cub_jaz1817.jpg

5943.png

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Shirley Kawa-Jump

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Cuentas pendientes, n.º 1817 - abril 2015

Título original: The Virgin’s Proposal

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6330-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Estar disfrazada de banana de pie en una esquina no era lo más humillante que le había sucedido a Katie en su vida, pero estaba a punto de serlo. Cubierta por entero de fieltro amarillo, había recibido toda clase de insultos más o menos chistosos desde que Sarah la convenciera para que se vistiese de fruta y así aumentar las ventas de la tienda.

–¡Oye, chiquita! ¿Me pelas la banana? –le gritó un coche lleno de adolescentes al pasar.

Como si una mujer de un metro sesenta de altura y veinticuatro años de edad con traje de plátano fuese lo más gracioso del pueblecito de Mercy, Indiana. ¿Qué tendencias suicidas le habían hecho proponerle a Sarah, su socia y futura ex amiga, hacer algo especial para incrementar el negocio?

La tienda. Era lo único en lo que pensaba. Las ventas habían ido bastante flojas cuando abrieron un año atrás y seguían bajando. En dos semanas tendrían que pagar el alquiler y, desgraciadamente, no tenían suficientes fondos en la cuenta bancaria para cubrir el gasto.

Katie y Sarah todavía no habían encontrado la forma de romper el monopolio de su principal competidor, Flores y Más, una tienda en la vecina ciudad de Lawford. En el pueblo de Mercy había muchas bodas, bautizos, comuniones y funerales, pero casi nadie le compraba flores a Un Par de Ramitos.

Si hubiese alguna forma de hacer que la gente tuviese en cuenta su tienda, quizá Katie lograse sentirse mejor, en vez del fracaso que era en su vida personal y profesional. Estaba desesperada por lograr que la tienda saliese a flote, lo bastante desesperada como para ponerse un traje de fruta.

Suspiró. El Ford lleno de muchachos volvió a tomar la curva con un rechinar de llantas.

–¡Serías el sueño de King Kong, monada!

Con las mejillas rojas, no les hizo caso. Tanto si aumentaban las ventas como si no, el disfraz era humillante. Gracias a Dios que la caperuza de gomaespuma le cubría casi todo el rostro. No deseaba en absoluto que se diesen cuenta de que ella era quien se encontraba dentro de aquel traje.

Enderezó el cartel que anunciaba sus ofertas de cestas de fruta y luego vio una motocicleta de brillante negro y cromo que rugía hacia ella y aparcaba en uno de los huecos frente a la tienda. Katie se mordió los labios, preparándose para otra adolescente pulla de mal gusto. El motorista se quitó el casco y se bajó.

Oh, Dios Santo. El hombre no era un adolescente. Tenía el cabello color chocolate oscuro que le caía sobre las cejas, resaltando sus ojos del color del cielo. Era alto, más alto que ella con su caperuza de plátano, y delgado, con un físico que indicaba que no pasaba demasiado tiempo mirando la tele. Los vaqueros desteñidos que le marcaban las caderas, la camiseta blanca ajustándole el torso y la chaqueta de cuero color marrón le daban un aspecto de personaje de película de James Dean. Su cara le pareció conocida, pero, por más que lo intentó, no pudo recordar cómo se llamaba.

Él le lanzó una mirada al pasar, sonriendo al ver el traje. Katie sintió un cosquilleo que le subía por la columna. Aquella sonrisa y aquel paso confiado parecían indicar que él sabía el significado de la palabra «placer»: cómo darlo y cómo recibirlo. Esa sí que era un área restringida en la vida de Katie.

–Una idea genial de marketing –le dijo él, antes de entrar en la tienda.

Katie enderezó su cabizbajo traje de plátano, deseando que hombres con aspecto de estrellas de cine no parecieran cuando ella no se sentía con fuerzas para enfrentarse a la realidad.

Se preguntó lo que se sentiría estando con un hombre como aquel. Por primera vez en su vida, sintió la tentación de tragar su timidez y correr el riesgo, romper la coraza que le había impedido avanzar; hablarle, flirtear un poquito, ser un poco menos reprimida.

Según la carta que le había mandado su ex novio, Steve Spencer, aquello era algo que ella no haría nunca. Steve, encontrándola demasiado aburrida para su gusto, la había dejado al pie del altar y se había marchado con la dama de honor de Katie, una mujer dispuesta a darle lo que él deseaba cuándo y donde a él le apetecía. Debido a ello, todo el pueblo le tenía pena a Katie, una chica que siempre había sido buena, responsable, obediente, cualidades que antes se consideraban positivas, pero que de adulta habían hecho que la pisoteasen.

Por no mencionar que a los veintidós años seguía siendo virgen. Antes estaba orgullosa de haber defendido su pureza a capa y espada para reservarla hasta la noche de bodas, pero ahora sentía que era la idiota más grande del mundo.

Durante un minuto dejó de pensar en la tienda y en el día horrible que llevaba hasta aquel momento, para concentrarse en el motorista y cómo solo verlo le había hecho pensar en tirar sus principios por la ventana. De todos modos, estos no la habían llevado demasiado lejos: sola y vestida de fruta.

«Mis hormonas me han declarado un golpe de estado mental», pensó, porque no encontraba ninguna otra explicación para justificar que todavía no se hubiese recuperado de la sonrisa masculina. «Imagina lo que sería un beso de ese hombre», le insistió su mente.

¿Quién sería? Desde luego que no vivía en el pueblo, aunque quizá lo hubiese hecho antes y por eso le resultaba familiar. Un hombre como aquel no pasaría desapercibido en un pueblo de cuatro mil habitantes.

Se secó el sudor que le perlaba la frente. El sol de finales de abril la estaba asando como a un pavo y le dieron deseos de quitarse el traje y unirse a la raza humana: abrir una gaseosa helada y sentarse junto al aire acondicionado hasta que le colgasen carámbanos de la punta de la nariz. Inclinó la cabeza y retrocedió hasta la fresca sombra del toldo. Chocó con algo alto y sólido y comenzó a tambalearse, con la pesada cabeza de plátano primero. Un par de fuertes brazos la sujetaron antes de que cayese al suelo.

–Gracias –dijo, dándose la vuelta con los pasitos de geisha que le permitía dar el disfraz, para ver la identidad de su salvador.

¡El colmo de la humillación para aquel día horrible! ¡El motorista se encontraba detrás de ella con un ramo de rosas en un brazo y la misma sonrisa iluminándole el rostro!

–¿Estás bien? –le preguntó.

–Sí –logró decir ella–. Gracias por agarrarme antes de que me convirtiese en un banana split.

–No todos los días tengo la oportunidad de rescatar a una banana en apuros –sonrió él.

La curiosidad, sumada al anonimato que le propiciaba el traje de plátano, fueron más fuertes que la tendencia natural de Katie al retraimiento. «Suéltate la melena, Katie, aunque sea un poquito. Además, es un cliente. No viene mal que seas amable».

–¿Qué prefieres, que apele a tu sensibilidad? –dijo ella, como si hablase todos los días de aquella forma. Pensar que bastaba un disfraz para convertirse en Jay Leno–. Prefiero eso a que pises mi piel y te des un resbalón.

Él rio y levantó la mano.

–Pido una tregua. Supongo que estarás harta de bromas hoy.

–Con la tuya son trece.

–Perdona.

Esbozó una sonrisa que estaba segura de que él no vería.

–Ya que me has hecho bromas y casi tirado al suelo, lo menos que podrías hacer es decirme quién eres.

–Matt Webster –dijo él, alargando la mano.

El nombre inmediatamente la hizo recordar. El guapo y rico hijo renegado de los Webster, unos pocos años mayor que ella. En realidad, Katie nunca había tratado con él. Recordaba la boda por todo lo alto que su familia le había celebrado diez años atrás, pero luego él se había marchado del pueblo y no se había sabido mucho de su vida desde entonces.

Se quitó el guante y alargó la mano. La de él era ligeramente áspera y callosa, pero grande, capaz, fuerte. Y notó que no llevaba alianza de matrimonio.

–Katie Dole –le dijo.

Vio cómo él intentaba controlar la risa infructuosamente y lanzaba una carcajada.

–Me estás tomando el pelo, ¿no?

–Ojalá.

–¿No estás emparentada con la compañía de frutas?

–No tengo esa suerte –dijo ella, negando con la cabeza. La caperuza de espuma y fieltro se sacudió de un lado a otro.

–¿Y con Jack Dole?

–Es mi hermano mayor –asintió ella con la cabeza ahora–. Luego, vienen Luke, Mark y Nate. Hay muchas bananas en el árbol de los Dole.

–Bien, señorita Dole –dijo él–. Fue un placer delicioso conocerla.

Le soltó la mano y se llevó el calor que no tenía nada que ver con la temperatura reinante. Ella se esforzó en pensar en algo chistoso que responderle, pero no se le ocurrió nada que decir. Vestida de fruta, estaba fuera de su elemento como mujer, y tampoco creyó que le resultaría demasiado atractiva a un hombre como él.

Así que se quedó allí parada, como el tonto del pueblo, mientras él la saludaba con la mano y se volvía a subir a la moto, metiendo el ramo de rosas en el maletero antes de alejarse con un rugido del motor.

Aquel hombre era decididamente peligroso, y siempre lo había sido, a juzgar por su reputación. El tipo de hombre que estaba fuera de su alcance, físicamente, sexualmente… en todos los sentidos. Un hombre que vivía al límite.

Katie nunca se había acercado al borde por temor a caerse por él en un precipicio de desamor.

 

 

Como si quisiera acabar con su vida, Matt aceleró a su Harley al máximo. El pueblo donde habían transcurrido lo que muchos llamarían sus años formativos pasó a su lado como un borrón: la señal que ponía Langdon Street y que seguía torcida hacia la derecha, tal como la había dejado su convertible once años atrás; la granja de Amos Wintergreen, donde Matt y sus amigos se dedicaron a molestar a las vacas hasta que el perro labrador de Amos los echaba de sus tierras; la cárcel del condado, donde había pasado muchas noches pagando por lo que su padre llamaba «malas elecciones».

El viento le hinchaba la chaqueta, intentando que se diese la vuelta y se volviese a Pennsylvania. Tenía un negocio allí, una vida. No necesitaba estar en Mercy, se dijo.

Le vino a la mente la imagen de la mujer vestida de plátano. El recuerdo le aflojó la tensión que comenzaba a sentir en el cuello. Lanzó una risa ahogada. Había que ser valiente para hacer semejante numerito en un pueblo pequeño, y más aún en Mercy. Comenzaba a imaginarse qué aspecto tendría bajo el traje de plátano, cuando la moto comenzó a hacer un ruido raro y a ahogarse. Matt apretó los frenos y frenó abruptamente.

–¡Infiernos! –exclamó.

La junta se había quemado y escupía aceite por todos lados. El líquido viscoso y negro le salpicó las botas, la camiseta y le chorreó por las mangas de la cazadora de cuero. Matt apoyó a la motocicleta sobre su soporte, sacó un trapo de la caja de herramientas que llevaba atrás y se limpió lo que pudo.

Todavía estaba a dos millas de lo que había sido su hogar. Qué irónico. En vez del triunfante retorno que se había imaginado, tendría que llegar con el rabo entre las patas a casa de sus padres y, además, arrastrando un montón de chatarra. Volvió a lanzar otra maldición, insultando al destino. Pero el destino hacía rato que lo había abandonado.

Comenzó a empujar la moto. El sol hizo que hirviese dentro de la chaqueta de cuero. Lanzó una mirada a la nevera que llevaba atada a la parte de atrás, pero era una pérdida de tiempo. Llevaba diez millas vacía. Daría cualquier cosa por tomar algo carbonatado en aquel momento.

Hacía once años que había tocado fondo y salido a flote, pero algunos días, como ese precisamente, la llamada del alcohol era fuerte e insistente.

Por enésima vez, Matt se preguntó por qué habría pensado que sería una buena idea volver a Mercy.

 

 

Al cabo del día, Katie entró en la fresca tienda, agradeciendo que Sarah y ella hubiesen conseguido reunir suficiente dinero como para arreglar el antiguo sistema de aire acondicionado. Se quitó el traje y se quedó en camiseta y pantalones cortos.

–Nos hicieron tres pedidos de cestas de fruta, así que nuestra idea incrementó el negocio. Sin embargo, no es suficiente –dijo Sarah, sentándose en un taburete. Abrió un bote de gaseosa y se lo alcanzó a Katie, que rápidamente se bebió la mitad–. ¿Fue tan divertido como parecía?

–Oh, ni te imaginas cuánto. No puedo creer que me convencieses para que lo hiciera –dijo Katie, quitándose la felpa amarilla que le cubría las zapatillas de deporte–. Tendrías que probar algún día.

–Me encantaría, pero no cabré dentro de ese traje hasta dentro de unos meses –Sarah se palmeó la tripa gigantesca que pregonaba su noveno mes de embarazo.

Hacía tres años que Jack, el hermano mayor de Katie, se había casado con Sarah. Desde entonces, Katie esperaba que una vocecilla la llamase «tía Katie». No sería su propia familia, pero peor era nada. Comprar baberos y muñecos de peluche también hacía que no pensase demasiado en su propia vida, por poco que tuviese que pensar. Se había quedado estancada durante un año. El trabajo era lo único que le llenaba el vacío que la envolvía en cuanto ponía el cartel de «cerrado» en la tienda.

También la ayudaba a evitar lo único a lo que temía: el fracaso.

Katie todavía no había logrado tener éxito en nada. Sus notas en la escuela secundaria habían sido buenas, pero no lo bastante como para conseguir una beca para la universidad; se había apuntado al equipo de debate, pero se había quedado petrificada en su primera comparecencia; por más que había salido con el capitán del equipo de fútbol, él la había dejado plantada en el altar. Y ahora, la tienda, su sueño, estaba al borde del colapso económico. Otro fracaso inminente si no tomaba alguna medida

Katie abrió la puerta y salió a buscar el cartel, que arrastró hasta dentro.

–Me alegra oír que hemos hecho unas ventas. Nos vienen bien.

–Ya lo sé. Y las obras de la calle no ayudan para nada. El alquiler…

Sarah se interrumpió al oír la puerta de entrada.

Katie reconoció inmediatamente a la mujer que entró: Olivia Maguire, la dueña de la única tienda de decoración de interiores de Mercy. Alta, delgada y vestida de azul plateado, pareció deslizarse hacia el mostrador.

–El diseño ese del escaparate ¿es suyo? –preguntó, señalando un arreglo exótico de flores de seda.

–Sí –respondió Sarah.

–Bien. Quiero dos, lo más rápido que pueda –se paseó por la tienda con movimientos precisos, exactos–. Y uno de estos –señaló un jarrón de porcelana lleno de rosas de estilo antiguo–. Y tres de aquellos –hizo un gesto hacia un tiesto retro con flores de brillantes colores que Sarah había hecho el día anterior–. ¿Para cuándo me los puede tener?

–Se los haremos con gusto –dijo Katie, tendiendo la mano al ver que Sarah se quedaba muda y boquiabierta–. Soy Katie Dole, una de las dueñas. Esta es Sarah…

–Sí, ya lo sé. Me parece que nos han presentado ya, en una función de caridad o algo por el estilo –dijo ella, haciendo un gesto vago con la mano–. Además, pueblo chico… –Olivia le dio a Katie un breve y firme apretón–. Todos se conocen y saben a qué se dedican. Yo soy Olivia Maguire, la dueña de Diseño de Interiores Renew. En este momento tengo tres clientes que necesitan arreglos florales. Pasaba en coche, vi ese tan interesante que tienen en el escaparate y decidí detenerme –hizo un giro en redondo sobre los tacones, mirando la tienda–. Me gusta. Normalmente uso la tienda de Lawford, pero me gustaría probar con la de ustedes, si disponen de tiempo.

–Desde luego –dijo Katie, lanzándole una mirada a Sarah–. Probablemente le podamos tener los arreglos listos en tres días.

Sarah se dio la vuelta, agarró el formulario de pedidos y comenzó a apuntar.

–Si lo hacen en dos, considérelo un trato –dijo Olivia y depositó un poco de dinero en el mostrador como adelanto.

–De acuerdo –asintió Sarah con la cabeza, la mirada clavada en el dinero.

–Estupendo –dijo Olivia y le alargó a Katie una elegante tarjeta de visita–. Llámenme cuando estén listos –dijo, y se marchó.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Katie dejó escapar ruidosamente el aliento que contenía.

–¡Genial! ¡Es la oportunidad que buscábamos!

–Podría ser una cuenta enorme para nosotros –dijo Sarah, tomando la tarjeta y dándole la vuelta entre los dedos–. Sería lograr que nuestro nombre llegase a gente con dinero para gastar, gente que compra montones de flores para sus casas y sus iglesias. Gente como los Callahan y los Simpson y los Webster… –Sarah se quedó boquiabierta–. ¡Claro! ¡Olivia es el pasaporte para llegar a ellos!

–¿A qué te refieres?

–¿No recuerdas? Olivia Maguire estuvo casada con su hijo… –hizo un gesto con la mano, buscando el nombre–, ¡Matt! Eso es. El que siempre estaba metido en líos. Quizá no lo recuerdes porque iba unos cursos más adelantado que nosotras en el instituto y casi ni yo me acuerdo del aspecto que tenía.

–Mira qué casualidad que lo menciones –dijo Katie, tomando otro sorbo de su gaseosa–. El hombre que estuvo aquí antes…

–¿El guaperas?

–¿Te diste cuenta? –rio Katie.

–Estoy embarazada, no ciega –respondió Sarah–, ¿qué pasa con él?

–Dijo que era Matt Webster.

–¿El mismo Matt Webster? –dijo Sarah, volviendo a agarrar la tarjeta–. ¿El Matt de Olivia? –se frotó el vientre distraídamente–. ¿No se separaron después de que se les muriese un bebé? La familia lo mantuvo todo en secreto. ¿Cuánto hace de ello? ¿Unos diez años?

–No lo sé. No tuvimos una conversación demasiado profunda bajo el toldo –sonrió Katie–. Lo que me llamó la atención fueron sus ojos –confesó.

–¿Lo invitaste a salir?

–Sarah, estaba disfrazada de plátano.

–¿Y? Eso no quiere decir que no puedas ser espontánea –dijo, sacudiendo un dedo frente a los ojos de Katie–. Prueba a ser un poco espontánea, quizá te guste.

–Tú sí que eres la reina de la espontaneidad. ¡Cuernos! ¡Si hasta te casaste de un día para el otro!

–Fugarse para casarse es emocionante y romántico –dijo Sarah con una floritura de la mano–. Me gusta vivir el presente antes de que se pase de largo.

Katie reflexionó sobre las palabras de Sarah mientras sacaba las rosas de la cámara. Les cambió el agua y les agregó conservarte floral antes de volverlas a poner en los recipientes.

Al estar disfrazada de plátano, se había animado a intercambiar comentarios ingeniosos con un guapo desconocido. Había sido una sensación nueva, liberadora. En los veinticuatro años de su vida, no había corrido demasiados riesgos. Y cuando lo había hecho, con Steve y la tienda, no había tenido demasiado éxito que digamos. Quizá, si cambiaba de actitud, el resultado fuese diferente.

Durante muchos años había sido «Katie, la formalita», siempre predecible, siempre reprimida. Y lo único que había logrado con aquella actitud era un corazón destrozado y un año de soledad.

–He estado pensando –dijo–. ¿Sabes qué fecha es hoy?

–Ajá –dijo Sarah, dirigiéndole una mirada comprensiva–. No quería decir nada. Me imaginé que haría que te costase trabajo ser un alegre plátano.

Katie lanzó una carcajada. Sarah siempre había logrado que se le pasase la tristeza. Y Dios sabía que durante el pasado año había tenido bastantes momentos como aquel.

–Habría sido mi primer aniversario si Steve no me hubiese plantado en el altar.

–Fue lo mejor que te podía pasar.