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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Beverly Bird

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Diez maneras de conquistarte, n.º 1310 - diciembre 2014

Título original: Ten Ways to win her Man

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4848-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

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Capítulo 1

 

El se introdujo en su vida a las seis horas y veintidós minutos de la tarde del martes y, de repente, todo cambió.

Danielle Dempsey Harrington paseó el coche de modelaje por el camino que rodeaba la compleja maqueta de la última urbanización de Harrington y frunció el ceño.

Los planos eran sólidos, la construcción iba a empezar dentro de veintiséis días; sin embargo, ahora tenía dudas sobre si la entrada debía dar al mar o a las montañas. El mar era más dramático. Las montañas más majestuosas.

–¿Playa o montaña? –murmuró para sí.

¿Qué diría el supervisor del proyecto si cambiaba ahora de idea?

–Vaya, ¿así es cómo los magnates de los negocios hacen las cosas?

Danielle se sobresaltó al oír esa voz a sus espaldas. El coche se le escapó de las manos y salió por los aires, aterrizando en el escritorio de ébano. El hombre lo agarró cuando, rodando, sobrepasó el borde del escritorio; y, con el coche en la palma de su mano, se quedó contemplándolo.

–He salvado más vidas, debe ser mi destino –murmuró él.

Fue entonces cuando Danielle supo quién era.

Se lo quedó mirando. Distraídamente, se dio cuenta de que casi no podía respirar. Jamás habría podido imaginar el efecto que Maxwell Padgett, en carne y hueso, le había producido; quizá porque esa carne y esos huesos eran… increíbles.

Por supuesto, había oído hablar de él, aunque nunca lo había visto en persona. Era el brazo derecho del senador Stan Roberson, elegido recientemente. Tenía la vaga idea de que estaban emparentados de alguna forma, pero no recordaba los detalles. No tenía importancia. Max Padgett era una fuerza de la naturaleza. Lo sabía. Su Coalición por la Defensa de la Naturaleza llevaba meses acosándolo por medio de correspondencia y manejos políticos. Max Padgett había tratado de quitar a Harrington terrenos por un valor de medio millón de dólares; había perdido, pero no sin que ella se gastara en abogados una pequeña fortuna.

Aunque sólo fuera por eso, debería detestarlo. Y lo había detestado durante meses. Sin embargo, ahora que lo tenía delante, su enfado e ira se disiparon, dejándole la mente en blanco.

–¿Le ha comido la lengua el gato? –preguntó él.

Danielle abrió la boca para responder. Volvió a cerrarla. El corazón empezó a latirle con alarmante velocidad.

–¿Qué es lo que quiere? –logró preguntar por fin, bruscamente.

–Unos minutos de su tiempo.

Él cerró la distancia que los separaba y dejó el coche de modelaje en la maqueta. Lo hizo de manera semejante a como debía manejar a uno de esos pájaros a los que se dedicaba a salvar, uno de esos pájaros para los que quería las tierras de ella. Tenía unas manos tiernas a la vez que fuertes, pensó Danielle con un estremecimiento.

No se estremecía nunca. Estaba perdiendo la razón.

–Bastará con que responda sí o no –sugirió él.

Danielle se aclaró la garganta.

–Le concedo quince minutos.

–En ese caso, utilizaré el tiempo sabiamente –él deslizó las manos en los bolsillos de su pantalón–. Tenía la impresión de que era muy elocuente, una artista de la palabra, una auténtica oradora. Al menos, eso es lo que se dice sobre usted.

Danielle recuperó ligeramente la compostura.

–Y es verdad, pero usted ha entrado aquí por sorpresa –Danielle frunció el ceño–. Me ha asustado, y eso me ha puesto en situación de desventaja.

–Ah –una nota de masculina satisfacción–. Sí, es verdad.

–No ha sido muy delicado –Danielle se preguntó qué colonia era la que usaba.

–¿Quiere que salga y vuelva a entrar? ¿Empezamos de nuevo?

–No diga tonterías –dijo Danielle en tono displicente–. Siéntese. Mi secretaria se ha marchado ya, lo que significa que no puedo ofrecerle café.

Danielle se acercó a un mostrador de madera pulida color oscuro que estaba al lado de las ventanas. Abrió una puerta tras la que se ocultaba un pequeño bar con frigorífico.

–Tengo agua mineral, refrescos, zumo de papaya y whisky.

–¿Whisky escocés? –preguntó él.

–Por supuesto.

–Y usted, ¿qué va a tomar?

En su mente, Danielle oyó la voz de Richard impartiéndole sus implacables lecciones. Hacía tres años que había fallecido, pero seguía oyéndolo en momentos como aquel: «Nunca bebas cuando estés tratando de negocios, querida. Finge que bebes, para no dar la impresión de ser poco sociable; sin embargo, no olvides que no quieres que se te ofusque la mente».

Sin embargo, no le vendría mal que a Max Padgett se le ofuscara la mente un poco durante los próximos quince minutos.

Por supuesto, no tenía intención de pasar ni un segundo más con él.

–Whisky –respondió ella.

Max Padgett asintió.

–En ese caso, tomaré lo mismo que usted.

Danielle sacó del bar dos vasos de cristal y sirvió las bebidas.

Max se quedó observándola.

Había esperado que lo echara sin miramientos, no que le ofreciera una copa. Buenos modales cubriendo la ira le pareció apropiado. Esa mujer no era como la había imaginado.

Había visto su foto en los periódicos, pero no le habían hecho justicia. Tenía el pelo negro y más bien corto, y se le rizaba en la nuca. Lo llevaba por detrás de las orejas, adornadas con brillantes. Era sorprendentemente baja; en las fotografías, daba la impresión de más estatura. No podía medir más de un metro cincuenta y cinco. Era delgada como un junco y parecía moverse al son del viento. Llevaba gafas doradas. Tenía aspecto… primoroso.

Puso apenas unas gotas de whisky en su vaso; sin embargo, fue muy generosa sirviéndolo a él. Max sonrió para sí mismo. Bajita o no, era luchadora y quería tener sus ventajas.

Cuando ella se acercó a su escritorio, Max se sentó en el sillón de cuero que había frente a él. Aceptó el vaso que ella le ofreció y la contempló mientras se acoplaba en su asiento. Ella cruzó una elegante pierna sobre la otra.

No sabía por qué, pero esa mujer lo estaba afectando. Iba a ser una guerra interesante.

–¿Dónde estábamos? –preguntó Danielle.

–Estábamos hablando de pájaros.

Ella asintió.

–Deje que empiece yo.

–Adelante –muy civilizada, pensó Max.

–Está aquí para luchar por los derechos de sus pequeños frailecillos.

–Semipalmeados –añadió él.

–¿Semi qué? –Danielle volvió a mirarle las manos justo ahora que había empezado a recuperarse. Rápidamente, se llevó el vaso de whisky a los labios y bebió con ganas.

–Mis pequeños frailecillos son semipalmeados –explicó Max.

–Sí, por supuesto.

–En la actualidad, su población se ha reducido a menos de cinco mil. Pero esto no es nuevo para usted, ¿verdad?

–Es algo que usted ha enfatizado en las numerosas cartas que me ha enviado.

–Obras como las suyas los están matando.

–Lo siento.

¿Qué había dicho? Ese hombre le estaba quitando la razón. Sabía que jamás se debía mostrar debilidad.

–Sólo tengo una obra aquí –explicó Danielle–. Se construyen muchos más complejos como el mío en California. ¿Por qué no va a meterse con otro?

–Porque esos complejos ya han sido construidos, el daño ya está hecho. Usted puede impedir que se construya el suyo, aún no han empezado las obras.

Danielle alzó la barbilla con gesto desafiante.

–Vamos a empezar el primero de mayo.

–No si yo puedo evitarlo.

–Esa es la cuestión, que no puede. He cumplido con todos los requisitos que se me exigían, no tiene sentido que sigamos peleándonos. He ganado.

–Sólo ha ganado una batalla, pero no la guerra.

Ella lo miró a los ojos, unos ojos tiernos y azules bajo un cabello oscuro. Unos ojos que, durante un momento, parecieron divertidos. Y Danielle se preguntó si él había notado cómo la estaba afectando.

El despacho le pareció insoportablemente caliente. Su secretaria debía de haber subido el termostato. Se levantó para comprobarlo. No, no lo había subido.

–Me gustaría apelar a su conciencia –Max se inclinó hacia delante y dejó el vaso en el escritorio–, pero no tiene conciencia. Por lo tanto, volvamos a mis frailecillos.

–Frailecillos palmeados.

–Semipalmeados –él sonrió de nuevo y se puso en pie.

Rápidamente, Danielle volvió a sentarse.

–Es decidida, calculadora y siempre aterriza con los pies –comenzó a decir él–. Se casó con Richard Harrington a los veintiséis años, recién licenciada en Stanford. El le llevaba veinte años. Su madre murió cuando usted tenía doce años y su padre, Michael Dempsey, era un conocido líder sindicalista. Durante la juventud, usted era su sombra y pronto aprendió a manejarse.

–Gracias.

Max arqueó una ceja, dudoso de si ella había apreciado sus comentarios sobre ella o su padre.

–Richard, su marido, le enseñó todo lo que él sabía.

–Ojalá –comentó Danielle.

–Murió hace tres años y usted heredó un negocio de un valor obsceno.

–Sus hijas también se han llevado su parte.

–Sí, pero usted les compró el negocio.

Danielle le miró a los ojos antes de beber otro sorbo de whisky.

–Cierto.

–Ahora, es la presidenta de Harrington Resorts and Enterprises, Ltd, algo por lo que ha luchado toda su vida.

–Más o menos, eso lo resume todo –concedió Danielle.

Aunque no le dijo que había absorbido las enseñanzas de su padre casi por ósmosis.

–Dicen que lo único que le importa es conseguir lo que quiere –añadió Maxwell.

Eso le dolió un poco.

–Sólo verdad en parte.

–Y ahora está sola.

Danielle se puso en pie de un salto, como si ese hombre la hubiera tocado. Pero cuando lo miró, lo vio contemplando la maqueta. El corazón le dio un vuelco. ¿Había dicho eso ese hombre o solo lo había imaginado? De nuevo, temió que él le hubiera leído el pensamiento. Sola era un lugar muy frío en el que había vivido más años de los que sabía contar.

Ese comentario la había provocado, pensó Max observándola de soslayo.

–El complejo turístico Playa Dorada es el primero que emprende sola.

–Cierto –respondió ella, pero con menos firmeza que antes.

–Una pena, habría sido espectacular.

–Va a serlo.

Max lanzó una carcajada.

–¿Cómo la llaman sus amigos?

–¿Por qué? –preguntó ella con sorpresa.

–¿Danielle? ¿Señor? ¿Señora?

–Danielle.

–Ah.

–¿Ah, qué? –preguntó ella incómoda.

–Simplemente, Ah. ¿Puedo llamarla Dani? Creo que le va mejor.

–¡No!

Maxwell volvió a reír.

–Entonces, señora, voy a decirle una cosa: suponiendo que logre construir su complejo, la entrada debería dar al mar.

–¿Y eso? –Danielle se sentó de nuevo, con la espalda muy derecha.

–Imagine la vista durante una buena tormenta.

A Danielle le pareció una buena idea, le gustó.

–Desgraciadamente, este complejo turístico no puede llevarse a cabo porque, de ser así, destruirá una cantidad inimaginable de crías de frailecillos semipalmeados. Estas aves son nativas de Alaska y del oeste de Canadá, pero realizan dos movimientos migratorios al año: uno de ida a Sudamérica y otro de vuelta. Playa Dorada es uno de los lugares en los que anidan durante su movimiento migratorio; especialmente, en la parte que le pertenece a usted de Playa Dorada.

–Serán bien recibidos –Danielle se recostó en el respaldo de su asiento–. Las habitaciones más baratas costarán ciento setenta y cinco dólares por noche.

Max fue por la botella de whisky, regresó al escritorio y rellenó el vaso de Danielle.

–Creo que no pueden pagar esos precios –murmuró él.

Danielle se encogió de hombros. Ese hombre estaba demasiado cerca de ella.

–En ese caso, no podremos hospedarlos. Lo siento.

–¿Adónde van a ir?

–¿A la propiedad de Jonas Patterson en Monterrey?

Max sonrió maliciosamente.

–Esos pájaros sólo pasan por aquí en primavera y en otoño. Cualquier día de estos aparecerán. En mayo, cuando empiecen las obras, va a destruir todos los huevos que han dejado puestos. No los mate, Dani.

Danielle se puso en pie, quizá porque la había llamado Dani o quizá porque estaba tan cerca que le impedía respirar. O quizá porque su sugerencia era absurda.

–¿En serio espera de mí que abandone un proyecto de treinta millones de dólares por unos pájaros?

–Sí.

–¡Está loco!

–Como una cabra.

–Usted es un auténtico protector de pájaros en California, ¿verdad?

–Me dedico a la acción por la protección del medio ambiente.

–Las cuestiones medioambientales han servido de plataforma política a Stanley J. Roberson, ¿no? Qué coincidencia.

–No, no es coincidencia.

Eso sorprendió a Danielle. Era honesto. Le gustó.

–Quizá debería aconsejarle que se ajuste a los presupuestos con los que cuenta.

–Nunca le prometí que lo haría –Maxwell se apartó del escritorio y volvió a la maqueta.

Danielle clavó los ojos en el vaso de whisky. Sin darse cuenta, lo había vaciado. Quizá había bebido más en la última media hora que durante los últimos tres años.

Y Max Padgett cada vez parecía más guapo.

–Esto es absurdo –murmuró ella, sin saber si se refería al asunto de las aves o a la forma como la sonrisa de ese hombre le suavizaba los labios.

–Acabará cambiando de opinión.

–¿Es una amenaza? –preguntó ella levantando los ojos brevemente.

–Más o menos.

–¿Cómo? ¡Lo que voy a hacer es completamente legal! Todo está listo para empezar.

–Pero no va a empezar las obras porque, en el fondo, es consciente de que tengo razón –Max la miró fijamente–. Párese a pensar, Dani. Si sigue con su proyecto, va a tener que prepararse para luchar. Esto ha sido una visita de cortesía; en lo sucesivo, las cosas se van a poner muy feas.

–No es posible que crea que voy a ceder a lo que me está pidiendo. Económicamente, no tiene sentido; además, tengo que responder a una junta directiva.

–Merecía la pena intentarlo.

–También merecía la pena investigar si había vida en Marte, aunque nadie creía que se fuera a encontrar nada.

–Llámeme soñador si quiere.

El calificativo le iba muy bien a sus ojos azules.

–Mi respuesta es no.

–En ese caso, pasaremos a la siguiente etapa. Pero Dani… no se tome como algo personal lo que pase de ahora en adelante –Max se acercó a la puerta–. Debo admitir que me gusta.

Max lanzó una carcajada, un sonido rico, cálido y dorado. Después, desapareció.

¿Qué había pasado? ¿Por qué sentía ese hormigueo en el estómago? Atracción instantánea. La asustaba.

Pero le gustaba.

Capítulo 2

 

QuÉ quiere que, por esos pájaros, abandones la construcción del complejo turístico?

La secretaria de Danielle se quedó boquiabierta en medio del despacho a la mañana siguiente. Angelique era una despampanante rubia que demostraba que las mujeres guapas no carecían de cerebro necesariamente. Cuando Richard la contrató, Danielle sintió cierta alarma; después, llegó a conocerla bien.

Tres años atrás, cuando Richard falleció, Danielle ascendió a Angelique de secretaria a ayudante personal. Con el tiempo, se habían hecho amigas, en contra de las enseñanzas de Richard de que no era aconsejable intimar con ningún miembro del personal de la empresa. Pero la empresa era todo lo que ella tenía; fuera de ella, no contaba con nadie en quien confiar, que la apoyara. Sin Angelique, Danielle sabía que estaría aislada en su torre de marfil.

Recordó las palabras de Maxwell Padgett cuando le dijo que estaba sola.

–En mi opinión, es una cuestión política.

Danielle bebió un sorbo de zumo de papaya. Doce horas después del whisky seguía doliéndole la cabeza. Doce horas después de que Maxwell Padgett se marchara del despacho seguía hormigueándole el estómago.

Angelique asintió.

–El senador Roberson, durante su campaña electoral, prometió hacer lo posible por proteger esta zona de la costa.

–Sí.

Danielle llevaba meses oponiéndose al senador y a Maxwell. Sin embargo, ahora que había conocido a Maxwell en persona… Se estremeció.

–¿Cómo lo haces? –preguntó Danielle de repente–. ¿Qué haces para atraer a los hombres como las abejas a la miel?

Era una de las habilidades de Angelique, aunque no le duraba mucho ninguna relación.

Angelique se sirvió una taza de café y frunció el ceño.

–¿Por qué quieres saberlo?

–He decidido que quiero uno.

Angelique se quedó inmóvil.

–No lo comprendo, estabas casada con Richard.

–Claro que lo estaba –dijo Danielle–, hace tres años. Eres tú quien no ha dejado de decirme que debería salir más.

–Sí, lo sé, pero… Supongo que me refería a que salieras con amigos. No logro imaginarte con un hombre que no sea Richard.

–Él ya no está –dijo Danielle con voz queda.

Y pensó que jamás había sentido por Richard lo que sentía ahora por Maxwell Padgett. Conoció a Richard un día que él fue a dar una charla a la universidad. Después de la charla, él la invitó a tomar una taza de café y, poco a poco, empezaron un noviazgo que acabó en un matrimonio estable. Él le había enseñado, la había animado y la había admirado, y la había protegido.

Pero esto era diferente.

Esto era… lujuria, pensó Danielle recordando esa sonrisa, esos ojos… Y el corazón empezó a latirle salvajemente.

–De acuerdo, lo comprendo –dijo Angelique–. Al fin y al cabo, aún eres joven.

Danielle miró a su secretaria.

–Vaya, gracias –sólo tenía treinta y seis años.

–¿Te interesa algún hombre en particular?

–Maxwell Padgett.

Angelique volvió a quedarse boquiabierta.

–¿El hombre de los pájaros?

–¿De qué otro creías que estaba hablando? ¿Puedes ayudarme?

–¿Qué es lo que quieres hacer exactamente?