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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Diplomacia de dormitorio, n.º 102 - febrero 2014

Título original: Bedroom Diplomacy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4047-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Rowena Tate intentó aferrarse a la poca paciencia que le quedaba mientras la secretaria de su padre, Margaret Wellington, le advertía:

–Me ha pedido que te diga que viene de camino.

–¿Y...? –preguntó ella, sabiendo que había algo más.

–Eso es todo –respondió Margaret.

–Mientes todavía peor que yo.

Margaret suspiró y luego añadió en tono comprensivo:

–Me ha pedido que te comportes lo mejor posible.

Rowena respiró hondo para calmarse.

Esa misma mañana, su padre le había informado por correo electrónico de que iba a llevar a un invitado a ver la guardería. Y le había exigido, no pedido, porque el gran senador Tate nunca pedía nada, que todo estuviese en orden. Le había sugerido, y no era la primera vez desde que Rowena había empezado a gestionar el proyecto favorito de su padre, que seguía siendo impulsiva, irresponsable e inepta. Etiquetas que, al parecer, su padre no iba a quitarle jamás.

Miró por la ventana a los niños que jugaban en el parque. Después de cinco días sin parar de llover, por fin lucía el sol y hacía una temperatura agradable, algo normal para el mes de febrero en el sur de California.

Aunque estuviera de mal humor, ver jugar a los niños siempre la hacía sonreír. No se había interesado por ellos hasta que había tenido a su hijo, Dylan. Y en esos momentos no podía imaginarse un trabajo que la hiciese sentirse más satisfecha.

–Nunca va a confiar en mí, ¿no?

–Te ha puesto al mando del centro.

–Sí, pero han pasado tres meses y sigue pendiente de todo lo que hago. A veces pienso que quiere que meta la pata para poder decirme que me lo advirtió.

–No es verdad. Tu padre te quiere, Row. Es solo que no sabe cómo demostrártelo.

Después de quince años trabajando como secretaria de su padre, Margaret era como de la familia, y una de las pocas personas que comprendían la complicada relación que había entre Rowena y el senador.

Margaret había estado con ellos desde que su madre, Amelia, había causado un increíble escándalo abandonando a su marido por el protegido de este.

Y la gente se preguntaba por qué estaba Rowena tan fastidiada.

«Estaba», se recordó a sí misma.

–¿Quién es esta vez? –le preguntó a Margaret.

–Un diplomático británico. No sé mucho de él, solo que quiere que tu padre respalde un tratado tecnológico con el Reino Unido. Y creo que tiene algún título nobiliario.

Seguro que al senador le encantaba eso.

–Gracias por la información.

–Buena suerte, cielo.

El timbre le anunció la llegada de su padre. Rowena suspiró y se levantó de la silla. Se quitó la bata manchada de pintura que se había puesto para la clase de plástica de esa mañana y la colgó en el armario. Luego atravesó la clase y el parque para ir a abrir la puerta, que siempre estaba cerrada con llave. No solo para que los niños no saliesen, sino también para que no entrase ningún extraño.

Su padre estaba al otro lado, vestido para ir a jugar al golf y con su sonrisa de político en el rostro. Rowena posó la mirada en el hombre que había a su lado.

Vaya.

Cuando Margaret le había hablado de un diplomático francés, se había imaginado a un señor calvo y estirado.

Aquel hombre tenía más o menos su edad, era rubio e iba peinado de manera estilosa. Sus ojos eran azules, tanto que parecía que llevase unas lentillas de colores, y estaban protegidos por unas pestañas tan espesas y oscuras que podían ser la envidia de cualquier mujer.

Tal vez tuviese algún título nobiliario, pero llevaba barba de tres días y tenía una cicatriz en la ceja izquierda, lo que le daba un aire atrevido. Era algo más alto que el senador, y delgado pero de constitución atlética.

La rebelde que había en Rowena pensó que tenía que ser suyo, pero la Rowena sensata, madura y adulta supo que los hombres así de atractivos siempre causaban problemas. Y, al mismo tiempo, mucha diversión. Hasta que conseguían lo que querían y se marchaban a otro lugar donde calentase más el sol. Eso era lo que le había ocurrido con el padre de su hijo.

Rowena marcó el código de seguridad y abrió la puerta para dejarlos pasar.

–Cariño, quiero presentarte a Colin Middlebury –le dijo su padre, que solo la llamaba «cariño» cuando quería dar una imagen de hombre familiar–. Colin, esta es mi hija, Rowena.

El hombre posó sus increíbles ojos en ella y sonrió con cierta petulancia. A ella, no obstante, se le aceleró el corazón.

–Señorita Tate –la saludó con voz suave–. Es un placer conocerla.

«El placer es mío», pensó Rowena. Miró a su padre y se dio cuenta de que le estaba advirtiendo con la mirada que se comportase bien.

–Bienvenido a Los Ángeles, señor Middlebu-ry.

–Por favor, llámame Colin –dijo él sonriendo y arqueando ligeramente una ceja.

Ella le dio la mano y notó un placentero cosquilleo.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre había hecho que se sintiese así.

–Colin se alojará aquí, en la mansión, mientras precisamos los detalles del tratado que voy a apoyar –le dijo su padre–. Dos o tres semanas.

Aquella solía ser la parte más tediosa de ser la hija de un político, tener que ejercer de perfecta anfitriona, pero con un invitado como Colin Middlebury...

Tal vez fuese un idiota, pero al menos era guapo.

Su padre miró hacia el parque.

–¿Dónde está mi nieto?

–Arriba, con el logopeda –respondió ella.

En la planta baja estaba la guardería y en la primera había todo tipo de equipos para realizar fisioterapia, terapia del lenguaje y terapia ocupacional. Así su hijo Dylan recibía los cuidados que necesitaba y ella podía estar al frente de la guardería sin interrupciones. Había sido idea de su padre, por supuesto. Solo quería lo mejor para su nieto.

–¿A qué hora termina? Me gustaría que Colin lo conociese.

Ella se miró el reloj.

–Dentro de media hora. Y no se le puede molestar.

–En otra ocasión –comentó Colin, que después le preguntó a Rowena–: ¿Vas a venir a cenar esta noche a Estavez?

A Rowena le habría apetecido, pero vio la expresión de su padre y respondió:

–Tal vez en otra ocasión.

–Colin –dijo su padre–, ven, voy a enseñarte el interior.

–Estupendo –respondió este.

–Empecé este proyecto hace dos años –le contó el senador con evidente orgullo.

No mencionó, no lo hacía nunca, que la idea había sido de Rowena.

–Eh, Row.

Rowena miró hacia el otro lado del parque y vio a Patricia Adams, subdirectora del centro y, además, su mejor amiga, que se abanicaba y ponía cara de emoción.

Pocos minutos después, su padre y Colin volvían a salir del edificio y, a juzgar por la cara de su padre, algo lo había enfadado.

–Alguien ha dejado pintura en el borde de una mesa y Colin se ha manchado los pantalones –le explicó.

Colin, por su parte, parecía estar tan tranquilo a pesar de la mancha de pintura rosa que llevaba en la pernera izquierda.

–No pasa nada, de verdad.

–Se limpia con agua –le dijo Rowena–. Estoy segura de que Betty, nuestra ama de llaves, se podrá ocupar de ello. No obstante, si no consigue salvarlos, yo le compraré otros.

–No será necesario –respondió Colin.

–Será mejor que te dejemos volver al trabajo –añadió su padre, volviendo a sonreír forzadamente–. Colin, ¿te importa si hablo un momento a solas con mi hija?

«Ya está», pensó ella.

–Por supuesto que no. Puedo volver solo a la casa.

Rowena siguió a su padre dentro del edificio y, una vez allí, este se giró y le dijo:

–Rowena, lo único que te pido cuando traigo a un invitado al centro es que todo esté limpio y presentable. ¿Tanto te habría costado limpiar la pintura? Colin pertenece a la realeza, es conde, y héroe de guerra. ¿Por qué has sido tan tosca con él?

Rowena pensó que si era un héroe de guerra, seguro que había vivido cosas mucho peores que una mancha de pintura en el pantalón, pero no lo dijo.

Como tantas otras veces, se tragó su orgullo y respondió:

–Lo siento, se nos ha debido de pasar al hacer la limpieza. Tendré más cuidado la próxima vez.

–Si es que hay una próxima vez. Si no eres capaz de encargarte de limpiar el centro, ¿cómo vas a cuidar de los niños?

–Lo siento –repitió ella.

–Después de todo lo que he hecho por Dylan y por ti... –comentó su padre sacudiendo la cabeza.

Y luego se marchó resoplando.

Ella se apoyó en la pared, enfadada y frustrada y, sí, también dolida, pero no derrotada.

–Eh, Row –dijo Tricia desde la puerta–. ¿Estás bien?

Ella respiró hondo, se irguió y se obligó a sonreír.

–No pasa nada.

–He oído lo que te ha dicho acerca de la pintura. Ha sido culpa mía. Le pedí a April que limpiase las mesas y se me olvidó comprobar que estuvieran todas limpias. Sé lo exigente que se pone cuando trae a alguien. Tenía que haber tenido más cuidado. Lo siento.

–Tricia, si no hubiese sido la pintura, habría sido otra cosa. Siempre encuentra algo.

–No está bien que te trate así.

–Le he hecho pasar muchas cosas.

–Has cambiado, Row. Has rehecho tu vida.

–Pero no habría podido hacerlo sin su ayuda. Ha hecho mucho por Dylan y por mí.

–Eso es lo que él quiere que pienses, pero no significa que pueda tratarte como si fueses su criada. Te las arreglarías bien sola.

Rowena quería creerlo, pero la última vez que había estado sola se había arruinado completamente la vida.

–Sabes que mi ofrecimiento sigue en pie. Si quieres venir con Dylan a pasar una temporada a casa...

Si se marchaba, no tendría el dinero necesario para hacer frente a los cuidados de Dylan y su padre tendría un motivo para quitarle al niño. Era una amenaza que le había hecho desde que Dylan había nacido y sabía que era capaz de llevarla adelante.

–No puedo, Tricia, pero muchas gracias.

Su falta de responsabilidad la había metido en el lío en el que estaba y tenía que salir de él sola.

 

 

A Colin nunca le había gustado hacer caso a los rumores. En las familias reales, los rumores se extendían como una plaga. Por eso, cuando había oído hablar de la hija del senador de manera poco justa y sin ningún respeto, había preferido esperar a conocerla. Era posible que se le hubiese escapado algo, pero a él le había parecido bien.

Aquella era su primera misión como diplomático y estaba en un lugar en el que no había pretendido estar en aquel momento de su vida, ni nunca, pero estaba intentando sacar el mayor partido de una situación desafortunada.

Le habían advertido que cuando uno trataba con políticos estadounidenses, en especial con alguien tan poderoso e influyente como el senador Tate, tenía que guardarse bien las espaldas. La familia real contaba con él para sacar adelante el tratado tecnológico, que era crucial tanto para el Reino Unido como para Estados Unidos.

En ambos países había habido importantes casos de piratería informática y telefónica y el tratado tecnológico daría a las autoridades internacionales las herramientas necesarias para hacer justicia con los culpables.

Gracias a la piratería informática, la prensa había desvelado que el presidente Morrow tenía una hija ilegítima, y lo había hecho durante la fiesta de inauguración de su propio mandato y delante de su familia, amigos y personas famosas. Aún peor, su supuesta hija, Ariella Winthrop, había estado a tan solo unos metros de él en el momento en que se había descubierto la noticia y a ella también la había pillado completamente por sorpresa.

Estados Unidos por fin quería negociar. Dependía de Colin que todo saliese bien.

Había recorrido la mitad del camino que llevaba a la mansión cuando el senador Tate lo alcanzó.

–Lo siento mucho –insistió este.

–De verdad que no pasa nada.

–No es ningún secreto que Rowena ha tenido problemas en el pasado –comentó el senador–, pero ha trabajado duro para superarlos.

No obstante, a Colin le parecía que el senador la ataba demasiado corto. Era una tontería disgustarse por una mancha de pintura.

–Todos hemos hecho cosas de las que no estamos orgullosos –respondió.

El senador guardó silencio unos segundos y después, con gesto preocupado, añadió:

–¿Puedo ser sincero contigo, Colin?

–Por supuesto.

–Tengo entendido que tienes fama de conquistador.

–¿De verdad?

–No pretendo utilizar eso contra ti –añadió el senador–. Tu vida no es asunto mío.

Colin no podía negar que había salido con muchas mujeres, pero no era ningún canalla. Nunca salía con ninguna sin antes dejarle claro que no iba a prometerle nada.

–Señor, yo creo que la gente exagera.

–Eres joven, estás en la flor de la vida, así que te entiendo.

Colin supo que el senador todavía no había terminado de hablar.

–En otras circunstancias, ni siquiera sacaría el tema, pero voy a acogerte en mi casa durante varios días y quiero dejarte claro que espero que cumplas determinadas normas.

¿Normas?

–Mi hija puede llegar a ser muy... impulsiva. En el pasado fue el blanco de hombres sin escrúpulos que pensaban que podían utilizarla para llegar a mí. O, simplemente, que podían utilizarla.

–Señor, le aseguro que...

El senador levantó una mano para hacerle callar.

–No es una acusación.

A Colin se lo había parecido.

–Dicho eso, debo insistir en que, mientras estés en mi casa, consideres a mi hija como algo prohibido.

No se podía ser más directo.

–¿Puedo confiar en ti, hijo?

–Por supuesto –respondió Colin, que no sabía si sentirse menospreciado o divertido, o si debía compadecer al senador–. Estoy aquí para trabajar en el tratado.

–Me alegro. Vamos a ponernos a trabajar.