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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Fiona Harper

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Un reto irresistible, n.º 2540 - febrero 2014

Título original: The Guy to Be Seen with

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4123-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Daniel siempre se quejaba de que su móvil sonaba en los momentos más inoportunos. Como ese. Justo cuando estaba sacando de su maceta una delicada venus atrapamoscas, con las manos llenas de raíces y tierra, vibró el bolsillo de sus pantalones. Como se negaba a asignarle un tono diferente a cada persona de su lista de contactos, el sonido de su viejo teléfono móvil no le dio ninguna pista sobre quién podía estar llamando.

En el pasado, lo habría ignorado, teniendo en cuenta que tenía una Dionaea Muscipula en las manos. Sin embargo, temía que pudiera ser su hermana pequeña para decirle que había vuelto a enfermar. O peor, que fuera un extraño para informarle de que le había pasado algo y hacía falta que él recogiera a sus hijos del colegio.

Con reticencia, se sacudió la tierra de la mano derecha, sostuvo la planta y sus raíces en la izquierda y buscó el móvil en su bolsillo. Mientras intentaba sujetar el aparato con la mejilla y el hombro, se sacudió en los pantalones un poco más de tierra.

–¿Sí?

El teléfono comenzó a deslizársele y, de prisa, tuvo que agarrarlo con la mano todavía sucia.

–¿Daniel Bradford? –preguntó una aterciopelada voz masculina que le resultó extremadamente molesta.

–Sí –contestó él, concentrado en volver a poner la planta dentro de su maceta antes de que le sacara esquejes sin querer antes de la cuenta.

–Bueno, Daniel, soy Doug Harley y ¡estás en directo en Radio Eros, la cadena de radio más romántica de Londres!

Daniel se enderezó y miró a su alrededor en el vivero tropical del Jardín Botánico Kew de Londres, buscando a los graciosos que le estaban gastando una broma. Al menos, las paredes de cristal hacían imposible que nadie pudiera esconderse por allí. En cuanto los encontrara, les daría su merecido.

Sin embargo, lo único que vio fue a un estudiante solitario de jardinería, llevando un carrito con semillas con los auriculares puestos, ajeno al mundo que lo rodeaba. El resto del lugar estaba en silencio.

–¿Daniel? –llamó la sedosa voz en su oreja.

Él se apartó el teléfono de la cara y lo miró, pensando en colgar sin más. No tenía tiempo para tonterías.

–¿Qué quieres? –le espetó Daniel al hombre, después de volver a llevarse el auricular a la oreja–. Estoy ocupado.

El supuesto Doug rio al otro lado de la línea, lo que le resultó más irritante todavía.

–No creo que estés ocupado para esto, Daniel. Te lo prometo.

Daniel apretó los dientes. El tono familiar con que le hablaba el locutor estaba poniéndole de los nervios.

–Demuéstralo.

De nuevo, el otro hombre rio. Debía de tratarse de una broma que Daniel no entendía.

–Seguro que sabes qué día es hoy, ¿verdad, Daniel?

Confuso, él arqueó una ceja. Era martes, ¿y qué?

Ah.

Maldiciendo para sus adentros, recordó la colección de sobres rosas y rojos que había tenido en su mesa cuando había llegado al trabajo esa mañana. Entonces, había meneado la cabeza y los había puesto a un lado, sin abrirlos, tratando de olvidarse de ellos. Era un maldito martes de mediados de febrero.

–¿Y sabes en qué año estamos?

Daniel dio un respingo. Debía de ser un maldito concurso radiofónico de una cadena desconocida. Estaba seguro de que no le interesaba el premio que aquel idiota pudiera ofrecerle. ¿Acaso no podía hacerle una pregunta mejor que en qué año estaban? Hasta su sobrino de cuatro años podía responder a esa pregunta.

–Claro, los años bisiestos son así –continuó diciendo el locutor con una voz perfectamente modulada y rio de nuevo–. Sabes que faltan un par de semanas para el veintinueve, pero tenemos una sorpresa de San Valentín para ti, Daniel. Hay una jovencita que quiere preguntarte algo.

Daniel bajó la vista a la planta que tenía en la mano. A pesar de que estaba fuera de su maceta, una mosca se acercó a ella, atraída por su dulce néctar. Voló alrededor de sus hojas, buscando dónde posarse.

–¿Dan? –dijo una voz femenina y suave que reconoció al instante.

Petrificado, Daniel no quiso ni pensar lo que se avecinaba.

–¿Georgia? –preguntó él al oír la voz de su novia. Sin poder evitarlo, sonó malhumorado y a la defensiva–. ¿Qué estás haciendo?

–Daniel... –balbuceó ella y tragó saliva–. Sé que lo has pasado mal hace poco y me ha gustado mucho poder estar a tu lado para apoyarte... pero las cosas han mejorado y creo que podríamos hacer una buena pareja.

Él se quedó boquiabierto, incapaz de hablar.

Quiso cerrar los ojos y bloquear el sonido que emitía el teléfono, pero estaba hipnotizado por cómo la mosca aterrizaba en el centro de la trampa de la planta carnívora. Meneó la cabeza, intentando advertir al insecto de que huyera.

–Por eso, Daniel, lo que estoy haciendo... –prosiguió la voz femenina, interrumpiéndose con una risita nerviosa–. Es pedirte que te cases conmigo.

En un solo y rápido movimiento, la planta cerró sus hojas sobre la mosca y apretó. Podía oírse el frenético movimiento del insecto, luchando por sobrevivir, mientras la planta apretaba más y más su cabeza.

Un terrible silencio cayó sobre él. Estaba solo en el vivero y la mosca había dejado de luchar. Parecía como si todo Londres estuviera conteniendo el aliento, esperando su respuesta.

–¿Es una broma, Georgia? –preguntó él con voz quebrada y tono de súplica.

La Georgia que él conocía no era así. Durante el año que habían salido juntos, le había parecido una mujer sin complicaciones y sin exigencias. Sin expectativas de matrimonio. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo era posible que, de pronto, le sacara el tema... y en la radio?

Una proposición de matrimonio era algo que debía hacerse en privado, a solas con la pareja, pensó y apretó los dientes para no exigirle una explicación en ese mismo instante. De pronto, estaba furioso con ella porque había cambiado las reglas de su relación sin avisarle.

El locutor de voz de seda rio de nuevo.

–Bueno, Georgia, parece que has dejado al pobre hombre sin palabras. ¿Qué dices, Daniel? ¿Vas a sacar a esta preciosa dama de su incertidumbre o qué?

¿Qué podía decir?, se preguntó Daniel.

Se imaginaba a Georgia allí sentada en la estación de radio, con miedo y una sonrisa para simular que todo iba bien, mientras el corazón se le aceleraba y los ojos se le llenaban de lágrimas.

Georgia era una mujer encantadora, sí. Era inteligente, decidida y sensible. Cualquier hombre tendría suerte de estar con ella. Debería responder que sí.

Pero no lo hizo.

No.

Daniel no pensaba volver a tropezar con esa piedra, por muy encantadora que fuera la mujer en cuestión.

Entonces, el sonido volvió a cobrar vida a su alrededor. El sistema automático de riego del invernadero de al lado, el crujido de una puerta, un avión sobrevolando el cielo camino a Heathrow. En ese momento, Daniel fue consciente de que podía haber cien mil orejas escuchando su conversación y comprendió lo pública y completa que podía ser la humillación de su novia si le daba la respuesta incorrecta.

Por desgracia, en lo que tenía que ver con Georgia y él, la respuesta incorrecta era lo correcto.

Él no la amaba. No estaba seguro de que pudiera amarla nunca. Y ella se merecía algo mejor. Con cuidado, sostuvo el auricular entre el hombro y la cabeza y volvió a dejar la planta carnívora, ya saciada, en su maceta.

Daniel debería haber intuido que su relación no podía seguir para siempre en el cómodo estado en que la habían mantenido durante un año. En ese mundo, las cosas o evolucionaban o decaían.

Había conocido a Georgia cuando Kelly había estado en medio de su tratamiento de quimioterapia. Ella le había ayudado a olvidar que su hermana pequeña podía no sobrevivir hasta Navidad y que su cuñado se había fugado con su entrenadora personal, dejando a Kelly sola con su diagnóstico de cáncer y dos hijos menores de cinco años. Si no hubiera sido por Georgia, habría ido a buscar al maldito Tim y le habría hecho tragar todas las plantas venenosas de su invernadero.

Daniel meneó la cabeza. La venus atrapamoscas estaba cerrada por completo. Ni siquiera podía verse la mosca que había dentro.

Debería haber sabido que, antes o después, Georgia se haría ilusiones, caviló. Ella no era la única culpable de la embarazosa situación en que se encontraban. Esperar casarse tampoco era nada horrible. Sin embargo, le estaba pidiendo algo que él no podía darle. Y había sido muy claro respecto a eso.

–Lo siento... –dijo Daniel, sintiéndose culpable por no haberse dado cuenta antes de las esperanzas que su novia albergaba–. Pero el plan no era casarnos. Creí que lo sabías... Eso era lo que hacía que nuestra relación fuera tan perfecta...

Daniel oyó la respiración de ella al otro lado de la línea. Deseó poder verla cara a cara para explicárselo en persona.

–Está bien –repuso ella, quitándole importancia.

Daniel se sintió como si lo hubiera coceado un caballo en el pecho. Meneó la cabeza. No, no estaba bien. Le estaba haciendo mucho daño, pero no podía aceptar el matrimonio para no lastimarla y dejar que ambos vivieran una mentira. Tenía que hacer lo mejor para Georgia, para ambos. Tenía que dejarla libre para que ella pudiera encontrar a alguien que la hiciera feliz.

–No puedo, Georgia. Tú sabes por qué no puedo decirte que sí.

Hubo un momento de silencio agobiante y, enseguida, el locutor empezó a hablar, con una risa nerviosa, tratando de suavizar las cosas. Daniel no oyó lo que decía. Ni siquiera se dio cuenta cuándo la música empezó a sonar en su oreja.

Se sintió como un gusano.

No, peor que eso. Al menos, los gusanos servían para algo y no hacían daño.

Entonces, agarró la planta carnívora en su maceta y la lanzó contra la pared de cristal. La maceta cayó al suelo, rota, con la planta.

Media docena de curiosos se quedaron mirándolo. Debían de estar pensando que el director de la zona tropical había perdido la cabeza.

O peor. Igual habían estado escuchando la radio.

Daniel cerró los ojos, se pasó la mano por el pelo y maldijo cuando se dio cuenta de que sus dedos todavía estaban cubiertos de tierra y abono.

Al abrir los ojos, comprobó que nadie se había movido. Seguían observándolo.

–¿Qué? –les gritó él.

Al momento, la multitud se disipó. Daniel solo quería que aquel maldito día acabara y poder seguir con su vida sin que nadie se fijara en él.

Cielos, odiaba el Día de San Valentín.

 

 

Daniel se quedó paralizado. Estaba agachado, con una Sarracenia en la mano. El sol atravesaba las paredes de cristal, calentándole la espalda. A su alrededor, había decenas de visitantes, admirando las plantas exóticas del invernadero Princesa de Gales, inaugurado hacía poco. Parecía un día normal de marzo.

Sin embargo, mientras estaba trabajando, se le erizaron los pelos de los brazos y del cuello.

Se puso en pie y miró a su alrededor. Estaba en un amplio invernadero, lleno de gente, a la vista de todos. Lo raro era que sentía como si alguien lo estuviera observando.

Su rechazo de la propuesta de Georgia en la radio había suscitado una reacción inesperada en los medios de comunicación. En el último mes, los paparazzi no habían dejado de molestarlo. Pero ese no había sido el único inconveniente de haber humillado en público a su exnovia. Lo peor era que le daba la sensación de estar siendo observado, juzgado.

Hasta que la enfermedad de su hermana lo había forzado a regresar a Inglaterra, le había encantado trabajar en la base que el Jardín Botánico Kew tenía en Madagascar. Le había gustado ser un cazador de semillas y buscar plantas exóticas para capturar su tesoro, tratando de dar con especies casi en extinción. Sin embargo, el bizarro interés de los medios de comunicación le hacía sentir una presa y no un cazador. Y era una sensación muy desagradable.

Cuando terminó de colocar la planta, empujó la puerta de la zona de Plantas Carnívoras para entrar en la Sala del Trópico, mucho más grande. Allí crecían las variedades amantes del calor y la humedad. Comprobó que varias plantas insectívoras estaban sanas y no tenían hongos.

Entonces fue cuando las oyó.

–¿Crees que se parece a Harrison Ford? –susurró una voz femenina–. No estoy segura. Se parece más a ese actor de la serie de espías de la BBC.

Paralizado, Daniel imaginó una muerte lenta para la reportera que, hacía semanas, lo había comparado con Indiana Jones, la leyenda del celuloide.

–No estoy segura –murmuró una segunda voz–. Pero tiene pinta de ser duro de pelar. ¿Has visto qué brazos tan musculosos tiene?

–¿Brazos? –replicó la otra con una risita–. Yo estaba ocupada contemplando su pequeño y apretado...

Con que eso era.

Estaba harto de que lo trataran como si fuera un pedazo de carne o un espécimen del zoo. Quizá, debería dejar de trabajar y sentarse entre las macetas, pues se había convertido en una atracción de feria, casi más que las propias plantas.

¿Cuándo iba a terminar todo? La prensa de Londres se había cebado con su historia con Georgia como perros de presa. Habían llenado con ellos columnas de cotilleos y discusiones en televisión, aunque ni Georgia ni él habían aceptado nunca ser entrevistados. Parecía como si la ciudad se hubiera dividido en dos bandos, uno le apoyaba a él y el otro, a ella.

En cuanto a la población femenina, parecía que hubiera abierto la veda para cazar al soltero recalcitrante. Desde que había dado su negativa a casarse en la radio, no habían dejado de aparecer en el botánico mujeres, solas o por parejas, con el único objetivo de observarlo. En la última semana, el acoso había ido disminuyendo y él había esperado que terminara pronto. Sin embargo, se había equivocado.

El problema no era que le molestara suscitar interés en el sexo opuesto. Eso le gustaba como a cualquiera. Lo malo era que se comportaban como si no hubieran escuchado su negativa en la radio, como si no supieran que no estaba disponible para amar o ir al altar. Era increíble. Y muy irritante.

–Voy a ir a pedirle un autógrafo –dijo una de las voces.

Daniel no podía seguir soportándolo. Se dio media vuelta y atravesó el pasillo hasta la exposición de plantas acuáticas, se metió en un pequeño túnel que conducía a otra sala, para tomar unas escaleras que llevaban a otro espacio de aquel laberinto de invernaderos. En menos de un minuto, llegó a un montículo, detrás de la zona de las orquídeas, desde donde podía observar a las dos mujeres sin ser visto. Podía haberse ido sin más para no verlas, pero prefirió dar la vuelta a la situación. Desde allí, contempló cómo ellas lo buscaban sin éxito.

Cuando pudo verlas con claridad, se le saltaron los ojos de las órbitas. ¡Tenían unos setenta años!

Daniel se hubiera reído de sí mismo si no hubiera sido porque, de nuevo, notó que estaba siendo observado. ¿Otra vez?, pensó.

Tuvo la tentación de darse media vuelta y cargar contra quien estuviera espiándolo. Pero, por desgracia, la ley impedía usar a los visitantes del botánico como comida para las plantas carnívoras.

Iba a tener que morderse la lengua e irse. De todas maneras, si aquel circo no terminaba pronto, tendría que encerrarse en la oficina y renunciar a merodear entre el público. Estar lejos de sus plantas era una idea que no le atraía nada, pues ya le había costado bastante renunciar a su puesto en Madagascar. Solo lo había hecho porque Kelly y sus hijos habían necesitado tenerlo cerca.

–¡Pero si es Indiana Jones! –exclamó una mujer–. ¿Dónde has dejado el látigo?

Cuando, sin levantar la vista, Daniel se giró se golpe, se topó con un par de tacones altos color rosa, con lazos de lunares. No debía de ser una pensionista, pensó. Subiendo la vista, se fijó en unas piernas esbeltas y bien torneadas y se le quitaron las ganas de salir corriendo. Luego, su mirada recorrió una falda de tubo negra, unas caderas generosas... y tragó saliva.

–Dime, ¿dónde está?

Entonces, él se dio cuenta de que seguía agachado. Levantó la vista a una blusa ajustada rosa y a unos labios de color rojo vivo.

–¿Qué? –dijo él, tragando saliva de nuevo. Tenía que dejar de mirarla babeando así, pensó.

Por suerte, sus piernas obedecieron y se puso en pie. Lo malo fue que, al mirarla desde arriba, le cautivó su impresionante escote.

–Dicen que has cambiado el látigo por unas tijeras de podar.

Daniel asintió con las tijeras de podar en la mano. La mujer era rubia platino, con el pelo ondulado.

–Es una pena –comentó ella y le tendió la mano.

Él se quedó embobado mirándole la mano, que tenía unas largas uñas rojas a juego con los labios. Entonces, se dio cuenta de que llevaba un distintivo con su nombre, a un lado de su poderoso escote.

–Chloe Michaels –se presentó ella, le tomó la mano y se la estrechó con fuerza–. Especialista en orquídeas y nueva en el botánico.

–Daniel Bradford –repuso él y se quedó sin saber qué hacer con la mano cuando ella se la soltó. Se la metió en el bolsillo.

–Ya lo sé –respondió ella con una sonrisa.

–Entonces has leído las revistas...

–Todo el mundo ha visto tus fotos en la prensa –afirmó ella, encogiéndose de hombros–. Pero yo sabía quién eras antes de eso. Tengo uno de tus libros en casa.

Daniel respiró aliviado. Al fin se topaba con una mujer que podía hablar de lo que a él le daba tranquilidad: plantas y horticultura.

–Encantado de conocerte.

Ella asintió con una amplia sonrisa.

–Los compañeros de la zona tropical me dijeron que podía encontrarte aquí y he venido a presentarme –señaló ella y se giró para irse.

Daniel no había estado preparado para el paisaje que se le presentó ante los ojos... La forma en que aquella falda se le ajustaba a un tentador trasero era demasiado peligrosa.

Cuando Chloe volvió la cabeza antes de salir de la sala, él levantó la vista a toda prisa. No lo había sorprendido mirando, ¿o sí?

–Por cierto, cuidado a las once en punto –dijo ella.

Daniel no tenía ni idea de a qué se refería, hasta que se hubo ido y un sonido en la pared de cristal lo sobresaltó. Allí estaban sus dos perseguidoras de la tercera edad, con las caras pegadas al cristal, sonriendo como tontas.

Diablos.

Entonces, dirigiéndose a la puerta, una de ellas sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo, señalándolo con ellos.

Daniel hizo lo que habría hecho cualquier hombre en su posición.

Salió corriendo.