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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Elizabeth Lane

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Seducción en África, n.º 2025 - febrero 2015

Título original: A Sinful Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5804-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Publicidad

Capítulo Uno

 

San Francisco, California, 11 de febrero

 

Cuando pasó de página y leyó el titular, Cal Jeffords sintió como si le hubiesen pegado una bofetada: «Dos años después, la viuda y el dinero siguen sin aparecer».

Cal soltó un improperio y estrujó la hoja del periódico. Lo último que necesitaba era que le recordasen que hacía ya dos años del suicidio de su socio y mejor amigo, Nick.

Más que el titular, lo que le había enfurecido había sido la foto de archivo que acompañaba el artículo, en la que se veía a Nick con su esposa, Megan. Eso era lo que había hecho que le hirviese la sangre: el recuerdo de aquella mujer, tan hermosa como una estrella de cine, con su ropa de firma, y la espantosa falta de humanidad que la había hecho capaz de robar a una fundación benéfica y luego dejar a su marido para que cargase con la culpa.

Con un gruñido de frustración, arrojó el periódico a la papelera. No tenía la menor duda de que todo aquello había sido cosa de Megan, pero dos años después el cómo y el porqué seguían atormentándolo. ¿Habría coaccionado a Nick para que la obedeciera?

¿Podría ser que el tren de vida que llevaban debido a los caros gustos de Megan hubiese llevado a su amigo a desviar todo ese dinero de la fundación benéfica de J-COR? ¿O lo habría hecho la propia Megan y habría obligado a su marido a cargar con la culpa? Ocasiones no le habían faltado para desviar el dinero, e incluso había hallado indicios de que lo había hecho.

Sin embargo, el día después de que el escándalo se hiciese público, encontró a Nick desplomado sobre la mesa de su despacho, con la pistola con la que se había quitado la vida aún en la mano.

Tras el funeral, Megan se había esfumado, y el dinero robado, que estaba destinado a aliviar el sufrimiento de los refugiados del Tercer Mundo, jamás se había recuperado.

No hacía falta ser un genio para atar los cabos. Incapaz de permanecer sentado por más tiempo, Cal se levantó y fue hasta el ventanal. Desde su despacho, que estaba en el piso veintiocho del edificio de J-COR, había una vista magnífica de la bahía y del Golden Gate. Más allá, se extendía el Pacífico hasta perderse en el horizonte.

Megan estaba por ahí, en alguna parte. La imaginaba en algún paraíso lejano, viviendo como la mujer de un sultán con los millones que le había robado a su fundación.

Sin embargo, aunque había supuesto un golpe para los recursos con los que contaba la fundación para sus proyectos humanitarios, no era la pérdida de ese dinero lo que le molestaba. Lo que le enfurecía era que alguien hubiese tenido la indecencia de llevarse un dinero que estaba destinado a hacer llegar comida, agua potable y medicamentos a lugares donde reinaba la miseria más absoluta.

Y el que Megan no se hubiera retractado de sus actos la hacía aún más despreciable. Podría haber devuelto el dinero, y él no le habría hecho ninguna pregunta. Y si de verdad fuera inocente, como le había asegurado, podría haberse quedado y ayudarle a encontrar el dinero.

Pero en vez de eso se había dado a la fuga, lo cual no había hecho más que reafirmar a Cal en la certeza de que era culpable. No habría huido si no hubiera tenido algo que ocultar. Y era endiabladamente hábil ocultando sus huellas. Ninguno de los detectives privados a los que había contratado había logrado dar con ella.

Sin embargo, él no era un hombre que se rindiese fácilmente. Algún día la encontraría; y cuando lo hiciese, de una manera u otra, Megan Rafferty pagaría por lo que había hecho.

–Señor Jeffords…

Cal se volvió al oír su nombre. Su secretaria se había asomado a la puerta abierta del despacho.

–Está aquí Harlan Crandall, y dice que necesita hablar con usted. ¿Tiene tiempo, o prefiere que le dé cita para otro día?

–No, dígale que pase.

Crandall era el último en la larga lista de detectives privados que había contratado para averiguar el paradero de Megan. Hasta la fecha no había dado muestras de que fuera a obtener mejor resultados que sus predecesores, pero si se había presentado allí sin pedir cita tal vez tuviese alguna información que darle.

El detective, bajo y calvo, entró con un portafolios ajado de cuero bajo el brazo.

–Siéntese, señor Crandall –le dijo Cal, haciendo él otro tanto–. ¿Tiene noticias para mí?

–Eso depende –Crandall soltó el portafolios sobre la mesa, lo abrió y extrajo una carpetilla–. Me contrató para que buscara a la señora Rafferty. ¿Sabe usted su nombre de soltera?

–Por supuesto, y usted también debería haberlo averiguado; es Cardston, Megan Cardston.

Crandall asintió y se subió las gafas.

–En ese caso puede que sí tenga algo para usted: mis fuentes han dado con ella, y está trabajando como enfermera voluntaria para su fundación.

Cal frunció el ceño.

–Eso es imposible; tiene que haber algún error.

–Bueno, eso puede decidirlo usted mismo echándole un vistazo a estos documentos –dijo el detective, tendiéndole la carpeta.

Cal la abrió y se encontró con varias fotocopias de solicitudes de viaje y listados de personal. Sin embargo, lo que llamó su atención fue una fotografía borrosa en blanco y negro.

Cal se quedó mirándola. La Megan que recordaba llevaba el largo cabello platino en un elegante recogido, lucía pendientes de diamantes y un maquillaje perfecto. Incluso en el funeral de su marido parecía una estrella de Hollywood, excepto por los ojos enrojecidos.

La mujer de la foto parecía más delgada y algo mayor. Llevaba gafas de sol y una camisa de color caqui. Tenía el cabello corto y castaño claro, y no iba maquillada. Tras ella, de fondo, no había nada excepto el cielo.

Cal escrutó la firme línea de la mandíbula, la nariz aristocrática, los sensuales labios… El rostro de Megan estaba grabado a fuego en su mente, y aun con los ojos cerrados habría sabido que era la mujer de la fotografía.

Sabía que había trabajado como enfermera quirúrgica antes de casarse con Nick, pero le costaba creer que la mujer de la fotografía fuese de verdad la mujer que llevaba buscando dos largos años. Solo había un modo de asegurarse.

–¿Dónde se tomó esta fotografía? –inquirió–. ¿Dónde está ahora esta mujer?

Crandall retiró el portafolios de la mesa y lo volvió a cerrar.

–En África.

 

Arusha, Tanzania, 26 de febrero

 

Megan agarró el cuerpo resbaladizo del recién nacido y le dio una palmada en las nalgas. Nada. Le dio otra palmada, más fuerte, murmurando repetidamente: «Vamos, vamos, por favor…». Hubo un instante de silencio, y de pronto el pequeño rompió a llorar. Aquel llanto era el sonido más hermoso que había escuchado nunca, y las rodillas le flaquearon de alivio. El parto había sido muy difícil, un parto de nalgas que había durado varias horas. Que la madre y el bebé estuvieran vivos no podía considerarse sino un milagro.

Tras pasarle el bebé a su joven ayudante, se secó la frente con la manga de la bata y alcanzó un paño para secarle también el sudor a la madre. El calor era húmedo y pegajoso.

La luz de una única bombilla titilaba, y atraídas por su brillo, algunas polillas revoloteaban fuera, cerca de las ventanas abiertas, golpeándose contra la malla antimosquitos.

La mujer abrió los ojos cuando se inclinó sobre ella.

–Asante sana –le susurró en suajili, la lengua franca de África oriental. «Gracias».

–Karibu sana –contestó ella.

Hizo un nudo alrededor del cordón umbilical con una tira de algodón y lo cortó. Con suerte el bebé crecería sano y no tendría el abdomen hinchado y los miembros raquíticos, como los pobres niños que se había desesperado por salvar de morir de hambre en Darfur, la región más devastada de Sudán, donde los mercenarios de un cruel dictador habían diezmado a la población tribal.

Megan había pasado los últimos once meses en Sudán, trabajando para la división médica de la Fundación J-COR en campos de refugiados. Dos semanas atrás, al borde del colapso físico y emocional, la habían destinado a otro lugar donde su labor no fuese tan agotadora y pudiese recuperarse.

Comparado con los campos de refugiados, aquella pequeña clínica a las afueras de la ciudad de Arusha, en Tanzania, era el paraíso. Sin embargo, estaba decidida a volver en cuanto hubiese recobrado las fuerzas.

Había pasado demasiados años con la sensación de ir a la deriva, de que no tenía ningún propósito en la vida, y ahora que lo había encontrado, iba a sacar el máximo partido a sus conocimientos y a la formación que había recibido. Y por eso volvería adonde más necesaria era su ayuda: a Darfur.

Para cuando la placenta se desprendió, su ayudante ya había limpiado al bebé –un niño–, y lo había envuelto en una mantita de algodón. Ansiosa, la madre extendió sus manos para tomarlo y lo tumbó sobre su pecho.

Megan levantó la sábana para comprobar la gasa. De momento parecía que todo iba bien. Se quitó la bata y los guantes de látex y le dijo a su ayudante:

–Vigila la gasa; si sangra demasiado, ven y despiértame.

La joven enfermera africana en prácticas asintió. Sabía que podía fiarse de ella, así que salió tranquila.

No fue hasta que estaba lavándose las manos en el grifo que había fuera cuando se dio cuenta de lo cansada que estaba. Se irguió y se masajeó los riñones con las manos.

La luna brillaba sobre el tejado de chapa ondulada de la clínica. Por lo baja que estaba en el cielo supo que debía ser muy tarde. No tenía muchas horas por delante para dormir. Pronto llegaría la algarabía de los pájaros de la selva, llamándose unos a otros con las primeras luces del alba, señalando el comienzo de un nuevo día.

Al menos ese lo había terminado felizmente, con un parto con éxito y un bebé sano, y eso le hacía sentir que estaba haciendo bien las cosas. Aun cansada como estaba, sabía que no tenía derecho a quejarse de nada. Aquella era la vida que había escogido, y la vida que había dejado atrás –la ropa cara, las joyas, los coches, la enorme casa… – parecía que no hubiese sido más que un sueño. Un mal sueño que había terminado con el suicidio de Nick y los titulares en los periódicos.

Intentó apartar de su mente aquella horrible semana, pero había algo que no podía olvidar: el rostro espantado de Cal, el frío desprecio en sus ojos grises, y las últimas palabras que le había dirigido: «Pagarás por esto. Sé que eres responsable y te voy a hacer pagar por ello».

Ella no había desviado ni un centavo. Ni siquiera había sabido que faltaba ese dinero hasta que se había destapado el escándalo. Pero Cal jamás lo creería; había confiado en Nick hasta el final.

No le había quedado otro remedio más que huir a un lugar donde no la encontraría nunca. Pero todo eso ya pertenecía al pasado, se recordó mientras subía las escaleras del porche del bungalow de ladrillo que servía de alojamiento a los voluntarios. Ahora era una persona distinta, con una vida con la que se sentía más plena de lo que se había sentido nunca. ¡Si tan solo pudiera acabar con las pesadillas!

 

 

Mientras su jet privado sobrevolaba el Cuerno de África, Cal abrió la carpeta que le había dado Harlan Crandall. Un tipo listo, Crandall. Era el único al que se le había ocurrido buscar a Megan en el último sitio que nadie hubiera imaginado que elegiría para esconderse: entre los voluntarios de la mismísima fundación a la que había robado.

Los papeles fotocopiados que contenía la carpeta indicaba dónde había estado realizando su labor de voluntaria: Zimbabue, Somalia y, durante la mayor parte de ese año, Sudán.

Había estado en los destinos más duros del programa de voluntarios, y por decisión propia. ¿Por qué estaba haciendo aquello? No le cabía en la cabeza que la viuda de su amigo, acostumbrada al lujo y la sofisticación, estuviese trabajando de voluntaria en uno de los lugares con más miseria del mundo. ¿Y qué diablos había hecho con el dinero? Con todo el dinero que había robado podía estar viviendo a lo grande, incluso con más ostentación que durante su matrimonio.

Sacudió la cabeza al pensar en los caros caprichos que su amigo le había dado a su mujer. Para él su esposa tenía que tener lo mejor. Aquello siempre le había parecido un derroche, pero se conocían desde el instituto, y estaba seguro de que su intención había sido buena.

También habían ido a la misma universidad, aunque Cal había estudiado ingeniería; y Nick, marketing.

Él había diseñado unos refugios modulares muy ligeros, que podían ensamblarse con facilidad en caso de desastre natural para alojar temporalmente a las personas que perdiesen sus casas, y que también podían utilizarse en la construcción y en parques nacionales.

Nick le había dicho que él podía ayudarle a promocionarlos y comercializarlos, y con ese fin habían creado juntos la empresa J-COR. Los dos se habían enriquecido con aquel negocio, pero ambos habían estado de acuerdo en que aquello no era suficiente, y después de proporcionar varios de aquellos refugios de forma gratuita a varias personas víctimas de desastres naturales en distintas zonas del mundo, a Cal se le había ocurrido que hicieran una fundación con fines humanitarios. Él se había encargado de la logística, y Nick de las finanzas y de recaudar los fondos necesarios.

Pocos años después la fundación había ampliado sus proyectos, proporcionando también comida y atención médica allí donde eran necesarias. Nick se casó con Megan, una enfermera a la que había conocido en un acto benéfico, y él ejerció de padrino en la boda, pero ya entonces ella no le había parecido de fiar. Era demasiado hermosa, demasiado correcta, demasiado reservada. Ya entonces había vislumbrado algo bajo esa fachada, una intención oculta.

Sus maneras, frías y distantes, contrastaban enormemente con el carácter cálido y abierto de Nick, y contrastaba aún más por todos los caprichos que él le daba: una casa de miles de millones de dólares, un Ferrari, un collar de diamantes y esmeraldas…

Megan había empleado su nueva posición social con la supuesta intención de «ayudar» a recaudar fondos para la fundación. Y desde luego que habían recaudado mucho dinero de los eventos benéficos que Nick y ella habían organizado en su casa, pero buena parte de ese dinero, sin que nadie lo supiera, estaba siendo desviado.

Tres años más tarde, tras una auditoría fiscal rutinaria, el castillo de naipes se había derrumbado, y el resto de la historia se había convertido en carnaza para la prensa sensacionalista.

Cal estudió la fotografía, que parecía haber sido tomada desde una distancia considerable, con un teleobjetivo, y había sido agrandada. Megan probablemente ni sabía que le habían hecho esa foto.

Estaba mirando hacia la izquierda, y se fijó en que en las gafas de sol se podía ver el logotipo del fabricante. Eran unas gafas caras, muy caras, y recordaba haberla visto con esas mismas gafas en otra ocasión. Parecía que no había dejado atrás su gusto por el lujo.