocer esto.

–Mi casa no es un punto de interés. Además, no tienes tiempo que perder. Te cerrarán la tienda, y no puedes sobrevivir sin pañales, ¿recuerda?

–Aún queda media hora.

–El tiempo que te llevará hacer la compra.

Él creía que tendría suficiente con quince minutos, pero si tenía o no tiempo no era el tema. Era evidente que ella no quería que la siguiera. No podía imaginar por qué, pero en ese momento su ceño fruncido le dejó claro que no había más que hablar.

–De acuerdo.

La tensión en el rostro de Dakota disminuyó.

–Tienes mi número. Llámame si tienes algún problema.

Tyson se preguntó si lo habría dicho en serio.

–Lo haré.

–Buenas noches –dijo ella con firmeza y maniobró para sacar aquel montón de chatarra a la carretera.

Tyson estuvo a punto de darse la vuelta. Su comportamiento era ridículo. Seguro que podría aguantar ocho horas sin pedir ayuda. Pero Braden eligió ese momento para ponerse nervioso y empezó a tirar del arnés que lo sujetaba a su asiento. Tyson se asustó de pensar en otra noche como la anterior. Pensó que no podría hacerlo. No tenía la paciencia ni las reservas emocionales.

Esperó a que las luces traseras del coche de Dakota casi hubieran desaparecido y la siguió a una prudente distancia. Le había dicho que podía llamarla, pero ¿y si tenía el sueño muy profundo y no respondía? No haría ningún daño ver dónde vivía, por si acaso.

Atravesaron todo el pueblo y, más allá del cementerio, donde las construcciones eran cada vez más escasas para dar paso al campo abierto, entró en un polvoriento parque de caravanas que apenas si tenía un rectángulo de césped y unos árboles como única atracción.

Tyson rodó en silencio. El espacio entre las veinte caravanas del parque estaba lleno de neumáticos tirados, cajas de cartón y botellas de vino. Había varios coches sin las ruedas, que estaban apoyadas sobre bloques de cemento, y los dueños de algunas de las caravanas habían tratado de adecentar su espacio decorándolo con piedras volcánicas. Su madre se habría mostrado horrorizada. Si su madre tenía algo era buen gusto.

–No puede vivir aquí –murmuró, tratando de evitar los boquetes más profundos que surcaban el camino de tierra.

Tyson sabía que su coche no pasaría desapercibido allí. No podía seguir a Dakota más lejos sin llamar la atención, de modo que aparcó junto a un contenedor que parecía haber sido saqueado por los chavales o los animales de los alrededores.

Dakota metió el coche bajo un endeble porche junto a una caravana con un cartel que decía ser la número 13. Era una de las más destartaladas del parque, pero alguien había colocado un sonajero de viento de poco valor sobre una de las vigas que soportaban el porche que cubría el coche y había plantado flores en la entrada. Se veían a la luz de la farola, justo al lado de la caravana. A Tyson le pareció que estaban mustias y pedían agua a gritos, pero Dakota subió los cuatro escalones sin prestar atención a los alrededores y entró.

La puerta se cerró tras ella y las luces se encendieron.

Al momento comprendió por qué Gabe le había prometido a Dakota que le pagaría el triple. Aquel lugar era francamente deprimente. Quería alejarse de allí a toda prisa, y además no podía quedarse. Braden estaba llorando otra vez, probablemente harto de estar en el coche. Pero Tyson no creyó que sacarlo le hiciera ningún bien. La noche anterior, nada había servido para calmarlo.

Suspiró. La tortura comenzaba una vez más. Ocho interminables horas se abrían frente a él durante las cuales no sabría qué hacer con aquel pequeño ser que, sin querer, había ayudado a crear. Pero ver el lugar donde Dakota vivía le hizo ver sus problemas con otra perspectiva. La vida podía ser peor. Como vivir allí.

Entró entonces en el familiar habitáculo tapizado de cuero de su coche, y dio la vuelta en dirección al mercado de Finley.

 

 

La camioneta de su padre estaba, pero él no. Una desagradable sensación penetró en ella al tiempo que entraba precipitadamente en la caravana. Esperaba que se hubiera ido a la cama, pero sabía que eso era mucho esperar.