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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Gina Wilkins

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Trampa para un hombre, n.º 2024 - agosto 2014

Título original: A Match for the Single Dad

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4610-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Se negará. Papá siempre se niega.

La voz de Kristina McHale, una niña de casi once años, sonó triste. Su familia y sus amigos la llamaban Kix por culpa de su hermana mayor, Payton, que en su más tierna infancia la llamaba así porque no pronunciaba bien su nombre.

Y fue precisamente Payton quien, en la sabiduría que le concedían sus trece años de edad, sacudió la mano de forma desdeñosa y dijo:

—No te preocupes por eso; seguro que lo convencemos. ¿No se está quejando siempre porque no hacemos cosas juntos? Pasar una semana en una cabaña sería hacer cosas juntos, ¿no? Además, esa semana es tu cumpleaños y se celebra el Cuatro de Julio. No se negará. No se puede negar.

—Encontrará la forma de negarse —insistió Kix.

Payton suspiró.

—Bueno, no perdemos nada por decírselo. De hecho, se lo deberías decir tú... Ponle una de tus caras, ya sabes, la de perrito abandonado. Yo me comportaré como si me pareciera una idea estúpida; así no sabrá que estamos conchabadas.

—¿Conchabadas? ¿Qué significa eso?

—Que nos hemos puesto de acuerdo —explicó, pacientemente.

—Ah...

Kix abrió mucho sus grandes ojos azules, imitando la expresión que su hermana le había pedido que pusiera.

—¿Está bien así? —le preguntó.

Payton la miró detenidamente y se encogió de hombros.

—No esta mal, pero...

—¿Pero?

—Baja un poco la barbilla y pon morritos —contestó—. Si puedes hacer que te tiemblen los labios, será perfecto.

Kix obedeció a Payton.

—¿Qué te parece ahora?

—Mucho mejor. No se podrá resistir... Y cuando lo tengamos en la cabaña, nos aseguraremos de que pase tiempo con ella.

—¿Cómo lo vamos a conseguir?

Payton se apartó un mechón rubio de la cara y volvió a suspirar.

—No tengo soluciones para todo. Ya se nos ocurrirá algo, Kix.

—Está bien...

Payton empezó a caminar por el dormitorio.

—Estoy segura de que, cuando papá pase más tiempo con Maggie, le pedirá que salga con él. Siempre sonríe cuando ella está cerca.

La pecosa y pelirroja Kix, que se había sentado en la cama, asintió con entusiasmo.

—Maggie le gustará. Estaría loco si no le gustara.

—Bueno... ya sabes cómo es papá.

Kix soltó una risita.

—Pero quién sabe —continuó Payton—. Puede que por fin haga algo correcto y la invite a salir. De esa manera, habrá alguien a su lado para decirle que nos deje de tratar como si fuéramos tontas. Maggie siempre está muy guapa. Te apuesto lo que quieras a que convencerá a papá y a la abuela para que nos dejen ponernos pendientes, maquillaje y ropa estupenda... o, por lo menos, para que me dejen a mí.

—¡Eh! —protestó Kix.

—Bueno, bueno... A ti también —le concedió su hermana—. Y seguro que Maggie se pone de nuestro lado en otras cosas.

—Ojalá...

—Entonces, ¿trato hecho?

—Trato hecho.

—Esta noche, cuando estemos cenando, hablarás con él y le dirás dónde quieres pasar la semana de tu cumpleaños.

Las dos hermanas se miraron y se estrecharon la mano para cerrar el acuerdo.

 

 

Un domingo de junio, a primera hora de la mañana, Maggie Bell se sentó en un banco de madera del hotel Bell Resort and Marina. El sol se reflejaba en la superficie del lago Livingston y veteaba sus aguas con destellos dorados y plateados. A pesar de ser temprano, hacía calor; a fin de cuentas, estaba en el sudeste de Texas. Pero se encontraba perfectamente cómoda con sus sandalias y su vestido amarillo, sin mangas.

A poca distancia, un grupo de personas estaban cantado Amazing Grace, y no lo hacían del todo mal. El coro de los domingos era una vieja tradición en el establecimiento de la familia de Maggie; cualquiera de los clientes del hotel y de los habitantes de la zona podía participar. Y la asistencia había mejorado bastante desde que el atractivo y encantador Jasper se encargaba de dirigirlo.

De cabello dorado y ojos azules, Jasper Bettencourt, al que sus amigos llamaban Jay, había sido un adolescente rebelde que terminó por escaparse de casa de sus padres. Todos se habían llevado una sorpresa cuando volvió al pueblo y descubrieron que no solo se había convertido en un cantante con talento, sino también en un hombre maravilloso.

Jay cuidaba de los ancianos, prestaba servicios a la comunidad y, por supuesto, dirigía el coro todos los domingos, acompañado a la guitarra por su amigo Garrett McHale.

Maggie había escuchado tantas veces sus canciones que se las sabía todas; pero no se había sentado en el largo banco de madera para oír al coro o cantar con ellos, sino para observar al guitarrista.

Vestido con una camisa verde y unos pantalones de color caqui, el alto y esbelto Garrett parecía lo que era, un antiguo oficial de las Fuerzas Aéreas. Tenía ojos de color azul grisáceo, como el cielo del amanecer. Su pelo era de color castaño, muy corto, con unas cuantas canas en las sienes. Su postura era impecable y sus movimientos, tan eficaces como perfectamente calculados.

Garrett McHale, quien también se había criado en la zona, se había alistado en el Ejército más o menos por la misma época en la que su amigo se escapó de casa. Quizás no fuera tan impresionantemente guapo como Jay, pero Maggie siempre se había sentido atraído por él. Y aunque tuviera diez u once años más que ella, que solo tenía veintisiete, la diferencia de edad no le parecía relevante.

Pero Garrett era padre soltero de dos niñas que ya habían llegado a la pubertad, lo cual complicaba las cosas.

Giró la cabeza y clavó la mirada en la rubia Payton y la pelirroja Kix, que siempre se sentaban cerca de su padre cuando tocaba en el coro. Maggie las conocía bien porque, unos meses antes, les había dado lecciones de tenis en el club de campo de la localidad. No es que fuera una profesional del tenis, pero el propietario del club era amigo de su familia y, como ella jugaba bien, le había ofrecido un trabajo temporal para sustituir al profesor, que estaba enfermo.

Poco después, Garrett empezó a tocar con su amigo Jay en el coro, así que Maggie veía a las dos niñas con frecuencia. Eran dos niñas maravillosas, pero también muy rebeldes. Y no se imaginaba siendo responsable de ellas.

En cuanto los integrantes del coro terminaron de cantar, Garrett guardó su guitarra acústica en la funda; pero Payton y Kix no se levantaron para hablar con él, sino para acercarse a Maggie y explicarle todo lo que les había pasado desde el domingo anterior.

—Le pedí a papá que me dejara ponerme unos zapatos de tacón como los tuyos, como esos rojos que tanto me gustan —empezó Payton—, pero se negó porque cree los zapatos de tacón no son adecuados para una niña de mi edad.

—Y yo le pedí un teléfono como el de mi amiga Kimmy —intervino Kix—, pero no quiere que yo tenga uno...

—Y cuando me invitaron a la fiesta en la casa de Nikea, papá no me dejó ir porque la mayoría de los chicos eran mayores que yo...

—Y cuando yo quise jugar con una amiga, la abuela se empeñó en que ordenara mi habitación y no pude...

—¡Basta! —exclamó Maggie, riendo—. Cuando habláis al mismo tiempo, no os entiendo a ninguna de las dos.

Las dos niñas se pusieron a hablar otra vez, de forma atropellada e interrumpiéndose la una a la otra, sin hacerle el menor caso; pero Maggie se las arregló para no perder la paciencia. Siempre se estaban quejando de su padre.

Maggie ya había observado que era Garrett un hombre estricto en casa, pero era evidente que adoraba a sus hijas. Estaba segura de que a veces se mostraba más rígido de la cuenta porque el cuidado de las pequeñas lo superaba. Al fin y al cabo, no tenía más ayuda que la de su madre y su abuela, que vivían en el mismo bloque; pero, por lo que Maggie había podido observar, las dos mujeres eran más bien una carga.

Definitivamente, Garrett tenía un problema.

 

 

Aún estaba pensando en las complicaciones familiares de Garrett cuando el objeto de sus deseos se acercó a ellas, guitarra en mano. Como tantas otras veces, Maggie se preguntó por qué le gustaban más sus tensos labios que los grandes y alegres labios de Jay. Y como tantas otras veces, no encontró respuesta.

—Buenos días, Maggie —dijo con su voz ronca, que tanto le gustaba.

Ella le devolvió la sonrisa.

—Buenos días, Garrett. Las canciones de hoy me han gustado mucho.

Él se encogió de hombros.

—Ya sabes que las canciones las elige Jay; yo me limito a tocar la guitarra —replicó—. Pero me alegra que te hayan gustado.

—Estaba a punto de contarle a Maggie lo que quiero hacer en mi cumpleaños —intervino Kix de repente—. Va a ser muy divertido...

Maggie sonrió con indulgencia a la menor de las hermanas McHale. Como siempre, Kix iba vestida de rosa, un color que se llevaba bastante mal con el rojo de su pelo; pero, por algún motivo, a ella le quedaba bien.

—Suena interesante. ¿Qué vais a hacer, Kix?

—Quedarnos aquí... ¡Una semana entera! —exclamó—. Papá ha pedido vacaciones en el trabajo y se va a quedar con nosotras.

Su padre sacudió la cabeza.

—A decir verdad, será algo menos de una semana —puntualizó—. Vendremos un lunes por la tarde y nos quedáramos hasta la mañana del domingo siguiente.

Kix miró a Garrett como si su comentario le pareciera irrelevante.

—Papá ha alquilado una cabaña para dentro de siete días. Mi cumpleaños es el martes de esa semana... —explicó la niña—. Vamos a dar una fiesta, ¿sabes? Puedes venir si quieres. También vendrán la abuela y Meemaw. Nadaremos, pescaremos, saldremos a pasear, montaremos en barca y...

—Kix —la interrumpió su padre—. Tómate un respiro.

Maggie se preguntó por qué le había inquietado tanto la declaración de la pequeña; por qué la encontraba tan perturbadora para su equilibrio emocional. A fin de cuentas, veía a Garrett y a sus hijas todos los domingos.

Pero, esta vez, los vería todos los días durante una semana.

—No sabía que tuvierais intención de pasar unas vacaciones aquí. Nadie me había dicho nada —observó.

—No me extraña, teniendo en cuenta que acabamos de alquilar esa cabaña —comentó Garrett—. De hecho, ni siquiera estaba seguro de que hubiera una libre. Como sabes, es la semana del Cuatro de Julio... Pero uno de vuestros clientes canceló su reserva y nos la dieron a nosotros.

—Ah... Bueno, me alegra que lo hayáis conseguido —dijo Maggie antes de volver a mirar a Kix—. ¿Quieres pasar tus vacaciones aquí, tan cerca de casa?

—Yo quería ir a la playa, a algún sitio como Padre Island o algo así —dijo Payton, con expresión de disgusto—. Pero no, claro. A Kix no se le ocurrió nada mejor que venir al mismo sitio al que venimos todos los domingos. Qué aburrimiento.

—Payton... ¡Ay!

—Payton, ¿le acabas de pegar un codazo a tu hermana? —preguntó Garrett, muy serio.

—No, papá, no me ha pegado ningún codazo —se apresuró a decir Kix con sonrisa inocente—. Solo ha chocado conmigo.

—¡Mirad! ¡Hay gansos en el lago! —declaró Payton, para desviar la atención de su padre—. ¿Podemos ir a verlas?

Garrett dudó un momento y asintió.

—Sí, pero no os acerquéis demasiado al agua. Además, no nos podemos quedar mucho tiempo. Tengo cosas que hacer.

—Bueno, puedes hablar con Maggie mientras nosotras miramos a los gansos.

Las dos niñas se fueron a toda prisa y dejaron a solas a los adultos.

Maggie las observó con desconfianza. Tenía la extraña sensación de que Payton y Kix estaban ejerciendo de alcahuetas. Pero Garrett no parecía haber notado nada, así que pensó que sería cosa de su imaginación.

Pensándolo bien, las niñas no tenían ningún motivo para desear que hubiera otra persona adulta en sus vidas. Ya tenían bastante con su padre y su abuela.

—¿Qué tal te va, Maggie?

—Bien —contestó ella—. ¿Y a ti?

Él se encogió de hombros.

—Bastante ocupado, pero bien.

Maggie sabía que, además de cuidar de sus hijas, de su madre y de su abuela, Garrett daba lecciones de vuelo en el aeródromo local y pilotaba aviones comerciales. Payton y Kix le habían dicho que había dejado el Ejército del Aire, donde había servido como instructor en la base de Laughlin, después de la inesperada muerte de su exmujer, Breanne, de quien se había divorciado cuando las niñas eran pequeñas.

Garrett y ella habían compartido la custodia de la dos, aunque las niñas vivían casi todo el tiempo con su madre, en San Antonio. Pero la casa estaba cerca de la base militar y Garrett las veía algunos fines de semana y, a veces, en vacaciones.

Por lo que Payton le había comentado, su hermana y ella habían pasado más tiempo con niñeras y vecinos que con su madre, que era abogada y viajaba mucho. A Maggie le había parecido mal que las dejara solas con tanta frecuencia, pero pensó que no tenía derecho a juzgar a una persona que, al fin y al cabo, no conocía.

—Te vendrán bien unas vacaciones —le dijo a Garrett—. Nos encargaremos de que os divirtáis durante vuestra estancia.

Maggie intentó convencerse de que lo había dicho como representante del hotel, sin ninguna intención personal.

—Gracias.

Ella carraspeó, incómoda. Garrett la ponía nerviosa.

—¿Tu abuela va a estar con vosotros? —preguntó, arqueando una ceja.

Él sonrió sin humor.

—Me temo que sí. Se ha empeñado en acompañarnos, aunque le recordé que sería pasar seis días en territorio enemigo.

Ella soltó una carcajada.

La abuela de Garrett, Esther Meemaw Lincoln, era enemiga mortal de la abuela de Maggie, Dixie Mimi Bell. Se llevaban mal desde su adolescencia, cuando las dos competían por los mismos chicos; y su rivalidad había empeorado cuando, en cierta ocasión, estando ya casadas, se presentaron al mismo concurso de cocina y se dedicaron a acusarse mutuamente de hacer trampas.

—Estoy segura de que Mimi será una anfitriona excelente —dijo Maggie—. Además, dudo que se vean mucho. Mi abuela suele estar en el despacho o en la tienda.

—No te preocupes. He hablado con Meemaw y le he dicho que tiene que portarse bien durante nuestra estancia.

—Entonces, ya me siento más tranquila... —ironizó.

Garrett miró la hora y dijo:

—Será mejor que vaya a buscar a las niñas. Esta tarde tengo un par de compromisos. ¿Nos veremos el domingo?

Maggie sacudió la cabeza.

—El fin de semana que viene estaré en Dallas. El marido de mi hermana se va a una conferencia en Chicago y me voy a quedar un par de días con ella. Pero volveré el domingo por la tarde, así que estaré aquí cuando empiecen vuestras vacaciones.

Garrett asintió.

—Admito que la propuesta de Kix me pilló por sorpresa. Jamás habría imaginado que quisiera pasar unas vacaciones aquí.

Maggie se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Puede que desee pasar una semana con su familia, lejos de las distracciones del hogar.

Garrett la miró con escepticismo.

—Francamente, lo dudo. Payton y ella se suelen quejar de que pasan demasiado tiempo con la familia. De hecho, Payton dijo que quería ir a Padre Island; pero Kix tenía sus propias ideas y su hermana aceptó con el argumento de que, a fin de cuentas, es su cumpleaños.

—Todo un detalle por su parte...

—Sí, supongo que sí —dijo Garrett, sin tenerlas todas consigo.

Segundos después, los dos adultos se despidieron y se separaron.

Maggie pensó que a Garrett le había caído una gran responsabilidad tras la muerte de su esposa. Cuidar de dos niñas pequeñas no debía de ser fácil.

Pero, afortunadamente, no era asunto suyo.

 

 

—¡Vamos a jugar!

Kix saltó de la furgoneta en cuanto llegaron a los terrenos del hotel. Era lunes, y estaban a punto de empezar sus vacaciones.

—Vamos, Payton —continuó—. ¡A ver quién sube más alto en los columpios!

—Un momento —bramó su padre, plantándose ante ella—. Tenemos un montón de cosas que llevar a la cabaña, y no esperaréis que las lleve solo.

—Está bien... —dijo la pequeña, sin dejar de sonreír—. Dejaremos los columpios para después.

Las niñas corrieron al maletero y empezaron a sacar las cosas.

—No os vayáis por ahí sin decirnos nada —intervino Paulette, la madre de Garrett.

Paulette Lincoln McHale, que tenía sesenta años, era una mujer de altura media, caderas anchas, rasgos fuertes y cabello plateado. Pero, a pesar de su imponente aspecto, tendía a preocuparse demasiado por las niñas.

—El hotel y las cabañas están llenas de desconocidos —continuó—. Será mejor que os acompañe algún adulto.

Las dos niñas se miraron con exasperación y soltaron un suspiro largo antes de dirigirse a la cabaña.

—Déjales un poco de libertad, Paulette —protestó Esther, su madre—. Aquí no corren ningún peligro.

La octogenaria Esther Lincoln, a la que todos llamaban Meemaw, era bastante más fuerte que su hija desde un punto de vista emocional. Tenía el cabello completamente blanco y, a pesar de su apariencia frágil, albergaba un corazón apasionado.

—El mundo está lleno de peligros —replicó Paulette.

—Bueno, llevemos esto a la cabaña y dejemos la conversación para después —dijo Garrett.

Aunque la cabaña tenía el número seis, se encontraba exactamente en el centro de la fila de edificios que se encontraba junto a la orilla del lago, y que estaban numerados del uno al ocho. Los había de todos los tamaños, desde cabañas de una sola habitación hasta cabañas de cuatro habitaciones, como la que habían alquilado para pasar la semana.

La suya tenía un porche con mecedoras, salón, comedor, cuarto de baño en todos los dormitorios y un patio trasero con vistas al lago. Al llegar a la cocina, Garrett miró la comida que habían comprado su madre y su abuela y pensó que tenían suficiente no para una semana, sino para quince días.

Minutos más tarde, las niñas le pidieron permiso para salir a jugar. Para entonces, él ya había bajado la motora del remolque y había llevado la furgoneta al aparcamiento del hotel, que estaba lleno de vehículos. Al fin y al cabo, la semana del Cuatro de Julio era temporada alta.

Garrett había comprado la motora unos años antes. A las niñas les encantaba salir a navegar con él; de hecho, era una de las pocas cosas que les gustaba hacer con él. En vida de su exmujer, las llevaba a navegar por el lago que estaba cerca de su domicilio. Por entonces, Payton y Kix saltaban de alegría cada vez que estaban juntos. Pero las cosas habían cambiado para peor.