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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Lilian Darcy

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un tórrido verano, n.º 102 - junio 2015

Título original: It Began with a Crush

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcasregistradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6385-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El señor Capelli no se iba a poner contento.

Mientras giraba hacia la entrada de Auto Capelli, Mary Jane iba ensayando excusas. Sabía que había retrasado demasiado la revisión de su pequeño coche azul, pero estaban a principios de la temporada de verano y había mucho ajetreo en Bahía Pinar. El coche llevaba bastante tiempo haciendo un ruido extraño que había empeorado últimamente, no era como si no se hubiera dado cuenta.

Incluso a ella le parecía dejadez, y el señor Capelli era un experto en lanzar miradas tolerantes cargadas de reproche. Llevaba encargándose de la reparación y mantenimiento de los vehículos de la familia Cherry desde que Mary Jane tenía uso de razón.

El taller, un lugar anticuado y acogedor, se encontraba en un callejón tranquilo. Art Capelli era uno de esos mecánicos que siempre decía la verdad y nunca cobraba de más. No se merecía la vergonzosa negligencia de Mary Jane con su coche. Su padre siempre era escrupuloso en cuanto al mantenimiento, pero ella... Era la peor de las pecadoras en ese sentido y lo sabía.

En ese momento, se sentía tan culpable respecto al ruido del motor como si estuviera llevando al veterinario a un gatito sarnoso, muerto de hambre y con una astilla clavada en la pata.

Aparcó ante el alegre cartel de Auto Capelli y, sin subir las ventanillas sin sacar la llave del contacto, bajó del coche. No había nadie en la oficina pero se oían ruidos en el taller, así que fue hacia allí. Se quedó parada un momento, hasta que sus ojos se adaptaron a la escasa luz del local.

Un par de piernas embutidas en un mono azul oscuro manchado de grasa asomaban bajo una furgoneta roja.

—¿Señor Capelli? —aventuró Mary Jane.

—Un segundo —se oyó, tras un gruñido.

Ella esperó su momento de vergüenza. En realidad, el ruido solo había empeorado los últimos días, aunque llevaba apareciendo y desapareciendo desde sus mini vacaciones en un spa de Vermont, hacía ya tres meses.

El problema había sido que cuando desaparecía unos días, ella se decía que el coche se había «curado» a sí mismo. Pero, claro, los coches no hacían eso.

Se oyó otro gruñido y las piernas se movieron hacia ella. Un par de botas de trabajo quedaron a unos centímetros de sus pantorrillas.

—Hola, señor... —calló. No era Art Capelli, con su rostro curtido de sesenta y tantos años, pelo gris y paternales ojos marrones. Era Joe, su hijo.

Joe, a quien no veía desde hacía catorce años, como poco. Joe, guapo hasta la exageración, con espeso pelo oscuro, cuerpo perfecto de piel morena y todos los demás atributos masculinos deseables.

El descarado y egocéntrico Joe, que siempre había sabido demasiado bien lo irresistible que era y había sacado el mayor partido posible de ello.

Posiblemente, Mary Jane se había ruborizado.

—Hola —dijo él. Se miraron y él alzó la cabeza de la tabla con ruedas que le permitía deslizarse con facilidad bajo un vehículo—. Mary Jane, ¿no?

—Sí.

—He visto tu nombre en la agenda.

Ella pensó que si no fuera por eso, le habría pasado desapercibida hasta en una rueda de reconocimiento policial.

—¿Dónde está tu padre? —preguntó, brusca.

Él, ocupado en alzar su fuerte cuerpo de la tabla, tardó en contestar.

—Lo estoy ayudando. Haciéndome cargo del taller, en realidad. Anda regular de salud.

Cuando estuvo en pie, y pudo verlo mejor, ella decidió que no había cambiado. Seguía igual de guapo que en el instituto. Más, de hecho. Le gustaban las arrugas de risa que rodeaban sus ojos y boca, y las canas plateadas que salpicaban su aún espeso cabello.

—Vaya. Siento oír eso —le contestó—. Es decir, que no esté bien. No que tú lo estés ayudando. Obviamente.

«Genial, Mary Jane. Simplemente genial».

Le habría gustado hacerle un centenar de preguntas. «¿Qué había sido de su plan de triunfar en Hollywood? ¿Había vuelto para quedarse, o era algo temporal porque su padre no estaba bien? ¿No había otra persona que pudiera ocuparse del taller? ¿Qué había ido mal?».

Era ridículo el shock que le había provocado verlo; había retrocedido instintivamente dieciocho años, a la época en la que iban al mismo instituto y lo había odiado más que a ningún otro compañero.

«Sí, odiado. Insiste en eso, Mary Jane. No puedes quedarte corta. ¡Nunca!».

Lo cierto era que había odiado aún más la reacción que provocaba en ella. Había sido tan gallito, tan magnético y seguro de sí mismo, que lucía su convicción de un futuro brillante como un traje de Armani. Más que como un traje, como una chaqueta de motero, negra y de cuero italiano.

Se había esforzado por no mirarlo, por no fijarse en él y mantenerse inmune al encanto que exudaba, quizás fueran las feromonas, que hacían que se le acelerara el corazón cada vez que se cruzaban en un pasillo.

Ese encanto que hacía que su lengua se volviera de trapo y que se sonrojara y riera cada vez que él decía algo arrogante y descarado en clase. Arrogante, descarado y usualmente estúpido, porque nunca se molestaba en hacer los deberes. Si alguna vez la cazaba mirándolo tras uno de esos comentarios, lo taladraba con los ojos para demostrarle que no existía la menor posibilidad de que estuviera enamoriscada de él.

Y, de repente, lo encontraba en el dilapidado taller de su padre, donde solía echar una mano cuando era un adolescente, con las manos manchadas de grasa y la frente húmeda de sudor, arreglando coches para ganarse la vida.

Mientras buscaba algo que decir, él se bajó el mono hasta la cintura, mostrando una camiseta azul marino que se pegaba a su torso, realzando sus firmes abdominales. Agarró la botella de agua que había en el banco de trabajo, le dio un trago y luego se pasó una toalla por la frente.

Ella pensó que seguramente debería sentir lástima por encontrarlo allí, o alegrarse del contraste entre sus cacareadas ambiciones de riqueza y estrellato en Hollywood en la época del instituto y el lugar donde había acabado: en el taller de su padre, donde había empezado.

Sin embargo, no sintió nada de eso. Las emociones que la asaltaron fueron una mezcla de curiosidad, empatía, sarcasmo y...

—La vida es un chiste, ¿eh? —dijo Joe con media sonrisa. Ella sintió que sus mejillas se encarnaban y pensó que hacía cien años que no se sonrojaba.

—Hum, sí. Sí que lo es —tomó aire y tuvo la sensación de inhalarlo a él: su aroma salado, el calor de su cuerpo, un atisbo de un producto de aseo masculino especiado e irresistible y un leve olor a aceite de motor que, para su sorpresa, no le resultó en absoluto desagradable.

Se preguntó qué poder tenía ese hombre. No llevaba ni un minuto en su presencia y ya se sentía desmadejada por su aspecto e incluso por su olor.

Carraspeó rápidamente y ambos retomaron una actitud profesional. Ella no iba a hacerle esas preguntas sobre lo que había estado haciendo y por qué no era una estrella a la altura de George Clooney, Bradley Cooper o Johnny Depp, o agente de casting o director cinematográfico.

Ella no iba a preguntar y él no parecía tener intención de contarle nada.

—El coche —dijo él—. Revisión normal pero, además, has tenido algunos problemas con él, ¿no?

—Hace un ruido.

Él le dedicó la mirada de su padre, de reproche tolerante con un atisbo de fuego que nunca había visto en el rostro del señor Capelli. Eso volvió a llevarla a los tiempos del instituto, y Mary Jane se enfureció consigo misma. En aquella época había pensado que miraba así a propósito, y tal vez fuera cierto, porque las chicas caían a sus pies como moscas. Ella se había desvivido para que no la afectara.

Si era posible que un par de cejas masculinas y las esquinas de una boca viril hicieran pensar en un gruñido seductor, eso era lo que estaban haciendo las de él en ese momento. Pero no parecía intencionado. Era un hábito inconsciente que formaba parte de su rostro y delataba un ácido sentido del humor.

—Un ruido —dijo él, con tono paciente.

—Sí —intentó reproducirlo—. Rgrk-rgrk-rgrk. Así, más o menos.

Para su alivio, él no se echó a reír.

—Echaré un vistazo y te llamaré cuando sepa qué le ocurre.

—Eh, gracias, Cap. Me parece muy bien.

Siguió un silencio durante el cual ella se dio cuenta de lo que había dicho. «Cap». Así era como lo habían llamado todos en el instituto, pero no sabía si alguien lo hacía aún.

—Llámame Joe —dijo él, que también se había fijado en el uso del apodo.

—Disculpa.

—Cap es... Ya no me llaman así.

—Disculpa —repitió ella. Por alguna razón, recordó que Joe Capelli era el nombre de un personaje de videojuego.

—No pasa nada —dijo el Joe de carne y hueso—. ¿Necesitas que te acerque a algún sitio?

—Mi hermana viene a recogerme. Llegará en cualquier momento.

—Entonces, te llamaré después, cuando sepa qué le ocurre al motor.

—Gracias. Dale recuerdos a tu padre de mi parte. Y mis mejores deseos.

—Lo haré.

Ella cambió el olor a grasa por el fresco aire de junio justo cuando su hermana Lee detenía el coche en la explanada de cemento que había ante el taller.

Lee estaba comprometida para casarse y embarazada de cinco meses y medio. Superado el primer trimestre, de cansancio y náuseas, y sin haberse adentrado en el voluminoso e incómodo tercero, tenía un aspecto radiante y energético, feliz y vivaz. Llevaba el lustroso cabello color caramelo recogido en una cola de caballo y su piel resplandecía.

—¿Qué era el ruido? —preguntó, después de que Mary Jane ocupara el asiento del pasajero.

—No lo sé aún. Echará un vistazo y me llamará para informarme cuando lo sepa.

—Debe de estar algo mayor para andar tirado debajo de los coches.

—No era el señor Capelli. Era su hijo. Joe.

—Joe. ¡Vaya! —exclamó Lee—. Creía que estaba en Hollywood, convertido en una estrella de cine.

—¿Te acuerdas de eso? Estabas dos cursos por debajo de nosotros.

—Todo el instituto conocía los planes de Joe Capelli. Y me parece que todos creían en ellos.

—¿En serio? —Mary Jane infundió un tono escéptico a su voz para mantener las apariencias, pero ella había creído en sus planes tanto como cualquiera. De hecho, durante años había buscado su rostro en la televisión y en el cine, e incluso creía haberlo visto en el papel de esbirro de un gánster, que moría de un tiro sin decir una palabra.

—¿No lo recuerdas en West Side Story? —dijo Lee—. Todas las chicas gemían en voz alta al verlo.

—Yo no.

—Bueno, tú no eras ese tipo de chica. Nunca entendí por qué no hizo el papel de protagonista.

—Porque no cantaba en el registro adecuado —apuntó Mary Jane—. Es barítono, no tenor.

—Sí que te acuerdas.

—Sí, pero tienes razón, no era de las que gemían por él —se apresuró a puntualizar Mary Jane—. No lo soportaba.

—Ya, se creía un regalo de Dios para las mujeres, según creo recordar. Resulta chistoso ver dónde ha acabado, considerando sus planes.

—No es chistoso. Ni ha acabado. Solo tiene treinta y cinco años.

—Ahora lo estás defendiendo.

—Porque estoy segura de que sabe lo que está pensando todo el mundo —replicó Mary Jane—. Era algo imbécil, tal vez, arrogante y descarado, pero no se merece eso. No era mala persona, solo...

—Demasiado creído. ¿No sirve eso como definición de imbécil? ¿Es que no se merece que la gente piense que estar de vuelta en el taller de su padre está muy por debajo de sus expectativas?

—De las expectativas que teníamos todos.

—Sabes a qué me refiero. Cuando algunas personas dicen «Voy a ser una estrella», pones los ojos en blanco, pero con él...

—Poníamos los ojos en blanco por otras razones —aceptó Mary Jane.

—Su arrogancia.

—Exacto. Nunca dudé que triunfaría.

Igual que nunca había dudado de su futuro, carente de grandes ambiciones: un triplete de buen matrimonio, hogar bonito y acogedor e hijos sanos. Siempre había considerado que esa era la mejor lotería que se podía ganar en la vida.

Hasta el momento, se apuntaba uno de tres.

Pocos minutos después, Lee entró en el camino que llevaba a Bahía Pinar y Mary Jane pensó que no podía desear un sitio más bonito en el que vivir, rodeado de prístina nieve blanca en invierno y gloriosas vistas de la montaña, el bosque y el lago en primavera, verano y otoño.

Pero lo habría cambiado sin pensarlo por un pisito de dos dormitorios sobre una tienducha, si a cambio tenía el buen matrimonio y los hijos sanos.

Era mucho más embarazoso lo suyo que el que Joe Capelli trabajara en el anticuado taller de su padre. Embarazoso que, deseando algo común y convencional, no lo hubiera conseguido.

Embarazoso, doloroso y horrible, hasta el punto de provocarle amargura. A veces tenía que hacer un esfuerzo enorme para que no le importara que sus dos hermanas menores estuvieran enamoradas, casadas o comprometidas, y con bebés en camino.

Tenía una agenda secreta oculta en su mente y se concedía una estrella dorada por cada día que pasaba sin sentir celos o decir algo desagradable o hiriente, o sentir lástima de sí misma.

Y aunque su agenda mental tenía bastantes estrellas, odiaba la existencia de esa agenda. Por mucho que le hubiera desagradado, o simulado que le desagradaba, «Cap», Capelli en el instituto, había entendido muy bien lo que había querido decir con esa mueca irónica y ese «la vida es un chiste».

 

 

Joe decidió que Mary Jane Cherry era una de esas mujeres que estaban mucho mejor a los treinta y cinco años que a los dieciocho.

En el instituto había tenido brotes frecuentes de acné, llevaba un corrector de ortodoncia, estaba rellenita y tenía el pelo demasiado largo y de un aburrido color castaño. En la actualidad, una melena ondulada le caía hasta los hombros, iluminada por reflejos dorados, tenía la piel suave y bien cuidada y el exceso de grasa se había transformado en una cálida y atractiva madurez, matizada por suaves arrugas en el rabillo de los ojos y las comisuras de la boca.

Era inquietante recordarla tan bien, pero en aquella época había estudiado en detalle a las chicas del instituto. Si alguna vez iba a una reunión de reencuentro, lo que no tenía intención de hacer, seguramente las recordaría a todas.

En cuanto Joe escuchó el «ruido» del motor del coche de Mary Jane, supo que tendría que haberlo llevado a revisión unos setecientos kilómetros antes. Tras examinarlo, diagnosticó al menos tres reparaciones urgentes.

Mary Jane tenía suerte de que hubiera aguantado tanto sin dejarla tirada en alguna carretera con el motor humeando. Iba a tener que encargar piezas al distribuidor, y cuando las recibiera tendría que desmontar el motor. Era martes. El coche no estaría arreglado hasta el viernes, como pronto.

Cambió el aceite a otro coche y alineó los neumáticos de un tercero, sabiendo que los propietarios no tardarían en llegar para recogerlos. La llamada a Mary Jane para darle las malas noticias tendría que esperar.

Una lástima, porque eso le dio más tiempo para pensar en ella.

Se había mantenido muy joven y atractiva. Lo sorprendía que siguiera allí. Había sido una chica inteligente, articulada y trabajadora, que siempre sacaba buenas notas. Había supuesto que se habría trasladado en busca de nuevos horizontes.

En el instituto, las chicas habían estado divididas en dos grupos: las que pensaban que era guapísimo y estaban locas por él, y las que pensaban que era guapísimo y no lo soportaban.

Naturalmente, Mary Jane había formado parte del segundo grupo y, naturalmente, él se había interesado por las chicas del primero.

Había salido con cinco o seis de ellas. Las más guapas, aventureras y populares, porque eran con las que se podía llegar más lejos y las que hacían que los demás chicos lo miraran con envidia y respeto, lo que cimentaba su reputación de ser el tipo más guay del instituto.

En retrospectiva, era fácil ver que había estado abocado a la caída. A veces, deseaba dar marcha atrás en el tiempo y darle un coscorrón a su yo adolescente. Uno bien fuerte. También veía que si algunas cosas hubieran ido de otra manera, podría haber evitado el descalabro de sus sueños.

Porque había estado muy cerca.

Cerquísima.

En ese momento podría ser el protagonista de una popular serie policíaca de televisión, o estar eligiendo entre guiones de cine que llevaban un Óscar escrito entre líneas. Como le había dicho a Mary Jane, la vida era un chiste.

Había participado en un largo e importante casting para el papel protagonista de una serie policiaca, hasta que solo quedaron dos candidatos. Al final, fue el otro quien había conseguido el papel. Una espectacular sonrisa femenina le había llamado la atención en una cafetería y le había prestado atención, en vez de dejarla pasar.

Esos dos sucesos habían hecho que su vida tomara un rumbo completamente distinto del que había imaginado.

No se permitía pensar en ello porque, aunque por un lado había fracasado, por otro había conseguido dos tesoros tan preciados para él que no se imaginaba una vida sin ellos.

Los propietarios de los dos coches llegaron al mismo tiempo, así que cobró las facturas y les devolvió las llaves. Eran casi las cuatro y aún no había llamado a Mary Jane. Iba a hacerlo cuando llegó su padre, con aspecto de cansancio, seguido por dos niñas idénticas de siete años.

Las niñas, por supuesto, eran sus dos tesoros.

—Vas a decirme que es más fácil arreglar coches que cuidar de estas dos —le dijo a su padre.

—No, hemos tenido un buen día.

Sí, pero agotador. Su padre no podía ocultarlo.

—¿Qué habéis hecho?

—Jugar en la playa del lago. Echar una partida de minigolf junto a las cataratas. Tomar helado.

Su padre no podía mantener ese ritmo todo el verano. Tenía cáncer de próstata, y lo único bueno era que el médico le había prometido que avanzaría tan despacio que moriría de otra cosa antes, dentro de quince años o más.

Joe empezaba a dudar de esa promesa, pero tal vez era la energía de las niñas lo que había conseguido que pareciera tan agotado.

—Les buscaré algo para vacaciones —le prometió a su padre—. Un campamento de día, o algo así.

—¿Un campamento de equitación? —sugirieron las niñas al unísono, con voces idénticas y cargadas de esperanza.

—Puede que un campamento de equitación —Joe suspiró—. Me informaré.

No sabía de dónde había salido su atracción por los caballos, pero era una pasión. Las niñas estaban suscritas a una revista de ponis y las paredes de su habitación estaban cubiertas con fotos de caballos. Tenían una estantería llena de libros sobre ponis. No solo cuentos, sino también manuales sobre cómo montar, asear y cuidar de ellos. Tenían ponis de peluche con los que dormían todas las noches, calcetines con unicornios, pulseras con forma de herradura y camisetas y pijamas con ponis estampados.

Ahora que las niñas y él habían dejado California para volver al este, cabía la posibilidad de que pudieran ver un poni cara a cara.

—No tienes que llevarlas a un campamento solo por mí —dijo su padre.

—¡Campamento de ponis! ¡Campamento de ponis! —gritaron las niñas.

—No lo haré, a no ser que sea uno que les guste —prometió Joe, pero era una mentira piadosa.

Tal vez tuviera que gustarles a la fuerza, porque su padre no podía cuidar de las niñas todo el verano, cinco días y medio a la semana. Joe estaba en el taller para dar a su padre un respiro mientras decidían si vender el local o cerrarlo. Estaba cuidando de las niñas temporalmente, hasta que los tres se asentaran; habían llegado hacía dos semanas y aún no habían desempaquetado todo.

Holly y Maddie habían pasado la mitad de su vida en guarderías y campamentos de día. Joe no había tenido otra opción desde que obtuvo su custodia, hacía cuatro años. Aun así, estaban mejor atendidas que antes de estar con él. Le había ocultado a su padre la mayoría de los detalles en ese sentido; era dulce y reconfortante que su padre, en su inocencia, pensara que dejarlas en manos de cuidadores profesionales era una mala opción.

Se prometió que esa noche, cuando su padre y las niñas se acostaran, desempaquetaría algunas cosas más, para que su padre no tuviera que lidiar con ese caos. En realidad, Joe no tenía tiempo para dedicar la velada a vaciar cajas de cartón. Tenía que estudiar. Pero si no cuidaba de su padre...

—¿Estás listo para cerrar? —preguntó su padre, desvelando su ansia por volver a casa y descansar.

—No del todo. Tengo que hacer una llamada y la clienta seguramente querrá el coche de sustitución, así que tendré que ocuparme de eso. ¿Por qué no las llevas a casa, las sientas delante del televisor y descansas un poco? Si han tomado helado, no tendrán hambre.

Error.

—¡Sí que tenemos! —una vez más, Holly y Maddie hablaron al unísono.

Lo hacían todo el tiempo, inconscientemente, y Joe estaba acostumbrado. Ni siquiera lo notaba. A las mujeres les parecía adorable, pero cuando se trataba de pedir clases de equitación duplicaba su poder de desgaste. En sus peores momentos, Joe pensaba que las gemelas idénticas no eran en absoluto tan encantadoras como se decía, pero seguía queriendo a esas dos con toda su alma.

—Vale, tienen hambre —dijo—. Hay una bolsa de sonrisas de patata en el congelador. Poned la mitad en el horno tostador. Niñas, si el abuelo no oye el timbre del horno cuando suene, decídselo, ¿vale? No intentéis sacarlas del horno caliente vosotras.

Sabía que lo harían si no se lo prohibía explícitamente. Eran muy ambiciosas a la hora de acometer tareas prácticas para las que no estaban capacitadas. Las había encontrado intentando hacerse unos huevos fritos cuando tenían dos años.

Su padre, Holly y Maddie se marcharon y Joe se preguntó cuánto tiempo tardaría en entregarle el coche de sustitución a Mary Jane, si lo quería; no quería dejar a su padre solo con las chicas mucho tiempo más.