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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Anne Mather. Todos los derechos reservados.

NOCHE DE AMOR ITALIANA, Nº 1547 - Noviembre 2013

Título original: In the Italian’s Bed

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3877-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Aquel hombre estaba de pie en la puerta de la galería Medici cuando Tess pasó con el coche por delante. Sólo le dirigió una breve mirada, pues estaba concentrada en mantener el coche de Ashley en el lado correcto de la carretera. Vio cómo la miraba mientras aparcaba el coche en el aparcamiento, que había detrás de la fila de cafés y tiendas elegantes que se extendían por el paseo marítimo de Porto San Michele. Se preguntaba si no estaría siendo una paranoica al imaginarse que había un cierto aire de hostilidad en la mirada de aquel hombre.

Intentó dejar de pensar en eso. Estaba imaginándose cosas. No estaba esperándola a ella. Además, no llegaba tarde. Bueno, sólo unos minutos. Dudaba que la puntualidad de Ashley fuera mucho mejor que la suya.

Había pocos coches en el aparcamiento a esas horas de la mañana. Tess había descubierto que las tiendas italianas rara vez abrían antes de las diez y tenían un horario muy flexible. Sus vecinos en el paseo, los de Ashley en realidad, rara vez se ajustaban a horas estrictas de apertura. Pero eran encantadores y muy serviciales, y Tess les estaba muy agradecida por sus consejos durante los tres días que llevaba sustituyendo a Ashley.

Mientras entraba en la galería por la puerta trasera, Tess deseaba haberse equivocado con respecto al hombre. Se apresuró por el pasillo que daba a la tienda y desconectó la alarma. Quizá fuera un amigo de Ashley. Quizá no sabía que ella estaba fuera. Tess miró hacia la ventana y vio su sombra en el cristal. Fuera quien fuera, iba a tener que enfrentarse a él.

Tras decidir que aquel hombre podría esperar unos minutos más, Tess regresó al pasillo y entró en la pequeña oficina que había a la derecha. Ahí era donde Ashley hacía todo el papeleo y llevaba todas las cuentas. También era donde se tomaba sus descansos. Tess miró ansiosa la cafetera vacía y deseó poder tener tiempo para rellenarla.

Pero al jefe de Ashley no le haría ninguna gracia si su tardanza se convertía en una costumbre, así que se miró en un pequeño espejo que había junto a la puerta y se dirigió a abrir la galería.

La puerta era de cristal pero, al contrario que las ventanas, tenía una reja de hierro. Tuvo la precaución de subir las persianas antes de abrir, de modo que pudo ver al visitante.

Era más alto que la mayoría de los italianos, y tenía los rasgos morenos. No era guapo, pero dudaba que cualquier mujer viese eso como una desventaja. Sus rasgos tenían una apariencia peligrosa, la cual era puramente sexual, una crueldad sofisticada que le produjo un escalofrío por la espalda.

Desde luego, se dio cuenta de que aquél era el tipo de hombre por el que Ashley se sentiría atraída, y supuso que su visita a la galería sería por un motivo más personal que comercial. Cuando Tess abrió la puerta, él la miró con una ceja levantada. Aquel gesto hizo a Tess querer volver a cerrar la puerta para demostrarle lo segura que estaba de sí misma.

Sin embargo forzó una sonrisa y dijo con el mejor italiano que pudo:

Buongiorno. Posso aiutare?

El hombre puso una cara como si ella hubiese dicho algo incorrecto, pero no la contradijo. Ni tampoco respondió inmediatamente. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó un vistazo al interior de la galería. Tess se preguntó en ese momento si se habría equivocado al asociarlo con Ashley pues, quizá, desearía una visita guiada.

¿Quién diablos era? Estaba segura de que no era un turista, y era una hora demasiado temprana para que fuera un coleccionista serio. Además, los cuadros que exponían difícilmente serían del gusto de un coleccionista.

Sabiendo que probablemente se equivocaba, Tess sospechó que aquel hombre no había ido allí para ver los cuadros. A pesar de su aparente interés, las duras líneas patricias de su perfil mostraban un desdén hacia ellos, o hacia ella. No sería fácil deshacerse de él, pero si Ashley estaba implicada, Tess no la envidiaba en absoluto.

Tess dudó un momento. No sabía si dejarlo que deambulara por ahí o volver a preguntarle si podía ayudarlo. Su elegante traje la hizo desear llevar otra cosa que no fuera aquella falda que le llegaba hasta los tobillos. Los tirantes de su top hicieron que se sintiera totalmente expuesta. En su lugar, Ashley habría llevado tacones y un traje elegante. Uno de lino, probablemente, con una falda que casi le llegara a la altura de las rodillas.

Entonces el hombre se giró para mirarla y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no darle la espalda. Tenía unos ojos dorados que la observaron con una negligencia estudiada. Tess se dio cuenta de que era más joven de lo que había imaginado en un principio, y de nuevo se sintió atraída por su magnetismo primitivo. Una arrogancia sensual innata que la hizo sentirse extrañamente débil.

–¿Señorita Daniels? –dijo él con suavidad, con casi ningún rastro de acento–. Es un gran... ¿cómo decirlo? Placer conocerla al fin. Debo decir que no la había imaginado así en absoluto. Pero, aun así, va usted a decirme dónde puedo encontrar a mi hijo.

¿Era una amenaza? Tess se sintió desconcertada por el tono de su voz, y al tiempo se dio cuenta de que había cometido un error. Debía de ser a Ashley a quien buscaba, no a ella. Pero aun así, ¿qué tendría que ver Ashley con su hijo? Ella estaba en Inglaterra cuidando a su madre.

–Me temo que se ha equivocado, signore –comenzó ella.

–No, señorita Daniels, es usted la que se equivoca. Sé que usted sabe dónde está Marco. Mi, mi investigatore los vio a los dos juntos subiendo a un avión.

–No, se equivoca.

–¿Por qué? ¿Porque está usted aquí? –dijo él chasqueando los dedos–. Compró billetes a Milán, pero debe de haberlos cambiado por Génova. Cuando el avión aterrizó en Malpensa, usted y Marco no estaban a bordo. Entonces no me quedó más remedio que venir aquí. Dé gracias de que la haya encontrado.

–Pero si yo no...

Prego?

–Quiero decir que no soy la señorita Daniels. Bueno, sí. Pero no soy la señorita Ashley Daniels. Ella es mi hermana.

–¿Es eso lo mejor que puede inventarse? –dijo el hombre con incredulidad.

–Es la verdad –dijo Tess indignada–. Mi nombre es Tess. Teresa, en realidad. Pero nadie me llama así.

El hombre la miró de arriba abajo con sus ojos de depredador.

–Es verdad –repitió ella al borde de la desesperación–. Puedo probarlo. Tengo el pasaporte aquí. ¿Es suficiente para usted?

–Déjeme ver.

Tess abrió los ojos con mirada desafiante, pero había algo en aquel hombre que la hizo darse prisa para entrar en la oficina a por su bolso. El pasaporte estaba en un bolsillo lateral. Lo sacó y, al darse la vuelta para volver a la tienda, vio que el hombre estaba detrás de ella. Con gesto desafiante, Tess le colocó el pasaporte en la mano.

Sintió algo de pánico al ver que el hombre bloqueaba su única salida. No sabía nada de él, al fin y al cabo. Sólo que, aparentemente, conocía a su hermana, y lo que sabía de ella no era nada bueno.

–Mire –dijo ella mientras él examinaba el pasaporte con detenimiento–. No sé quién es usted ni lo que quiere, pero no tiene ningún derecho a entrar aquí y acosarme, acusar a Ashley de... de...

–¿Secuestrar a mi hijo? –sugirió él mientras tiraba el pasaporte sobre el escritorio–. Attenzione, señorita Daniels –añadió retirándose su negra cabellera de la cara–. El hecho de que usted sea su hermana no cambia nada. Marco sigue desaparecido. Se marchó con su hermana. Por tanto, usted debe de tener alguna idea de dónde están.

–¡No! –dijo Tess sin saber lo que estaba diciendo aquel hombre–. Quiero decir que... sé dónde está Ashley. Está en casa de su madre en Inglaterra. Su madre está enferma. Ashley está cuidando de ella.

–¿Y por eso está usted aquí ocupando su puesto? –preguntó él sin cambiar de gesto.

–Sí. Yo soy profesora. Estaba de vacaciones. Por eso pude ayudarla.

–Está mintiendo, señorita Daniels. ¿Por qué no está usted cuidando de su madre? Acabo de leer en su pasaporte que vive usted en Inglaterra. Así que dígame por qué no está usted cuidando de ella en lugar de su hermana.

–No es mi madre. Mi padre se casó de nuevo después de que mi madre muriera. Creo que eso contesta a su pregunta. Siento mucho que su hijo haya desaparecido, pero eso no tiene nada que ver con nosotras.

–Se equivoca –dijo él. Parecía que no aceptaba su explicación, pero al menos se apartó un poco para dejarle algo de espacio. Tess caminó hacia la relativa seguridad de la tienda y él la siguió–. Diga lo que diga, su hermana no está cuidando de su madre enferma. Ella y Marco aún están en Italia. Él no lleva su pasaporte consigo, capisce?

Tess se cruzó de brazos, nerviosa, y notó cómo el corazón se le aceleraba en el pecho.

–Ha dicho usted que ella lo ha secuestrado –dijo ella–. Esa acusación es ridícula. Si, y es un gran si, mi hermana y su hijo están juntos, me temo que es asunto de ellos y no de usted.

Non credo –dijo él con desprecio–. Mi hijo tiene dieciséis años de edad, señorita Daniels. Aún va a la escuela, con gente joven de su edad, no se dedica a ir por el país detrás de su hermana.

Tess tragó saliva. ¡Dieciséis! No podía creerlo. Ashley no sería capaz de liarse con un chico de dieciséis años. La sola idea era absurda. Liada con el padre quizá, pero no con su hijo adolescente.

Además, recordó, aferrándose a lo que sabía y no a lo que sospechaba, que Ashley estaba en Inglaterra. Maldita sea, había hablado con ella dos noches antes. Por eso Tess estaba pasando parte de las vacaciones de Semana Santa en su puesto. Ashley no podía dejar la galería desatendida y había prometido que sólo serían unos días.

–Si no conoce a mi hermana, ¿cómo puede estar tan seguro de que tiene algo que ver? –preguntó ella, dándose cuenta de que no sería fácil hacerlo cambiar de idea. Al fin y al cabo Ashley podía no haber estado en Inglaterra cuando la había telefoneado. Podía haber usado su móvil. ¿Cómo podría estar segura?

–Creo que la vi una vez. Pero eso fue hace algunos meses, y he conocido a mucha gente desde entonces. En cualquier caso, la persona que la ha estado observando no puede haberse equivocado. Yo por desgracia he estado fuera del país, pero mi ayudante contactó con su hermana hace sólo una semana. Ella juró que hablaría con Marco y lo convencería de que no había ningún futuro en su... asociación. ¿Qué tiene? ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco? Demasiado para un chico de dieciséis.

–En realidad tiene veintiocho –dijo Tess apretando los labios. No sabía qué más decir, ni qué pensar. Pero, si era verdad, convendría con él. ¿Podría Ashley haberle mentido?

Se dio cuenta de que sí podía haberlo hecho. Y tenía que admitir que cuando Ashley le había pedido ayuda para ir a cuidar a su madre, no había sonado como algo típico de ella. La madre de Ashley, Andrea, nunca había sido una mujer particularmente fuerte, y desde la muerte del padre de ambas de un ataque al corazón hacía sólo un año, había sufrido de diferentes males de poca importancia. Tess suponía que ésa había sido la razón de que Ashley aceptara el trabajo en Italia. Cuidar de una madre, a la que le queda poco para ser una hipocondríaca, nunca había sido muy de su estilo.

Aun así, la situación no dejaba de ser increíble. Incluso Ashley tendría principios a la hora de no liarse con un chico de dieciséis años. Sólo había una manera de averiguarlo, y era llamar a la madre de Ashley. Pero a Tess le aterrorizaba la idea. Si Ashley estaba allí, parecería que no confiaba en ella.

–No sé qué decir –murmuró ella deslizando los dedos por los mechones de pelo rubio de su nuca. Se había cortado el pelo antes de ir, y no estaba convencida del todo de que el pelo corto fuera con ella. Esperaba que le diera madurez, pero tenía la sensación de que no había funcionado. Él la miraba como si no tuviera más edad que cualquiera de sus alumnos. ¿Qué diablos iba a hacer?

–Podría decirme dónde están –dijo el hombre–. Me imagino que sentirá usted lealtad hacia su hermana, pero también se dará cuenta de que esta situación no puede continuar.

–No sé dónde están –insistió Tess–. De verdad que no lo sé. Por lo que yo sé, y como ya he dicho antes, Ashley está en Inglaterra.

Bene, entonces puede usted telefonearla –dijo él, dando voz al pensamiento que ella había tenido minutos antes–. Si está con su madre le ofreceré a usted mis más sinceras disculpas.

–¿Y si no está?

Tess lo miró, incapaz de disimular su temor, y por un momento pensó que iba a ablandarse. Pero entonces él agregó:

–Usted está muy segura de que estará.

A Tess se le pasó por la cabeza que aquel hombre no podría hacer prisioneros. Sólo esperaba que Ashley hubiera pensado lo mismo antes de fugarse con su hijo.

Si es que se había fugado con su hijo, se recordó insistentemente. Sólo tenía la palabra de aquel hombre para aceptar aquello. Y aquello de su investigador. Pero cada vez se sentía más inclinada a pensar que lo que decía aquel hombre era verdad.

–Si... si está allí, ¿quién debo decir que pregunta por ella? –preguntó Tess, dándose cuenta de que había estado mirándolo durante más tiempo del necesario. En esas circunstancias, no sería muy positivo que aquel hombre pensara que la hermana de Ashley se sentía atraída por él.

Él dudó por un momento, mientras consideraba su pregunta.

–Dígale que es Castelli. El nombre le recordará algo, estoy seguro.

Tess supuso que sería cierto, aunque no se atrevió a especular lo que sería.

–De acuerdo –dijo ella–. La llamaré. Si me deja un número donde pueda localizarlo, le llamaré en cuanto hable con ella y le diré lo que ha dicho.

–Si es que dice algo –murmuró Castelli–. Pero quizá sería mejor que la llamase ahora, señorita Daniels. Yo esperaré mientras hace la llamada.

Tess se quedó sin aliento. Estaba decidido a salirse con la suya. Pero ya era demasiado.

–No puedo llamarla ahora –dijo ella sin dejarse intimidar–. La llamaré más tarde. Y ahora, si me disculpa, tengo trabajo que hacer.

–¿Ah, sí? –dijo echando un vistazo a la galería–. Pues no parece tener muchos clientes esta mañana.

–Mire, he dicho que llamaré a Ashley y lo haré. ¿No es suficiente para usted?

–Tiene miedo de hacer la llamada, señorita Daniels –dijo él con cierta impaciencia–. Tenga cuidado, o empezaré a pensar que me ha estado mintiendo desde el principio.

–Oh, por favor –dijo Tess visiblemente ofendida–. No tengo por qué aguantar esto. Yo no tengo la culpa si su hijo ha sido tan tonto como para liarse con una mujer mayor. Usted es su padre. ¿No es acaso su responsabilidad?

Por un momento se sintió aterrorizada. El hombre parecía un depredador, y ella esperaba a que se abalanzara. Pero de pronto sus labios se tornaron en una sonrisa descaradamente sensual.

Dio mio –dijo él–. La gatita tiene uñas.

Aquella analogía resultó curiosa. Era exactamente lo que ella había pensado de él, aunque se daba cuenta de que él no era un felino domesticado.

Y a pesar de su determinación para que él no se saliese con la suya, se encontró a sí misma disculpándose.

–Lo siento. No he debido hablarle así. No tiene nada que ver conmigo.

No, mi scusi, signorina. Tiene usted razón. No es su problema. Por desgracia mi hijo siempre ha sido un poco, ¿cómo dicen ustedes? ¿Cabezón? No debería haber dejado que mi enfado con él cayera sobre usted.

Tess se estremeció. Él suavizó su mirada y la hizo más gentil. La miró fijamente y ella sintió que se quedaba sin aire. Sintió un escalofrío que la dejó tremendamente vulnerable. ¿Qué le pasaba? Se estaba comportando como si nunca un hombre la hubiera mirado.

–No importa –dijo finalmente, pero él no lo dejó correr.

–Sí importa –dijo–. Soy un maleducado insensible y no debería haber puesto su sinceridad en duda. Si me da el número de su hermana, yo haré la llamada.

Tess tuvo que aguantarse un gemido. Justo cuando pensaba que lo peor había pasado, le decía aquello. La había reducido considerablemente con su mirada y en ese momento entraba a matar. No se había rendido. Sólo había cambiado de estrategia. Y no estaba segura de que ésa no hubiese sido su intención desde el principio.

Tess meneó la cabeza con gesto desesperado. ¿Cómo iba a darle el número? ¿Cómo iba a permitir que hablase con la madre de Ashley, si Ashley no estaba allí? A Andrea le daría algo si se enteraba de que su hija estaba desaparecida. Y si añadía que sospechaba que se había fugado con un chico de dieciséis años, Dios sabe cómo reaccionaría.

Concentrándose en el nudo de su corbata, Tess buscó una razón para no darle el número. Pero ya era suficientemente duro encontrar excusas para su reacción ante un extraño sin la carga añadida de su culpabilidad.

–No creo que ésa sea una buena idea –dijo deseando que alguien entrara en la galería–. La madre de Ashley no está bien. No me gustaría preocuparla.

–Señorita –dijo Castelli.

–Por favor, llámeme Tess.

–Tess, entonces –convino él, aunque a ella le resultó casi imposible reconocer su nombre en su lengua. Su acento extranjero le daba un tono extraño y melódico–. ¿Por qué mi llamada iba a preocuparla? No tengo intención de intimidar a nadie.

Pero sí que intimidaba. Estaba en sus genes, una arrogancia aristocrática que dominaba sus gestos. ¿Quién era? ¿Cuál sería su pasado? ¿Y qué pensaría su mujer de la situación? ¿Estaría ella tan en contra de la relación como él?

Por supuesto que lo estaría, se dijo Tess severamente mientras apartaba nuevamente la mirada del rostro de Castelli. Pero, si Marco era como su padre, podía entender la atracción de Ashley. Si se había sentido atraída hacia su hijo, lo comprendía.

–Yo... la señora Daniels no lo conoce –dijo ella con firmeza–. Y, si por casualidad, Ashley está fuera y contesta ella el teléfono, seguro que se preocupa.

–¿Por qué? –preguntó él invadiendo de nuevo su espacio con sus inquietantes ojos–. Vamos, Tess, sé sincera. Tienes miedo de que tu hermana no esté en casa de su madre. ¿Me equivoco?

–De acuerdo –dijo ella–. Admito que existe la posibilidad, una posibilidad muy pequeña, de que Ashley no esté en Inglaterra. Pero eso no significa que esté con Marco. Con su hijo. Puede que necesitara un descanso. Es Semana Santa, yo estaba disponible y...

–Eso no te lo crees ni tú –dijo él con suavidad mientras deslizaba una mano por la corbata con un gesto innegablemente sensual. La sensualidad era una parte de su esencia, como su cara intrigante y su poderoso cuerpo bajo el traje de Armani–. También pienso que estás siendo muy comprensiva. Espero que Ashley se dé cuenta de la personita tan leal que tiene en ti.

Fue la «personita» lo que la hizo saltar. Llevaba toda su vida intentando que la gente no la juzgase por su tamaño.

–De acuerdo –dijo ella con una rabia que le daba cierta seguridad–. La llamaré. Ahora. Pero si está allí...

–Encontraré la manera apropiada de recompensarte. Y si tu hermana es como tú, entonces entenderé por qué Marco la encuentra tan... atractiva.

–No me trate con condescendencia. Ashley no tiene nada que ver conmigo. Es alta y más... más... –¿cómo podría explicarle a él que tenía curvas?–. Ella es morena y yo soy rubia.

–Así que... una vez más te he ofendido, cara. Perdóname. Supongo que ser la hermana pequeña...

–No soy la pequeña –interrumpió Tess, preguntándose por qué habría imaginado que cortarse el pelo iba a ayudarla en algo–. Ya dije que mi padre se casó otra vez después de que mi madre muriera.

Non posso crederci! No puedo creerlo. Dijiste que tu hermana tenía veintiocho, ¿no?

–Yo tengo treinta y dos –dijo Tess brevemente, tratando de tener paciencia–. No se moleste en decir que no los aparento. Llevo los diez últimos años intentando convencer a la gente de que soy mayor que los críos a los que doy clase.

–La mayoría de las mujeres te envidiarían, Tess. Mi propia madre se gasta una fortuna en intentar conservar su juventud.

–Pero yo no soy la mayoría de las mujeres –contestó ella, dándose cuenta de que no hacía sino aplazar lo inevitable–. Y ahora, supongo que será mejor que haga la llamada.