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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Sandra Marton

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Caleb Wilde, el implacable, n.º 109 - octubre 2015

Título original: The Ruthless Caleb Wilde

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7261-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Caleb Wilde estaba haciendo todo lo posible por fingir que se lo estaba pasando bien.

Sabía que tenía motivos más que suficientes para que ese fuera el caso.

Estaba en Nueva York, una de sus ciudades favoritas, y en una fiesta en un club del Soho. Se trataba de un sitio tan de moda que ni siquiera mostraba el nombre sobre la puerta de entrada. Era un lugar muy exclusivo, aunque a él le parecía más pretencioso que otra cosa.

Tuvo que controlarse para no bostezar. Sentía que su cerebro estaba de vacaciones.

Y no era por culpa del ruido, a pesar de que el nivel de sonido en esa enorme sala era ensordecedor. El DJ que estaba actuando esa noche era tan famoso que había estado firmando autógrafos antes de empezar.

Tampoco estaba así por la bebida, llevaba toda la noche con la misma copa de whisky, ni porque la fiesta estuviera siendo aburrida.

Había ido a Nueva York para ver a un cliente que había organizado esa fiesta para celebrar su cuadragésimo cumpleaños. El club estaba lleno de gente importante. Estaban los directores de grandes fondos económicos, banqueros internacionales y magnates de medios de comunicación. También había algunos famosos de Hollywood, miembros de la realeza europea y, por supuesto, un montón de mujeres impresionantes.

Pero Caleb estaba demasiado cansado para apreciar nada de lo que estaba pasando a su alrededor.

No había parado en todo el día. Había tenido una reunión a las siete de la mañana con un cliente en su oficina de Dallas. Después, otra reunión con sus hermanos en el rancho de los Wilde.

Había volado a Nueva York en uno de los jets privados de la familia y había almorzado con el cliente cuyo cumpleaños estaban celebrando en ese momento.

Más tarde se había reencontrado con un viejo amigo para cenar, uno que había tenido por compañero durante sus sombríos días de trabajo en la agencia.

Tuvo que controlarse de nuevo para no bostezar.

Estaba más que cansado, agotado. Se hallaba allí por compromiso y también por curiosidad.

Había celebrado su propio cumpleaños hacía solo unos días. Y lo había hecho con una barbacoa en el rancho familiar, acompañado por sus hermanos y su nueva cuñada. Sus hermanas lo habían llamado por teléfono y también lo había felicitado así su padre, el general, aunque con dos días de retraso. Pero no se lo tenía en cuenta. Después de todo, su padre tenía muchas responsabilidades sobre sus hombros y siempre estaba muy ocupado.

Su cumpleaños había sido divertido y tranquilo. No tenía nada que ver con esa fiesta.

–Este hombre es un poco mayor para estar tan obsesionado con los sitios de moda –les había dicho Caleb a sus hermanos esa misma mañana.

–Claro, tan mayor como tú –le había contestado Travis con seriedad.

–Bueno, sí. En realidad, no. Lo que quería decir…

–Sabemos lo que querías decir –había intervenido Jacob–. Eres tan viejo como un dinosaurio.

–Es verdad. Casi podemos oír cómo te crujen los huesos.

Sus hermanos habían intercambiado miradas y se habían echado a reír.

Al verlos así, no había podido evitar reírse también con ellos. Les había dicho que, aunque no le apetecía mucho, iría a la fiesta.

–Luego nos tienes que contar cómo ha sido –le había pedido Travis levantando con picardía las cejas–. Porque somos tan viejos como tú y queremos que nos lo cuentes todo con detalle.

Caleb se llevó el whisky a los labios y bebió otro sorbo mientras recordaba la conversación que había tenido con sus hermanos. Por el momento, no tenía mucho que contarles. Todo estaba yendo tal y como había esperado.

Nada más llegar había conversado durante un par de minutos con el anfitrión y, desde entonces, se había instalado en el piso superior. Tenía una vista perfecta desde allí de todo lo que ocurría en la pista de baile. Esa planta también estaba llena de gente, pero había mucha más abajo.

El DJ estaba subido a una plataforma y las luces no dejaban de parpadear incesantemente. Parecía haber cientos de cuerpos sudorosos bailando y moviéndose bajo esas luces.

Las mujeres eran espectaculares. Muchas le habían demostrado su interés con sonrisas e intensas miradas. Aunque pareciera poco modesto, estaba acostumbrado.

Y creía que no era mérito suyo, sino de la genética de los Wilde. Los hombres de su familia eran una mezcla de centuriones romanos y vikingos con algo de sangre comanche.

Sus tres hermanas utilizaban a menudo su aspecto para burlarse de sus hermanos y de él. Sonrió al recordar los exagerados comentarios de Jaimie, Emma y Lissa.

Sabía que no le costaría salir de allí con una de las hermosas mujeres que lo rodeaban en la fiesta, pero esa noche no estaba interesado.

Había llegado a utilizar su acento texano para librarse de la última joven que se había acercado a él con la clara intención de seducirlo.

Le había faltado tiempo para apartarse de él al oírlo hablar como un ganadero. Sabía que había sido algo duro con ella, pero no le gustaba ese tipo de mujer que se atrevía a acercarse a un hombre contoneándose de una manera obvia y haciéndose la tonta. Había tenido el descaro de preguntarle si era alguien rico y famoso.

La verdad era que sí, era rico y famoso, al menos en el mundo jurídico.

Lo único que le había gustado de ella era que fuera directa y sincera, algo que no se encontraba a menudo en un sitio como aquel.

Cualquier otra noche, se habría limitado a sonreír y seguirle la corriente, pero esa noche no.

Miró de nuevo su reloj. En ese momento, lo único que quería era que pasaran deprisa unos treinta minutos más para poder irse de allí.

Pensaba ir entonces en busca del anfitrión para decirle que se lo había pasado muy bien y que, muy a su pesar, debía irse ya para regresar cuanto antes a Dallas.

–¿…para ti?

Caleb se dio la vuelta al oír que le hablaban. Había una chica justo detrás de él. Era guapa, pero no tan espectacular como el resto de las mujeres de esa fiesta.

Aun así, era bonita. Alta, rubia y con grandes ojos azules.

Y con demasiado maquillaje para su gusto.

Además, fuera guapa o no, no estaba de humor para nada.

–Lo siento –repuso él–. Estoy a punto de irme.

La joven se inclinó un poco más hacia él y sus pechos rozaron ligeramente su brazo. Ella se apartó deprisa, pero la sensación lo recorrió de arriba abajo.

Le dijo algo, pero seguía sin poder oírla. La música estaba demasiado alta y se distrajo mirándola. Llevaba un vestido con tan poca tela que casi no parecía un vestido. Era negro o azul oscuro y le pareció que la tela era iridiscente. Era muy ceñido, casi como una segunda piel y tenía un profundo escote que le dejaba ver sus exuberantes pechos.

Bajó un poco más los ojos y vio que el vestido apenas le cubría los muslos. Aunque no estaba interesado, sintió que tanto su cuerpo como su cerebro despertaban casi al instante.

Sonrió, pero la joven no le devolvió el gesto.

–Soy Caleb –le dijo–. No he oído tu nombre.

Sus grandes ojos azules se tornaron gélidos.

–No te lo he dicho.

Se dio cuenta de que parecía querer jugar con él, pero Caleb no estaba de humor para adivinanzas.

–Entonces, ¿por qué has venido a hablar conmigo?

–Bueno, me pagan para hablar contigo –repuso ella con frialdad.

–Vaya… No me esperaba una respuesta tan directa, pero te aseguro que no estoy interesado…

–Me pagan para que te pregunte lo que estás bebiendo y si quieres que te traiga otra copa –le dijo la mujer con satisfacción–. Soy camarera. Confía en mí, si no lo fuera, ni siquiera te habría mirado.

Caleb abrió sorprendido los ojos.

No estaba acostumbrado a que las mujeres le hablaran de esa manera y a lo mejor debería sentirse molesto, pero no lo estaba.

Tenía que reconocer que admiraba el coraje de esa rubia.

No le costaba imaginarse que con esa cara, ese cuerpo y ese vestido, la camarera habría tenido que soportar demasiados comentarios e insinuaciones esa noche y que, al final, se había cansado.

Sabía que otra persona en su lugar pensaría que la joven podría evitar esos problemas llevando otro tipo de ropa, pero estaba casi seguro de que no tenía más remedio que vestirse de ese modo.

Él mismo había trabajado en restaurantes y bares durante sus años en la facultad de Derecho para no tener que tocar el dinero de su padre ni del fondo fiduciario que les había dejado su madre a los tres hermanos en herencia.

Recordaba muy bien la vestimenta que le habían impuesto en uno de esos bares. Los hombres llevaban camisas blancas, corbatas, pantalones y zapatos negros. Ellas, en cambio, habían tenido que ponerse camisetas ceñidas y escotadas, faldas cortas y estrechas y zapatos de tacón de aguja. Y, si se negaban a hacerlo, se arriesgaban a ser despedidas.

Siempre le había parecido increíble esa forma de discriminación sexual. Era algo que detestaba como abogado y como hombre.

Aun así, no creía que se mereciera que esa joven le hablara como si fuera una especie de depredador. Se lo dijo a la camarera y ella lo miró con la cabeza bien alta.

–¿Quiere eso decir que no te apetece otra copa? –le preguntó la mujer con frialdad.

–Eso es –contestó él.

Le dio la espalda a la camarera y se dispuso a terminarse su whisky mientras observaba a la gente de la pista de baile. Pensaba quedarse solo unos minutos más.

Cada vez parecía haber más gente bailando en la pista. Le dio la impresión de que la música estaba más alta y que bailaban más deprisa, con más intensidad. El parpadeo de las luces iluminaba unos cuerpos que no dejaban de moverse y frotarse entre sí.

Todo el mundo parecía estar disfrutando.

Se fijó en los camareros. No se había fijado antes en ellos, pero ya no le costaba distinguirlos. Los chicos, jóvenes muy atractivos, iban sin camisa y con unos ajustados pantalones negros. Los vio riéndose y bromeando con las clientas que coqueteaban con ellos. Las camareras llevaban vestidos como el de la rubia con la que había hablado, pero ninguna era tan guapa como ella ni tenía la misma seguridad que le había mostrado esa joven.

No le costó encontrarla entre la multitud. Llevaba su melena rizosa recogida en un improvisado moño en la parte superior de la cabeza. Le encantaba ver cómo se movía, con el paso firme y mucha seguridad. No necesitaba ese vestido tan provocativo para ser sexy. Su porte era mucho más atractivo. No podía dejar de mirarla.

Vio que pasaba junto a una de las pequeñas mesas que había alrededor de la pista de baile. Un tipo que estaba sentado allí le dijo algo entre risas y le puso la mano en la cadera.

La camarera se apartó rápidamente de él, como si esa mano fuera un escorpión.

Poco después, trató de abrirse paso entre la gente que llenaba la pista de baile con una pequeña bandeja de bebidas en las manos y otro tipo le tocó el trasero.

Sonrió al ver que se las arreglaba para dar un paso atrás en la dirección correcta para clavarle el tacón de aguja en el empeine. Y consiguió hacerlo sin girarse ni derramar las copas que llevaba.

Parecía más que capaz de valerse por sí misma. Al menos hasta que ese mismo tipo la siguió y arrinconó a un lado de la discoteca. Vio que ella sacudía la cabeza.

El hombre le dijo algo más y le tocó brevemente los pechos.

Caleb dejó de sonreír y estiró hacia allí la cabeza, tratando de ver mejor lo que estaba pasando, pero había demasiada gente alrededor.

La camarera había conseguido soltarse y se apartaba de allí tan rápidamente como podía hacia lo que parecía una puerta de servicio.

Pero el hombre iba tras ella y llegó a la puerta al mismo tiempo que ella. La agarró por los hombros y tiró de ella para atraparla contra su cuerpo.

Vio que ella trataba de defenderse, pero era inútil.

Ese hombre era demasiado grande para ella y parecía decidido a salirse con la suya. Supuso que además estaría borracho o drogado. Vio que tenía una mano en el pecho de la camarera y otra… La otra entre sus muslos.

La ira lo dominó por completo. No se podía creer que nadie más viera lo que estaba sucediendo. No se trataba solo de un hombre ligando con una joven, ese tipo estaba tratando de violarla.

Se apartó de la barandilla, dejó su vaso sobre la primera mesa que encontró y se abrió camino entre la multitud hasta llegar a la escalera más cercana.

Trató de localizarla cuando llegó a la planta baja.

Era alto, pero había tanta gente que era casi imposible ver más allá de donde estaba.

Recordó entonces que la puerta de servicio estaba en la pared del fondo de la sala y a su izquierda. Fue en esa dirección sin molestarse en disculparse mientras se abría paso atravesando la pista de baile. Solo tenía una cosa en mente, llegar a donde estaba esa joven.

Tardó una eternidad, pero por fin lo consiguió.

Cuando llegó a la puerta, ya no estaba la rubia ni el tipo que había estado hostigándola.

Miró a su alrededor.

Nada.

Respiró profundamente para tratar de calmarse. Supuso que un buen samaritano lo habría visto también y había conseguido rescatarla.

También cabía la posibilidad de que el hombre hubiera desistido.

Pero alguien abrió entonces la puerta de servicio y, durante los tres segundos que estuvo abierta antes de cerrarse de nuevo, vio todo lo que necesitaba ver.

La puerta no daba a la cocina, sino a una especie de almacén con muy poca luz.

Había visto allí dentro a la camarera rubia atrapada entre la pared y ese tipo.

Corrió a la puerta y la abrió. Le faltó tiempo para soltarle un par de improperios.

El hombre se volvió hacia él.

–¿Qué demonios quieres? –gruñó el tipo–. Esto no va contigo. Vamos, ¡fuera de aquí!

Caleb miró a la mujer. Tenía los ojos muy abiertos y estaba pálida. Tenía roto uno de los tirantes del vestido y medio caído el corpiño del mismo.

–¿Estás bien? –le preguntó.

–Iba a… –susurró la joven con un hilo de voz–. Estaba a punto de…

–¡Eh! ¿No me has oído? ¿Estás sordo? Te he dicho que te vayas de…

El hombre era más o menos de su tamaño y tenía un cuerpo tan musculoso como el de él.

Pero había una diferencia. A uno de los dos lo dominaba la lujuria y al otro, la rabia.

Caleb fue directamente hacia él. No tardó mucho en hacerse con ese tipo. Le dio un par de derechazos rápidos, un buen golpe en el estómago y el hombre no tardó en tambalearse.

–¿Qué haces? Solo estaba pasándomelo bien con esta chica y… –le dijo.

–Yo también me lo estoy pasando muy bien –repuso Caleb antes de darle un último puñetazo que consiguió tirarlo al suelo.

Se quedó mirándolo unos segundos y levantó después la vista para ver cómo estaba ella.

–Hola –le dijo en voz baja.

Lo miró asustada.

–Ya ha pasado –añadió Caleb.

Vio que tragaba saliva.

–Ha estado… ha estado detrás de mí toda la noche –susurró ella.

Vio que estaba temblando. Maldijo entre dientes, se quitó la chaqueta y fue hacia ella.

–Ponte esto.

–Traté de deshacerme de él, pero no me dejaba en paz –le dijo mirándolo a los ojos–. Entonces, me agarró y me metió aquí dentro. Y… y después…

Se acercó más para ponerle la chaqueta sobre los hombros, pero el contacto la sobresaltó.

–No pasa nada, tranquila –le dijo en voz baja.

Esa situación le hizo recordar cómo había tenido que acercarse despacio a las potras a las que había tratado de domar de niño, cuando ayudaba a los peones que trabajaban en El Sueño, el rancho de la familia Wilde.

Con cuidado, le puso la chaqueta sobre los hombros.

–Vamos, mete los brazos por las mangas –le pidió.

La joven lo hizo y él le juntó las solapas y abrochó los botones con mucho cuidado para no tocarla. Le enterneció ver que seguía temblando.

Su atacante gimió sin moverse del suelo. Lo miró y vio que le sangraba la nariz y que se le empezaba a hinchar un ojo. No le daba ninguna lástima.

–Por favor, ¿podrías sacarme de aquí? –le pidió la mujer tocándole el brazo.

–¿Llamo a la policía?

Ella negó con la cabeza.

–No. La publicidad sería muy mala para… Además, él no… no llegó a… No tuvo la oportunidad de hacer más… Me tocó, pero llegaste antes de que pudiera… Solo quiero irme a casa.

Caleb asintió con la cabeza. Le parecía una idea excelente, pero recordó entonces la cantidad de gente que había en el club.

–¿Hay alguna salida por la parte de atrás? –le preguntó Caleb.

–Sí. Esa puerta que está detrás de ti da a una zona de carga y descarga de mercancías.

Había estado tan fuera de sí que hasta ese momento no fue consciente de que había una puerta en una de las paredes del almacén.

–Voy a rodearte los hombros con el brazo, ¿de acuerdo? –le dijo él–. Solo por seguridad.

Ella lo miró. Se le había corrido el rímel y le temblaban los labios. Pero pensó en ese instante que nunca había visto a una mujer más bella en toda su vida.

–¿Te parece? –repitió él.

–Sí, está bien.

Notó cómo se tensaba su cuerpo cuando Caleb la rodeaba con el brazo, pero no trató de apartarse. Fueron hasta la puerta y él la abrió.

La calle estaba oscura y desierta. Había estado muchas veces en callejones como aquel durante sus años de trabajo para la agencia. En esos sitios, todos los sentidos estaban en alerta.

–Quédate cerca de mí –le dijo en voz baja Caleb.

Ella se acurrucó contra él cuando la puerta se cerró tras ellos. Parecía muy delicada, casi frágil, contra su cuerpo.

Le entraron ganas de volver al club y golpear de nuevo al desgraciado que se había atrevido a hacerle daño, pero no podía hacerlo. Ella lo necesitaba.

Y él necesitaba un coche.

Había ido hasta allí en taxi, pero decidió que era mejor no intentar tomar uno a esas horas. Creía que tardaría demasiado tiempo en encontrar uno libre.

Caminaron hasta la esquina y sacó su teléfono móvil para llamar al servicio de coches que usaba cuando estaba en Nueva York. Estaba de suerte, una de las limusinas de la empresa acababa de dejar a alguien a solo un par de manzanas de allí.

No soltó sus hombros mientras esperaban, aunque no tuvieron que hacerlo durante mucho tiempo. No tardó en llegar el elegante vehículo. El chófer se bajó y les abrió la puerta de atrás.

La camarera se volvió hacia Caleb.

–Gracias –le dijo.

–De nada.

–Ni siquiera sé cómo te llamas.

Sintió la tentación de decirle que ya se lo había dicho antes, pero le quedó claro que ella no lo recordaba.

–Me llamo Caleb. ¿Y tú?

–Sage.

Pensó que el nombre le iba bien. Sage significaba «salvia» en inglés, una planta que crecía por todo el rancho familiar. Era fuerte y duradera. Y muy bella, como ella. Le costaba creer que no le hubiera parecido nada fuera de lo común. En esos momentos, a pesar de su palidez y de las manchas de rímel bajo sus ojos, le parecía preciosa.

–Bueno, gracias por… –comenzó ella–. ¡Oh!

–¿Qué pasa?

–¿Cuánto me va a costar la limusina? –le preguntó mientras se llevaba la mano a una muñequera de lentejuelas que parecía ser además un monedero–. Siempre llevo el dinero y las llaves encima. Nadie se fía de las taquillas del club. Pero no creo que sea suficiente para pagar…

–¿Por qué iba a dejar que pagaras tú?

–Bueno, no puedo dejar que…

–No te preocupes, iba a usar este coche de todos modos –mintió él para que se quedara tranquila–. Llevarte no será más que un pequeño desvío.

–¿Vas a acompañarme? –preguntó atónita–. No, no hace falta…

Caleb asintió con la cabeza.

–Te acompañaré hasta la puerta para poder asegurarme de que estás bien y me iré.

Ella se mordió el labio inferior. Casi podía oír lo que estaba pensando. No le extrañaba que desconfiara de él después de lo que le acababa de pasar.

–Puedes confiar en mí, te lo prometo –le dijo él con solemnidad.

–Bueno, gracias de nuevo –repuso ella entrando en la limusina.

Se giró hacia él nada más sentarse.

–Pero debo decirte que vivo en Brooklyn –agregó Sage.

Se lo dijo como si le hablara de Alaska o Mongolia.

–No pasa nada –repuso con seriedad–. Tengo todas mis vacunas al día.

Sage lo miró fijamente durante un par de segundos. Luego se echó a reír. Era un sonido algo tembloroso, pero le gustó oírlo.

–Eres un buen hombre –le dijo en voz baja.

Le sorprendieron sus palabras. Él, que había sido espía y que en la actualidad se dedicaba a trabajar como abogado. Estaba acostumbrado a que lo llamaran inteligente, brillante, despiadado… Pero nadie le había dicho nunca que era un buen hombre.

–Gracias –le dijo con sinceridad.

–De nada.

Se sonrieron durante unos segundos.

–No quiero… no quiero ni pensar en lo que habría pasado si no hubieras…

–Entonces, no lo hagas –la interrumpió él–. No pienses en ello. Ni siquiera vamos a hablar del tema, ¿de acuerdo? –agregó ofreciéndole la mano para sellar el trato.

Sage miró su mano y, lentamente, la aceptó con dedos temblorosos.

 

 

Sage no podía dejar de mirar de reojo al hombre que la había rescatado esa noche. Era alto y muy musculoso y fuerte.

Ella también era alta y llevaba zapatos de tacón de aguja. Aun así, había tenido que echar la cabeza hacia atrás mientras esperaban la limusina para mirarlo a la cara.

Y qué cara tenía… Era muy guapo. Pero no tenía uno de esos rostros aniñados que tenían demasiados hombres en esa ciudad, la suya era una belleza muy masculina.

Era grande, valiente y fuerte.

Y la había rescatado cuando nadie más lo había intentado. Muchos habían visto lo que había sucedido, pero nadie había hecho nada. Había peleado con todas sus fuerzas para librarse de él, pero la gente los había mirado como si solo estuvieran jugando.

Recordó que alguien llegó incluso a abrir la puerta del almacén. Al verlos, se echó a reír y se disculpó por la intromisión.

No quería ni pensar en lo que habría pasado si el desconocido que tenía en esos momentos a su lado no hubiera aparecido para rescatarla.

–¿Sage?

Parpadeó al oír su nombre y lo miró con el ceño fruncido.

–Tu dirección –añadió Caleb.

Dudó durante un instante, pero Caleb puso su mano encima de la de ella y la miró a los ojos.

–Te prometo que puedes confiar en mí –le dijo.

Había sufrido demasiado en esa vida para confiar fácilmente en la gente, pero no pudo evitar sonreír al escuchar la promesa de ese hombre al que tanto le debía. Decidió que podía hacerlo.