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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Janice Maynard

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Reinventando el pasado, n.º 2063 - septiembre 2015

Título original: Baby for Keeps

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6815-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

El bar Silver Dollar siempre estaba lleno los sábados por la noche. Dylan Kavanagh tomó nota con la mirada de la clientela: los recién casados en la mesa seis, el típico borracho al que pronto habría que echar del establecimiento, el nervioso menor de edad pensando en utilizar un carné de identidad falso…

En la barra, una antigüedad de madera rescatada de un edificio de Colorado, gente pidiendo bebidas mientras masticaban cacahuetes. Los turistas eran fáciles de identificar, no solo porque él conocía a la mayoría de los habitantes de la zona, sino porque los forasteros no cesaban de mirar a un lado y a otro en busca de gente famosa.

Debido a la belleza natural de la región occidental de Carolina del Norte, un gran número de películas se filmaban allí. La elegante ciudad en la que él vivía, Silver Glen, recibía constantes visitas de gente famosa. La semana anterior, uno de los más prestigiosos directores de cine de Hollywood había cerrado un trato para filmar una película en la zona sobre la guerra civil.

Pero Dylan no le daba importancia a eso, no le interesaban las celebridades que pasaban por su establecimiento a beber o a comer. Estaba quemado.

De repente, se dio cuenta de que, inconscientemente, había estado observando algo que le había alarmado: una mujer, en un extremo de la barra, bebiendo como si su vida dependiera de ello. Frunció el ceño, sorprendido de que Rick, el camarero, no le hubiera cerrado el grifo.

Dylan se dirigió al otro lado de la barra y se aproximó a Rick, que contaba con la ayuda de otros dos camareros en la barra además de tres camareras sirviendo las mesas.

Le dio una palmada a Rick en el hombro y le susurró:

–No vuelvas a servir alcohol a la mujer de rosa. Creo que ya ha bebido más de la cuenta.

Rick le sonrió mientras continuaba sirviendo bebidas.

–No te preocupes, jefe, está bebiendo daiquiris de fresa sin alcohol.

Fuera hacía un calor infernal, lo que justificaba que cualquiera de la clientela quisiera tomar una, dos o tres bebidas frías. A pesar del aire acondicionado, la mujer de rosa bebía como si nada pudiera saciarle la sed.

Tras asentir, Dylan se dispuso a marcharse.

Rick, veinte años mayor que él, le indicó la puerta con un movimiento de cabeza.

–Vete a casa, jefe. Nosotros nos encargaremos del negocio.

Rick, un hombre alto y corpulento, era la persona perfecta para ese trabajo. Ni él ni el resto del personal necesitaban que Dylan merodeara por ahí dando la impresión de que no se fiaba de ellos.

Pero lo cierto era que a Dylan le encantaba el Silver Dollar. Lo había comprado a los veinte años y, después de hacer una reforma completa en la vieja construcción, lo había convertido en uno de los negocios más rentables de Silver Glen.

Dylan era un hombre rico a los veinte años, y aunque el bar fracasara seguiría siendo rico. Era un Kavanagh, un miembro de la familia que había hecho de Silver Glen un lugar próspero desde mediados del siglo XX y, como tal, podía permitirse el lujo de vivir sin trabajar. Pero su madre, Maeve, les había inculcado a sus siete hijos el respeto al trabajo.

Pero ese no era el motivo de que Dylan estuviera en el Silver Dollar aquel sábado por la noche, ya que había trabajado en exceso aquella semana y se había ganado un descanso. No, el asunto era más complicado. Ese bar demostraba que su vida no era un fracaso.

Su adolescencia, en parte, había sido una pesadilla, por lo que no le gustaba rememorar el pasado. Había tenido que enfrentarse al hecho de que jamás igualaría los logros académicos de su hermano mayor y, cuando lo hizo, abandonó la universidad.

La verdad era que en ese bar se sentía más a gusto que en ningún otro sitio. El Silver Dollar era un establecimiento de ambiente relajado, a veces alborotado y siempre interesante. Allí nadie estaba enterado de sus fracasos. Nadie, ni siquiera los lugareños, parecían recordar que él había sido elegido, metafóricamente, para ser un estudiante avocado a ser un parásito.

Le dolía no haber sido buen estudiante, pero había ocultado su enfado y frustración tras una máscara de insolencia, irresponsabilidad y libertinaje.

Ese viejo edificio le había redimido: le había hecho sentar la cabeza y entregarse a algo que realmente le gustaba. Para él, el Silver Dollar era mucho más que un negocio, simbolizaba su propia declaración de independencia.

Además, Dylan no tenía pareja en esos momentos, por lo que prefería estar en el bar a sentarse en casa delante del televisor. Le gustaba la gente, así de sencillo. Lo que le hizo volverse a la mujer de rosa.

«Ignórala», se dijo a sí mismo.

Rick tenía razón, debería irse a casa. Por mucho que le gustara estar en el Silver Dollar, la vida no solo era el negocio. Sin embargo, antes de marcharse, sintió la necesidad de aproximarse a aquella enigmática clienta. Y cuando vio que el taburete al lado de la mujer se quedaba vacante, su sangre irlandesa le llevó hasta allí.

No era extraño ver a una mujer sola en la barra del bar, pero solían ser mujeres en busca de una aventura amorosa. Aquella, sin embargo, parecía envuelta en una capa de soledad, los ojos fijos en la bebida.

Dylan se sentó en el taburete, a la izquierda de ella, y fue entonces cuando vio lo que no había podido ver hasta estar cerca de ella.

La mujer tenía a un bebé en los brazos.

Un niño de pecho, para ser exactos. Y debía de ser una niña, a juzgar por el lazo de color rosa en uno de sus oscuros rizos.

Arrepentido del impulso que le había llevado hasta allí, Dylan se dio cuenta de que a esa mujer le pasaba algo. Lo inteligente era marcharse. Su natural inclinación a ayudar a la gente a veces no era reconocida y, en ocasiones, incluso le acarreaba problemas.

La mujer ni siquiera dio muestras de darse cuenta de su presencia. Pero justo cuando estaba a punto de bajarse del taburete y marcharse, ella dejó la copa en la barra y, con un largo suspiro, gritó que había estado llorando o que iba a llorar o que estaba haciendo grandes esfuerzos por no llorar.

Él no soportaba ver a una mujer llorando. En eso se parecía a la mayoría de los miembros de su sexo. No tenía hermanas y la última vez que había visto llorar a una mujer había sido a su madre en el funeral de su padre. Lo que explicaba el deseo, o necesidad, que sentía de salir de allí corriendo.

Pero algo le dejó clavado al taburete: un caballeroso deseo de ayudar. Eso y el aroma de aquella mujer, que le hizo rememorar los rosales en flor de los jardines de Silver Beeches, el hotel de su hermano en lo alto de una montaña.

Sin saber qué decir o qué hacer le lanzó una fugaz mirada a la mujer. Como estaba sentada, no pudo calcular su altura, pero le pareció que debía ser de mediana altura. Llevaba pantalones caquis y una camisa de color rosa. Tenía el pelo castaño oscuro y lo llevaba recogido en una cola de caballo. Su perfil era delicado y la barbilla obstinadamente pronunciada.

Su rostro le resultaba familiar, quizá porque se parecía a la actriz Zoowy Deschanel, aunque de semblante más sobrio. Parecía exhausta. Tenía la mano izquierda descansando en la superficie de la barra y no llevaba anillo de casada, aunque eso no significaba nada.

«Levántate y vete».

El subconsciente trataba de ayudarle, pero no le hizo caso. Se inclinó hacia la mujer y dijo:

–Perdone, señora. Soy Dylan Kavanagh, el propietario de este bar. ¿No se encuentra bien? ¿Puedo ayudarla en algo?

 

 

Mia se quedó perpleja al oír la voz de Dylan después de tantos años. Había ido a Silver Dollar porque había llegado a sus oídos que Dylan era el propietario y sentía curiosidad por ver qué tal le iba. Pero no había imaginado que él estuviera allí.

Mia levantó el rostro y se mordió los labios.

–Hola, Dylan. Soy Mia, Mia Larin.

La mirada que Dylan le lanzó no fue halagadora. Pero no tardó en recuperarse.

–Dios mío, Mia Larin. ¿Qué te trae por Silver Glen?

Era una pregunta razonable. Ella se había marchado de Silver Glen nada más acabar los estudios en el instituto. Dylan tenía dieciocho años por aquel entonces, un adolescente contra todo y contra todos. Ella contaba con dieciséis años y el futuro le asustaba, era una adolescente marginada con un coeficiente de inteligencia de ciento setenta. Mientras ella estaba en la universidad, sus padres habían vendido la casa y se habían trasladado a la Costa del Golfo, haciéndola perder todo contacto con Silver Glen.

Mia, con un nudo en la garganta, se encogió de hombros.

–La verdad es que no lo sé. Supongo que la nostalgia. ¿Y tú? ¿Cómo te va?

Era una pregunta tonta, podía ver con sus propios ojos cómo le iba. El chico esquelético y larguirucho se había convertido en un hombre alto, moreno y extraordinariamente guapo. Los cálidos ojos ámbar de Dylan se clavaron en los suyos y, al instante, sintió un hormigueo en el estómago.

Unas anchas espaldas, cabello castaño dorado y un cuerpo musculoso hacían que ese hombre exudara virilidad. Se preguntó si seguiría siendo tan indomable como de adolescente.

Dylan había sido el primer chico con el que había entablado amistad, el único chico que la había besado en el instituto. Y ahí estaba, delante de ella… y demasiado atractivo para su propio bien.

Dylan sonrió travieso y, en un instante, Mia se sintió volver al pasado, loca por él y desesperada por saber que jamás se convertiría en la novia de Dylan Kavanagh.

Dylan alzó una mano y el camarero le llevó un vaso de zumo de lima con soda al momento. Bebió un sorbo, dejó el vaso y le tiró de la cola de caballo suavemente.

–Ya eres toda una mujer.

Mia sintió un placer adolescente al oír aquellas cinco palabras cargadas de sorpresa y masculino interés en igual medida. Lo que era una tontería, teniendo en cuenta que pasaba de los treinta años, tenía dos doctorados y era madre desde hacía doce semanas.

–Todos nos hacemos mayores. Tú también.

Dylan jugueteó con la pajita en el vaso y no se molestó en disimular su curiosidad al mirar a Cora. La niña, por suerte, estaba profundamente dormida.

–Así que tienes una niña, ¿eh?

–¿Cómo lo has adivinado, listillo?

Dylan parpadeó.

Mia se avergonzó de que el comentario pudiera haberle parecido a Dylan una referencia al pasado, al tiempo en el que ella le dio clases porque Dylan tenía dislexia. Mayor que ella, le había resultado insultante que una chica de quince años que estaba en su clase por ser extraordinariamente inteligente le estuviera dando clases por ser incapaz de leer en profundidad libros de texto y literatura inglesa.

–No me refería a… Lo siento –dijo Mia rápidamente–. Me siento incómoda por tener una hija y no estar casada. Mis padres parece que lo empiezan a asimilar, pero no les hace ninguna gracia.

–¿Dónde está el padre de la criatura? –preguntó Dylan; al parecer, olvidando el comentario.

–Prefiero no hablar de ello.

Un hombre lanzó unas carcajadas y, sin intención alguna, se chocó con ella. Mia sujetó a Cora con más fuerza al tiempo que se daba cuenta de que un bar era el lugar menos apropiado para estar con su bebé.

Dylan debió haber llegado a la misma conclusión, porque al instante le puso una mano en el brazo, le sonrió y dijo:

–No podemos hablar aquí. Vamos arriba, estaremos más cómodos. Era el apartamento de mi contable, pero se marchó el martes de la semana pasada.

Mia dejó que la ayudara a bajarse del taburete y después agarró la bolsa con pañales y las cosas de la niña y se la colgó del hombro.

–Te lo agradezco.

Para ser una mujer con el coeficiente de inteligencia de un genio, se encontró sin saber qué decir.

Cruzaron la zona restaurante del establecimiento hasta llegar a un pequeño vestíbulo en la parte trasera del edificio del que salía una empinada y estrecha escalera poco iluminada.

Dylan insistió en llevarle la bolsa y, detrás de él, Mia subió la escalera haciendo un esfuerzo por apartar los ojos de las prietas nalgas enfundadas en unos usados vaqueros.

Sabía que ese hombre que tenía delante, a pesar de ser multimillonario, poseía la habilidad de parecer un tipo cualquiera. Era una de esas cosas que siempre había admirado de Dylan; sobre todo, porque a ella siempre le había costado integrarse en un grupo. Tímida y seria, siempre se había sentido marginada entre sus compañeros de clase dos años mayores que ella.

Dylan se detuvo en el descansillo.

–La parte de la izquierda la utilizamos de almacén. Como ya te he dicho, este era el apartamento de la contable, pero se va a casar y se ha trasladado a otra región. Y, por supuesto, ahora me encuentro con un montón de problemas. Tengo que contratar a alguien pronto; de lo contrario, los de Hacienda se van a ensa-ñar conmigo por no pagar los impuestos trimestrales.

Dylan abrió la puerta que tenía más cerca y la hizo entrar.

Mia paseó la mirada con interés. Se encontraban en un cuarto de estar amplio en el que había un sofá, un diván y dos sillones tapizados con estampado en tonos azul marino. La alfombra era de color crudo y unas zonas más claras en las paredes indicaban la ausencia de los cuadros que las habían ocupado.

–¿Cuánto tiempo estuvo trabajando para ti?

Dylan dejó la bolsa de los pañales en un sillón.

–Casi desde el principio. Es viuda, su marido murió y la dejó casi sin nada. Así que este trabajo fue una salvación para ella y también para mí. Pero hace un par de meses conoció a un conductor de camiones en el bar y… se acabó.

Mia se sentó en el sofá con un suspiro y tumbó a Cora a su lado. La niña ni se movió.

–La vida está llena de sorpresas –comentó ella.

Dylan ocupó el sillón al lado del extremo del sofá donde ella estaba.

–¡Y que lo digas! ¿Te acuerdas de mi hermano Liam?

–Sí, claro que me acuerdo. Me intimidaba bastante. Era muy serio.

–Se ha relajado mucho desde que conoció a Zoe. Zoe es su esposa. Te gustaría, creo que os llevaríais bien.

–¿Sí? ¿Por qué?

Evidentemente, el comentario había sido una tontería, porque Dylan titubeó.

–Bueno, no sé. Cosas de chicas…

Ella se sonrojó. Ese era su problema, no se le daba bien hablar por hablar. Debería marcharse, pensó. Pero había cometido tantos errores en la vida que se sentía agradecida de tener una excusa para dejar de pensar en sí misma y centrar la atención en otra persona.

Tras recuperar la compostura, apoyó la espalda en el respaldo del sofá y sonrió a Dylan.

–Dime, aparte de que tu hermano se haya casado, ¿qué más ha pasado en Silver Glen desde que me marché?

 

 

Dylan se cruzó de piernas y se puso las manos detrás de la cabeza.

–¿Has cenado? –no era la respuesta a la pregunta de Mia, pero tenía hambre.

–No. Pero no te sientas en la obligación de darme de comer, por favor.

–Por los viejos tiempos –Dylan agarró el móvil y envió un mensaje a la cocina–. Nos subirán algo de comer tan pronto como puedan.

–Estupendo –respondió ella, sonriendo tímidamente.

Dylan recordó que, en el pasado, Mia bajaba ligeramente la cabeza y sonreía cuando algo le complacía. Aunque complacer a Mia no había sido una de sus prioridades. Le había molestado que una cría de quince años tuviera que ayudarle con los estudios. Y la verdad era que, con frecuencia, le había hecho pasarlo mal.

–¿Por qué lo hiciste? –preguntó Dylan. Mia arrugó el ceño.

–¿Por qué hice qué?

–Darme clases –respondió él con expresión seria.

–¡Madre mía, Dylan! ¿Por qué has tardado tanto en preguntármelo?

Dylan se encogió de hombros.

–Estaba ocupado.

–Sí, ya lo creo que lo estabas. Fútbol, baloncesto, chicas…

–¿Lo notaste?

–Lo notaba todo –contestó ella–. Estaba loca por ti.

Dylan sintió una profunda vergüenza al acordarse de todos los desaires que le había hecho a Mia. Aunque en privado le estaba agradecido por ayudarle a comprender el sentido de las obras de Shakespeare, en público la despreciaba y le gastaba bromas de mal gusto, a pesar de ser consciente de que la hacía daño.

Pero lo más importante para él había sido mantener su imagen de chico malo. Cuando algunos de sus compañeros de instituto recibieron becas y ofertas de universidades, él se esforzó por fingir que eso le traía sin cuidado. La universidad era una estupidez y algo innecesario. Se lo había repetido a sí mismo tantas veces que casi había llegado a creerlo. Pero cuando no logró acceder a una universidad, se sintió completamente humillado.

–Te debo un millón de disculpas –declaró Dylan con sinceridad–. Sé que hacías todo lo que podías por ayudarme.

–Escribiste un trabajo sobre la imposibilidad de que la historia de Romeo y Julieta fuera creíble.

–Y sigue pareciéndomelo –protestó Dylan–. Hay que ser idiota para envenenarse cuando podía haber secuestrado a la chica y llevársela a Las Vegas.

Mia se echó a reír. La risa le quitó años de encima, haciéndola parecer la chica que él recordaba.

–Los problemas que tenías no eran culpa tuya, Dylan. Alguien debería haberte diagnosticado la dislexia desde la infancia. De haber sido así, te habría ido mucho mejor en los estudios.

–La culpa, en parte, también es mía. Hice todo lo posible por aparentar que era vago y que no me gustaba estudiar.

–Puede que engañaras a los demás, pero a mí nunca me engañaste.