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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Anne Oliver

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Diario íntimo, n.º 2027 - marzo 2015

Título original: Her Not-So-Secret Diary

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5809-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Epílogo

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Capítulo Uno

 

Ah, las cosas que podía hacer aquel hombre. Era el amante más creativo que había tenido nunca. Había disfrutado con algunos, pero aquel era increíble. Sophie Buchanan saboreó las moras con nata que él le ponía entre los labios.

Las sábanas de seda eran frescas y suaves, el sitio perfecto para recibir su duro y ardiente peso mientras se arqueaba hacia él, queriendo más, queriéndolo todo. Y se lo dijo. En detalle.

Luego suspiró mientras él cumplía sus deseos, empezando por el lóbulo de su oreja y siguiendo hacia abajo.

Su boca era calida, húmeda y perversa. Hacía que se le pusiera la piel de gallina desde el cuero cabelludo hasta la punta de los pies y todos los trémulos lugares entre un punto y otro mientras pellizcaba sus sensibles pezones con un pulgar áspero hasta que… oh, estaba en el cielo.

–Hay más –le prometió, con voz ronca.

Sophie emitió un murmullo de aprobación, absorbiendo su aroma y el tacto de su piel mientras él continuaba su jornada erótica con las manos.

Le deslizó los dedos lentamente por la espina dorsal, tocando cada vértebra, apretando los duros músculos. La recompensa fue un gemido ronco que le acarició el oído, diciéndole que estaba disfrutando tanto como ella.

Él seguía tocándola por todas partes, sus dedos buscaban, encontraban y satisfacían todos sus lugares secretos. La experiencia no tenía límites, y parecía que su único deseo era darle placer. Y se lo daba, en todos los sentidos.

Jared… el nombre era como una cinta de seda moviéndose bajo una brisa tropical.

Él sonrió, trazando sus labios primero con un dedo, luego con la punta de la lengua. Y ella sonrió también antes de disfrutar del más suntuoso de los besos. Sabía rico, oscuro, como las moras con nata que habían compartido, y ligeramente peligroso. Pero no importaba, porque sabía que estaba a salvo con él.

Sí, era perfecto.

Le abrió las piernas y se deslizó en su interior con agonizante y exquisita lentitud. Era como si el mundo se hubiese detenido.

Y entonces escuchó un gemido de placer. Parecía que hubiese salido de la garganta de otra persona y abrió los ojos, la oscuridad tomó vida mientras el orgasmo la hacía volar. Sophie se quedó un momento escuchando el sonido de su respiración mientras su cuerpo bajaba lentamente a la tierra.

Y a la realidad.

Cuando se llevó un dedo a los temblorosos labios se dio cuenta de que estaba sonriendo.

Al otro lado de la ventana veía el cielo de color índigo con puntitos plateados.

Un sueño.

Y el mejor orgasmo que había tenido nunca.

El efecto aún no había pasado del todo, y casi podía jurar que seguía sintiendo el peso de su cuerpo sobre ella.

Como amante imaginario, él era uno de cinco estrellas. Una pena. ¿Por qué no había hombres así en el mundo real?

Sophie movió la cabeza, apoyando la cara en el cojín. Daría igual que hubiese un millón de hombres así llamando a su puerta, ella no estaba interesada. No necesitaba, ni quería, a un hombre de verdad en su vida otra vez. Después de Glen no. Glen había destruido lo que hubo entre ellos y la había dejado sintiéndose menos que una mujer. Sus amantes imaginarios eran perfectos, cumplían todos tus deseos y no la defraudaban nunca.

Además, y lo mejor de todo, eran seguros.

El ordenador portátil estaba sobre la mesa, Sophie encendió la lámpara para poner por escrito cada glorioso detalle antes de que se esfumase.

Aunque ya no acudía a las sesiones de terapia, seguía llevando el diario de sueños, de modo que se colocó el ordenador en las rodillas.

 

Su nombre es Jared, un amante extraordinario que puede quemar mis sábanas cuando quiera…

 

Las palabras volaban por la pantalla, emocionándola de nuevo. Sophie volvió a leer lo que había escrito y se puso colorada. Era como leer una de esas ardientes novelas románticas.

¿Qué diría su sicólogo?

Sophie se detuvo. ¿Jared?

El corazón le dio un vuelco. Ella no conocía a nadie con ese nombre, a menos que contase Jared Sanderson, y no podía ser él. ¿Cómo iba a gustarle un hombre al que no conocía y jamás había visto de cerca? Jared era el jefe de su amiga Pam, que estaba de baja por enfermedad. Sophie estaba ocupando su puesto temporalmente, y eso lo convertiría en su jefe durante un par de días.

Sintió que el vello de la nuca se le erizaba. Recordó el cabello negro, corto, y la inmaculada camisa blanca sobre unos hombros anchos cuando llegó a la oficina de Inversiones J. Sanderson esa mañana.

Pero intentó apartar de sí esa imagen. Jared Sanderson estaba muy ocupado o sencillamente era un grosero que no se había molestado en saludar a su humilde empleada temporal. Había pasado por allí un momento y después se había ido sin decir una palabra.

No era él, se dijo. El nombre se había quedado en su cabeza, nada más. Por no hablar de su físico.

A ella siempre le habían atraído los hombres altos y morenos y si le había gustado por algo en especial y su subconsciente lo había manifestado en el sueño daba igual, porque él nunca lo sabría.

De modo que no era un problema. No iba a dejar que aquel amante imaginario erosionase la competente imagen profesional que tanto le había costado crear. Había ido a Surfers para cerrar viejas heridas, para empezar una nueva vida.

Eso le recordó que aún no había enviado el informe que Pam le había pedido que revisase. De modo que abrió el correo, escribió la dirección de Jared Sanderson y empezó a escribir una nota: «Querido Jared».

Pero enseguida se detuvo. Escribir esas palabras le recordaba el sueño y se abanicó con la mano, sonriendo a su pesar. Borró esa frase y volvió a escribir: «Estimado señor Sanderson». Sí, mucho mejor.

 

Adjunto envío informe de Lygon y Asociados para su aprobación.

Saludos,

Sophie Buchanan, en el puesto de Pam Albright.

 

Después de adjuntar el documento revisado, pulsó el botón de enviar, cerró el ordenador y se dirigió a su dormitorio. Tal vez volvería a tener suerte…

Apenas había cerrado los ojos cuando la asaltó una duda. Pero no podía ser… no, no, imposible.

Se levantó de un salto y corrió al salón para encender el ordenador. Los dedos le temblaban, impacientes, mientras el maldito aparato se tomaba su tiempo.

Cuando abrió la carpeta de correos enviados, Sophie se quedó sin aliento. Su sueño erótico estaba en ese mismo instante esperando la aprobación de Jared Sanderson. Había enviado ese documento en lugar del informe.

Se le escapó una risita histérica.

¿Tendría sentido del humor Jared Sanderson? Según Pam, ninguno. Y aunque viese el humor en la situación, lo que había escrito era tan…

Nunca volvería a poner sus sueños por escrito.

Dejando escapar un gemido, echó la cabeza hacia atrás, y lo único que veía era la expresión de Jared Sanderson cuando abriese el correo.

 

 

Era tío. Jared entró en el salón de su casa poco después de la diez, con dos copas y una botella de su mejor chardonnay.

Tenía una sobrina, Arabella Fleur. Monísima, con el pelo oscuro, ojos enormes y boquita de piñón. No podía dejar de sonreír.

Su hermana menor, Melissa, ya estaba en casa, porque podía oír el ruido de la ducha. Dejó la botella y las dos copas sobre la mesa de café, se sentó en el sofá y empezó a comprobar los mensajes y correos desde el móvil.

Sophie Buchanan.

El nombre no le resultaba familiar… Entonces recordó que Pam se había ido a casa enferma el día anterior, de modo que debía ser su sustituta. La llamada de Crystal esa mañana para decirle que estaba de parto antes de lo previsto y que el vuelo de Ian desde Sídney se había retrasado hizo que olvidase todo lo demás. Sophie debía ser la persona que ocupaba el sitio de Pam hasta que volviese a la oficina.

–¿Liss? –gritó cuando oyó ruido en el pasillo–. Ven aquí, tenemos algo que celebrar.

Cuando Melissa apareció en el salón envuelta en un albornoz ya había abierto la botella y estaba sirviendo el vino en las copas.

Ella sonrió, levantando su copa.

–Bienvenida al mundo, Arabella Fleur –dijo, antes de tomar un sorbo–. Tiene tus orejas, bonitas y pegadas al cráneo.

Jared saboreó el vino, encantado con la idea de que una diminuta parte de él fuese inmortal.

–¿Tú crees?

–Desde luego. Y este vino es estupendo –su hermana tomó un largo trago y arqueó una ceja–. Pero yo prefiero la variedad francesa.

Jared la estudió, pensativo. La muerte de su padre los había dejado huérfanos a los tres. Entonces, él tenía dieciocho años; Crystal trece y Melissa, que no había conocido a su madre porque murió cuando ella tenía dos semanas, solo seis. ¿Cuándo esa niña se había convertido en aquella mujer sofisticada?

–Se supone que no deberías notar la diferencia.

–Por favor, tengo casi dieciocho años –replicó su hermana, ofendida–. No te pongas en plan padre.

Esa acusación le borró la sonrisa de los labios. Doce años antes, Jared había tenido que aceptar la responsabilidad de ser padre y madre para sus hermanas, y no lo lamentaba ni por un momento, pero a veces…

–Tal vez tengas razón –admitió–. Pero no voy a disculparme por ello. Te quiero y eso no va a cambiar nunca.

–Lo sé –asintió su hermana, sacudiendo la cabeza–. Pero a veces…

Criar a Lissa había sido la experiencia más difícil de su vida, y Jared tenía la sensación de que lo más difícil estaba aún por llegar: la despedida.

–Hablando de padres y niños –su hermana le clavó una intensa mirada–. ¿Cuándo vas a encontrar a una pobre chica que esté dispuesta a soportarte y formar una familia?

«Y dejarme vivir mi vida», le decía con los ojos.

Para evitar la eterna conversación, Jared tomó el móvil y siguió leyendo mensajes.

–No hay ninguna prisa. Aún eres muy joven y tengo que cuidar de ti.

Lissa soltó un bufido.

–Tenías mi edad cuando papá murió. ¿Cuándo se te va a meter en la cabeza que soy una adulta y…?

–No serás mayor de edad hasta dentro de tres semanas.

–Y otra cosa –siguió Melissa, como si no lo hubiese oído– he estado pensando…

¿Qué demonios? Jared parpadeó mientras leía un correo, olvidando las protestas de su hermana.

 

Su nombre es Jared, un amante extraordinario que puede quemar mis sábanas cuando quiera…

 

–¿Ocurre algo?

–¿Qué? –Jared apartó los ojos del móvil un momento para mirar a Melissa–. No es nada –dijo luego. Nada que quisiera compartir con su hermana pequeña, que siempre lo criticaba por ser demasiado conservador.

 

Mi tanga de piel de serpiente se derretía bajo el calor de sus manos, y cuando separó mis muslos…

 

«Guau».

Jared tomó un largo trago de vino, pero el líquido no consiguió calmarle.

–¿Malas noticias?

–No exactamente… –dijo Jared.

–Como te decía, he estado pensando y…

–Lo siento, Liss, voy a tener que solucionar un pequeño problema –la interrumpió Jared–. Hablaremos más tarde, ¿de acuerdo?

Se dirigió al estudio y encendió el ordenador, martilleando con los dedos sobre el escritorio mientras esperaba. El archivo adjunto tenía la fecha de aquel mismo día, y ninguna referencia a Lygon.

Cuando lo abrió, en la pantalla apareció un texto sobre fondo rosa. Salvaje, erótico. Jared tuvo que esbozar una sonrisa. Cuanto más leía, más ardiente se volvía el texto y más lo excitaba.

Tanto que tuvo que moverse para controlar la presión bajo los pantalones. La escena era tan vívida que casi podía sentir la suavidad de sus muslos, el pezón duro contra la palma de su mano, el ardiente calor mientras se enterraba en ella.

Cuando terminó de leer no tenía sangre en la parte superior del cuerpo y se echó hacia atrás, sacudiendo la cabeza para borrar las imágenes. No sabía que unas simples palabras pudiesen excitar tanto a un hombre.

Sophie Buchanan.

No recordaba el nombre, pero él tenía mala memoria para las mujeres.

«Tanga de piel de serpiente».

Jared sonrió. ¿Era anatómicamente posible? Desde luego, estaba dispuesto a probar si tenía ocasión.

Sophie Buchanan debía haber adjuntado el documento equivocado, pero eso no evitó que lo imprimiera. ¿Debería ignorarla al día siguiente? ¿Mencionárselo? ¿Tentarla para ver su reacción?

Lo había enviado media hora antes. ¿Estaría en la cama? ¿Con el tanga de piel de serpiente? El deseo le nubló la vista.

«Tranquilo», se ordenó. ¿Sería una trampa? Tal vez su intención era excitarlo. ¿Y si quería seducirlo? ¿Buscaba un puesto permanente en la empresa? Igual de desagradable era pensar que se sentía atraída por su dinero.

La impresora escupió la primera página y fue entonces cuando se fijó en una nota a pie de página: «diario de sueños».

Un sueño.

Jared volvió a sonreír. Muy bien, eso tenía más sentido. Era la fantasía de una mujer. y él había sido el amante imaginario.

¿Cómo sería esa mujer?

Melena rubia despeinada, boca perversa, unos pechos hinchados de grandes pezones rosados, sexy, ligera y espontánea.

Sophie.

Sin dejar de sonreír, Jared se guardó las ardientes páginas en el bolsillo de la chaqueta.

Estaba deseando que llegara el día siguiente.

 

 

Desde el coche, Sophie miraba el alto edificio con fachada de cristal que parecía un gigante de poder y autoridad a primera hora de la mañana. Las oficinas de Inversiones J. Sanderson ocupaban las dos últimas plantas.

Pensar en lo que tenía que hacer hacía que el corazón le latiese como si fuera a salírsele del pecho.

«Por favor, que no esté en la oficina».

Había mirado su agenda el día anterior y sabía que tenía una reunión a primera hora en Coolangatta, a media hora de allí. No llegaría a la oficina hasta las diez.

Aunque eso no significaba nada. En su experiencia, los jefes nunca hacían lo que se esperaba de ellos.

De modo que respiró profundamente, intentando calmarse.

Tomó el bolso y salió del coche, se pasó una mano por la discreta falda beis y se dirigió a la puerta del edificio.

Sophie se miró el reloj: las siete menos dos minutos. No había pegado ojo esa noche, temiendo la reacción de Jared Sanderson si leía el correo antes de que ella tuviese oportunidad de borrarlo. Si no lo había leído desde su casa, claro.

Sophie apretó el paso, con el estómago encogido, le dio los buenos días al guardia de seguridad y se dirigió a los ascensores.

Un momento después llegaba a la recepción de Inversiones J Sanderson. No había nadie todavía, la oficina estaba tan silenciosa que podía el ruido del mar al otro lado de la ventana. Y el eco culpable de su pulso.

La tarjeta magnética le daba acceso al sancta sanctorum del jefe, y allí estaba el ordenador de Jared Sanderson. Esperó, nerviosa, hasta que se iluminó la pantalla, pero le temblaban tanto las piernas que decidió sentarse.

Escribió la contraseña que Pam le había dado, abrió el correo sin apenas respirar y buscó entre los mensajes. Allí estaba su correo, marcado como «no leído».

Un sonido, parte sollozo, parte risa histérica, le escapó de la garganta mientras lo borraba de la bandeja de entrada y de la papelera.

Hecho.

Lo único que tenía que hacer era volver a su escritorio y nadie sabría nunca…

–Buenos días.

La ronca voz masculina hizo que se levantase de un salto. No sabía qué decir, ni siquiera se le ocurrió darle los buenos días. Un par de enigmáticos ojos verde aceituna la estudiaban mientras ella intentaba salir de su estupor.

–La señorita Buchanan, supongo.