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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Karen Rose Smith

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Sentimiento de culpa, n.º 1267 - octubre 2014

Título original: Doctor in Demand

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5589-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

 

El paisaje de Nuevo México debería capturar el interés de Dane Cameron. Había estado allí una vez, cuando asistió a una conferencia, pero apenas salió del hotel. Era como si hubiera pasado un siglo desde entonces; cuando tenía una vida, una esposa… un hijo.

Eran las cinco de la tarde, pero el sol seguía ardiendo sobre el horizonte turquesa. Pasó por delante de la comisaría, atravesó una plaza y detuvo el coche unas manzanas más adelante. A la derecha estaba el cartel de la clínica de Red Bluff. En el aparcamiento, un jeep y un utilitario de color negro.

Esperaba que la clínica estuviera abierta para echar un vistazo a lo que pronto sería su lugar de trabajo. Lo sorprendía ese interés, después de vivir dos años como si fuera un autómata.

Mientras se dirigía a la puerta, comparó el paisaje con el del norte, al que estaba acostumbrado. En lugar de campos de hierba, había piedras y cactus con florecitas rojas sobre la tierra seca.

El vestíbulo de la clínica estaba decorado con antiguos muebles castellanos, la herencia española en Nuevo México, y algunos objetos de cerámica india. Pero no había nadie en recepción.

Dane atravesó el pasillo y se dirigió hacia una habitación en la que oía voces. Cuando asomó la cabeza, vio a una joven de bata blanca y estetoscopio hablando con una señora mayor.

¿Sería la doctora Youngbear?, se preguntó, sorprendido por su exótica belleza. Tenía el pelo negro como ala de cuervo, sujeto en una trenza que le caía hasta la mitad de la espalda, los pómulos altos, la nariz recta y los labios carnosos. Bajo la bata blanca, podía distinguir unos pechos altos y unas caderas redondeadas.

Recordaba la voz ronca de María Youngbear cuando habló con ella por teléfono y recordaba haberse preguntado cómo sería físicamente. Si aquella era la doctora con la que iba a trabajar… su cuerpo empezaba a emitir señales que no había emitido en dos largos años.

Antes de que Dane pudiera absorber el impacto de aquel sorprendente deseo sexual, de repente hubo una conmoción en la sala de espera.

—¡Doctora Youngbear! ¡Venga, por favor!

Dane volvió al vestíbulo y vio a dos hombres de uniforme. El más joven tenía la cara muy colorada y los labios hinchados.

—Le ha picado una avispa. Dice que no puede tragar.

Aunque Dane era cardiólogo, recordaba su entrenamiento en medicina general y después de un rápido examen descubrió que el hombre sufría una reacción alérgica.

En ese momento, apareció la doctora Youngbear.

—¿Qué pasa, Rod?

Antes de que el joven pudiera contestar, intervino Dane:

—Soy Dane Cameron. Tenemos un paciente con reacción alérgica a una picadura de avispa. Necesita epinefrina subcutánea y Benadril…

María lo miró con sus ojos de color ámbar antes de volverse de nuevo hacia el joven.

—Vamos a mi consulta.

Dane los acompañó y mientras la joven doctora preparaba la inyección, él maldijo en silencio por no poder doblar bien los dedos de la mano derecha.

Unos minutos después, cuando la inyección empezaba a hacer efecto, volvió a examinar al paciente.

—¿Cómo se encuentra?

—Mejor —contestó Rod—. Ahora puedo tragar saliva, pero la picadura me duele mucho.

—Te pondremos una compresa fría para aliviar el dolor. ¿Qué prefieres, quedarte en la clínica o ir al hospital?

Dane sabía que no había hospital en Red Bluff, de modo que si esa era su elección, deberían trasladarlo a Albuquerque.

—Prefiero quedarme aquí.

—¿Se va a poner bien? —preguntó Wyatt Baumgardner, su compañero.

—Lo ha traído justo a tiempo. Mañana estará estupendamente.

—Doctor Cameron, ¿puedo hablar con usted en el pasillo? —le preguntó entonces la joven doctora, que había estado observándolo con expresión no muy alegre.

—Sí, claro.

Una vez en el pasillo, la joven lo miró de arriba abajo.

—Muy bien, doctor Cameron, ya veo que es capaz de hacerse cargo de una urgencia. Pero la próxima vez que ocurra algo así, le sugiero que consulte conmigo antes de examinar a uno de «mis» pacientes —le dijo, con los labios apretados—. Ahora tengo que atender a la señora Taylor, pero dentro de diez minutos le enseñaré la clínica. A menos que decida visitarla por su cuenta. Si necesita algo, pídaselo a Joan, la enfermera.

Y después de decir eso, entró en la consulta y cerró la puerta.

Dane se quedó atónito. Obviamente, estaba enfadada. ¿Por qué? ¿Por hacerse cargo de una situación urgente?

Él, al contrario que muchos de sus colegas, nunca se había creído un dios. Conocía muy bien sus limitaciones, pero si María Youngbear pensaba que iba a consultarle cada uno de sus movimientos, había contratado al médico equivocado.

Mientras esperaba, Wyatt y Rod le contaron todo lo que había que saber sobre Red Bluff. Y poco después, la puerta de la consulta se abrió y María Youngbear salió de ella, charlando con su paciente.

—La doctora ha terminado su consulta —le informó una joven enfermera.

Dane entró en el despacho, donde María estaba tomando notas. Se había quitado la bata y la sedosa trenza caía sobre una camisa de color rojo.

—¿No sería más fácil usar una grabadora?

Ella levantó la cabeza.

—Entonces tendría que dictar las notas, además de pasarlas al ordenador.

—Su secretaria podría…

—No tengo secretaria, doctor Cameron —lo interrumpió ella—. Betsy Fulton es la recepcionista y tiene mucho trabajo. Joan sustituye a Allison, la enfermera diplomada, que está de baja por maternidad. Ese es todo el personal de la clínica —añadió, señalando un escritorio al otro lado del despacho—. Y ese es su escritorio.

Dane miró alrededor. Dos escritorios, un sofá de cuero y una estantería llena de libros.

—¿Solo hay un despacho para los dos?

María se echó hacia atrás en el sillón, suspirando.

—Esta es una clínica pequeña, doctor Cameron. Si necesitaba un despacho para usted solo, ha venido al sitio equivocado.

Mientras se miraban, en silencio, Dane descubrió dos cosas: María Youngbear lo afectaba como no lo había afectado ninguna mujer en dos años. Pero estaba enfadada con él y empezaba a entender por qué. Aquel era su territorio y él era un invasor. Estaba molesta porque había intentado usurparle el poder. Y quizá no era la primera vez que le pasaba.

—No he venido a Red Bluff para tener mi propio despacho. Como le expliqué por teléfono, quería un cambio. Si antes la ha molestado mi actitud, lo siento. Pero no debería disculparme por actuar rápidamente en una situación de urgencia.

Los ojos femeninos se oscurecieron durante un segundo, pero luego sonrió.

—¿Por qué no empezamos otra vez? Soy María Youngbear. Bienvenido a Red Bluff, doctor Cameron.

Dane estrechó la mano femenina, sonriendo.

Durante la entrevista telefónica, le contó que había sufrido daños en los tendones de la mano derecha a causa de un accidente, pero eso no había parecido importarle.

—Como le dije, puedo usar la mano izquierda casi tan bien como la derecha —le aseguró de nuevo—. En el quirófano, necesitaría las dos. En una clínica de medicina general, no tendré ningún problema.

—¿Ha hecho rehabilitación? —preguntó ella, observando la cicatriz que iba desde los dedos hasta la muñeca.

—Me operaron. Eso fue suficiente.

Esperaba que no quisiera seguir hablando del tema. Aquel accidente le había robado a su esposa y a su hijo… y le había costado su carrera. Era demasiado doloroso.

—¿No quiere volver a practicar su especialidad?

—He aceptado un puesto de medicina general y eso es lo que pienso hacer.

Cuando María lo entrevistó por teléfono, él le había dicho que quería ir a Red Bluff para hacer un cambio en su vida. Aunque su innata curiosidad le pedía detalles, tuvo la consideración de no hacer preguntas. Después de todo, contratar al doctor Cameron era un lujo. Solo otro médico había solicitado el puesto, pero en cuanto le habló del sueldo, se echó para atrás. A Dane Cameron, en cambio, no parecía importarle el dinero.

Pero después de conocerlo, se daba cuenta de que aquel deseado cambio en su vida era solo la punta del iceberg.

Cuando miró los ojos azules del hombre se sintió violenta por la turbulencia que había en ellos.

Nerviosa, María miró su reloj. Tenía que recoger a su hija en el rancho de sus padres y llegaba tarde. Afortunadamente, ellos entendían que el horario de un médico es variable. Y afortunadamente, a Sunny le encantaba estar con sus abuelos.

—Puedo enseñarle la clínica, si le parece. Pero después debo ir a buscar a mi hija y arreglarme para la fiesta de despedida del doctor Grover. Es el médico al que usted reemplazará. Joan se quedará con Rod esta noche.

—Puedo quedarme yo.

María se preguntó si quería quedarse porque no sabía qué hacer en un sitio en el que no conocía a nadie.

—Según el contrato, no debería empezar a trabajar hasta el lunes.

En realidad, ella misma necesitaba un poco de tiempo para acostumbrarse a trabajar con aquel colega tan… atractivo.

—¿Qué edad tiene su hija? —preguntó él entonces.

—Dos años y tres meses —sonrió María. Dane miró su dedo anular, algo que a ella no le pasó desapercibido—. Estoy divorciada.

Se encontraba incómoda al lado de aquel hombre de metro ochenta y cinco, hombros anchos, cabello rubio y ojos azules. Pero no sabía por qué.

—Supongo que la visita a la clínica puede esperar hasta el lunes. ¿Podría darme el horario de trabajo?

—Por supuesto.

María se sentía en desventaja, sentada mientras él permanecía de pie. Instintivamente, sabía que compartir despacho con aquel hombre no sería como compartirlo con su antiguo colega. Había tal intensidad en él que el aire parecía cargado de tensión.

Pero debería invitarlo a la fiesta de despedida de Sam Grover. Era lo más lógico si iba a ocupar su puesto.

—La despedida del doctor Grover tendrá lugar esta tarde en la cafetería del instituto. Si le apetece venir…

Dane se metió el horario en el bolsillo de la chaqueta.

—No me gustan las fiestas.

—Sería una buena oportunidad de conocer a la gente de Red Bluff. Este es un pueblo muy pequeño y todo el mundo se conoce.

—Y usted piensa que sería buena idea que apareciese por allí.

—Puede que así la gente se sienta más cómoda con su nuevo médico.

Él pareció pensárselo un momento.

—Quizá tenga razón.

—Si decide acudir, es a las ocho. ¿Dónde se aloja?

—En el hotel Sagebrush, pero tengo que buscar apartamento. ¿Puede sugerirme algo?

María vivía a pocas manzanas de la clínica y el apartamento de al lado estaba vacío… pero no sabía si era buena idea vivir tan cerca de aquel guapo colega. Un hombre que, curiosamente, despertaba en ella sentimientos que creía olvidados. Sería mejor mantener las distancias, se dijo.

—Preguntaré por ahí.

Dane asintió. En ese momento, se fijó en la fotografía que había sobre el escritorio.

—¿Es su hija?

—Sí.

—Es preciosa.

Los ojitos de Sunny, el pelo castaño ondulado y la sonrisa angelical siempre la hacían sonreír.

—Sí, es verdad. No sé qué haría sin ella.

Cuando lo miró, se dio cuenta de que su expresión se había endurecido. Según su currículum tenía cuarenta años, pero en aquel momento parecía mayor.

—Bueno, me marcho. Si no nos vemos antes, estaré aquí el lunes a las ocho.

—Muy bien.

Dane salió del despacho. Y cuando cerraba la puerta, María tuvo la premonición de que su vida acababa de complicarse.

Pero haría todo lo posible para que eso no ocurriera.

 

 

Eran casi las ocho y media cuando Dane entraba en la cafetería del instituto. Lo había decidido a última hora. Ser uno de los dos médicos de Red Bluff significaba conocer a los vecinos del pueblo.

Se decía a sí mismo que había ido por sentido del deber, pero no podía evitar mirar alrededor, buscando a María Youngbear.

Enseguida se dio cuenta de que estaba fuera de lugar. Su impecable traje de chaqueta azul llamaba la atención entre la gente vestida con vaqueros o pantalones cortos.

Al fondo de la cafetería había una pancarta que decía: «Buen viaje, doctor Grover» y la gente bebía y charlaba animadamente.

Dane se sentía extraño. Solía acudir a fiestas en Nueva York, pero nunca con los que serían sus pacientes. La mayoría de las fiestas eran elegantes reuniones sociales que tenían como objeto recaudar fondos para una u otra causa benéfica.

Y Ellen siempre estaba a su lado.

Intentando no recordar, se acercó a la mesa de los refrescos. Una copa lo animaría, pensó. En ese momento, por el rabillo del ojo vio una hermosa mata de cabello negro.

María tenía un pelo precioso. Y con aquella blusa blanca y la falda de flores estaba guapísima. Era una mujer vibrante, llena de vida… y muy femenina.

¿Lo afectaba tanto porque había estado prácticamente encerrado en casa desde el accidente?, se preguntó.

Como si hubiera sentido su mirada, María se volvió hacia él y, por un momento, Dane se quedó sin aire.

Pero entonces una niña se abrazó a sus piernas y ella la tomó en brazos, riendo.

Dane recordó entonces cuántas veces había tenido a Keith en brazos… recordó demasiadas cosas que intentaba desesperadamente olvidar.