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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Marion Lennox

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Un corazón noble, n.º 1760 - diciembre 2014

Título original: A Royal Proposition

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5585-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

 

Alastair, sé que tú y Belle os queréis casar, pero antes tendrás que casarte con Penny-Rose.

Silencio. Marguerite de Castaliae parecía tan tranquila como si hablara del tiempo, pero Alastair y Belle la miraron como si hubiera dejado caer una bomba.

–¿Qué estás diciendo? –preguntó Alastair. Su Alteza Serenísima, príncipe de Castaliae, se metió las manos en los bolsillos del vaquero desgastado. Cerró los ojos. No necesitaba que su madre hiciera propuestas descabelladas. Tenía demasiado en qué pensar…

Si no conseguía la herencia, el pueblo se enfrentaba a la ruina. Tras meses de esfuerzo no había encontrado una solución. Llevaba desde el amanecer inspeccionando ganado con los agentes de tasación. Al final había tenido que llamar a sus administradores y aceptar su veredicto: no era suficiente. Los bancos no se arriesgarían a financiarlo. Habría que vender el patrimonio.

–¿Casarme con otra persona? Eso es ridículo.

–No es ridículo –sonrió su madre–. Cariño, supongo que quieres ser príncipe.

–¡No! –Alastair se volvió hacia la ventana y miró los jardines del castillo, que se extendían hasta el río–. No –repitió con firmeza–. Louis tenía que heredar todo esto. No yo.

–Pero Louis ha muerto, querido –le recordó Marguerite–. Ni siquiera voy a simular que lo siento, porque hubiera sido muy mal príncipe. Si hubiera heredado…

–Tenía el derecho a heredar.

–Se habría gastado la herencia en alcohol –afirmó su madre–. Era un gandul y un tonto, y está muerto. El título es tuyo, con las responsabilidades que conlleva.

–Nunca lo quise.

–Pero es tuyo –Marguerite miró de su hijo a su futura nuera, pensativamente–. Si lo quieres y si Belle está de acuerdo –su voz se tornó interrogante–. Supongo que a Belle le gustaría ser dueña de este castillo y princesa.

–A Belle no le importan los títulos –refutó Alastair–. Es como yo.

Marguerite no estaba tan segura como su hijo, pero su rostro se mantuvo inexpresivo. El diminuto principado de Castaliae, situado entre Francia y el resto de Europa, aunque poco importante, era un lugar maravilloso donde vivir y reinar. Sabía que la riqueza y el título le resultarían atractivos a Belle, pero tendría que persuadir a su hijo de otra manera.

–Alastair, la gente de aquí te necesita. El país depende de ti.

–Ya hemos hablado de eso.

–Sí, cariño, pero no me escuchas. Si no heredas tú, nadie más puede hacerlo –la verdad era muy dura, y cuanto antes la aceptara su hijo, mejor–. Si no aceptas, dividirán la propiedad y el título desaparecerá. La mayoría de la gente que ha vivido aquí toda su vida perderá su casa. Los turistas comprarán el pueblo y solo vivirán aquí tres o cuatro semanas al año.

–¡No! –gritó Alastair indignado.

–Claro que no. Ninguno de nosotros quiere eso –dijo Marguerite, comprendiendo que empezaba a ganar la partida. Solo veía la espalda de su hijo, pero era lo suficientemente expresiva. Alastair había sido educado para asumir responsabilidades. Y ella tenía la esperanza de que lo hiciera, a pesar de Belle o, quizá, por su causa.

Alastair era un buen hijo del que podía estar orgullosa. Hasta su reciente relación con Belle, se le había considerado uno de los mejores partidos de Europa. Tenía sangre real, había heredado una fortuna y era atractivo desde su infancia. A sus treinta y dos años, su madre, junto con un alto porcentaje de la población femenina, lo consideraba un hombre excepcional.

La trágica muerte de Lissa había hecho que se distanciara del resto del mundo pero eso, en vez de disminuir su atractivo, lo había aumentado. Alastair medía un metro ochenta y cinco y su cuerpo musculoso, firme y bronceado, lo hacía parecer aún más alto. Tenía el pelo negro y los ojos marrones y su amplia y deslumbrante sonrisa había derretido el corazón de muchas mujeres.

Igual que su padre se lo había derretido a ella muchos años antes… Marguerite parpadeó para no llorar y volvió a concentrarse. La emoción no serviría para convencer a Alastair, que se había mantenido emocionalmente distanciado desde la muerte de Lissa, y estaba casi convencida de que Belle nunca se dejaba llevar por la emoción, si es que la tenía.

–Será solo por un año.

–¿Cómo que será un año? –Alastair se volvió hacia su madre con el ceño fruncido–. Hablas como si ya lo hubieras preparado todo.

–Bueno, así es –explicó ella–. Alguien tiene que pensar en el futuro. Tú has estado demasiado ocupado volviendo a ponerlo todo el orden: pagando a los trabajadores, organizando la reconstrucción de los muros, haciendo todo lo necesario tras dos muertes súbitas… y no tienes una perspectiva de conjunto.

–Dámela tú, te escucho –dijo Alastair.

–Nuestros problemas se deben a que el padre de Louis cambiara el testamento. La vida disoluta de su hijo le provocaba pesadillas, así que incluyó la cláusula.

–Eso lo sé –dijo él. Louis se había quejado de eso con frecuencia–. Decretó que, si Louis no se casaba con una mujer de virtud intachable, no podría heredar.

–Sí –Marguerite se esforzó por no mirar a Belle. Lo que tenía que decir no era agradable–. Tu tío no podía predecir que Louis acabaría en la tumba tres meses después que él. El problema es que la cláusula es aplicable a cualquiera que herede el título, es decir, a ti.

–En contra de lo que dicen los abogados –dijo Alastair con un tono de voz casi peligroso–, Belle es una mujer de virtud intachable.

–No, cariño, no lo es –dijo Marguerite. No había forma fácil de expresarlo, pero tenían que enfrentarse a la verdad–. Lo sabes, o no estarías pasando tanto tiempo con los contables. Tus primos están dispuestos a recurrir legalmente para que la propiedad se venda y divida; eso es lo que ocurrirá si te casas con Belle.

–Solo porque Belle haya estado casada antes…

–Y también porque ha tenido aventuras desde que era adolescente –Marguerite miró a Belle y su voz se suavizó–. Lo siento, querida –le dijo–, pero es hora de hablar claro.

–Adelante –dijo Belle. La compañera de Alastair, sentada, tenía las piernas cruzadas con elegancia, y las manos sobre las rodillas. Llevaba puesto un vestido negro muy elegante, y sus larguísimas piernas estaban embutidas en medias de seda. Ladeó la cabeza y su melena caoba brilló al sol; su expresión, más que ofendida parecía calculadora–. No soy una mujer de virtud intachable. Muy bien. No te preocupes por mí.

–Sí me preocupo, cariño –se disculpó Marguerite–. Pero los primos han estado investigando. Parece ser que tuviste una aventura con un hombre casado cuando su mujer estaba embarazada…

–Eso fue hace diez años. No es relevante –el bello rostro de Belle se tensó.

–Los abogados opinan que sí. Si Alastair se casa contigo, no podrá heredar.

–Eso es deplorable –espetó Alastair. Su madre asintió con la cabeza.

–Es deplorable, pero podemos evitarlo.

–¡Voy a casarme con Belle!

–Pero si esperas un poco…

–No.

–Un momento –Belle se puso en pie, se estiró como un gato y fue hacia Alastair. En ese momento Marguerite comprendió la atracción que su hijo sentía por ella.

Alastair no había vuelto a interesarse por el amor desde la muerte de Lissa, pero rara vez le había faltado una compañera. Belle era bellísima, elegante e increíblemente femenina. Hablaba tres idiomas, lo cual era una gran ventaja en un principado fronterizo, y sus dotes sociales eran impecables. Alastair era arquitecto en París y ella era la anfitriona perfecta. Sutil, femenina e inteligente, y había hecho un gran esfuerzo para convencer a Alastair de que el matrimonio les convendría a ambos. Marguerite no creía que pudiera llegar a entenderse con una nuera así.

Pero en ese momento Belle no pensaba en el matrimonio, al menos no en el suyo. Colocó una cuidada mano sobre el brazo de Alastair y miró a Marguerite.

–Cuéntanos tu plan –dijo con voz suave. Marguerite comprendió, triunfal, cuánto deseaba el título.

Casada con Alastair, un arquitecto renombrado en París, tendría buena posición y riqueza, pero quería más. La herencia conllevaba los títulos de príncipe y princesa, y suficiente dinero para vivir a todo lujo durante el resto de su vida. Belle no dejaría escapar esa posibilidad si podía evitarlo. Pero había un inconveniente: «… una mujer de virtud intachable».

–Cuéntanos tu plan –repitió Belle, y Marguerite tuvo que contener un suspiro de alivio.

–Penny-Rose –dijo.

–¿Quién es Penny-Rose? –exigió Alastair.

–La mujer con la que tienes que casarte. Por un año.

 

 

Penny-Rose O’Shea colocó la última piedra con satisfacción. ¡Fantástico! Había tardado toda la mañana en elegir las piedras que constituirían la base de su muro. Era un trabajo gratificador y estaba contenta. Tenía calor. Ya era mediodía y no se había dado cuenta. Alzó una mano para limpiarse el sudor del rostro y sintió cómo se manchaba la mejilla de barro.

No le importó. Estaba haciendo lo que quería hacer. Al final de la tarde estaría aún más sucia y habría terminado la siguiente fila de piedras. Construir muros que duraran mil años no era una ocupación habitual, pero a ella la encantaba.

–¡Penny-Rose! –la voz de su jefe le llegó desde el otro extremo del muro–. Te llaman –señaló el castillo con un dedo–. Los de dentro.

–¿Qué?

–Ya me has oído –el rostro curtido de Bert se arrugó más aún, expresando el mismo asombro que ella–. Alguien ha salido a decir que entraras. Ahora. No hay ningún error.

–¿Quieren que vaya dentro? –Penny-Rose miró a su jefe con incredulidad, y después a sí misma. Llevaba un peto vaquero sucio y los rizos castaños escondidos en una gorra; estaba cubierta de polvo de pies a cabeza–. ¿Por qué?

–Solo sé que quieren que entres –dijo su jefe.

–Bromeas –alzó la vista hasta la mansión ancestral–. Pueden verme asomándose a la ventana –dijo con una sonrisa–. Así no ensuciaré los suelos.

–No te hagas la lista, chica –Bert, que solía ser el más amable de los jefes, parecía perturbado–. No sé lo que quieren, y no me gusta. ¿Quieres que entre contigo?

–Sí, que vaya contigo, Penny-Rose –gritó uno de los trabajadores. Todo el equipo de mamposteros estaba fascinado por el suceso–. Quizá el nuevo príncipe haya decidido incrementar su harén.

–O quizá sea esa Belle. A lo mejor cree que nuestra Penny-Rose es más guapa que ella y ha decidido sacarle los ojos –añadió otro hombre; su comentario fue celebrado con estruendosas carcajadas. Todo el equipo se unió a la conversación. Eran todos hombres, bastante mayores que Penny-Rose, y ella era su protegida.

–¿Cómo iban a saber que nuestra Penny-Rose es más guapa? Nosotros solo la vemos cinco minutos por la mañana antes de que la cubra el polvo –dijo uno.

–Es muy bonita –repitió el primero–. Mucho. Si el príncipe la viera limpia…

–Pero no lo ha hecho.

–Su madre sí.

–Pero no limpia. Además, ¿qué importa eso?

–En serio, quieren verte –Bert cortó las bromas y la miró preocupado–. Hablaste con la anciana, ¿no? ¿No dirías algo que la molestara?

–No –Penny-Rose se limpió las manos en el peto–. Al menos, no lo creo.

Penny-Rose había llegado al castillo con el equipo de mamposteros de Yorkshire hacía seis semanas y había estado muy ocupada. Tras años de descuido, los muros de la zona oeste de los corrales casi se habían derrumbado y, si no arreglaban pronto los muros norte y sur, seguirían el mismo camino. Así que no había tenido tiempo para las relaciones sociales. Solo había mantenido una conversación con la señora del castillo. Marguerite estaba paseando cuando se encontró con la figura agachada que seleccionaba piedras.

–Dios mío, eres una chica –dijo, sorprendida, y Penny-Rose se había reído. Se quitó el gorro y dejó que los rizos cayeran sobre sus hombros.

–Sí, señora.

–¿Formas parte del grupo de mamposteros? –le había preguntado, atónita; Penny-Rose había asentido.

–Pero el equipo es de Yorkshire.

–Ya, pero yo soy de Australia.

–¡Australia! –la mujer frunció los ojos–. ¿Por qué estás aquí?

–Trabajo con los mejores mamposteros del mundo –replicó Penny-Rose con orgullo–. Voy a conseguir el certificado de maestría en mampostería, y después volveré a casa y ganaré mucho dinero –después había mirado el castillo; las torres y almenas de color dorado brillaban con toda su gloria. Sus ojos verdes chispearon al apreciar la belleza que la rodeaba–. Es un trabajo fantástico. Casi me compensa tener que trabajar a la sombra de chabolas destartaladas como esta.

La mujer se había echado a reír, genuinamente divertida. Se había quedado con ella un rato más, intrigada por el trabajo de Penny-Rose. Le hizo varias preguntas, Penny-Rose las achacó a su interés por investigar el pasado de quienes trabajaban en la propiedad de su hijo. Cuando la mujer se marchó, Penny-Rose se sentía como si hubiera hecho una amiga.

Volviendo a la realidad, se preguntó si se había tomado sus bromas en serio. Quizá había decidido que el equipo no debería seguir trabajando en el castillo.

–¿Quieres que entre contigo? –preguntó Bert de nuevo. Era un trabajo importante y ambos sabía que había mucho en juego–. No creo que tengas que preocuparte, pero no se me ocurre por qué podrían necesitarte.

–Dudo que vayan a encerrarme en las mazmorras por insubordinación.

–¿Has sido insubordinada?

–Solo un poco –confesó ella con una sonrisa irónica–. No demasiado.

–Bueno, no lo seas ahora –gruñó él–. Entra ahí, humíllate y di cosas buenas sobre tu jefe. Menos dejar que el príncipe se aproveche de ti, accede a lo que sea. Yo siempre puedo dar marchar atrás después.

Ella pensó que podía despedirla y su risa se apagó. Si tenía que elegir entre Penny-Rose y el equipo, se quedaría el equipo. Se preguntó si había sido descarada. Quizá la aristocracia fuera demasiado sensible. Nunca había aprendido a mantener la boca cerrada, y si había metido la pata, tendría que arreglarlo.

–Si no he vuelto dentro de una semana, pedir que os dejen entrar a las mazmorras –dijo. Miró de nuevo su ropa polvorienta–. ¿Tengo que entrar ahora mismo?

–Ahora mismo –asintió Bert–. Lo que la aristocracia pide, lo consigue.

 

 

Estaban esperándola. Penny-Rose cruzó los jardines hacia la puerta principal del castillo y el jefe de jardineros la acompañó hasta el patio, donde esperaba un mayordomo que sonrió fríamente y la llevó a la casa.

El castillo había sido construido en el siglo XII y cuidado con esmero desde entonces. Castaliae era uno de los pocos países del mundo en los que la familia real nunca había perdido la sucesión directa. Eso había originado una cierta simplicidad: la familia era de Castaliae, la propiedad era Castaliae y también lo era el país. Penny-Rose, al mirar a su alrededor, comprobó otras ventajas de la sucesión continua. Los salones estaban llenos de muebles exquisitos, reunidos a lo largo de más de cien años, en las paredes colgaban tapices fabulosos y todo el castillo resplandecía de luz y color. El sol entraba a raudales por enormes ventanales.

Penny-Rose, admirada, siguió al mayordomo de sala en sala. Para una australiana de veintiséis años todo era nuevo y maravilloso, y casi superó su nerviosismo. La familia la esperaba en al salón principal.

Marguerite, la madre del nuevo príncipe, era la mujer que le había hablado en el jardín y su sonrisa era cálida y le daba la bienvenida.

Después estaba Belle. Aunque no era oficial, se rumoreaba que estaba comprometida con el príncipe. Los chicos habían decidido que era bastante seca, pero eso no les impedía admirar sus puntos buenos. Quizá fuera seca, pero era bellísima. Belle no se movió del asiento y no sonrió.

Y, por supuesto, estaba Alastair, Alastair de Castaliae… Su Alteza Serenísima, si llegaba a heredar. Penny-Rose pensó que tenía aspecto de príncipe. Aunque en ese momento estaba vestido como un granjero, con unas viejas botas y una camisa sucia con los puños deshilachados, seguía siendo guapísimo.

Alastair se puso en pie para saludarla y su impresionante sonrisa la tranquilizó y capturó su atención. ¡Menudo hombre! Penny-Rose nunca había tenido tiempo de tontear con el sexo opuesto, pero no por eso dejaba de apreciar lo que tenía ante los ojos. Y ese hombre era digno de ver: era alto, delgado y de músculos duros, con piernas muy, muy largas…

Penny-Rose se recordó que no era una colegiala. Tenía veintiséis años y demasiadas responsabilidades para distraerse con hombres, ¡menos aún de la realeza! Hizo un esfuerzo para apartar esos pensamientos.

El príncipe, por guapo que fuera, la miraba sin verla. Belle tenía una desagradable expresión calculadora. La única que sonreía de verdad era Marguerite.

–Penny-Rose. Qué alegría. ¿Quieres sentarte?

–Hum… Me temo que dejaría una firma –miró el elegante sofá color crema y contuvo las ganas de reírse. Alastair la miró con aprecio–. Si no le importa, señora, estoy bien de pie. Si me dice lo que quiere, me marcharé antes de mancharlo todo.

–Pero necesitamos conocerte –dijo Alastair, con voz de no creerse sus propias palabras.

–No necesitan conocerme, y no estoy vestida de forma adecuada –Penny-Rose movió la cabeza. Antes de entrar se había quitado la gorra y los rizos rebotaron sobre sus hombros, soltando una nube de polvo. Sabía que estaba siendo descarada, pero se sentía en desventaja. Belle la observaba como si fuera un insecto interesante y a Penny-Rose no se le daba bien hablar con gente de mejor posición social que ella.

–Solo un minuto –la voz de Alastair sonó rasgada y ella lo miró insegura, preguntándose qué le ocurría.

–Mi jefe puede hablarles de mí –lo desanimó ella–. ¿O es que pretenden conocer mejor a todo el equipo? –si ese era el plan, no le gustó. Se sentía más y más como un insecto que formara parte de una colección.

–No, pero… –empezó Marguerite.

–Contémosle lo que queremos –dijo Alastair con pesadez–. No la confundamos más –sus ojos no habían dejado de admirar el rostro de Penny-Rose y tampoco lo hicieron en ese momento.

Penny-Rose pensó que parecía agradable, aunque también exhausto y crispado. Tenía la voz profunda, grave y suave, y sonaba como si estuviera preocupado por ella. Su inglés era excelente, aunque eso seguramente se debía a que su madre era inglesa.

–Iré al grano –dijo, hablando lentamente, como si midiera cada palabra–. Lo que mi madre desearía saber, lo que todos queremos saber, es si podríamos convencerte para que te casaras conmigo.

Durante un largo momento, nadie se movió. Ella los miró uno a uno, escrutando sus rostros. ¡Tenían expresión de que hablaba en serio!

–Estás de broma –dijo por fin. Su voz sonó aguda como un chillido. Tosió y probó de nuevo–. Estás de broma, ¿no?

–No estoy de broma –la tensión de su rostro se acrecentó–. ¿Bromearía sobre algo tan serio?

–Ya, claro –ella entrecerró los ojos–. ¿Has dicho casarme?

–He dicho casarte.

–Entonces os estáis riendo de mí o estáis mal de la cabeza –dijo sin rodeos–. En cualquier caso, no creo que deba quedarme –les lanzó una última mirada–. Yo… encontraré la puerta sola.

No esperó una respuesta; salió de la sala y del castillo sin volver la vista atrás.

Capítulo 2

 

El príncipe la encontró una hora después. Penny-Rose había vuelto a incorporarse al trabajo. Estaba eligiendo piedras cuando Alastair apareció a su espalda, sobresaltándola. Su voz sonó profunda, suave y tranquila, como si no hubiera distancia entre ellos.

–¿Por qué te llaman Penny-Rose? ¿Por qué no Penélope o Penny? ¿O Rose?

Como pregunta, era bastante intrascendente, pero la situación era ridícula. Ella se apoyó en los talones y lo miró fijamente. El que llevara la camisa desabrochada y el sol brillara en los sedosos rizos de vello de su pecho no la ayudó lo más mínimo. Penny-Rose se recordó que debía controlar sus hormonas.

–Bert dice que no debo volver a confraternizar con las clases superiores –dijo francamente–. Ya habéis hecho vuestra broma. Si quieres algo más, pídeselo a Bert. Vete –dijo ella, viendo que su jefe se levantaba. Al principio no se había creído su relato, pero luego se había indignado.

–Es una broma –había dicho Bert–. Es una pena que no estemos en Inglaterra, hablaría con el sindicato.

Pero estaban en un diminuto principado donde no existían las reglas normales, y si Bert quería que su equipo conservara el contrato, tenía que morderse la lengua y pedirle que siguiera con el muro, como si no hubiera ocurrido nada.

–Pagan muy bien, chica –le había dicho–. Mejor que nadie. Y ha sido muy caro venir hasta aquí. Aguantaremos si podemos, por el bien del equipo, pero no vuelvas a acercarte a ellos. Sigue trabajando y olvídalo.

Ella había accedido. Para Bert había sido un esfuerzo contratar a una aprendiz femenina, y ella no quería causarle problemas. Pero el extraño príncipe insistía en molestar.

–Vete –dijo, volviendo a concentrarse en sus piedras. Intentó colocar una cuña entre dos bloques, sin mirarlo. Agradeció oír los pasos de Bert y seguidamente su acento de Yorkshire.

–Le agradecería que hable conmigo si desea transmitirle algo a los trabajadores, señor –la actitud de Bert era respetuosa, pero su tono duro.

Ella se atrevió a alzar la vista y vio, con sorpresa, que Alastair se pasaba los dedos por el revuelto cabello negro. Eso gesto lo hizo parecer tan desconcertado como se sentía ella. Mucho menos príncipe y más humano. Sus hormonas se dispararon; Penny-Rose se ordenó concentrarse en el trabajo y no volver a mirar.

–Tengo que hablar con Penny…

–Penny-Rose no va a hablar con usted. Ha oído lo que tiene que decirle y no tiene sentido. Déjela en paz.

–No le estoy haciendo proposiciones indecentes.