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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Muna Shehadi Sill

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Calor ardiente, n.º 1156 - febrero 2015

Título original: Hot on His Heels

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5806-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Publicidad

Capítulo Uno

 

 

Tracy Richards dio el salto acostumbrado desde el tercer escalón de la terraza de la casa y aterrizó sobre la arena… Pero desgraciadamente se había olvidado de que llevaba puestos unos zapatos de tacón.

–¡Ay! –gritó mientras se le torcía un tobillo–. Malditos zapatos.

Caminó con rabia a grandes zancadas hacia la orilla del Lago Michigan para recoger la toalla que se había dejado esa mañana. Claro que le resultó difícil con los zapatos y las medias. En realidad, ir vestida así era una auténtica ridiculez. ¿Quién quería arreglarse tanto en la playa? Sobre todo con aquella humedad.

Pero su padre tenía que mantener esa imagen de éxito y opulencia. En realidad, desde que la madre de Tracy había muerto hacía ya un año, su necesidad de presumir se había acentuado. Como si permitiéndose los lujos que ella había anhelado toda su vida quisiera honrar su memoria. Lujos que solo había podido disfrutar poco tiempo antes de que un ataque al corazón acabara con su vida.

De modo que cada vez que su padre daba una fiesta por todo lo alto en su «palacio» de verano en Door County, Wisconsin, fiestas a las que, cosa rara, asistían un montón de solteros de la edad de Tracy forrados de dinero, todo el mundo se ponía de punta en blanco.

Recordó con nostalgia las fiestas que cada Cuatro de Julio había celebrado la familia en su granja de Oak Ridge, antes de que el negocio familiar despegara. Entonces tomaban cerveza en vasos de plástico, salchichas a la parrilla y patatas fritas, y los invitados vestían pantalones cortos, vaqueros o lo que les apeteciera.

Pero en el presente todo eran comidas preparadas por un gourmet y vinos de crianza. Menos mal que sus tres mejores amigas habían ido a Fish Creek desde Milwaukee a pasar el fin de semana, pues de otro modo se habría sentido más fuera de lugar en su propia casa de lo que ya se sentía normalmente.

Se agachó a recoger la toalla olvidada y la sacudió con fuerza. Pero como del lago soplaba una brisa húmeda, se le llenaron los ojos de arena. Inmediatamente, Tracy se inclinó hacia delante con los ojos apretados y llorosos.

Maldita arena, maldita brisa, maldita…

–¿Estás bien?

Tracy ahogó un gemido. Seguramente era Jake, el hijo de unos de los más recientes amigos de su padre, que casualmente eran archimillonarios. Llevaba todo el día siguiéndola como un perrito.

–Es que encima llevo lentes de contacto.

Se incorporó y abrió los ojos; pestañeó con cuidado unas cuantas veces y entonces suspiró aliviada.

–Vaya. Menos mal que…

En ese mismo momento, una especie de descarga eléctrica la recorrió de pies a cabeza.

No era Jake. No era en absoluto Jake. Ni siquiera remotamente.

Vio una cabeza de cabellos rubios y revueltos, un mentón con pelusa de dos días, un cuerpo alto y atlético vestido con la ropa desgastada y cómoda que ella llevaría puesta si pudiera. Respiraba con fuerza, como si hubiera estado corriendo. Tras los cristales de unas gafas ahumadas la acecharon unos ojos que en ese momento le estaban dando unas lecciones de química que tan solo había experimentado en sus fantasías. Que Dios no permitiera que se quitara las gafas, porque podía resultar muy peligroso.

Él arqueó levemente las cejas, y Tracy pensó que lo mejor era cerrar la boca y dejar de mirarlo de ese modo.

–Siento haberlo mirado así… Pensé que era otra persona.

–Que yo sepa siempre he sido el mismo –sonrió con facilidad y pasó delante de ella–. Me alegro de que no haya sido nada; nos veremos por aquí.

Se dio la vuelta y se alejó a paso ligero por la playa. Algunos hombres podían mirarte todo el día y no hacerte sentir nada, por muy guapos que fueran. En cambio otros… otros la volvían a una del revés con solo una mirada; aunque fuera a través de unas gafas de sol.

Tracy sacudió de nuevo la toalla con más cuidado, la dobló y echó a andar de mala gana hacia la casa, sintiéndose decepcionada sin saber por qué. De haber tenido más agallas se habría quitado los zapatos y habría echado a correr tras de él; o mejor aún, le habría sonreído y después invitado a unirse a las fiesta, en lugar de quedarse muda de asombro. Él era el tipo de hombre del que siempre se enamoraba. Un hombre natural, cuyo aspecto no delatara su nivel económico. Como los chicos con los que se había criado en el noroeste de Wisconsin.

¿Y no habría sentido él algo similar a lo que había sentido ella? ¿Cómo era posible que hubiera experimentado algo tan fuerte ella sola? No le pareció posible.

Subió a la terraza de la casa y echó una última mirada hacia la playa. Él había desaparecido, y ella había perdido su oportunidad. Tendría que volver a la fiesta, a los canapés de foie gras y a quitarse de encima a moscones como Jake. Se colocó la mano delante de los ojos a modo de pantalla. ¿Sería aquel que se veía en la distancia? No sabría decir. Las costas del Lago Michigan no estaban precisamente vacías en el mes de julio, ni siquiera aquella parte más exclusiva de la península.

–¿Disfrutando del paisaje?

Tracy se volvió. Sus amigas de Milwaukee, Cynthia, Allegra y Missy, habían salido a la terraza. Cynthia, muy elegante con su vestido recto de lino y un collar de perlas, levantó su copa de Martini para brindar por Tracy.

–Hemos empezado sin ti. ¿Algún bombón por aquí fuera que valga la pena?

–Calla, Cynthia –le dijo Missy mientras volvía la cabeza para ver si había salido algún otro invitado a la terraza–. Alguien podría oírte.

–¿Y qué? –la morena alta y sofisticada se encogió de hombros–. Estamos en un país libre.

–Te he traído algo de beber, Tracy –le dijo Allegra mientras le pasaba una botella de cerveza y echaba hacia atrás la espesa mata de rizos negros, una de las pelucas de la extensa colección que utilizaba a menudo–. Dios, qué humedad hay aquí fuera. ¿Bueno, has visto a alguien que valga la pena, o solo estabas admirando la belleza de la naturaleza?

–Bueno…

Por una parte Tracy se sentía emocionada, pero por otra renuente a hablar del encuentro.

–Ajá –Cynthia entrecerró los ojos–. Detecto un emocionante encuentro con alguien del sexo masculino. Suéltalo, Tracy.

Missy entornó los ojos.

–Si no quiere contarlo, no tiene por qué hacerlo.

–Por supuesto que sí. Habla.

Tracy sonrió y sacudió la cabeza. Mejor sería contárselo; total, se lo sacarían de un modo u otro.

–De acuerdo. Estaba en la playa y apareció este tío y… –hizo un gesto de desconsuelo–. ¿Alguna vez os ha mirado un extraño y habéis sentido esa química tan especial?

–Oh, sí… –suspiró Cynthia con voz ronca antes de dar un sorbo de su Martini–. Me quedé mirando a un tipo en una galería de arte el invierno pasado y estuve a punto de llevármelo a casa.

Allegra suspiró con nostalgia.

–A mí me pasó lo mismo hará un par de años. Fue en una convención en Chicago.

–Bueno… –Missy dio un sorbo del refresco y se ruborizó–. ¿Recordáis a Brad, ese chico de nuestra clase en el instituto? Allegra, tú no estabas en esa clase, pero Tracy sí. Pues bien, el corazón me daba un vuelco cada vez que lo veía. Aún sigo pensando en él de vez en cuando.

–Acaba de ocurrirme lo mismo, hace un rato en la playa.

–Entiendo –Cynthia le dio unas palmadas en la espalda–. ¿Entonces qué vas a hacer?

Tracy ahogó cierto fastidio y miró a sus tres amigas con interés.

–¿Y qué hicisteis vosotras en cada caso?

Las tres le respondieron lo mismo. No habían hecho nada.

Tracy se pasó los dedos por la melena corta y rizada.

–Es ridículo. Ninguno de los tíos con los que he salido me ha hecho sentir lo que ese hombre con una mirada. Era un extraño. Pero sentí que no podía hacer nada.

–¿Por qué no? –le preguntó Cynthia con una mirada desafiante.

–¿Y por qué no lo hicisteis vosotras?

Allegra empezó a contar con los dedos.

–Por si estaba casado, por si era homosexual, por si me detestaba, por si todo había sido fruto de mi imaginación…

–Habría ido detrás del moreno de la galería de arte de no haber sido por la rubia que llevaba al lado con una alianza en el dedo anular igual a la suya.

–¿Estaba casado y te miró de ese modo? –preguntó Missy, escandalizada.

–No, no –Tracy sacudió la cabeza–. No estoy hablando de una mirada libidinosa. Es como si algo se partiera dentro de ti al mirar a esa persona. Es algo que no puedes evitar –dio un trago de la cerveza de importación–. En realidad no sé lo que es. Solo sé que pasaré días pensando en este hombre.

–Entonces debes encontrarlo –sugirió Cynthia con naturalidad, como si acabara de resolver el problema en un abrir y cerrar de ojos–. Sal ahí fuera y encuéntralo.

Tracy volteó los ojos.

–¿Qué quieres que haga, que lo persiga por la playa?

–Esta es una comunidad pequeña. Pregunta por ahí a la gente. Puedes empezar aquí mismo, en la fiesta. Mucha gente lleva años viniendo a Fish Creek. Tal vez averigües algo.

–No lo sé –Missy fijó la vista en el burbujeante refresco–. Podría ser peligroso intentar dar con alguien a quien no conoces.

–Tú devoras los anuncios de contactos a diario. ¿Qué diferencia hay? –Cynthia sonrió a Missy con provocación.

–De acuerdo, leo esos anuncios, pero no contesto a ninguno.

–Creo que Tracy debería ir a buscarlo sin perder tiempo –Cynthia se dio una palmada en el muslo; el alcohol le sacó el acento de Carolina del Norte que normalmente disimulaba.

Allegra asintió con ganas.

–¿Qué mal haríamos preguntando? Podríamos ayudar todas. Además, aunque consigamos averiguar quién es, no quiere decir que tengas que hacer nada.

Tracy se mordió el labio. Resultaba tentador, muy tentador. Llevaba meses sin salir con un hombre, y lo cierto era que no le importaría tener una relación romántica, especialmente con alguien que no perteneciera al entorno social de su padre. Alguien con quien pasar un rato agradable y relajado, y con quien olvidar el extraño mundo de opulencia al que había llegado a la fuerza.

Miró a sus tres amigas y vio la expectación reflejada en sus rostros; como si Tracy tuviera el poder de hacer algo que ellas deseaban compartir.

De pronto se le ocurrió una idea fabulosa y alocada al mismo tiempo. Sonrió y miró a sus amigas.

–Lo haré con una condición –dijo–. Que cuando esta clase de atracción repentina le ocurra a alguna de nosotras, perseguiremos al tipo en cuestión.

–¡Ja! –Cynthia palmoteó y se echó a reír–. Buena idea, Tracy.

–Caramba –exclamó Allegra con los ojos como platos–. Eso está muy bien.

–Pero y si… quiero decir, yo no podría hacerlo. Se me daría fatal, lo sé –Missy se mordió el labio, con la misma desesperación que si le hubieran pedido que le diera un beso de tornillo a una tarántula.

–Ya te echaré una mano cuando te toque, cielo. Lo harás de maravilla –Cynthia bajó la voz–. Tu gran atractivo es que eres totalmente ajena a ello. A los hombres les encanta eso, te lo aseguro. Y tampoco les disgustan tus enormes…

¡Cynthia! –Missy se cruzó de brazos, intentando fingir asombro, pero incapaz de ocultar la sonrisa.

–¿Allegra? –Tracy se volvió hacia su amiga y antigua compañera de dormitorio en la facultad, llena de un entusiasmo que no había sentido desde que viviera su madre.

–¿Y por qué diablos no? –Allegra se encogió de hombros–. Supongo que, puestos en lo peor, sería otra de mis aventuras en el campo de los fracasos. Así que me apunto.

–¿Missy?

–Yo… yo… –Missy miró a cada una de las otras tres con aprensión–. ¿Y qué haremos una vez que los consigamos?

–Piensa en ello como si fueran las ciencias, Missy –Allegra asomó sus ojos por encima de la montura de sus gafas, como si fuera una erudita–. Un experimento que incluye la reacción química entre un hombre y una mujer.

–Missy, tienes que reconocer que será interesante saber si estos hombres en cuestión resultan ser nuestras almas gemelas, nuestros compañeros de vida o…

–Nuestros compañeros de cama –Cynthia levantó las cejas.

–Cynthia, eres incorregible –dijo Missy, pero no podía dejar de reír.

–Entonces, trato hecho, ¿verdad? –Tracy sonrió, sintiendo como si de pronto la vida fuera algo luminoso y lleno de posibilidades.

–¿Cómo deberíamos llamarnos? –preguntó Allegra–. Creo que, aunque solo sea para divertirnos, deberíamos ponernos un nombre.

–Desde luego –asintió Cynthia–. Como esos clubes secretos que solía organizar en el colegio y en los que yo era la presidenta y la única miembro.

–Lo tengo –la interrumpió Tracy–. Nos llamaremos «Las Cazahombres».

Cynthia estuvo a punto de atragantarse.

–¡Las Cazahombres! Es tremendo. Me encanta.

–No puede ser más hortera –Allegra sonrió–. A mí me encanta también.

Se volvieron a mirar a Missy, que hizo una mueca.

–No es muy científico. Más bien… predador.

–Exactamente –Tracy levantó la botella de cerveza para brindar, y lo mismo hicieron las demás–. Por el recién formado Club de Las Cazahombres –Tracy sonrió al imaginarse todo lo que podía pasar–. Que todos los hombres entre veinticinco y cuarenta años, solteros, atractivos, con una buena actitud ante la vida e independientes económicamente… tengan cuidado. Porque nosotras, las miembros de…

–¿Esto, Tracy? –Missy miraba hacia la playa–. ¿Ese tipo llevaba puesto un pantalón corto color gris y una camiseta blanca con el logotipo de Attitude!?

Tracy aspiró hondo y agarró con fuerza la botella de cerveza.

–Sí…

–Vaya, vaya –Cynthia puso los brazos en jarras y miró con admiración en dirección a la orilla–. Desde luego sabes escogerlos. Adelante, depredador.

Tracy tragó saliva y se dio la vuelta.

Allí, corriendo sin esfuerzo en dirección a ellas, estaba la primera presa de Tracy.

Capítulo Dos

 

 

Paul Sanders intentó mantener la vista al frente. Procuró concentrarse en los golpes de sus pies corriendo sobre la arena, en la sensación limpia y sana que le proporcionaba el ejercicio físico. Intentó cualquier cosa con tal de no volver la cabeza para mirar hacia la casa de los Richards. Había ido a correr a esa playa a propósito, solo para echarle un vistazo al elegante chalé a la orilla del lago; tan solo para impregnarse un poco de los gustos de su objetivo.

Derek Richards era el multimillonario que había cultivado el primer aguacate sin hueso, el primer plátano del mundo que se mantenía en su punto durante una semana sin ponerse marrón y últimamente, según se rumoreaba, el primer tomate sin pepitas que maduraba en la mata y no se pudría después de arrancarlo. También se decía que había tenido sus diferencias con Stauderman, Shifrin y Luz, y que andaba buscando una nueva agencia publicitaria.

Paul Sanders, presidente de The Word, deseaba ese trabajo. Y mucho. La empresa y el mismo Paul habían tenido un comienzo prometedor con la exitosa campaña publicitaria de las prendas de ropa Attitude! En ese momento estaba listo para dar el gran salto y dejar muy atrás su infancia de pobreza.

Lo había hecho todo cuidadosamente, investigado cualquier información relacionada con el rápido ascenso de Derek Richards de granjero y botánico a conocido pionero de la ingeniería alimenticia. Ya que Paul había comprado una casa de verano a unos cientos de metros de la de Richards, la oportunidad de ver al hombre en su elemento mientras permanecía de incógnito le había resultado demasiado tentadora.

En lugar de eso, Paul se había apresurado sin necesidad a ayudar a una mujer que había resultado ser la hija de Derek, ¿Tracy, verdad?, se habían mirado a los ojos y había sentido el deseo más potente que recordaba en sus treinta y un años.

Aquel encuentro inesperado no formaba parte de su plan.

La casa de los Richards apareció a su derecha. Maldición. Por el rabillo del ojo vio que ella estaba en la terraza; no le hizo falta mirarla para recordar cómo era. Una melena de cabello oscuro y rizado sobre un cutis blanco; unos labios sensuales y rosados, y un vestido estampado de flores azules que se ceñía a su esbelta figura. Una combinación de sensualidad e inocencia que lo intrigaba, más allá del deseo. Menos mal que no la había conocido cuando era un vago.

Paul frunció el ceño y ahogó la irracional nostalgia que sentía a veces. Por supuesto, no tenía importancia. Si él, cuando consiguiera el contrato, pudiera presentarse ante ella como el hombre de éxito y bien vestido en quien se había convertido, ella no lo conectaría con el tipo desaliñado que se había preocupado cuando a ella se le había metido arena en los ojos.

En ese momento solo debía seguir corriendo y resistirse a la tentación de darse la vuelta y volver a verla.

Al llegar a la altura de la casa le pareció que tres o cuatro mujeres lo miraban desde la terraza.

–¡Perdone!

Continuó corriendo e ignoró la llamada. ¿Qué podría querer de él?

–Perdone –esa vez lo dijo en voz más alta, de modo que no pudo ignorar la llamada.

Paul se detuvo a regañadientes.

–¿Sí?

Vio a cuatro mujeres vestidas de fiesta, de aspecto elegante y relajado, a pesar del calor. Una morena alta y despampanante, una rubia de expresión dulce, otra menuda y con el pelo rizado… y ella. Sus miradas se encontraron y sintió la misma sensación, la misma sacudida.

Paul se puso los brazos en jarras, algo avergonzado de su aspecto sudoroso y desaliñado.

–Hola –se retiró un rizo detrás de la oreja–. Yo… soy Tracy.

Él asintió, muy receloso, y bajó la voz, como si se estuviera recuperando de una laringitis.

–Hola, Tracy.

Una ráfaga de viento caliente proveniente del lago le pegó en la espalda y le revolvió la falda a ella. La dulce rubia se ruborizó y bajó la vista para examinar su bebida; la del pelo encrespado lo miró con franqueza por encima de la montura de sus gafas violeta y esbozó una sonrisa de suficiencia.

Tracy recibió un codazo en las costillas de la morena alta que seguía con aquella sonrisita de suficiencia en los labios, y a Paul le dio la impresión de que se estaban divirtiendo mucho con algo. Como por ejemplo, él. Cuatro niñas ricas que no podían resistirse a jugar con el chico malo. Deseó que pudieran verlo en su despacho, en acción, al mismo nivel que ellas.

–Me preguntaba si… –Tracy esbozó una leve sonrisa, y seguidamente se mordió el labio, como si la intentara disimular–. Si… si…

Las tres muchachas se dieron la vuelta y fueron a meterse en la casa con mucha cautela, intentando aguantarse la risa.

–¿Si qué?

–Si le gustaría pasar. Quiero decir, entrar y unirse a mí… a la fiesta.

El trío de mujeres entró en la casa. Tracy soltó una risita nerviosa, se tapó la boca y lo observó por encima de la mano.

Su atracción se disipó, y en su lugar empezó a sentir unos pausados latidos. Qué divertido. Invitar al sudoroso bombón de baja estofa a su fiesta pija. Tal vez pedirle que se desnudara para que los invitados pudieran echarle un buen vistazo a la mercancía. Tracy Richards debería darse cuenta. Se había criado en una granja sin apenas medios.

El dinero hacía cambiar mucho a las personas. Menos mal que a él no.

–No lo creo, gracias.

Fue a darse la vuelta, pero la expresión en la mirada de Tracy lo detuvo. Parecía decepción, vergüenza. No era la mirada de una niña mimada que no conseguía lo que quería y estaba a punto de llamar a gritos a su papá.

Abrió la boca para decir algo cuando se abrieron las puertas de la terraza y salió un hombre de unos treinta años, con el pelo ralo y un traje muy caro.

–¿Eh, Tracy, qué haces que no estás dentro? La fiesta está en su mejor momento –el hombre se colocó junto a ella con gesto posesivo y miró a Paul–. ¿Hola, cómo está? Vamos, Tracy. Aquí hace mucho calor.

La agarró del brazo e intentó darle la vuelta. Instintivamente, Paul dio un paso hacia delante, rechazando el modo en que el tipo la había agarrado; pero entonces se lo pensó mejor. Aquello no era asunto suyo. Tal vez a la señorita pija le gustaba que la maltrataran.

Tracy se soltó del hombre y se agarró a la baranda con cara de pocos amigos.

–Estoy bien, Jake.