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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Lindsay McKenna

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Compañeros para siempre, n.º 1219 - agosto 2014

Título original: Ride the Thunder

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4681-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

 

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Publicidad

Capítulo Uno

 

7 de enero, 16:00

 

El teniente Nolan Galway decidió que llevaba un día de perros. Mientras iba hacia el edificio de Operaciones del Camp Reed, el ruido de los helicópteros y los aviones de motor a reacción despegando le martilleó los oídos. Intentó concentrarse solo en una cosa: conseguir un nuevo copiloto.

El edificio de Operaciones era de hormigón gris, una caja rectangular con una torre en un extremo. Como era habitual desde el terrible terremoto que había tenido lugar el día de Nochevieja, el alboroto y bullicio era equiparable al de un mercado. Desde el terremoto, la vida de Nolan y de todos los que se encontraban en los alrededores de la zona sur de Los Ángeles se había convertido en un caos.

Intentó mantener un paso tranquilo, pero tenía el corazón acelerado. Necesitaba un copiloto. El oficial de día no le permitiría volar si no lo tenía; y Nolan no podría realizar vuelos de emergencia para salvar vidas. De alguna manera, tenía que encontrar un sustituto de su compañero, que había estado a punto de morir de una intoxicación alimentaria, cuando regresaban de la zona catastrófica de la región sur de California.

A Nolan le dolía el corazón al pensar en la gente que ocupaba la devastada cuenca de Los Ángeles. Aunque el presidente de Estados Unidos había declarado California zona catastrófica y se estaban creando almacenes en todo el país para recolectar alimentos, medicinas y mantas, no había carreteras para distribuir los suministros. Se estaban utilizando todos los helicópteros disponibles para llevarlos a la cuenca. La gente moría porque no podían realizar suficientes vuelos al día para llevarles agua y alimentos.

—Maldita sea —masculló entre dientes. Operaciones era un hervidero de actividad. Dobló la esquina y se dirigía hacia la puerta cuando algo le llamó la atención.

Una mujer iba hacia el edificio con la misma determinación que él. Nolan se fijó en ella porque era la única persona que había vestida de civil entre los cientos de marines y miembros de la armada que corrían por allí. Todos llevaban los uniformes oscuros de la marina o los de camuflaje de los marines.

Era alta y su cabello, largo y oscuro, ondeaba al viento con cada paso que daba. Llevaba pantalones y una chaqueta, para protegerse del fresco de ese día de enero, pero aun así sus curvas femeninas eran obvias. Aunque era una tontería, en las circunstancias en las que se encontraban, se sintió inmediatamente atraído por ella.

Titubeó un momento, al notar que le apetecía bajar el paso para cruzarse con ella. La acera estaba llena de gente de rostro serio que iba y venía. En esa base del cuerpo de marines, todos se enfrentaban a la urgente misión de intentar salvar las vidas de millones de inocentes, no podía perder el tiempo con una mujer.

Nolan, deteniéndose, pensó que quizá su reacción se debiera a la falta de sueño. Durante la última semana, él y su copiloto habían volado desde el amanecer hasta la puesta de sol, sin dormir más de cinco horas de un tirón. Oleadas de personas que corrían hacia sus puestos para cargar alimentos, agua y medicinas en los helicópteros, lo sortearon como si fuera un poste.

Entrecerró los ojos y miró a la mujer. Le gustó cómo se movía su espesa melena con cada grácil paso. Su forma de andar le indicó, sin duda alguna, que era militar. Echaba los hombros hacia atrás con orgullo, su postura era recta y emanaba seguridad en sí misma. Cuando llegó a su lado, vio que tenía los ojos clavados en las puertas de Operaciones.

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó—. Pareces estar buscando algo, o a alguien.

Ella apartó los ojos de las puertas y lo miró. Nolan, vestido con una vieja cazadora de cuero, un pañuelo blanco al cuello y un mono verde oscuro, sonrió.

La mujer tenía los ojos grises, cálidos y suaves como una piel de conejo. Sin embargo, su mirada inicial fue atenta como la de un águila, mientras él observaba sus polvorientos vaqueros, que cubrían una piernas largas y esbeltas. Llevaba botas de montaña y una mochila azul oscuro a la espalda.

—Sí..., cierto, busco Logística —dijo ella señalando el edificio que tenía ante sí—. Sé que esto es Operaciones, tenía la esperanza de que...

—Está allí —dijo Nolan bruscamente, alzando la mano y señalando—. Es ese edificio verde oscuro de tres plantas que hay en la colina. Eso es Logística.

La mujer respiraba agitadamente, como si hubiera estado corriendo. De rodillas abajo, sus vaqueros estaban cubiertos de polvo, y gotas de sudor perlaban su frente. Tenía algunos mechones de pelo negro azulado pegados a las sienes. Nolan se preguntó de dónde venía, por qué había corrido y por qué estaba tan polvorienta. La desconocida lo intrigaba profundamente.

Ella se volvió hacia donde señalaba y su cabello ondeó suavemente, como una marea negra. Era atractiva y deslumbrante; aunque no una belleza. A Nolan le gustó su rostro, sobre todo sus enormes y despiertos ojos grises.

—Uf. Fantástico. Gracias... —giró sobre los talones y trotó hacia la colina.

—Hola, yo me llamo... ¿Y tú? —murmuró Nolan para sí, irónicamente, sin saber si debía ofenderse por su descortesía o no. Se rascó la cabeza e hizo una mueca—. Supongo que tiene mucha prisa, Nolan. Vamos chico, tienes otras cosas que hacer..., como encontrar un copiloto —subió las escaleras de Operaciones para enfrentarse al oficial de día. ¡Tenían que encontrarle un copiloto!

Cuando llegó arriba, estremeciéndose levemente al percibir el frescor de la brisa, se sonrió. Se preguntó quién sería esa mujer. Le habían gustado sus pómulos altos y el gris suave de sus ojos. Decidió que esos pensamientos no tenían cabida en su agenda; era un piloto en busca de compañero, nada más importaba.

 

 

7 de enero, 16:15

 

—¡Me necesitáis!

Morgan Trayhern se detuvo inmediatamente al oír el grito de la mujer resonar en el corredor. Se volvió, con un montón de papeles en la mano. Al otro extremo del pasillo, junto a dos marines que hacían guardia, había una mujer alta y delgada. Una melena color ébano con brillos azulados rodeaba sus hombros erguidos. Su rostro ovalado, pómulos altos, nariz fina y romana y ojos grises entrecerrados le daban un aire patricio. Su mirada era de pura frustración, mientras desafiaba a los centinelas con las manos en las caderas. El oficial de día, Ted Monroe, estaba entre los centinelas. Hacía poco que había alcanzado el rango de teniente y acababa de unirse al cuerpo. Su rostro cuadrado estaba rojo como la grana y también apoyaba sus enormes manos en las caderas. Los dos guardas tenían los rifles sobre el pecho, como si estuvieran advirtiendo a la mujer que no debía dar un paso más.

La tensión se palpaba en el aire. Toda la base estaba inmersa en la planificación para sobrellevar el terremoto, de rango 8.9, que había asolado la zona de la cuenca de Los Ángeles una semana antes. Estaban muy nerviosos, y eso, obviamente, incluía a los tres marines.

Morgan frunció el ceño y miró a la mujer, que le resultaba familiar. Se acercó y sus labios se curvaron con una sonrisa.

—¡Rhona Mc Gregor! —tronó, deteniéndose junto al excitado oficial de día—. Ted, es una vieja amiga mía. Relájate. Déjala pasar. Es una de los nuestros.

—¡Descansen! —ladró el oficial a los dos centinelas, con aire contrito.

—No esperaba encontrarte aquí, Morgan —Rhona soltó un suspiro de alivio y extendió su mano, larga y delgada, hacia él. Sonrió amablemente al avergonzado oficial y a los centinelas, que le dieron paso.

—¿Cómo estás, Rhona? —dijo Morgan, agarrando su mano—. ¿Qué diablos haces aquí? La última vez que Laura y yo te vimos fue en Arizona, en la boda de tu prima, Paige Black con Thane Hamilton.

—Sí, es verdad —Rhona sonrió. La calidez y firmeza del apretón de manos hizo que el esfuerzo realizado durante los dos últimos días mereciera la pena—. Tuve la suerte de que la marina me diera unos días de permiso para ir a la boda. Hablando de familia, ¿cómo está Laura?

—Está aquí conmigo —Morgan hizo una mueca y le soltó la mano. Miró el pasillo que bullía de gente—. Vamos a charlar un minuto. Mi despacho está por aquí. Es mío temporalmente, mientras dure esta fase de emergencia.

Rhona, con un suspiro, lo siguió al diminuto cubículo. Cuando entraron, vio una jarra de agua con hielo y algunos vasos sobre un aparador.

—¿Te importa que me sirva? Me duelen los pies y tengo mucha sed.

—Adelante —murmuró Morgan, cerrando la puerta. La echó un vistazo, admirando su altura y esbeltez. Aunque su madre era de origen navajo, Rhona tenía más aspecto de blanca que de india, a pesar de su pelo oscuro y sus altos pómulos. Morgan pensó que quizá había salido a su padre, un doctor que trabajaba en la reserva de Arizona. El apellido McGregor probablemente fuera escocés. Pensativo, Morgan se fijó en sus vaqueros polvorientos, en las botas sucias y arañadas y en la desgastada mochila azul, que llevaba el emblema de la Marina de Estados Unidos grabado en letras doradas.

Cuando Rhona sació su sed, dejó el vaso en el aparador y fue al escritorio ante el que se sentaba Morgan, mirando unos informes que tenía en la mano. Apartó una silla y se sentó frente a él.

—Han pasado muchas cosas desde que os vi la última vez. Entre otras, que presenté mi dimisión en la marina hace seis meses.

—¿Qué? —Morgan alzó la cabeza y concentró su atención en la joven que tenía ante él. Le gustaba su solidez y seguridad; pero eran lógicas, era piloto de helicóptero de combate, y esa actitud era imprescindible.

—Me cansé de luchar con los cavernícolas de mi escuadrón, Morgan —Rhona encogió los hombros—. Era pura discriminación sexual, y no estaba dispuesta a seguir desperdiciando mi fuerza y mi tiempo con ellos ni con la marina. Intenté conseguir que me transfirieran a otro escuadrón de helicópteros, en el que la mitad de los pilotos son mujeres, pero no lo conseguí.

—Comprendo —asintió él con tristeza—. Han perdido a una buena piloto.

—Gracias —dijo Rhona, animándose—. Pero la vida sigue, ¿no crees? Como soy medio navajo, tengo un gran respeto por el medio ambiente, así que decidí montar mi propio negocio de fumigación de cosechas, aquí, en el sur de California. Pedí un préstamo para comprar un helicóptero y lo acondicioné. Pero la gran diferencia es que utilizo pesticidas no dañinos —esbozó una sonrisa—. Investigué el tema y descubrí que el aceite de un árbol indio es un pesticida natural. Así que lo utilizo para fumigar.

—Eso es fascinante. ¿Funciona igual que un pesticida comercial?

—Sí. Y no es nocivo para el medio ambiente. Libra a las plantas de las plagas, es biodegradable y bueno para la tierra —Rhona abrió las manos—. Todo me iba fantástico hasta el terremoto.

—Igual que nos ocurre a todos —murmuró Morgan—. Pareces agotada. ¿Qué has estado haciendo? ¿Andar? No quedan autopistas que se pueden transitar.

—Bien que lo sé. Vivo en Bonsall, a unos treinta kilómetros del campamento. Allí no podía hacer nada después del terremoto. Así que supuse que, como dejé la marina hace poco y sigo cualificada para pilotar un helicóptero militar, podrías necesitar mis servicios aquí en la base —se inclinó hacia delante, nerviosa—. Morgan he venido a ofrecerme como voluntaria para llevar suministros. Supongo que este campamento es la única base que funciona en toda la cuenca de Los Ángeles.

—Tienes razón. Somos los únicos. Es imposible acercarse por tierra al epicentro del terremoto, que está al sur de Los Ángeles. Solo disponemos de helicópteros para llevar alimentos, agua y medicinas, o para traer a los que necesitan ingresar en el hospital. Tenemos aviones C-141 que traen lo que necesitamos a este aeropuerto, y se llevan a algunos de los heridos al hospital de Seattle.

—Sí, he visto cómo descargaban un par de ellos —murmuró Rhona—. El aeropuerto está colapsado por el tráfico aéreo, tanto de hélice como de ala fija.

—Cierto.

—Imaginé que los pilotos de aquí estarán agotados y os vendría bien algo de ayuda. Me ofrezco voluntaria —Rhona se inclinó hacia él, con voz preocupada—. Estoy cualificada para pilotar los Huey UH-1N y los Sea Knight CH-46. He visto que tienen ambos modelos en el aeropuerto. ¿Tienes autoridad en la base para apuntarme como piloto de relevo? Iré donde haga falta. Utilizaría mi propio helicóptero, pero está reacondicionado para fumigación de cultivos —sonrió levemente—. Un piloto, es un piloto, ¿no?

Morgan sintió una oleada de cariño. Era típico de Rhona ofrecerse como voluntaria. Era una mujer fuerte, y buena con un gran sentido ético y comunitario.

—Creo que tu ascendencia navajo se deja notar —comentó con voz ronca—. Esta comunidad está sufriendo mucho y quieres ayudar. Podrías haberte quedado en Bonsall para luchar por tu negocio.

—No es mi estilo —sonrió Rhona—. Me gusta estar donde está la acción, Morgan, ya lo sabes. Puede que ahora sea una civil, pero no puedo olvidar que he sido militar —lo miró y vio como sus ojos azules brillaban con aprobación, mientras la miraba pensativamente.

—¿Estás segura de que no quieres cerrar tu negocio y venir a trabajar para mí? No me vendría mal alguien con tu patriotismo y sentido ético.

—No, gracias, Morgan —Rhona movió la cabeza, riendo—. Me encanta volar y me encanta la Madre Tierra. Me gusta fumigar cosechas y ayudar a que los alimentos que nos llevamos a la boca no tengan productos nocivos. Creo que soy más india de lo que creía.

—El que no vivas en la reserva no disminuye tus vínculos con la gente —dijo él.

—Es verdad —murmuró Rhona—. Mis padres apoyaron mi decisión de que dejara la marina. Hablé mucho con los dos. Mi madre, que es india pura, cree que concentrar mis energías en la tierra es un uso mucho mejor de mi tiempo.

—Tu madre tiene razón. Pero es una gran pérdida para la marina —dijo Morgan, revolviendo en un montón de papeles de su abarrotada mesa—. Aquí tengo la programación de vuelos, deja que la revise —arrugó la frente y recorrió la lista de pilotos con el dedo índice—. Ah..., aquí hay algo. El teniente Nolan Galway acaba de perder a su copiloto por intoxicación alimentaria. —Morgan alzó la cabeza—. Solo tenemos electricidad aquí en la base, y no hemos tardado en comprender que las tarteras con comida que preparan en la cantina necesitan mejor refrigeración. Han caído cuatro pilotos. Acaban de llevar al copiloto de Nolan a Seattle, porque su intoxicación es muy peligrosa. Si no la controlan con antibióticos, podría llegar a paralizarle los riñones.

—Hay todo tipo de bacterias que son muy peligrosas si la comida no está bien refrigerada —Rhona dio un golpe con la mano en su desgastada mochila—. Hoy he andado treinta kilómetros, pero solo he comido galletas de cereales. Son una apuesta segura, porque no se estropean con el calor.

—Una mujer muy sabia —replicó Morgan—. La situación aquí es mala. Las unidades refrigeradoras están abarrotadas, y con tantos pilotos yendo y viniendo, y civiles que llegan en busca de comida, agua y medicinas, las intoxicaciones son cada vez más frecuentes.

—Entonces, ¿quieres que sea pareja del teniente Galway? ¿Que sustituya a su copiloto y haga sus turnos?

—Eso es —Morgan levantó el teléfono—. Voy a llamar a Operaciones para que te incluyan oficialmente en la programación de turnos.

—Tengo copia de mi licencia de vuelo y de mi adiestramiento, si las necesitas —dijo ella, volviendo a tocar su mochila.

—No hace falta —Morgan negó con la cabeza y marcó el número del oficial de vuelos—. Conozco tus cualificaciones, Rhona.

A ella se le aceleró el corazón. Miró la pequeña oficina y comprendió que echaba de menos su vida militar. Al menos cierta parte de ella. Lo que no echaba de menos en absoluto era a los machitos neandertales que creían que las mujeres pilotos no eran tan buenas como ellos. Se concentró en la voz profunda de Morgan, que hablaba con el mayor Hickman, el oficial a cargo de la lista de turnos de pilotos. Sonriendo para sí, Rhona pensó que Morgan sería capaz de devolver a un muerto a la vida, con su persuasiva manera de hablar. En la boda de Thane y Paige, a Rhona le habían encantado Morgan y su rubia esposa, Laura. Eran una pareja muy cariñosa. Lo más agradable era que llevaban muchos años casados y seguían enamorados y felices el uno con el otro.