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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1997 Kathleen Shannon

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Camino del olvido, n.º 1231 - febrero 2015

Título original: Found: One Father

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5784-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Publicidad

Capítulo 1

 

 

Salieron de casa con normalidad, disimulando delante de la niñera; pero una vez en el coche, sus forzadas sonrisas se derrumbaron, sobrecogidos por el agotamiento emocional que sufrían desde la noche anterior, la peor noche de sus vidas.

Al menos, para Jill, lo había sido. Sin embargo, no estaba segura respecto a su marido. Miró a Aiden de soslayo y la molestó su inescrutable expresión.

–¿Te importa si pongo la radio? –preguntó él con fría cortesía.

–No, en absoluto.

Al cabo de unos segundos, una música sinfónica inundó el espacio del interior del poco práctico coche deportivo, el coche que Aiden compró cuando ella estaba embarazada… lo había hecho a propósito, a Jill no le cabía duda de ello.

De haber tenido elección, Jill habría preferido llevar el coche grande, ya que tenía intención de hacer unas compras después de dejar a Aiden en el aeropuerto. Pero el vehículo con tracción de cuatro ruedas estaba en el garaje pasando una revisión.

Al salir de la moderna urbanización a orillas del lago entraron en una pequeña carretera que llevaba directamente al aeropuerto municipal en las afueras de Wellington, el elegante barrio residencial de Boston en el que vivían desde que se casaron tres años atrás. Desde el este, los rayos del sol de abril se filtraban a través de las ramas desnudas en la arboleda.

–No tenemos mucho tiempo para acabar con este asunto, Jill –dijo Aiden con su acostumbrada profunda y bien modulada voz.

Volviendo la cabeza hacia él, Jill casi se echó a reír. ¿Acabar con este asunto? Aiden hablaba como si estuviera al final de una reunión de negocios.

–¿A qué te refieres exactamente?

–Por ejemplo, a los abogados. Te agradecería que no hicieras nada hasta mi regreso.

Durante un momento, Jill recuperó la esperanza; cosa completamente irracional, ya que había sido ella quien iniciara el día anterior la confrontación con su marido. Sin embargo, Aiden añadió inmediatamente:

–Podemos ir juntos a ver a Mark Hillman. Él ha sido siempre quien se ha encargado de nuestros asuntos, y no veo la necesidad de acudir a un desconocido.

Jill tragó saliva. Sintió ganas de llorar.

–Estoy de acuerdo. Además, no creo que vayamos a pelearnos por nada… –Jill se interrumpió un segundo–. Supongo que no vas a solicitar la custodia de Maddy, ¿verdad?

Aiden tensó la mandíbula; sin embargo, no perdió la compostura al contestar:

–No. ¿Qué hay de la casa?

–Es tuya, tú la elegiste y tú has pagado la hipoteca. Yo me marcharé inmediatamente.

Jill ni siquiera quería estar en esa casa, aunque no porque no le gustara. No obstante, durante el último año, había pasado allí demasiado tiempo y sola. Le traía malos recuerdos.

–Yo tampoco quiero estar ahí –dijo Aiden–. Como comprenderás, no necesito diez habitaciones. Así que, si quieres quedarte…

–No. Me marcharé inmediatamente.

–No es necesario que te vayas tú, yo me marcharé inmediatamente después de volver del viaje. Tengo más movilidad que tú y la niña.

Jill no se dejó engañar. Alguien ajeno a la situación interpretaría la actitud de Aiden como un gesto generoso, pero ella sabía a qué se debía: su marido estaba deseando irse de casa.

–Tómate el tiempo que necesites para mudarte –dijo él–. Quédate si quieres hasta que se venda la casa. A propósito, ¿adónde vas a ir?

–No estoy segura. Lo más posible es que vuelva a casa, a Ohio.

Aiden asintió.

–Lo suponía.

–¿Y tú? ¿Adónde vas a ir tú?

–Lo más seguro es que vuelva a Shawmut Gardens –Aiden se refería al edificio de apartamentos en el que había vivido hasta que se casaron–. Me gusta vivir ahí.

La actitud de Aiden era desapasionada, carente de emoción. A Jill le pareció que estaba hablando con un autómata. Si a su esposo le afectaba la separación, lo estaba disimulando muy bien, como siempre. Aiden tenía una gran facilidad para ocultar lo que era importante y personal. Incluso la noche anterior, cuando ella se vio reducida a un manojo de desesperación y nervios, él ni siquiera discutió ni se mostró disgustado. Quizá el asunto no tuviera importancia para él.

Aiden aminoró la velocidad al cruzar las puertas del aeropuerto. Cuando giró el coche, los rayos del sol le iluminaron el rostro, y a Jill le dio un vuelco el corazón.

A los treinta y un años, Aiden era extraordinariamente guapo: un hermoso rostro varonil unido a un cuerpo atlético y grácil. Era la clase de hombre que hacía que las mujeres volvieran la cabeza para mirarlo. Por las mañanas, recién afeitado, vestido y listo para enfrentarse al mundo, Aiden era irresistible.

Ese día llevaba su Pierre Cardin gris marengo, con una camisa gris claro.

Los ojos de Jill recorrieron las facciones de su marido: cejas oscuras y penetrante mirada azul adornada con negras y espesas pestañas, nariz aguileña, boca sensual, fuerte mandíbula y un hoyuelo en la barbilla…

¡Cielos! ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba tan obsesionada con él? Enfadada consigo misma por ser tan vulnerable respecto al hombre al que ya no amaba, giró la cabeza y miró por la ventanilla.

–Lo único que quiero es lo que sea necesario para el bien de Maddy.

–Entiendo, te refieres al mantenimiento de la niña. Y, por supuesto, cumpliré con mis obligaciones –Aiden llevó el coche al pequeño aparcamiento–. ¿Y tú?

En ese momento, Aiden paró el vehículo.

–¿Yo?

–Sí, tú. Me refiero a pasarte una pensión.

Jill respiró temblorosamente.

–Yo no quiero nada para mí. Tengo un título y alguna experiencia profesional, así que me buscaré un trabajo.

Aiden apoyó los brazos en el volante y, con mirada perdida, clavó los ojos en el horizonte.

–No deberíamos hablar de dinero todavía, eso es asunto del abogado.

–Sí, es cierto.

–En fin, no te preocupes de eso ahora. Mark se encargará de todo. Iremos a verlo en el momento en que yo regrese del viaje.

–De acuerdo.

Jill miró al reloj en el panel del coche. El tiempo pasaba con rapidez; sin embargo, ninguno de los dos se movió.

Con una expresión pensativa, Aiden dijo:

–Jill, voy a hacerte una pregunta tonta, pero creo que debo hacerla. ¿Estás segura de que es esto lo que quieres?

Jill pensó en lo cómodo que sería responder negativamente. Por doloroso que su matrimonio se hubiera tornado, se sentía segura en él. Vivir sola, social y económicamente, era algo aterrador.

Pero Jill recordó el dolor, la soledad y la humillación a la que se había visto sometida durante los últimos diecinueve meses; y, sobre todo, pensó en Maddy. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por su hija.

Alzando la barbilla, Jill contestó:

–Sí, no veo otra alternativa. Así no vamos a ninguna parte, Aiden. Tú casi nunca estás en casa y, en las raras ocasiones en las que estás, es como si no estuvieras.

Transcurrieron unos segundos de tenso silencio.

–Jamás habría imaginado que perderme el cumpleaños de la niña podía conducir a esto –dijo Aiden por fin con una amarga carcajada.

–No se trata de una niña cualquiera, Aiden, y no era cualquier cumpleaños. Era su primer cumpleaños. Y no trates de reducir nuestros problemas a un solo incidente. Lo del cumpleaños ha sido la gota que ha colmado el vaso y lo sabes perfectamente –respondió ella con voz temblorosa.

Aiden apoyó la cabeza en la ventanilla.

–¿Puedo hacerte una pregunta? Solo por curiosidad.

–¿Qué?

–¿Estás viéndote con otro hombre?

Jill lanzó una carcajada de incredulidad.

–Sí, naturalmente. Nos vemos cuando Maddy está durmiendo y entre una colada y otra.

–Eres tú quien insiste en lavar la ropa, Jill. La mujer de la limpieza podría…

–No me estoy quejando de tener que hacer la colada –Jill cerró los ojos momentáneamente–. Pero tu acusación…

Jill no pudo encontrar palabras para expresar su frustración.

–A juzgar por lo mucho que te estás viendo con ese amigo tuyo, Eric Lindstrom, no creo que puedas echarme en cara que pregunte.

Jill abrió los ojos.

–Eric es solo un amigo.

–Bien, de acuerdo. No tiene sentido que pida una explicación a pesar de que, cada vez que vuelvo a casa, lo encuentro cómodamente sentado en el sofá del cuarto de estar.

–Aiden, para ya. Eric no tiene nada que ver con esto.

Nada, pensó Jill, a excepción de que era la única persona con la que reía y podía compartir la felicidad de criar a un hijo. No lograba recordar ni un solo momento en el que Aiden y ella hubieran hecho algo semejante.

Inesperadamente, una profunda tristeza la embargó.

–Aiden, no quiero que nos peleemos. No quiero que nos despidamos así.

–Yo tampoco –Aiden se miró el reloj–. Escucha, aún tengo que comprar el billete. ¿Te importaría que continuáramos con esto dentro de la terminal?

Jill asintió y abrió la puerta. Las piernas le temblaron cuando se puso en pie.

Aiden sacó su impresionante cuerpo de un metro ochenta y tres centímetros del coche. Sacó su equipaje y cerró el coche.

El aire era fresco y contenía fragancia de narcisos, de hierba y de los árboles del entorno. A Jill le encantaba la primavera; pero aquella mañana, fue incapaz de disfrutar de ella.

Echaron a andar hacia la terminal; ella, en su acostumbrado e informal atuendo deportivo, Aiden enfundado en su exquisito traje. Jill se miró los pies, sus zapatillas de deporte, esforzándose por mantener el paso de Aiden. A intervalos regulares, Jill lo miraba; él no volvió la cabeza ni una sola vez.

Dentro del edificio, Aiden dejó su bolsa encima de una silla y el portafolios en el suelo.

–Cuida de esto un momento, ¿de acuerdo?

Jill asintió y tomó asiento mientras su marido se acercaba al mostrador de venta de billetes.

El aeropuerto de Wellington ofrecía un servicio de corto recorrido; sus clientes, fundamentalmente, eran hombres de negocios que volaban a Hartford, Albany o Nueva York, siendo este último el destino de Aiden ese día. Para recorridos más largos, Aiden salía del aeropuerto Logan International; pero siempre que le era posible utilizaba Wellington.

Aiden se metió el billete en el bolsillo interior de la chaqueta y volvió junto a Jill. Se sentó a su lado. Permanecieron en silencio durante unos momentos, como extraños, pensó ella con angustia.

Aiden fue quien rompió el silencio.

–Escucha, Jill, cuando vuelva, a pesar de las buenas intenciones que tenemos, supongo que saldrán recriminaciones y demás. Por eso, prefiero decirte ahora que jamás pensé que llegaría a pasarnos esto. Cuando nos casamos, fui totalmente sincero cuando dije: «hasta que la muerte nos separe».

Jill asintió mirándose las rodillas, los ojos le quemaban. Inesperadamente, Aiden le rozó la mejilla y, con suavidad, le volvió el rostro para que lo mirara. Y ella se inclinó hacia él.

–Siento no haber podido cambiar –susurró Aiden.

¿Podido?, pensó Jill. ¿Lo había intentado?

La idea le endureció el corazón de nuevo y apartó el rostro de él.

–No estoy enfadada, solo triste de que hayamos llegado a este punto.

–Y yo –Aiden, recostándose en el respaldo de la silla, suspiró–. Pero, como tú bien has dicho, somos dos personas muy diferentes. Queremos cosas distintas de la vida. No es culpa de ninguno.

Jill no estaba segura de eso, pero no quería empezar a discutir de nuevo.

–Es mejor así, ahora que Maddy todavía es demasiado pequeña para sufrir.

–Sí, tienes razón –como siempre, Aiden dispuesto a mostrarse de acuerdo con ella. A Jill le dolió inmensamente que su marido no pusiera ningún obstáculo a la disolución de su matrimonio.

Por los altavoces, una voz pidió a los pasajeros del vuelo de Aiden que se dispusieran a abordar. A Jill le dio un vuelco el corazón.

–Será mejor que te vayas.

–Sí –Aiden se levantó y ella lo imitó.

Una incómoda sensación se apoderó de ambos.

Normalmente, se besaban antes de que él se marchara. Normalmente, Aiden le decía que la llamaría por teléfono. En esta ocasión, ni besos ni promesas de llamadas. De repente, una absoluta tristeza se apoderó de Jill.

No, no iba a derrumbarse. Tomó aliento, soltó el aire despacio y se dijo a sí misma que se sentía más fuerte.

–Bueno, tengo que marcharme ya –Aiden agarró su bolsa y el portafolios–. ¿Estarás bien?

–Sí, claro –Jill forzó una sonrisa.

Aiden dio un paso atrás y recorrió el cuerpo de su esposa con los ojos; durante un segundo, Jill pensó que, por fin, había emoción en la expresión de Aiden. Pesar.

Temiendo hacer algo que la pusiera en evidencia, Jill dijo rápidamente:

–Adiós, Aiden.

El apretó los labios, asintió y se dio la vuelta. Unos momentos después, había desaparecido y Jill se sintió inmensamente desolada.

En vez de marcharse, Jill se acercó a las cristaleras desde las que se veía el avión. Aiden estaba subiendo la escalerilla, con su oscuro cabello brillando bajo el sol matutino. En la puerta del avión, una azafata le dijo algo y rio, algo que Jill no pudo oír, pero que comprendía perfectamente: la reacción primitiva de una mujer a Aiden.

Entonces, Aiden entró en el interior del aeroplano y desapareció de su vista.

–Adiós, Aiden –susurró ella.

Jill se metió las manos en los bolsillos y bajó la cabeza. Acababa de cerrarse un capítulo de su vida.

Debía marcharse, pensó. Debía ir a hacer la compra y a ayudar a la señora O’Brien. Quizá debiera llamar a su madre también para referirle lo que pasaba en su matrimonio.

Jill lanzó un gruñido para sí misma. Temía oír las palabras que sabía que iba a oír: «¿Qué te dije yo?».

Las puertas del avión se cerraron y los motores empezaron a rugir. Y Jill continuó mirando, a pesar de que su mente había viajado tres años en el pasado, a la tarde en la que llamó a casa para decir que se iba a casar.

–Pero Jill, a parte de ser tu jefe, ¿quién es ese hombre? –dijo la voz de su madre, llena de dudas–. ¿Cómo puedes decir que lo conoces? Solo llevas saliendo con él dos meses.

Claro que lo conocía. Aiden Morse era el hombre más atractivo, más dinámico, más respetado y más inteligente que había conocido en su vida.

–¿De dónde es? ¿Quiénes son sus padres?

Jill le refirió a su madre lo que sabía de él, que no era mucho, pero lo suficiente para satisfacerla: Aiden era de Oregón, hijo único y sus padres habían fallecido. Había ido al Este para estudiar en la universidad y, cuando se licenció, le ofrecieron un trabajo en una empresa de electrónica.

–Pero, Jill, debe de tener familiares –insistió Mildred Kruger al enterarse de que nadie de Oregón iba a ir a la boda. La familia era algo sagrado para la madre de Jill.

–Eso me da igual, mamá. Me voy a casar con él, no con su familia.

Jill continuaba con los ojos fijos en el avión, pero continuaba ensimismada en sus pensamientos, en el día en que, no mucho después de la boda, su madre empezó a mostrar su deseo de tener nietos y Jill no tuvo más remedio que ser franca con ella.

–¡Oh, Jill! Cuando te casaste, ¿sabías que Aiden no quería tener hijos?

Sí, lo sabía. Aiden siempre había sido sincero con ella, desde el principio.

–¿Qué clase de hombre es el que no quiere tener hijos? –continuó su madre. Con un esposo tan inmerso en la vida familiar como era el padre de Jill, Mildred no podía imaginar nada distinto.

Jill trató de explicar. Tener hijos no encajaba en la vida de Aiden. Él tenía como objetivo llegar a lo más alto en ABX Industries, y quería lograrlo, como máximo, a los treinta y cinco años; el año en el que Greg Simmons, presidente de la compañía, iba a jubilarse. Aiden no quería emplear su tiempo en criar hijos. Como uno de los más activos vicepresidentes de ABX, Aiden trabajaba doce horas al día con frecuencia y pasaba tanto tiempo de viaje como en casa. Lo que le preocupaba, explicó Jill a su madre, no eran las repercusiones que los hijos podrían tener en su vida, sino al contrario, cómo repercutiría en la vida de sus hijos la vida que él llevaba. Aiden creía que un niño merecía más que lo que él podía dar.

Jill podría haber relatado otra razón por la que Aiden no quería tener hijos: él había pasado su infancia y adolescencia entre su madre y su padre, divorciados. No, Aiden no tenía buenos recuerdos de su niñez.

Cuando su madre insistió en que no comprendía, Jill respondió:

–Hay mucha gente que no tiene hijos, mamá. ¿Por qué te cuesta tanto aceptar que Aiden sea uno de ellos?

Incluso ahora, tres años después, la respuesta de su madre seguía tocando un punto débil en ella:

–Porque está casado contigo.