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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Brenda Novak

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Acusación mortal, n.º 86 - mayo 2014

Título original: Dead Giveaway

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Publicado en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Romantic Stars y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4316-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

1

 

Cualquier cobarde puede luchar en una batalla cuando está seguro de ganar; pero dadme al hombre que tiene el coraje de luchar cuando está seguro de perder.

George Eliot (Mary Ann Evans)

Novelista inglesa, 1819-1880

 

 

No habían tenido intención de matarlo. Eso tendría que haber importado. Y probablemente así habría sido… en otra época y lugar. Pero estaban en Stillwater, Mississippi, y lo único más pequeño que el pueblo era la mente de las personas que vivían en él. No olvidaban ni perdonaban. Habían pasado diecinueve años desde la desaparición del reverendo Barker, pero seguían queriendo que alguien pagara por la pérdida de su adorado predicador.

Y tenían las miras puestas en Clay Montgomery desde el principio.

La suerte de él era que, sin un cuerpo, la policía no podía probar que había hecho nada. Pero eso no impedía que algunos curiosearan constantemente cerca de su granja, haciendo preguntas, insinuando escenarios e intentando armar el puzle del pasado con la esperanza de resolver el mayor misterio que habían tenido nunca en Stillwater.

Beth Ann Cole ahuecó su almohada y subió un brazo por encima de su cabeza.

—¿Crees que volverá algún día tu padrastro? —preguntó.

Clay sintió irritación a pesar de los hermosos ojos que lo miraban detrás de las pestañas doradas. Beth Ann casi nunca mencionaba el tema. Sabía que, si lo hacía, él la pondría en la puerta. Pero últimamente le había permitido ir mucho por su casa y empezaba a sobrevalorar lo que significaba para él.

Clay apartó las mantas sin contestar, pero ella le agarró del brazo antes de que pudiera salir de la cama.

—Espera, ¿qué pasa? ¿Ya hemos follado, ahora te largas? Tú no sueles ser tan egoísta.

—Hace un minuto no tenías quejas —gruñó él; miró por encima del hombro las marcas de uñas que ella le había dejado en la espalda.

Ella hizo un mohín.

—Quiero más.

—Tú siempre quieres más. De todo. Más de lo que estoy dispuesto a dar —Clay miró los delicados dedos blancos que agarraban su brazo más moreno. Normalmente, ella habría reconocido la señal de aviso y lo habría soltado, pero esa noche optó por mostrarse dolida.

—¿Cómo puedes utilizarme de este modo?

Su voz molestó a Clay más que de costumbre. Probablemente porque hacía poco que había tenido malas noticias. Allie McCormick, la hija del jefe de policía, había vuelto al pueblo y estaba haciendo preguntas.

Reprimió una maldición y se frotó las sienes para intentar frenar el comienzo de un dolor de cabeza.

—Clay, ¿alguna vez vamos a ir más allá de una relación física? —preguntó Beth Ann—. ¿El sexo es lo único que te interesa de mí?

Beth Ann tenía un cuerpo fantástico y en ocasiones lo usaba para conseguir lo que quería. Y Clay sabía que ahora lo quería a él. A menudo hacía mohínes o se mostraba cariñosa para intentar arrancarle una proposición de matrimonio. Pero él no la amaba y ella lo sabía, aunque quisiera fingir otra cosa. Él raramente hacía el primer movimiento, casi nunca la invitaba a salir y jamás le hacía promesas. Pagaba siempre que salían juntos, pero lo hacía por cortesía, no por amor. Ella iniciaba casi todos los contactos.

Recordó la primera vez que acudió a su puerta. Desde el día en que se trasladó al pueblo, casi dos años atrás, había flirteado con él en todas las ocasiones posibles. Trabajaba en la panadería del supermercado y hacía lo imposible por arrinconarlo en cuanto él cruzaba el umbral. Pero cuando él no cayó de inmediato a sus pies como todos los demás solteros de Stillwater, ella decidió convertirlo en un reto importante. Una noche, después de un breve encuentro en el supermercado durante el cual ella lanzó indirectas a las que él no hizo caso, se presentó en su casa ataviada con una gabardina… y nada debajo.

Sabía que él no podía ignorar eso. Y no lo había hecho. Pero al menos no se sentía culpable por ello. Beth Ann podía actuar como si fuera un villano sexual y ella una mujer generosa y entregada, pero después de conocer su apetito voraz en los últimos meses, Clay tenía sus dudas sobre quién daba más allí.

—Suéltame el brazo —dijo.

Ella parpadeó y obedeció.

—Pensaba que empezaba a importarte.

Clay se puso los vaqueros de espaldas a ella. El sexo lo relajaba, le ayudaba a dormir. Por eso había dejado que su relación con ella se prolongara tanto. Pero acababan de hacer el amor dos veces y se sentía más tenso que nunca. No podía dejar de pensar en la agente Allie McCormick. Su hermana Grace le había dicho que había sido inspectora de casos antiguos en Chicago y que era muy buena.

—¿Clay?

Beth Ann empezaba a ponerlo de los nervios.

—Creo que es hora de que dejemos de vernos —dijo, mientras sacaba una camiseta limpia.

Se giró y vio que ella lo miraba sorprendida.

—¿Cómo puedes decir eso? —gritó—. Te he hecho una pregunta. ¡Una! —soltó una risita que pretendía sugerir que él exageraba—. Estás muy tenso.

—Mi padrastro no es un tema del que quiera hablar.

Ella abrió la boca, pero pareció pensar mejor lo que iba a decir.

—Está bien, lo entiendo. Estoy cansada y no me he dado cuenta de que te molestaría el tema. Lo siento.

Clay hizo una mueca. Aunque intentaba dejar claro que no tenía intención de formar vínculos con nadie, ella empezaba a engancharse. Él no entendía cómo, pero era así.

Aquello tenía que cambiar. No estaba dispuesto a admitir que tenía un corazón, y mucho menos a abrírselo a alguien.

—Vístete, ¿vale?

—Clay, tú no quieres en serio que me vaya, ¿verdad?

Antes él la enviaba a casa en cuanto terminaban, para que no hubiera dudas sobre la naturaleza de su relación, pero las últimas veces que habían estado juntos, ella se había quedado dormida y le había permitido pasar la noche.

Había sido un error ablandarse.

—Tengo trabajo, Beth Ann.

—¿A la una de la mañana?

—Siempre.

—Vamos, Clay, deja de gruñir. Vuelve a la cama y te daré un masaje. Te lo debo por ese vestido que me has comprado.

Sonrió con aire seductor, pero con desesperación suficiente para que él sintiera los pelos de punta. Debería haberla despedido hacía un mes.

—No me debes nada. Olvídame y sé feliz.

Ella enarcó las cejas.

—Si quieres que sea feliz, eso significa que te importo.

Clay negó con la cabeza.

—A mí no me importa nadie.

Por el rostro de ella bajaron lágrimas y Clay se maldijo en silencio por no haber previsto aquello. Quizá había confiado demasiado en que Beth Ann no era una persona especialmente profunda. Pero en cualquier caso, se olvidaría de él en cuanto entrara otro hombre en el supermercado.

—¿Y tus hermanas? A ellas las quieres —dijo la joven—. Te dejarías matar por Grace, por Molly y hasta por Madeline.

Lo que había hecho por sus hermanas había sido demasiado poco y demasiado tarde. Pero Beth Ann no podría comprenderlo. Ella no sabía lo que había ocurrido aquella noche tantos años atrás. Nadie lo sabía, aparte de su madre y sus dos hermanas biológicas. Ni siquiera Madeline, la única hija biológica del reverendo Barker, tenía la menor idea de lo ocurrido. Vivía con ellos cuando sucedió, pero el destino quiso que pasara esa noche en casa de una amiga.

—Eso es distinto —dijo.

Hubo un silencio.

—Eres un imbécil, ¿lo sabes?

—Lo sé mejor que tú.

Ella se incorporó de rodillas.

—Me has estado utilizando, ¿no es así?

—No más que tú a mí —repuso él con calma, y empezó a ponerse las botas.

—Yo no te he utilizado. Quiero casarme contigo.

—Tú sólo quieres lo que no puedes tener.

—¡Eso no es verdad!

—Sabías dónde te metías desde el principio. Te lo advertí antes de que te quitaras la gabardina.

Ella miró a su alrededor, como sorprendida de aceptar que de verdad había terminado con ella.

—Pero yo creía… pensaba que por mí…

—Basta —dijo él.

—No, Clay —Beth Ann saltó de la cama y se acercó a él como si quisiera abrazarlo y no soltarlo.

Él levantó una mano para detenerla. Ni siquiera ver sus pechos plenos moviéndose encima de su estómago plano y piernas vigorosas le hizo cambiar de idea. Una parte de él quería vivir y amar como cualquier otro hombre. Tener una familia. Pero se sentía vacío por dentro. Muerto. Tan muerto como el hombre enterrado en su sótano.

—Lo siento —dijo.

Cuando ella vio el poco efecto que tenían sus súplicas, curvó el labio superior y sus ojos se endurecieron como brillantes esmeraldas.

—¡Hijo de perra! No te vas a salir con la tuya. Voy a… —lanzó un sollozo desesperado y corrió hacia la mesilla, donde levantó el teléfono.

Como era propensa al histrionismo, Clay supuso que tenía en mente algún jueguecito dramático, probablemente para hacer que uno de sus muchos admiradores fuera a recogerla, a pesar de que tenía el coche aparcado fuera. La observó con indiferencia. No le importaba que usara el teléfono siempre que se marchara inmediatamente después. Aquello era un golpe a su orgullo, no a su corazón, y no podía haber sido una sorpresa.

Pero ella marcó sólo tres números y al segundo siguiente gritó en la bocina:

—¡Socorro! ¡Policía! Clay Montgomery me quiere matar. Sé lo que le hizo al reve…

Clay cruzó la estancia en dos zancadas, le arrebató el teléfono y lo colgó con fuerza.

—¿Has perdido el juicio?

Ella jadeaba. Con los ojos brillantes y frenéticos y el pelo rubio rizado cayéndole en cascada por los hombros, parecía una bruja diabólica. Ya no estaba guapa.

—Espero que te metan en la cárcel —dijo en voz baja—. Espero que te encierren de por vida.

Tomó su ropa del suelo y salió corriendo al pasillo. Clay movió la cabeza. Ella no sabía que su deseo se había cumplido ya. Tal vez no estuviera en una cárcel física, pero estaba pagando el precio de lo que había ocurrido diecinueve años atrás… y lo pagaría toda la vida.

 

 

La agente Allie McCormick no entendió lo que decían en la radio de la policía. Aparcó el coche patrulla en un lateral de la carretera rural desierta que recorría en ese momento y preguntó:

—¿Qué has dicho?

La mujer de la radio tragó al fin lo que tenía en la boca.

—He dicho que acabo de recibir una llamada del 10682 de Old Barn Road.

Allie reconoció la dirección. La había visto en todos los informes del caso que había estudiado desde que unas semanas atrás se mudara a Stillwater y a casa de sus padres con su hija de seis años.

—Hay un posible homicidio en marcha.

—¿Homicidio?

—Es lo que ha dicho la que ha llamado.

Allie pensaba que podía haber habido un asesinato en esa propiedad años atrás… si el reverendo Barker no había desaparecido por voluntad propia. Pero nunca había habido pruebas.

Lo de esa noche seguramente sería una broma. Chicos que actuaban así por los rumores que habían circulado sobre Clay y su padrastro desaparecido.

—¿Has hablado con un hombre o una mujer?

—Una mujer. Y sonaba muy convincente. Estaba tan asustada que me ha costado entenderla. Luego se ha cortado la llamada.

A pesar de su escepticismo, Allie pensó que aquello no podía ser bueno.

—No estoy lejos. Puedo llegar allí en menos de cinco minutos —salió de nuevo a la carretera.

—¿Quieres que despierte a Hendricks para que te ayude?

El otro agente que estaba de guardia no era el mejor con el que había trabajado Allie, pero sería mejor que nada si había problemas.

—Puedes intentarlo. Seguro que está durmiendo en comisaría. Lo he visto hace una hora con la barbilla en el pecho y, una vez que se duerme, no lo despierta ni un terremoto.

—Puedo llamar a tu padre a casa.

—No. No lo molestes. Si no consigues que te oiga Hendricks, ya me encargo yo de esto.

Encendió las luces de cruce para advertir a otros vehículos que pudiera encontrar de que tenía prisa, pero no se molestó con la sirena. La encendería cuando se acercara a la granja, para hacer saber a la víctima asustada que había llegado ayuda. Hasta entonces, el ruido sólo conseguiría alterarle los nervios. No se sentía cómoda volviendo a ser policía de patrulla. Como inspectora en Chicago, había pasado los últimos siete años trabajando principalmente en un despacho. Pero el divorcio y el deseo de volver a casa para que su hija y ella estuvieran más cerca de la familia, la habían impulsado a hacer sacrificios. Volver a la calle era uno de ellos.

Empezó a llover. Había sido una primavera de mucha agua, pero ella lo prefería a la terrible humedad que les esperaba al acercarse junio.

Miró el asfalto delante del coche e ignoró el ruido rápido de los limpiaparabrisas, que sólo latían la mitad de deprisa que su corazón.

—¿Qué se propone, señor Montgomery? —murmuró.

No podía creerse que intentara de verdad matar a nadie. En Stillwater no había más violencia que alguna que otra pelea a puñetazos en el bar. Y Clay era un solitario. Pero, como todos los demás en el pueblo, se sentía nerviosa cerca de él. La desaparición del reverendo Barker, un incidente que ella recordaba claramente, era altamente sospechosa. Ella no creía que un hombre tan respetado, el líder espiritual de la comunidad, se hubiera largado sin decir nada a nadie, sin hacer las maletas y sin llevarse el dinero de su cuenta corriente. Nadie haría eso sin un buen motivo. ¿Y qué motivo podía tener Barker para abandonar su granja?

Si estuviera vivo, alguien habría tenido ya noticias suyas. Quedaba mucha familia suya en el pueblo: una esposa, una hija, dos hijastras, un hijastro, una hermana, un cuñado y dos sobrinos.

Su hija Madeline, que tenía treinta y cuatro años como Clay, uno más que Allie, estaba segura de que le había ocurrido algo. Pero Madeline estaba igual de segura de que su madrastra y hermanastros no habían tenido nada que ver con eso.

Era un misterio interesante. Misterio que Allie estaba decidida a resolver. Por ella misma. Por Madeline, a la que conocía desde siempre. Por el sobrino de Barker, Joe, que la presionaba para que resolviera el caso casi tanto como Madeline. Por todo el pueblo.

Al entrar en el camino de grava de la granja, se dio cuenta de que ésta tenía mucho mejor aspecto que cuando vivía allí el reverendo Barker. La chatarra que éste solía amontonar, electrodomésticos roñosos, neumáticos pinchados, trozos de metal y algunas otras cosas, había desaparecido. La casa y los edificios exteriores parecían en buen estado de reparación. Pero no tuvo tiempo de mirar mucho, pues estaba ocupada poniendo y quitando la sirena antes de parar el coche.

Dejó la luz del techo girando, saltó del coche y corrió a la puerta, pero se vio interceptada por una mujer que llevaba unos pantalones desabrochados en la cintura y sostenía una camisa y un bolso contra el pecho desnudo.

—¡Por fin! —gritó. Y corrió hacia Allie desde un lateral de la casa.

La mujer parecía estar sola, por lo que Allie relajó la mano que había acercado a la pistola y tendió el brazo para sostenerla. Era Beth Ann Cole, que trabajaba en la panadería del supermercado Piggly Wiggly. Allie la había visto varias veces. Beth Ann no era una persona fácil de olvidar. Principalmente, porque tenía una cara y un cuerpo que la gente admiraba. Alta, elegante y guapa como una modelo, tenía una piel sana resplandeciente, pelo largo rubio y ojos verdes y rasgados de gata.

—Dígame lo que ocurre.

Beth Ann empezó a llorar tan fuerte que no podía hablar.

—Procure controlarse, ¿vale? —Allie usó su voz de «poli» con la esperanza de cortar la casi histeria de la otra mujer, y pareció funcionar.

—Tengo… frío —consiguió decir, mirando hacia la casa como si tuviera miedo de que Clay saliera tras ella—. ¿Podemos sentarnos en su coche?

—Por supuesto.

Allie no oía ni veía nada que la amenazara, pero no quería acercarse a Clay hasta que no supiera lo que sucedía exactamente. Nunca había conocido a un hombre tan inexpresivo. Había ido al instituto con él y, por supuesto, se había fijado en su atractivo, pero nunca había intimado con él. Nadie intimaba. Ya entonces él dejaba claro que no le interesaba nada hacer amigos.

Si esperaba, quizá llegaran sus refuerzos.

Ayudó a Beth Ann a subir al asiento del acompañante y se sentó al volante. Apagó las luces y observó a la otra mujer lo mejor que pudo en la oscuridad. Cuando llegó ella con el coche, se había encendido una pequeña luz pegada al granero, que mostraba el maquillaje estropeado de Beth Ann; pero se activaba por sensor y eligió aquel momento para apagarse. Y Allie no quería encender la luz del interior del coche hasta que la otra joven estuviera completamente vestida.

—Respire hondo —dijo.

Beth Ann se pasó una mano por la cara, pero siguió llorando, por lo que Allie empezó por una pregunta sencilla con intención de calmarla.

—¿Cómo ha llegado aquí?

—Con mi coche —Beth Ann señaló un Toyota verde situado no lejos de donde había aparcado Allie—. Es ése de ahí.

—¿Tiene las llaves?

Ella asintió.

—En mi bolso.

¿Había podido agarrar el bolso a pesar de su desesperación por escapar?

—¿A qué hora ha llegado aquí?

—Sobre las diez.

—¿Ha sido usted la que nos ha llamado?

—Sí, es un… animal —repuso Beth Ann. Empezó a sollozar de nuevo, pero habló entre sollozos—. Él mató a ese… reverendo… del que siempre hablan todos. Al hombre… que desapareció… hace tanto tiempo.

Allie sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Beth Ann hablaba con seguridad, como si no tuviera dudas. Y sus palabras apoyaban la opinión de la mayoría.

—¿Cómo lo sabe?

Beth Ann se balanceaba adelante y atrás, cubriéndose todavía con la camisa pero sin hacer ningún intento por ponérsela.

—Me lo ha dicho él. Ha dicho que, si no me callaba, me golpearía hasta convertirme en una papilla sanguinolienta, como hizo con su padrastro.

Físicamente al menos, Clay era capaz de golpear a casi cualquiera. Con más de un metro noventa de estatura, tenía un cuerpo musculoso y los hombros más anchos que había visto Allie. Las largas horas de trabajo en la granja lo mantenían en forma.

Pero a los dieciséis años no era muy grande. Era un chico alto y desgarbado de pelo negro y ojos azul cobalto. Cuando no era consciente de que lo miraban, en ocasiones parecía perdido, pero resistía firmemente cualquier intento de amabilidad.

—¿Ha explicado cómo mató a su padrastro? —preguntó.

—Ya se lo he dicho. Lo… lo golpeó —Beth Ann se puso por fin la camisa, para alivio de Allie, a la que no le gustaba tener su pecho desnudo tan cerca sabiendo que probablemente acababa de salir de la cama de Clay. En Stillwater había poco lugar para el anonimato.

—¿Quiere decir que mató al reverendo Barker con sus propias manos? ¿A los dieciséis años? —Allie encendió la luz del interior del coche para poder observar la expresión de la otra mujer; pero las nubes de tormenta cubrían la luna y la luz interior era demasiado tenue para desvanecer todas las sombras.

—Es fuerte. No tiene ni idea de lo fuerte que es.

Allie conocía la reputación de Clay. Había batido unos cuantos récords de levantamiento de pesas en el instituto. Pero eso había sido el último año, no el segundo.

—En aquel entonces no pesaba más de setenta kilos —señaló con escepticismo.

Hubo un silencio.

—Oh, creo que usó un bate —dijo luego Beth Ann—. Sí, usó un bate.

Algo no iba bien en aquella entrevista, pero Allie intentó prolongarla un poco más, en un esfuerzo por evitar decisiones precipitadas que pudieran sabotear el caso. Si la otra mujer decía la verdad, cosa que dudaba cada vez más, ¿qué podía haberle hecho el reverendo Barker a Clay para provocar esa reacción? ¿Era demasiado estricto, demasiado disciplinado?

Aquello era posible. Allie recordaba a Barker como un predicador fanático y Clay nunca había sido puritano. Nunca le habían faltado chicas dispuestas a hacer lo que él quisiera, y se había metido en algunas peleas. Pero era amable con su madre y sus hermanas. Y, hasta donde ella sabía, no había tenido problemas con el alcohol ni las drogas.

—La policía nunca encontró un arma homicida —dijo, con la esperanza de extraerle más información a Beth Ann.

—Seguramente se libraría de ella.

—¿Le ha dicho que usó un bate?

Beth Ann miró a la casa.

—No. Pero tuvo que hacerlo.

Allie suspiró.

—¿Cuándo le hizo Clay esa confesión?

—Ha… hace unas semanas.

—¿Se lo ha dicho a alguien?

—No.

La lluvia empezó a caer con más fuerza, golpeando el capó del coche y haciendo que el aire oliera a vegetación húmeda.

—¿A su madre o a su padre? ¿A algún amigo?

—No se lo he dicho a nadie. Tenía miedo de él.

—Entiendo —dijo Allie. Pero no era cierto. Beth Ann no había demostrado ningún miedo de Clay cuando los había visto juntos en la iglesia el domingo anterior. Al contrario, ella lo tocaba a la menor oportunidad y se aferraba a él como una lapa a pesar de que él intentaba apartarla—. Y esta noche ha venido aquí aunque le tiene miedo porque… —dejó en el aire la frase.

—Estoy enamorada de él.

—Pero…

—¡Me ha atacado!

—¿Qué ha provocado el ataque?

—Hemos… tenido una discusión.

Allie no dijo nada, sino que se limitó a esperar a que Beth Ann continuara. Generalmente, la gente hablaba cuando se prolongaba el silencio en una conversación y a menudo revelaba más de lo que era su intención. A veces era el mejor modo de llegar a la verdad.

—Le… he dicho que estaba embarazada —Beth Ann se secó una lágrima—. Ha insistido en que abortara. Me he negado y ha empezado a pegarme.

Era difícil ver bien en el tenue brillo de la luz interior, pero en la cara de la otra mujer, Allie no veía otra cosa que el maquillaje corrido. Desde luego, no había sangre. Y ella estaba más tranquila al contar esa parte de la historia, que debería haber evocado más emotividad, no menos.

—¿Dónde?

—En la casa.

—No. Quiero decir dónde le ha pegado.

Beth Ann hizo un gesto vago con las manos.

—Por todas partes. Quería matarme.

Allie carraspeó. No sabía qué pensar de Clay Montgomery, pero él había estado muy callado en las dos últimas décadas y dudaba de que divulgara su culpabilidad de un crimen capital a una persona como Beth Ann y luego le permitiera ir corriendo a la policía. Además, si hubiera querido hacerle daño, ella no estaría sentada sana y salva nada menos que en la puerta de su casa. Beth Ann había admitido que tenía allí el coche y las llaves y, sin embargo, había elegido esperar allí a la policía en lugar de alejarse del peligro.

—¿Cómo ha conseguido escapar de él?

—No lo sé. Está todo borroso.

Allie apretó los labios. Al parecer, lo único claro allí era la confesión de Clay.

Tomó la libreta que guardaba en el coche y anotó las palabras exactas de Beth Ann.

—Quédese aquí. Quiero oír lo que tiene que decir el señor Montgomery. Después de eso, puede seguirme al pueblo para darme una declaración jurada. A menos que crea que tiene que ir antes al hospital.

Beth Ann ignoró la sugerencia del hospital.

—¿Una declaración jurada?

—Un intento de asesinato no es un delito menor, señorita Cole. Querrá que el fiscal presente cargos, ¿no es así?

Beth Ann se metió el pelo detrás de las orejas.

—Creo que sí.

—Me ha dicho que la ha atacado, que ha intentado matarla.

—Es verdad. ¿Ve esto? —Beth Ann mostró el brazo.

Allie vio heridas superficiales que parecían marcas de uñas. Difícilmente el tipo de daño que ella esperaría que infligiera Clay. En una pelea, el hombre casi siempre apuntaba a la cara o el estómago. Pero su deber era documentar la herida, por si acaso.

—Haremos una foto de eso. ¿Tiene algún otro arañazo, corte o moratón?

—No.

—¿Y cuántas veces dice que la ha golpeado?

—Supongo que no me ha dado muy fuerte —repuso Beth Ann, que se retractaba así de lo que había dicho antes—. Me rozó con las uñas cuando intentaba escapar. Me asustó más de lo que me dolió.

Un arañazo accidental estaba muy alejado de un intento de asesinato.

—¿Y su confesión? —preguntó Allie—. ¿Eso lo recuerda bien?

—Sí, por supuesto.

Allie también tenía sus dudas en ese punto.

—¿Lo jurará así?

Beth Ann miró la casa.

—¿Irá a la cárcel si lo hago?

—¿Le haría feliz que fuera?

—A mí y a casi todo el pueblo.

Allie vaciló antes de contestar.

—Si lo que dice es cierto, la cárcel es una posibilidad. Pero habría que corroborar su historia. ¿Puede darnos alguna prueba?

—¿Por ejemplo?

—¿El lugar donde está el cuerpo del reverendo Barker? ¿El lugar donde está su coche? ¿El arma homicida? ¿Una cinta con la confesión?

—No. Pero Clay me dijo que lo mató él. Lo oí yo con estos oídos.

Allie no la creía. Tampoco creía que la hubieran atacado. Pero como era lo bastante lista para mostrarse cautelosa, llamó por radio para ver si su refuerzo estaba en camino.

—No he podido localizar a Hendricks —le dijo la operadora—. ¿Seguro que no quieres que despierte a tu padre?

Allie apagó la luz interior y miró la granja tranquila. El único peligro que parecía correr era el de empaparse.

—No, ya me ocupo yo. Si no tienes noticias mías en quince minutos, despierta a alguien.

—Entendido.

Allie salió del coche.

—Quédese aquí y cierre la puerta.

—¿Qué le va a decir a Clay?

—Exactamente lo que me ha dicho usted.

Beth Ann le impidió cerrar la puerta.

—¿Por qué? Lo negará todo. Y no se puede confiar en alguien de su reputación.

Allie no contestó. Sabía que habría mucha gente dispuesta a encerrar a Clay basándose en una declaración tan endeble. Pero ella no era una de ellos. Ella quería la verdad. Y pensaba utilizar toda su experiencia en resolver casos para averiguarla.