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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Melissa Martinez McClone

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Innegable atracción, n.º 2538 - enero 2014

Título original: The Man Behind the Pinstripes

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4121-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

EL INCESANTE ladrido procedente del patio posterior de la mansión confirmó las sospechas de Caleb Fairchild. Su abuela estaba con los perros.

Masculló un juramento y apretó el botón del timbre. Una alegre sinfonía empezó a sonar, ahogando los ladridos. Ni Mozart ni Bach eran suficientes para Gertrude Fairchild, la mujer que había fundado una próspera empresa de cosmética y cuidados para la piel junto a su difunto marido en Boise, Idaho. Ella tenía que tener una pieza por encargo de un reputado compositor neoyorquino.

Caleb estaba allí para poner fin a esa loca fascinación por el mejor amigo del hombre. Era la única forma de salvar Fair Face, la empresa de la familia. La puerta de entrada se abrió. Una bocanada de aire frío le golpeó en la cara. El perfume de su abuela, siempre floral, estaba en todas partes.

La abuela...

Sus rizos cortos y blancos rebotaban en todas direcciones. Parecía que tenía cincuenta y siete años, en vez de setenta y siete.

–¡Caleb! He visto tu coche en las cámaras de seguridad, así que le he dicho a la señora Harrison que ya abría yo –las palabras salían de su boca a toda velocidad–. ¿Qué estás haciendo aquí? Tu asistente me dijo que no tenías tiempo libre esta semana. Es por eso que te mandé por correo las muestras de los productos caninos.

Caleb no esperaba que se alegrara tanto con su visita. Le dio un beso en la mejilla.

–Nunca estoy demasiado ocupado para ti.

Sus pupilas azules bailaron de alegría.

–Esto es toda una sorpresa.

Caleb sintió un sudor frío por la espalda. Era una pena no poder achacarlo a ese caluroso día de junio. Por muy profesional que quisiera parecer, a la abuela no le iba a gustar lo que tenía que decirle, pero se ajustó la corbata y la chaqueta del traje de todos modos.

–No he venido a hablarte como tu nieto. Tengo que hablar contigo como presidente de Fair Face.

–Oh, cariño. Yo te crié. Siempre vas a ser mi nieto.

Sus palabras le golpearon como un puño. Se lo debía todo a la abuela.

La anciana abrió aún más la puerta.

–Entra.

–Bonito sari.

La abuela posó un instante.

–Lo tenía olvidado en el armario.

Caleb entró en el vestíbulo.

–Hay que tener un poquito de Bollywood en el fondo del armario, ¿no? –le dijo.

–Claro –Gertie Fairchild cerró la puerta–. Vamos a charlar al patio.

Caleb miró a su alrededor. Algo había... cambiado. Las obras de arte, dignas de los mejores museos, estaban donde debían estar. Los juguetes de perro, tirados sobre el brillante suelo de parqué, estaban como nuevos. Pero lo que más esperaba ver no estaba en su lugar.

–¿Dónde están...?

–En el salón.

Fue hacia la esquina. Las replicas de los portaviones de la marina de los Estados Unidos, de casi un metro de alto, estaban metidas en una flamante vitrina de madera. Tocó la cubierta del USS Ronald Reagan. Familiar, reconfortante, hogar...

–He hecho algunos cambios por aquí –le dijo la abuela desde detrás–. Pensé que debían estar en un sitio mejor que no fuera el vestíbulo.

Caleb se volvió hacia ella.

–Al abuelo le hubiera encantado.

–Eso pensé yo también. ¿Has comido?

–Piqué algo durante el camino.

–Entonces tienes que tomar postre. Tengo tarta. La hice yo misma –puso su delgada y venosa mano sobre el brazo de Caleb–. De zanahoria, no de chocolate, pero está muy buena.

–Tomaré un poco antes de irme.

La anciana esbozó una sonrisa de satisfacción. Por lo menos uno de los dos era feliz.

Ya de vuelta en el vestíbulo, Caleb le dio una patada a una pelota de tenis.

–Es un milagro que no te rompas la cadera con todos estos juguetes de perro por ahí.

–Puede que sea vieja, pero todavía me siento ágil –la mirada de la abuela se suavizó. Se tocó el corazón–. Dios, cada vez que te veo, me recuerdas más y más a tu padre. Que Dios le tenga en su gloria.

El estómago de Caleb se retorció como si acabara de comerse unas cuantas alitas picantes de Búfalo. Se había esforzado mucho por no ser como su padre; un hombre que no había querido saber nada de la empresa familiar, que se había dedicado a despilfarrar el dinero... un hombre que había muerto en un violento accidente de lancha cerca de Cote d’Azur con su novia del momento.

La abuela le miró de arriba abajo.

–Pero tienes que dejar de vestirte como un forense.

–No empieces con eso de nuevo –Caleb levantó la barbilla y fue tras ella.

–A juzgar por las fotos que pones en Facebook, te vestiría como a un héroe de acción fornido y curtido, de esos que van sin camisa.

Pasaron por el comedor. Dos enormes lámparas de araña colgaban del techo justo por encima de la mesa de caoba con capacidad para veinte comensales.

–Eres un hombre guapo. Tienes que venderte mejor.

–Soy el presidente. Tengo una imagen profesional que mantener.

–No hay ninguna política corporativa que diga que tienes que llevar el pelo tan corto.

–Este corte me sienta bien, dada mi posición.

–Y los trajes son otro tema distinto. Esa corbata es demasiado sosa. El rojo es poder. Tenemos que ir de compras. Las chicas hoy en día buscan el pack completo. Eso incluye llevar un buen corte de pelo y vestir bien.

Caleb apretó los labios. Ir de compras con la abuela no podía ser un buen plan.

Entraron en la cocina. Había una cesta llena de fruta y una tarta sobre la encimera de mármol. Algo de comida se hacía lentamente al fuego. El aroma a albahaca llenaba la estancia. Todo era normal, pero la visita a casa no estaba siendo lo que esperaba en un principio.

–A las mujeres lo único que les importa es el saldo de mi cuenta bancaria.

–A algunas, no a todas –Gertie se detuvo y le apretó la mano, tal y como había hecho siempre–. Encontrarás a una mujer que te quiera como eres.

Iba a ser difícil, sobre todo porque no estaba buscando nada, pero eso no iba a decírselo a la abuela.

–Me gusta estar soltero.

–Bueno, pero tendrás que tener alguna aventurilla de vez en cuando, o amigas con derecho a roce.

Caleb se encogió por dentro.

–Ya veo que pasas demasiado tiempo en Facebook.

De repente se dio cuenta de algo. Hablar de sexo con la abuela debía de ser más fácil que hablar de los productos de cosmética para perro.

La anciana apoyó las manos en las caderas.

–Me gustaría tener nietos algún día, mientras todavía me queden fuerzas para tirarme en el suelo y jugar con ellos. ¿Por qué crees que diseñé esa línea de productos orgánicos para bebés?

–Todo el mundo en la empresa sabe que quieres nietos.

–Pues claro que sí, como cualquier señora mayor –levantó las palmas de las manos y sus pulseras de oro tintinearon–. Tu hermana y tú no tenéis ninguna prisa por darme nietos mientras estoy viva.

–¿Te imaginas a Courtney haciendo de mamá?

–Todavía tiene que crecer un poco –admitió la abuela.

Entró en la sala de estar, con sus enormes butacones de cuero y la televisión panorámica. Había tantos libros en las estanterías como para abrir una biblioteca.

–Aunque a ti tengo que reconocerte algo de mérito. Por lo menos le propusiste matrimonio a esa cazafortunas de Cassandra.

El aluvión de recuerdos tomó a Caleb por sorpresa. La había conocido durante una cena benéfica. Era lista, sexy como un demonio y sabía de qué hilos tenía que tirar para convertirse en el centro del mundo. Le había hecho sentirse como un guerrero, nada que ver con el empresario que era en realidad.

En un principio no tenía pensado casarse, pero ese ultimátum tan bien calculado le hizo morder el anzuelo. Le pidió matrimonio con un despampanante anillo de diamantes de tres quilates, pero el engaño no tardó en salir a la luz.

–La señorita cazafortunas no era tonta. Se negó a firmar el acuerdo prematrimonial que había sido acordado, engañándote, y contrató a un abogado para el divorcio antes de dar el «sí, quiero». No me extraña que te dé miedo salir con mujeres.

Caleb se puso erguido.

–No tengo miedo.

Era cierto, pero quería ser cauteloso.

Después de la negativa de Cassandra, tuvo que cancelar la boda y terminó con la relación. Ella le suplicó que le diera una segunda oportunidad, pero una investigación privada le salvó de tropezar dos veces con la misma piedra. La chica era una buscavidas, igual que su madre.

La abuela agitó los brazos en el aire, como si así pudiera ahuyentar las cosas malas del mundo. La luz se refractaba en sus tres anillos de diamantes, regalos de aniversario de su abuelo.

–No debería haber mencionado a esa diablesa.

Por lo menos él sí había salido ileso. Su padre, en cambio, había terminado con dos hijos a los que no quería.

La anciana salió al exterior por la puerta de la sala de estar. Caleb fue tras ella. También había hecho cambios en la terraza. Había una mesa nueva con dos sillas de madera a juego, una hamaca y tumbonas acolchadas.

El sol quemaba.

Caleb le sacó una silla a la anciana.

–Hace mucho calor. Déjame abrir la sombrilla.

La señora agarró un mando a distancia que estaba sobre la mesa.

–Lo tengo –apretó un botón y una sombrilla automatizada se abrió sobre ellos–. ¿Qué te parecen los productos para perro?

No se oía ni el canto de un pájaro. Incluso los grillos parecían estar durmiendo la siesta. Lo único que Caleb oía era el ladrido ocasional de un perro y la voz de su abuelo.

«Haz lo que hay que hacer. Por Fair Face. Por tu abuela».

¿A quién quería engañar? Hubiera preferido estar en su despacho, revisando informes de contabilidad. Hubiera preferido estar en cualquier otro sitio en ese momento.

–Unas muestras muy interesantes, con una textura y una fragancia agradables.

Gertie silbó.

–Y espera a ver lo que hacen.

Unos perros salieron corriendo de una esquina. Eran un borrón marrón, negro y gris. Se detuvieron frente a Gertie, jadeando y moviendo la cola.

–Mira qué suaves son –dijo, llena de orgullo, como si los animales también tuvieran sus genes.

Caleb apoyó las manos sobre la mesa. No quería tocar a ninguno de los animales.

–El pelo es suave si el perro está limpio.

–El de Dozer no.

Gertie recogió del suelo al perrito marrón. Tenía el ojo derecho cerrado y no se parecía en nada a esos carísimos perros de exhibición. Debía de haber sido rescatado de una perrera.

–Tenía el pelo seco y áspero... Alergias. Los animales tienen alergias, al igual que los humanos. Es por eso que las empresas tienen que usar ingredientes orgánicos y naturales. Nada de sustancias químicas ni de aditivos tóxicos. Mira cómo está Dozer ahora –miró al perrito como si fuera uno de sus nietos, a los que había criado desde niños.

Su padre los había dejado allí tras el abandono de su madre.

–Es por eso que he creado la nueva línea de Fair Face para animales.

Ignorando al perrito gris que tenía a los pies, Caleb levantó las manos.

–Fair Face no fabrica productos para animales.

La sonrisa de Gertie se mantuvo intacta.

–Todavía no, pero lo hará. He probado las fórmulas en mí misma y mi ayudante también. Las he usado con mis perros.

–No sabía que habías contratado ayuda.

–Se llama Becca. Te encantará.

Caleb no pudo evitar mostrarse escéptico. La mayoría de ayudantes solo iban a por el dinero. Tendría que averiguar unas cuantas cosas sobre esa tal Becca.

–Entiendes que Fair Face es una empresa de cuidados para la piel. La piel humana.

–Piel o pelo. Dos patas, dos piernas... El cambio y la renovación son importantes para una empresa.

–En este caso, no –debía tener cuidado para no herir los sentimientos de la abuela–. No contamos con muchos recursos ahora que estamos lanzando la nueva línea para bebés. No es el momento para asumir más riesgos.

Unas finas líneas de expresión se dibujaron alrededor de la boca de Gertie.

–Tu abuelo creó Fair Face asumiendo riesgos. A veces hay que hacer un pequeño esfuerzo.

–Pero, si nos esforzamos demasiado, podemos llegar a rompernos algo. Tengo mil ciento treinta y tres empleados que dependen de esta empresa para pagar sus facturas.

–Lo que te estoy pidiendo no es arriesgado. Las fórmulas están listas para ser fabricadas. Puedes poner en marcha un proyecto piloto de ventas y ya está.

–No es tan fácil, abuela. Fair Face es una multinacional. Nuestros productos tienen que pasar por un período de pruebas e investigación para evitar cualquier posible daño a la salud –las palabras salieron lentamente, desprovistas de emoción.

Su abuela era una mujer muy lista, y estaba acostumbrada a salirse con la suya. Si no tenía cuidado, acabaría fabricando los productos y llevándose un cachorro a casa.

–No pienso exponer a Fair Face al gasto que supone colocar un producto en un mercado nuevo y desconocido.

La abuela suspiró.

–A veces quisiera que hubiera algo más de tu padre en ti. Me gustaría que no fueras tan cuadriculado.

Caleb sintió que la tensión aumentaba por momentos.

–No es nada personal. No puedo permitirme ni un error, y tú deberías estar disfrutando de tu retiro, y no trabajando en el laboratorio con tus ayudantes.

–Soy química. Esto es lo que hago. No tuviste ningún problema con la línea de productos infantiles –le dijo Gertie, exasperada –. Ya entiendo lo que pasa. No te gustan los productos para perros.

–Yo no he dicho eso.

–Pero es cierto –le miró como si estuviera dispuesta a probar una hipótesis–. Tienes esa mirada, la mirada que ponías cuando decías que te daba igual si tu padre venía a casa por Navidad o no.

–Nunca le necesité aquí. Ya te tenía a ti y al abuelo –Caleb decidió probar con otra táctica. Acercó un poco la silla–. Recuerda el lema de marketing del abuelo...

–El rostro más bonito de todos...

–Esas palabras siguen marcando la filosofía de la empresa, cincuenta años después –Caleb se inclinó hacia ella, como si la cercanía pudiera suavizar el golpe–. Siento decirlo, pero los productos de perro, por muy naturales u orgánicos, o aromaterapéuticos que sean, no tienen sitio en una empresa como Fair Face.

–Pero sigue siendo mi empresa –dijo la abuela, enfatizando cada palabra con un tono firme.

–Lo sé, pero no solo depende de mí.

Un avión pasó por encima de ellos. El silencio se prolongó.

–Me reuní con los jefes de departamento antes de venir. Les enseñé las muestras. Hice cuentas, calculé márgenes.

–Y...

–Todo el mundo ha puesto grandes expectativas en la nueva línea infantil, pero están de acuerdo en que entrar en el ámbito de los productos para animales repercutirá en la imagen de la empresa y nos llevará a tener pérdidas que andarán entre el dos coma tres y el cinco coma siete por ciento.