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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Natasha Oakley. Todos los derechos reservados.

LA RAZÓN DE SU VIDA, N.º 96 - Noviembre 2013

Título original: A Family to Belong to

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Este título fue publicado originalmente en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3874-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Los labios le sabían a sal y las frías gotas de lluvia le acribillaba las mejillas como si fueran alfileres. Kate Simmonds contemplaba el mar embravecido mientras su cabello se arremolinaba y le golpeaba el rostro.

Volvía a casa. Pero era demasiado tarde. La tía Babs había muerto.

Se retiró el cabello de la cara con una mano temblorosa. Una semana antes habría llegado a tiempo, pero entonces creyó no estar preparada, y la tía Babs se había mostrado comprensiva.

Pero ya era demasiado tarde.

Kate se inclinó sobre la barandilla metálica del ferry y contempló el inmenso mar. En perspectiva, sus dudas resultaban mezquinas y nimias. Debía haber vuelto de inmediato.

La tía Babs le había proporcionado un hogar. Había acogido a una niña de diez años, arisca y extraña, y la había tratado como si fuera suya. Una madre adoptiva entre un millón. Y Kate sabía que, a cambio, se había merecido mucho más que una llamada semanal o alguna invitación ocasional para que la visitara en Londres. Aquel era un nuevo motivo de arrepentimiento que añadir a su larga lista.

Habían pasado seis años desde la última vez que hiciera aquel viaje, cuando tenía veintidós años. Y en aquel tiempo había sido alternativamente Katie, Kay y Catherine. Hasta convertirse en Kate Simmonds, una mujer elegante y segura de sí misma.

Solo ella sabía que no eran más que las apariencias y que en su interior seguía confusa y necesitada de afecto. Las heridas de sentirse rechazada todavía no habían cicatrizado. Y a ellas se unía en aquel momento un nuevo dolor, tan intenso como el producido por un hierro candente. Se metió las manos en los bolsillos de su largo abrigo negro y apartó la mirada del cielo gris de marzo.

Solo unos pocos viajeros se habían aventurado a subir a la cubierta para ver emerger la isla de Wight en la distancia. Kate se separó bruscamente de la barandilla, cruzó la cubierta y empujó la gran puerta de metal que daba acceso al interior. Los tacones de sus botas altas resonaron en la empinada escalera y su abrigo rozaba los escalones, abriéndose como una capa a su espalda.

Dentro olía a patatas fritas y a cigarrillos, pero hacía una temperatura agradable en comparación con el frío exterior. Kate sacudió la cabeza para quitarse la humedad del cabello y se retiró la bufanda naranja del cuello antes de incorporarse a una cola de gente que esperaba su turno para tomar algo.

–Si quieres café, estás en la cola equivocada.

Kate alzó la cabeza sobresaltada y, al volverse, se encontró frente a frente con Gideon Manser.

No tuvo que hacer ningún esfuerzo para recordar su nombre. Era imposible no reconocer aquellos ojos azules, los rasgos pronunciados y el hoyuelo del mentón. Gideon Manser seguía tan atractivo como en el pasado, cuando se había convertido en el único y exclusivo objeto de sus fantasías amorosas de adolescente.

–La máquina del café de este lado está estro-peada –dijo él, sonriendo.

Kate se llevó la mano al cabello instintivamente, consciente de que le caía lacio y húmedo sobre los hombros. Habría reconocido a Gideon en cualquier parte. Apenas había cambiado, aunque quizá estaba algo más delgado y tenía aspecto cansado.

–Gracias –consiguió decir.

Recordaba perfectamente su estúpido comportamiento cuando Gideon llegó a la isla. Ella tenía diecisiete años y había hecho todos los esfuerzos posibles para hacerle saber que lo consideraba el hombre más guapo del planeta.

Era mucho mayor que ella, además de ser un chef de primera que había vivido en Francia e Italia. Acumulaba todo el glamour y la sofisticación que ella ansiaba poseer. Y solo recordar cómo se había comportado en su presencia le hacía desear que se la tragara la tierra. Se cuadró de hombros.

–¿Eres Gideon, Gideon Manser? –preguntó titubeante–. ¿Te acuerdas de mí? Soy Kate Simmonds. Bueno, antes me llamaban Katie. Quizá no me recuerdes. Yo...

«Cállate, cierra la boca». Lo mejor sería que no la recordara.

Se mordió el labio inferior. ¿Por qué iba a recordarla? Jamás se había fijado en ella. Con toda seguridad, Laura y él solían reírse a su costa. O aún peor, sentían pena por ella.

–Por supuesto que me acuerdo de ti –dijo él, tendiéndole la mano.

Kate se ruborizó al tiempo que se la estrechaba.

–Sería imposible no reconocerte –continuó él–. Babs tenía tus fotografías en la pared y Debbie se ha ocupado de que todo el mundo sepa que estás en la televisión. La mitad de la isla sigue tus reportajes desde Estados Unidos cada semana. Eres una celebridad.

Kate bajó la mirada.

–Entiendo –debería haber supuesto que en la isla de Wight se habría convertido en una estrella local. Debbie se había puesto como loca cuando consiguió el trabajo en Los Ángeles como corresponsal de la crónica social de Hollywood.

Y la tía Babs se había sentido muy orgullosa de ella. Pensar en ella hizo que se sintiera culpable una vez más. Debería haber vuelto a la isla con más asiduidad y alegrar los últimos años de la mujer que había cambiado su vida drásticamente.

Gideon dirigió la mirada hacia la otra cola.

–Será mejor que nos coloquemos en aquella o no vamos a tener tiempo de tomar un café.

–Tienes razón.

Kate sintió que se le formaba un nudo en el estómago. Gideon Manser. ¿Por qué seguiría teniendo aquel efecto en ella? Después de todo, era una mujer de veintiocho años. Conocía a los hombres más atractivos del mundo. Gideon tampoco era para tanto. Y sin embargo...

Jugueteó con la correa de su bolso. La única explicación posible era que formaba parte de un pasado que avivaba recuerdos de su infancia y adolescencia. O tal vez el hecho de que Gideon fuera el símbolo de aquello que ella nunca podría alcanzar.

Gideon tomó una bandeja.

–Debbie me comentó que vendrías al funeral. ¿Ha sido difícil conseguir unos días libres? –preguntó. Kate fue a tomar otra bandeja, pero él la detuvo–. Deja que te invite.

–Gracias.

Él se volvió hacia ella sonriente.

–¿Ha sido difícil?

Su sonrisa la hizo viajar en un túnel del tiempo plagado de recuerdos que creía haber olvidado.

A los diecisiete años no dejaba de imaginar qué se sentiría al besarlo. Por la noche cerraba los ojos y fingía que la almohada era él e imaginaba su voz diciéndole cuánto la amaba.

No era más que una idiota y era lógico que un hombre de veintiséis años no la hubiera tomado en serio.

–Debbie pensaba que quizá estarías demasiado ocupada y no tendrías tiempo para venir –insistió Gideon.

–No –se limitó a decir ella, metiendo las manos en los bolsillos.

Tenía la sensación de que Gideon la observaba con una mirada crítica, como si se cuestionara por qué no había acudido con más frecuencia a visitar a la tía Babs y a Debbie si le resultaba tan sencillo dejar su trabajo por unos días.

Para la mayoría de la gente, al marcharse se había limitado a hacer las maletas y dejar la isla sin mirar atrás. Muy pocas personas conocían el motivo de su huida y ninguna de ellas habría revelado su secreto.

–¿Hasta cuándo te quedas?

–Hasta el miércoles. Tengo que volver a Londres –la cola avanzó y Kate aprovechó para tomar una taza. La posó sobre la superficie metálica y apretó el botón de «descafeinado con leche». Necesitaba algo a lo que agarrarse.

–¿No vuelves directamente a Estados Unidos?

–No –puso la taza en un plato y respiró hondo–. ¿Qué tal estás tú? –observó las fuertes manos de Gideon hacer los mismos movimientos que ella acababa de realizar.

–Bien –dijo él, titubeante–. Supongo que sabes lo de Laura.

Kate sintió que le daba un vuelco el corazón. ¡Claro que lo sabía! Con una nitidez asombrosa recordó la llamada de Debbie, llorando. La desconcertante noticia de que Laura había muerto. ¿Cómo podía ser tan desconsiderada?

–Murió.

–Sí, lo sé. Lo siento –se llevó la mano al cabello–. Pensé escribirte, pero...

Pero había estado demasiado ocupada con sus propios traumas. Había sufrido tanto cuando Richard la abandonó que no tenía cabida para el dolor ajeno. Ni siquiera para el de Debbie, quien se había quedado desconsolada al morir su amiga.

Sintió una punzada de remordimientos al darse cuenta de que apenas se había parado a pensar en Gideon.

Lo miró. Llevaba el sufrimiento escrito en el rostro, agazapado en sus ojos. Y nada que pudiera decir cambiaría las cosas. ¿Qué palabras podrían consolar a un hombre ante la pérdida de su amada?

Gideon esbozó una tensa sonrisa.

–Ocurrió hace dos años. Poco después de que naciera Tilly.

–Lo sé. Yo acababa de irme a Los Ángeles. Debbie me llamó –afortunadamente, la cola avanzó unos pasos–. Lo siento, yo...

–¿Quieres algo de comer? –la cortó Gideon–. ¿Una chocolatina?

Kate alzó la mirada. Pensó que el ser humano se comportaba de una manera extraña. Podía hablar de la muerte y, al segundo siguiente, de chocolatinas. Como si no pudiera soportar el dolor por mucho tiempo y se limitara a rozarlo para que no se hiciera demasiado intenso.

–Nada, gracias.

Él tomó unas galletas.

–No he tenido tiempo de desayunar –dijo, a modo de explicación.

Kate asintió. La cola avanzó y llegaron a la caja.

Laura Bannerman lo tenía todo: unos padres que la adoraban, una casa preciosa, su propio pony, cabello rubio, piel de porcelana...Y a Gideon.

Era imposible pensar en ella como si estuviera muerta. Y era horrible recordar cuánto la había odiado. O mejor, envidiado. Si hubiera tenido una varita mágica, se habría cambiado por ella sin dudarlo.

Pero ahora Laura estaba muerta y Gideon se había quedado viudo. Nadie habría podido imaginar un desenlace así.

Gideon tomó la bandeja.

–¿Dónde quieres que nos sentemos? ¿Fumadores...?

–No fumadores. Lo dejé hace un año, nueve meses y catorce días. Ya he dejado de contar los segundos.

–Enhorabuena.

–Gracias.

Gideon eligió una mesa junto a la cristalera.

–¿Te parece bien?

–Perfecta –Kate se desabrochó el abrigo y se sentó.

–¿Vas a alojarte con Debbie?

–Todavía no lo sé.

–¿Quieres una galleta? –preguntó él.

–No, gracias. Jamás como galletas. Solo son calorías de más.

Gideon frunció el ceño. Le pegaba ser muy disciplinada. Solo así podía haber alcanzado un puesto tan importante en la televisión. Se necesitaba ambición y seguridad. Por el contrario, exigía prestar poca atención a los sentimientos de los demás. Su rostro se ensombreció. Él sabía muy bien a qué llevaba ese tipo de ambición y el precio que había que pagar a cambio.

¿Qué sentido tenía que Kate volviera a la isla cuando Babs ya había muerto? Era demasiado tarde. Cuando contaba, Kate había estado demasiado ocupada como para visitar a la gente a la que amaba.

Igual que él había estado demasiado ocupado para darse cuenta de lo enferma que estaba Laura.

Observó a Kate. Su aparición en la isla iba a despertar una gran curiosidad. Llevaba ropa cara, un corte de pelo inmaculado y un maquillaje impecable. Pero sus ojos seguían siendo los mismos. Y miraban a su alrededor como los de un cachorro apaleado.

–¿Seguro que no quieres un poco? –insistió.

–Cuando te codeas con los famosos de Hollywood acabas obsesionándote con el peso –dijo ella, encogiéndose de hombros y dando un sorbo a su café–. ¡Está asqueroso!

Gideon sonrió.

–Es el peor café del mundo. Se ve que hacía tiempo que no lo probabas.

Kate dejó la taza en el plato y por primera vez sus ojos perdieron algo de tensión.

–¿Todavía eres el dueño del Quay Inn?

–Sí. Tenemos una estrella Michelín. De hecho, confiamos en ganar la segunda.

«Confiar» no era la palabra adecuada. Se estaba matando para conseguirla y en los últimos tiempos no tenía claro que valiera la pena. Se pasó la mano por el cuello.

–¡Es maravilloso!

–Sí –Gideon fijó la mirada en la mesa. Era maravilloso. Era lo que ambicionaba, el sueño que había compartido con Laura. Sin ella, no tenía el mismo sentido–. Laura y yo... Creíamos que era importante. Ahora...

Kate desvió la mirada.

Podía sentir la tristeza que emanaba de Gideon y tuvo la certeza de que estaría dispuesto a perderlo todo a cambio de recuperar a su mujer.

Ella conocía muy bien ese sentimiento.

Se hizo un prolongado silencio.

–¿Qué edad tienen tus niñas? –preguntó Kate finalmente, aunque prácticamente sabía la fecha de nacimiento de la mayor.

–Jemima, cinco.

Laura estaba embarazada y llena de vida la última vez que visitó la isla. Y verla le había resultado doloroso.

–Y Matilda tiene tres –acabó él en un susurro, al tiempo que inclinaba la cabeza.

Kate pensó que parecía soportar el peso del mundo sobre sus hombros.

–¡Qué nombres tan bonitos!

–Los eligió Laura. Yo debía elegir los de los chicos. Pensábamos tener un par más –se encogió de hombros y Kate pudo percibir su desconsuelo y cómo se esforzaba por recuperar el sosiego–. Pero no ha sido posible. ¿Tú no tienes hijos?

Kate se estremeció imperceptiblemente. Era una pregunta lógica. Llegaría a acostumbrarse a que se la hicieran.

–No, no tengo hijos.

Podría haber añadido que nunca los tendría. Que no podía.

Pero era incapaz de articular aquellas palabras. Como si temiera que al pronunciarlas fuera a convertirlas en realidad. Lo cual era completamente ilógico. Nada podía cambiar un diagnóstico médico. Jamás podría tener hijos.

–Supongo que estás dedicada a tu carrera y no tienes tiempo.

Kate esbozó una sonrisa que no iluminó sus ojos.

–Es cierto que estoy muy ocupada.

–¿Hay alguien especial en tu vida?

–La verdad es que no –Kate miró por el ventanal. «Lo había, pero ya no lo hay».

El interrogatorio no podía durar mucho. La isla estaba próxima. No había esperado encontrarse con Gideon.

Él la observó detenidamente.

–Debe de ser maravilloso haber alcanzado tu sueño.

¿Maravilloso? Kate tuvo que reprimir una carcajada. Desde fuera no se veían las interminables horas de espera para entrevistar a alguien que no deseaba ser entrevistado, o la desesperante tensión al recibir respuestas monosilábicas cuando en el trabajo estaban esperando declaraciones excitantes. Claro que también había buenos momentos. Aunque escasos.

Kate recorrió el borde de la taza con el dedo. Lo malo era que los buenos momentos no llenaban el vacío que sentía en su interior. Hacía tiempo que entrevistar a otra estrella de cine promocionando una nueva película había perdido todo interés para ella. Y mientras tanto, solo deseaba realizar otro sueño. Uno de un tipo completamente distinto y que jamás lograría alcanzar.

–He sido muy afortunada –se limitó a decir.

Gideon le dedicó una devastadora media sonrisa.

–La suerte hay que trabajársela. Yo lo sé bien. Para que el Quay Inn haya sido un éxito, he tenido que dedicarle muchas horas de mi vida. Y ha exigido muchos sacrificios.

–Pero a menudo hay un componente de azar en todo ello. La mayoría de mis oportunidades se han debido a que estaba en el lugar adecuado en el momento preciso –Kate miró de nuevo hacia el exterior y la alivió comprobar que estaban llegando. La tortura acabaría pronto.

–Siempre ayuda tener un poco de suerte –dijo Gideon. Una mujer con un chubasquero rojo se aproximó a ellos con la mirada fija en Kate–. ¿Puedo ayudarla?

La mujer esperó a que Kate alzara la vista antes de hablar.

–Siento molestarla, pero ¿es usted la señorita de la televisión, la que da la previsión del tiempo?

Kate estuvo a punto de reírse al ver la cara que puso Gideon, pero con una amable sonrisa, respondió:

–Mi sección es la de noticias de sociedad. Cotilleos de Hollywood.

Durante las dos semanas que había pasado en Londres se había ido acostumbrando a aquel tipo de escena. En Los Ángeles pasaba completamente inadvertida.

La mujer se volvió hacia una amiga que la esperaba junto a la puerta de salida y, con una sonrisa triunfal, asintió enérgicamente. A continuación, sacó del bolsillo un cuaderno y un bolígrafo.

–¿Le importaría darme su autógrafo? Le he dicho a Ivonne, mi amiga, que era usted. Siempre veo su sección. Ella también, pero no la reconocía. Yo soy una gran fisonomista.