minijaz129.jpg

10355.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Shirley Kawa-Jump, LLC.

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

De nuevo tú, n.º 129 - octubre 2015

Título original: Mistletoe Kisses with the Billionaire

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7291-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL SOBRE llevaba unas tres horas sobre el escritorio de la habitación del hotel de Santo Domingo. Grace McKinnon lo recogió y miró el remitente.

Beckett’s Run, Massachusetts.

Su abuela debía de estar muy decidida si le había seguido la pista hasta allí. Pero así era su abuela. Cuando quería algo, lo lograba. Y Grace había heredado esa testarudez. Su madre decía que era una maldición, pero para su abuela siempre había sido una bendición.

Fuera como fuera, no obstante, en ese momento tenía asuntos más importantes de los que ocuparse, así que el sobre tendría que esperar.

–Entregué lo de la República Dominicana hace dos horas –dijo Grace, al teléfono–. ¿Adónde quieres que vaya ahora?

La conexión telefónica falló a medida que andaba por la habitación. Tras haber pasado unas cuantas veces por delante del escritorio, se detuvo frente a la carta de nuevo. Se volvió y miró por el ventanal que daba al lado sur. Diez pisos más abajo un río de coches inundaba las calles de Santo Domingo. Una cacofonía de cláxones impacientes ponía la banda sonora al radiante sol de la mañana.

La cadera de Grace dio contra el escritorio, descolocando el sobre de nuevo. Se inclinó contra la esquina de la mesa y buscó la señal de cobertura más fuerte que fue capaz de encontrar. Mientras escuchaba el discurso de su jefe tocaba el sobre con impaciencia.

–No quiero que vayas a ningún otro sitio. He mirado lo que me has mandado y está bien, con los sitios turísticos habituales y ese tipo de cosas, pero, sinceramente, lo de Nueva Zelanda fue un desastre. No hacías más que irte por la tangente, con lo de las tiendas de campaña que levantan los vagabundos. ¿Qué turista quiere ver eso? Esa es la clase de artículo que alguien escribiría para un dramático ejemplar de Social Issues. No es para eso para lo que te contraté, y tampoco fue eso lo que me dijiste que querías escribir.

–Eso es lo que quiero escribir.

–¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué sigues enviándome estos artículos sobre cambiar el mundo?

Grace reprimió un suspiro.

–¿No estaría bien hacer algo distinto de vez en cuando?

–Dios, no. Los publicistas no quieren otra cosa. Y los lectores tampoco, así que dame aquello por lo que te pago.

–Muy bien –Grace cambió el peso al otro pie, de nuevo.

Esas felices historias de vacaciones llevaban dos años atragantándola. Quería más. Pero el problema era que no tenía agallas para escribir más. Había mandado algunas cosas a Social Issues, pensando que iba a ser pan comido porque Steve Esler, el editor, había sido su tutor en la universidad y era un buen amigo desde entonces. Llevaba años invitándola a escribir algo “profundo y significativo» para la revista, y le había enviado unos artículos, pero finalmente había terminado sentada en su despacho, viendo cómo sacudía la cabeza.

«Tú escribes mucho mejor, Grace. Tienes que ponerle más corazón a las historias, y entonces el lector se reirá y llorará contigo. Estos artículos… parece que tienes miedo de que te importe».

Había vuelto a los artículos sobre viajes turísticos, hoteles de lujo y fiestas. Se había convencido de que era feliz así. Se había dicho a sí misma que no quería ser uno de esos ingenuos recién graduados de periodismo que creían que podían cambiar el mundo a golpe de pluma.

Pero una parte de ella siempre había sido así, aunque no escribiera lo suficientemente bien como para lograrlo.

–No quiero miserias humanas por toda la página –le decía su editor–. Quiero reseñas de destinos turísticos de ensueño y gente sonriente que cree que no hay absolutamente nada en el mundo de lo que preocuparse más allá del exquisito margarita que se están tomando mientras disfrutan de su masaje relajante.

Paul Rawlins suspiró. Aunque estuviera en Manhattan, a miles de kilómetros de distancia, podía oír su descontento al otro lado de la línea.

–Me has decepcionado, Grace. De nuevo. Ya no puedo contar contigo.

–Un error, Paul. Las imágenes…

–No es solo uno. Son muchos. Tus historias han dejado de ser llamativas últimamente. No hay inspiración. Incluso hiciste que Fiji pareciera un sitio aburrido. Fiji, por Dios. ¿Qué ha pasado? Eras la mejor.

–No ha pasado nada.

Sí había pasado algo. Algo había cambiado en ella cuando había estado en Rusia y había visto a esa niña pequeña que caminaba por las calles con un fino vestido de verano en pleno invierno, vendiendo periódicos que nadie quería comprar. Había hecho una foto y, gracias a un traductor, había recogido suficiente información para escribir una historia, pensando que a lo mejor alguien la veía y se solidarizaba con los huérfanos sin techo.

Pero el artículo no había pasado el filtro de Social Issues porque no cumplía con su misión. No incitaba al lector a actuar. El editor tenía razón en eso. El corazón de Grace McKinnon estaba rodeado por un muro que nunca había sido capaz de derribar. Debía ceñirse a lo que conocía y dejar de intentar ser algo que no era en realidad.

Volvería al trabajo y todo acabaría arreglándose de alguna manera.

–¿Por qué no te tomas un descanso, Grace? –le dijo Paul–. Un par de semanas. Tómate unas vacaciones y vuelve al trabajo después.

–¿Tomarme unas vacaciones? Pero si estoy en lo más alto de mi carrera.

–No. No lo estás.

Sus palabras, definitivas y rotundas, acabaron con las últimas esperanzas de Grace.

Había perdido la chispa en algún punto del camino. Llevaba años recorriendo el mundo, volando de un lado a otro como un colibrí en un jardín. Su carrera como cronista de viajes para una de las revistas turísticas más importantes del mundo siempre había sido suficiente. No tenía ataduras y solo dependía de sí misma.

Pero aquel día había cambiado su vida. Había cambiado su forma de pensar, y todo lo demás había dejado de ser importante en comparación. Había dejado a un lado la revista de viajes para concentrarse en escritos más profundos para Social Issues, pero las cosas no habían salido bien y había vuelto a escribir sobre turismo.

Sin embargo, nada había vuelto a ser igual. Algo estaba mal.

Intentaba volver a ser la escritora de antes, pero no lo conseguía. A lo mejor, si su hermana hubiera acudido cuando la había llamado, podría haber redactado algo mejor. El ojo fotográfico de Hope siempre veía lo mejor de todas las cosas. Pero su hermana se había negado.

Aún le dolía ese rechazo. Para una vez que la necesitaba… y recibía un «no» por respuesta.

Poco a poco los trabajos para la revista se habían hecho cada vez más infrecuentes, y los más recientes…

Paul tenía razón. No habían sido su mejor obra. Estaban muy lejos de serlo, de hecho. Sin embargo, la idea de tener todo ese tiempo libre en vacaciones, sin forma de llenarlo con nada…

–Paul, déjame hacer lo de Suiza. Hay un tren que lleva a la gente a lo alto de la montaña. Es un enclave muy turístico. Puedo hacerlo desde el punto de vista de los lugareños, la gente que tiene que tomarlo para ir al hospital…

–Déjalo, Grace, en serio. Ya casi estamos en Navidad. Tómate un tiempo libre y llámame después de las vacaciones. Necesitaremos artículos sobre destinos románticos para las vacaciones. Y si… –Paul hizo una pausa–. Y, si realmente estás lista para volver entonces, hablaremos de lo de Suiza.

Grace no tuvo más remedio que tirar la toalla. Al menos no la habían despedido.

–Claro. Lo haré.

–Bien –dijo Paul en un claro tono de alivio. Se despidió y colgó el teléfono.

Grace se quedó más sola que nunca en aquella habitación de hotel, sin trabajo, sin un próximo destino. Llevaba más de una década sin sentirse tan… a la deriva.

Fuera, el zumbido del enjambre de coches no cesaba. Grace fue hacia la ventana. La gente corría, rumbo al trabajo. Los jardineros se subían a las plataformas abiertas de las camionetas, los empleados de los hoteles iban en ciclomotores de tres en tres y los taxistas buscaban huecos entre los coches para colarse a través del intenso atasco. El aire salado del océano se mezclaba con el humo constante de los tubos de escape, dándole un curioso olor agridulce a la ciudad. A su alrededor se alzaban viejos edificios de piedra, la cuna de la historia de América del Norte, la primera parada de Cristóbal Colón. Santo Domingo era una ciudad hermosa y trágica, una ciudad que solía encantarle. Su cámara digital estaba llena de instantáneas para su álbum de fotos, pero en ninguna de ellas aparecían los parajes paradisiacos de Punta Cana o los concurridos mercados al aire libre. No. Las fotos que tomaba reflejaban otras realidades de la ciudad, de los países que visitaba. Esas eran las fotos que no quería su editor, las que no podían acompañar a una historia sobre los mejores lugares de vacaciones en América Latina, las que podían lanzar una carrera periodística basada en algo profundo, con significado… o al menos eso era lo que había creído durante mucho tiempo.

¿Por qué no podía abandonar la idea sin más? ¿Por qué no podía sentirse afortunada por tener un trabajo, por recibir un sueldo a cambio de viajar por el mundo? ¿Por qué se empeñaba en buscar las cosas que no estaba destinada a tener?

Caminó por la habitación durante un rato más y entonces comenzó a hacer la maleta. Metió las últimas cosas en su bolsa de mano y luego la levantó de la cama para colocarla junto a la puerta. Se detuvo en el centro de la estancia.

Perdida.

¿Adónde iba a ir? ¿A la playa? ¿Sola? ¿En Navidad?

¿Se iba a sentar en la arena, margarita en mano, a ver cómo disfrutaban del mar esas familias y parejas de vacaciones? Siempre le había gustado estar sola, pero no en un sitio donde todo el mundo estaba emparejado.

Lo que necesitaba era un destino que le proporcionara dos cosas: unas vacaciones y una oportunidad para escribir algo con lo que demostrarle a Paul que seguía siendo la misma de siempre. También necesitaba algo de tranquilidad, tiempo para mirar el correo electrónico, ver lo de las redes sociales tal vez…

Pero ¿dónde?

De repente, reparó en la carta de su abuela. Casi la había olvidado. La tomó del escritorio y la abrió. Esperaba las típicas noticias navideñas y una tarjeta-regalo del centro comercial, pero nada más abrirla un billete de avión cayó al suelo.

 

Querida Grace:

Espero que te encuentres bien. Te echo de menos y me quedé muy triste cuando tuviste que cancelar tu viaje a casa el año pasado, y el anterior. He decidido que este año quiero ver a toda la familia reunida por vacaciones. Cada día me hago más vieja y verte está en mi lista de regalos para Papá Noel, así que, por favor, ven a Beckett’s Run. Van a ser unas Navidades estupendas. Son los festejos del bicentenario de la ciudad y habrá muchas actividades. ¡Ni te imaginas todo lo que están preparando! Se merece una portada de revista por lo menos.

Te mando un billete de avión, así que no me pongas más excusas, cariño. Ven a casa.

Con cariño,

La abuela.

 

Grace recogió el billete de avión del suelo.

Ir a Beckett’s Run por Navidad.

A cualquier persona le hubiera encantado visitar ese pueblo con encanto de Massachusetts, con sus mágicas casitas nevadas, pero para Grace…

Era una tortura.

Beckett’s Run, el sitio en el que estaban todos y todo de lo que había huido años antes. ¿Realmente quería volver a recordar todo eso?

Miró la carta de nuevo. Era el bicentenario de la ciudad, estaban preparando grandes eventos y el pueblo se unía para celebrar la Navidad. Todo era un cúmulo de clichés. El engranaje de su cabeza se puso en marcha y entonces tomó una decisión. Se echó la bolsa de viaje al hombro y salió del hotel.

Iba rumbo a Beckett’s Run.

 

 

Las vacaciones de Navidad habían llegado a Beckett’s Run en forma de algo más de tres metros de nieve. En cuestión de días, el lugar había pasado de la calma total del invierno gris a los rojos y verdes de los festejos navideños. A través de las puertas y ventanas de los comercios se oían villancicos y guirnaldas de color carmesí colgaban entre las luces. El banco que estaba delante de Ray’s Hardware and Sundries tenía un lazo rojo y la estatua de Andrew Beckett, el fundador del pueblo, lucía un collar de flores. Incluso le habían puesto un gorro de Papá Noel a la rana de cemento que estaba frente al césped de Lucy Wilson.

J. C. Carson aminoró la velocidad de su todoterreno al pasar por delante de Carol’s Diner y saludó a los del Club de la Carpa de los lunes por la mañana. Al, Joe y Karl pasaban más tiempo apostados en el banco de delante del restaurante que pescando carpas. J. C. giró a la derecha al llegar a la señal de stop y dio la vuelta, rumbo al parque. El recinto estaba lleno de voluntarios que trabajaban sin descanso para prepararlo todo para los festejos. El primer Beckett’s Run Winter Festival había sido organizado por el mismísimo Andrew Beckett y en los dos siglos que habían pasado desde entonces la celebración había crecido hasta convertirse en un gran evento que incluía visitas de Papá Noel, carreras en trineo por Main Street y competiciones de decoración de árboles de Navidad.

J. C. había oído que un equipo de televisión se había alojado en Victoria’s Bed and Breakfast y no era de extrañar. Una conocida revista había elegido por votación a Beckett’s Run como el pueblo con mayor espíritu navideño de todo el país y era por eso por lo que los medios de comunicación habían puesto el foco sobre un sitio desconocido.

Por tanto, J. C. tenía que asegurarse de algo. Todo debía ir sobre ruedas durante los festejos. Diez años antes nadie le hubiera creído capaz de mantener el rumbo del pequeño pueblo de Massachusetts. Por aquel entonces no era más que un muchacho loco que corría por esas calles, viviendo al límite, pero de eso hacía mucho tiempo y había dejado de ser esa persona muchos años atrás.

Beckett’s Run no estaba plagada de delitos y por lo tanto, en la comisaría no hacían falta más que cinco policías. J. C. no esperaba muchos problemas, pero siempre se preparaba, por si acaso. La publicidad que les había dado la revista atraería a muchos turistas con dinero, y el pueblo necesitaba esos dólares como agua de mayo. Muchas tiendas habían cerrado y se habían vendido demasiadas casas. Durante los dos años anteriores, J. C. había hecho todo lo posible para frenar ese descenso imparable de la situación económica del lugar, pero finalmente se había dado cuenta de que no había mucho que hacer si nadie más apostaba por Beckett’s Run.

Y eso era parte del motivo por el que se había presentado voluntario para encabezar el comité que estaba al frente de los festejos de ese año. Beckett’s Run se moría un poco más cada año, erosionado por la falta de actividad económica, y él quería hacer un último esfuerzo. Amaba ese lugar y a lo mejor la celebración navideña era lo que el pueblo necesitaba para recuperar la confianza.

Pero también esperaba que esas fiestas de invierno hicieran muchas otras cosas. Todo había empezado como una iniciativa para ayudar a Beckett’s Run, y también para impedir que Pauline Brimmer le llamara y le suplicara que presidiera el comité, pero poco a poco se había convertido en algo mucho más personal para él, algo que importaba mucho más que una simple inyección económica.

El día en que su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, J. C. había abandonado su puesto en Carson Investments y se había tomado una excedencia. Le había dado la llave de su apartamento de Boston al ama de llaves y había regresado a Beckett’s Run para instalarse en su vieja habitación de siempre, en la casa de su madre. Era demasiado alto y demasiado mayor para la desvencijada cama de su viejo dormitorio lleno de cosas de béisbol, pero a veces había cosas más importantes en la vida que unos pies que sobresalían del colchón. Muy pronto tendría que volver a Boston, y eso significaba que tendría que tomar decisiones duras, en poco tiempo.

Pero de momento tenía los festejos de invierno y era mejor enfrentarse a los retos de uno en uno.

J. C. dobló la última esquina y soltó el aliento con tranquilidad. El centro tenía buen aspecto. Era la estampa perfecta de fiestas serenas y vacaciones navideñas.