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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Susan Napier

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Caricias inolvidables, n.º 1208 - octubre 2015

Título original: Secret Seduction

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7327-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Una ráfaga de viento se coló por entre los bajos acantilados que había a la entrada de la bahía y rugiendo, fue a chocarse contra la hilera de casas que se alineaban a lo largo de la costa. En la habitación trasera de la casa que Nina Dowling había alquilado, las ventanas temblaron en sus corroídos marcos, protestando con sus crujidos ante tal asalto.

Tras encorvarse buscando la protección de la tabla de su mesa de dibujo, Nina mojó un pincel en agua y, meticulosamente, dio una nueva forma a las cerdas. Así, intentaba olvidarse del tumulto que aullaba en el exterior, concentrándose en la intrincada tarea que tenía entre manos.

Acababa de oír en la radio que toda la zona del golfo de Hauraki estaba en alerta por una galerna. A pesar de su desvencijada apariencia, aquella casa había soportado los temporales invernales durante cincuenta años. Además, la isla Shearwater estaba al sur del golfo y, por lo tanto, estaba menos expuesta a la violencia de las tempestades del Pacífico que el resto de los cientos de islas que se encontraban diseminadas por la costa de Auckland.

Unos pocos minutos más tarde, Nina dejó de pretender que iba a poder seguir trabajando. El fragor cercano de los truenos, lleno de malos presagios, fue la gota que colmó el vaso. Resultaba imposible dibujar el delicado nervio de una diminuta hoja con la punta del pincel cuando ella misma estaba pendiente del siguiente asalto de la naturaleza. Contemplando lo que acababa de hacer, Nina frunció los labios y entornó los ojos, verdes como el mar, con una expresión de descontento. En vez de retirar el pigmento verde para exponer una linea blanca del papel, fina como un cabello, las sacudidas que los nervios le provocaban en los dedos parecían estar a punto de crear un nervio principal al borde de la hoja.

«Una incorrección botánica de tal calibre le provocaría palpitaciones a George», pensó Nina mientras guardaba la ilustración inacabada y volvía a colocar el tarro con la planta original en la estantería. Mientras que en sus propias pinturas se permitía ciertas licencias artísticas, las que llevaba a cabo para el botánico tenían que ser biológicamente exactas. A pesar de todo, a Nina le gustaba aquel desafío, y los honorarios que George le pagaba por cada una de las acuarelas era suficiente para mantener un modesto estilo de vida.

Afortunadamente, había pocas tentaciones en la isla. La mayoría de los habitantes eran personas con un estilo de vida alternativo, excéntricos solitarios o descendientes de los propietarios originales que, o iban diariamente a Auckland para trabajar o utilizaban las casas solo durante los fines de semana y las vacaciones.

Parte de la isla era una reserva natural, que todo los habitantes guardaban celosamente. Aquello significaba que no había cafés de moda, ni hoteles, ni embarcaderos bien acondicionados para modernos yates, ni mansiones de millonarios, ni ruidosos helipuertos.

La única tienda, al otro lado de la isla, ofrecía poco más que las necesidades básicas, excepto durante los meses de verano. Entonces, la población de unos pocos cientos de personas se hinchaba por los veraneantes, los barcos que estaban de paso y las personas que venían a pasar el día.

Durante los nueve meses que Nina había vivido en la isla, se había alegrado de descubrir que no había nada que no pudiera comprar, cambiar, comprar por correo o, simplemente, pasarse sin ello.

Una nueva ráfaga de viento sacudió la casa hasta los cimientos mientras ella limpiaba los pinceles con rapidez y cubría la paleta con un trapo húmedo para impedir que se le secara la pintura. Tras apagar las luces, se llevó los tarros de agua a la cocina para enjuagarlos para el día siguiente.

Entonces, salió al exterior para asegurarse de que la puerta exterior y las contraventanas estaban bien aseguradas y que no había nada suelto que los fuertes vientos pudieran transformar en un misil en potencia.

Durante la última tormenta, Ray Stewart, que vivía en la casa de al lado, casi había sido ensartado en la mecedora por un esquí acuático que había entrado como una lanza por la ventana. El anciano, que era también el casero de Nina, se había sentido más indignado que asustado, pero para ella había sido un claro aviso del impresionante poder de la naturaleza.

Tras entrar en la casa, contempló desde la ventana del salón la desierta playa, rodeándose la cintura con los brazos, como intentando protegerse. A lo largo de la playa, los enormes árboles puriri, que daban nombre a la bahía, marcaban con el movimiento creciente de sus ramas la fuerza del viento. Las partículas de agua que flotaban en los remolinos del aire eran tan densas que incluso aves tan duras como las gaviotas se habían resguardado. La marea estaba muy alta y el mar era una frenética danza de blanca espuma y los pocos botes que seguían amarrados en la bahía.

Aunque todavía quedaba un rato para la puesta de sol, la oscuridad casi se había apoderado de la isla. Las negras nubes que traían con ellas la tormenta y la lluvia se habían ido mezclando con el tumultuoso mar hasta que resultaba casi imposible distinguir uno del otro en aquella intensa penumbra.

La artista que había en Nina se deleitaba con el drama visual de aquella escena. Resultaba hermosa, salvaje… peligrosa…

De repente, un temblor le recorrió la espina dorsal. Nina se abrazó aún más fuerte, contenta de haber encendido el fuego de la chimenea horas antes. La temperatura había ido bajando a lo largo del día y, a pesar del forro polar rojo, los pantalones negros y las botas de piel que llevaba puestas, el frío había terminado por afectarle. El crepitar de la madera y el agradable calor del fuego resultaba reconfortante en aquellas condiciones.

Nina no se consideraba una mujer supersticiosa, pero aquella tormenta le estaba llenando de aprensión. No era porque nunca le hubieran gustado las tormentas ni porque estuviera sola en la casa, porque ella así lo había elegido.

Nueve meses antes, había llegado a la isla sin raíces, a la deriva… En la Bahía de Puriri había encontrado lo que había creído estar buscando: un tranquilo refugio donde pudiera volver a recuperar su pasión por la pintura. Allí, podría trabajar horas y horas, sin que nadie la interrumpiera, sin distracciones…

«Bueno, casi», pensó ella, cuando se inclinó a encender una lámpara y vio la húmeda nariz negra bajo la colcha color marfil que cubría el sofá.

–Tú también lo sientes, ¿eh? –musitó ella, chasqueando los dedos. Como respuesta, la nariz se limitó a desaparecer rápidamente–. Probablemente, solo sea la concentración de electricidad estática en el aire –añadió, tratando así de reconfortar al perro y a ella.

Al incorporarse, su rostro se reflejó sobre el cristal de la puerta. Se había recogido el pelo, pero la humedad le había convertido la melena ondulada en una masa de rizos castaños. Con las manos en las caderas, estudió la forma de su cuerpo. Allí en la isla, Nina había dejado de preocuparse por su apariencia. Vestirse cómodamente, más que con estilo, le ahorraba tiempo y dinero. Afortunadamente, ir con la cara lavada le sentaba bien, aunque ella nunca se había considerado guapa.

A sus veintiséis años, se había resignado al hecho de que con su metro sesenta y cinco de estatura, tenía una propensión genética a acumular peso en las caderas y muslos. Al menos, le servía como consuelo saber que era músculo en vez de grasa. Andaba mucho y montaba en bicicleta por la isla. Además, como no había restaurantes de comida rápida, no tenía más remedio que llevar una dieta saludable.

De repente, se sintió hambrienta y se preguntó lo que podría prepararse para cenar. Normalmente, Nina cocinaba para Ray, pero él se había ido a visitar a su hija durante aquel fin de semana. No le apetecía preparar una comida en regla para ella sola, pero tal vez tuviera algunas sobras que pudiera mezclar para crear algo interesante.

Se dirigió a la cocina para ver lo que tenía en el frigorífico. Tal vez sería mejor prepararse algo para picar y dejar la cena para más tarde. A aquel paso, estaría despierta toda la noche. Mientras la tormenta siguiera soplando, no podría dormir.

En cuanto abrió la puerta del frigorífico, se oyó el ruido que unas uñas hacían sobre el suelo de madera. Al mirar por encima del hombro vio que una bala negra y blanca salía de debajo del sofá y rodeaba rápidamente el mostrador que separaba la cocina del resto de la habitación. Nina cerró la puerta justo a tiempo para impedir que el pequeño misil se incrustara en las estanterías inferiores del frigorífico, donde ella normalmente guardaba la carne congelada y, de vez en cuando, un jugoso hueso.

–¡No! –exclamó ella al ver al perro, de raza Jack Russell de pelo largo, temblar de ira al verse privado de su comida–. Hoy ya has comido mucho –añadió, señalando el bol del animal–. Si te doy de comer cuando quieres, te pondrás gordo.

El esbelto perrito, sentado sobre los cuartos traseros, la miraba impertérrito, fijando en ella unos ojos negros, como cuentas, que parecían implorarle comida.

–No te va a servir de nada mirarme así –le advirtió ella. El animal levantó una pata delantera y lanzó un único y penoso lloriqueo–. ¡Deberías estar en Hollywood!

El perro finalmente se tumbó en el suelo y colocó el morro sobre las patas delanteras, emitiendo algo que pareció un suspiro. Nina suspiró también. Los dos sabían quién se iba a rendir el primero. Habían jugado a aquel juego en muchas ocasiones. Bueno… tal vez, podría darle algo de picar y ahorrarse aquellas miradas de reproche el tiempo suficiente para llenarse ella misma el estómago.

Antes de que pudiera abrir otra vez el frigorífico, una nueva ráfaga de viento, especialmente fuerte, trajo las primeras gotas de lluvia. De repente, el perro levantó las orejas y la cola, y empezó a ladrar mientras se lanzaba contra la puerta trasera.

–¡Zorro!

El perrito miró a Nina. Las dos manchas de pelo negro que el animal tenía alrededor de los ojos parecían la máscara de su tocayo. Inmediatamente, empezó de nuevo a ladrar y a lanzarse de nuevo contra la puerta.

–Por amor de Dios, Zorro. Cálmate. Es solo la lluvia.

Entonces, apartó la cortina para mirar al exterior y, vio lo que el perro debía de haber notado. La figura de una persona bajaba a trompicones por la estrecha y empinada carretera que era el único acceso para los vehículos que entraban en la bahía. Iba envuelta en un largo abrigo y se doblaba para hacer fuerza contra el viento. No se distinguía si era un hombre o una mujer.

No era ninguno de los vecinos de Nina, ya que no se hubiera arriesgado a bajar por allí en aquellas condiciones, sino que lo hubiera hecho por medio de la carretera. Incluso en días secos, la carretera resultaba muy resbaladiza en los laterales por la grava suelta que se acumulaba allí. Nina esperaba sinceramente que aquella persona no terminara cayéndose en las zanjas que rodeaban la carretera.

–Olvídalo, Zorro. Nadie va a venir a visitarnos con este tiempo. Debe de ser alguien que va a casa de los Peterson o los Freeman. O tal vez solo quiere comprobar cómo está su barco.

Los ladridos cesaron de repente. Nina se sintió muy satisfecha por aquel acto de obediencia sin precedentes hasta que se dio la vuelta. La puerta de la gatera que un inquilino previo había instalado había facilitado la salida de Zorro.

–¡Maldito seas, Zorro! –exclamó ella, al ver al animal corriendo hasta la carretera–. ¡Por el amor de Dios!

Cuando Nina abrió la puerta, dos cosas ocurrieron simultáneamente. Una luz blanca y cegadora explotó en el cielo e hizo que el árbol más alto de la carretera se convirtiera en una nube de chispas. Además, la lluvia empezó a arreciar.

Momentáneamente aturdida por el relámpago y el ensordecedor trueno que se produjo segundos después, Nina no se dio cuenta al principio del peligro. Entonces, vio que la copa del árbol, todavía humeante, empezaba a separarse del tronco y se precipitaba sobre la persona que estaba de pie sobre la carretera.

El grito que Nina dio para advertirle se perdió en el viento y la lluvia. Otro relámpago estalló sobre la colina e iluminó la horrible escena de las ramas del árbol ocultando completamente a la víctima.

Nina salió corriendo sin pensárselo. A los pocos pasos, la lluvia torrencial la había mojado completamente. Se veía a Zorro, que no dejaba de ladrar, corriendo de arriba abajo, rodeando el árbol caído, intentando llegar a la inmóvil figura que se veía debajo de las ramas. Cuando ella llegó allí, intentó levantar las ramas a pesar de la fuerza del viento.

–¡Oiga! ¿Me oye? ¿Se encuentra bien? –gritaba ella–. Voy a sacarle de ahí. ¿Puede moverse?

A pesar de que no se produjo respuesta, Nina no se rindió y siguió hablando mientras apartaba las ramas, con la esperanza de que el sonido de su voz pudiera reanimar a aquella persona y le hiciera reaccionar.

El tronco era más grueso que el muslo de Nina y la corteza húmeda lo hacía difícil de sujetar. Las astillas le arañaban las manos, dejándole rastros de sangre en las palmas. Con cuidado, se agachó en el suelo y se colocó el tronco sobre el hombro, con la esperanza de levantarlo y poder así apartarlo.

A través del follaje, pudo ver un rostro, oval y pálido. Al menos, la víctima no estaba boca abajo sobre el barro, lo que le hubiera provocado el peligro de morir asfixiada.

En cuanto logró levantar un poco el tronco, Zorro se metió por debajo y salió con un trozo de tela negra entre los dientes. Mientras el animal tiraba del abrigo, un gemido masculino surgió de entre las ramas. Aquello le hizo reunir una fuerza sobrehumana y, de un fuerte empujón, pudo apartar el tronco del cuerpo del hombre.

Entonces, Nina se arrodilló rápidamente a su lado y se aferró a la mano que el herido extendía. Cuando hubo escrutado los rasgos del hombre a pesar de la oscuridad, llegó a la conclusión de que no le resultaba familiar. Fuera quien fuera aquel hombre, resultaba evidente que estaba aturdido y dolorido. Hilos de barro o sangre, o tal vez una mezcla de ambos, le caían desde la sien.

Sobre sus cabezas, un relámpago estallo de nuevo en el cielo. Nina, siguiendo un instinto de protección, se echó sobre el torso del hombre para evitar que sufriera más daños. Él exhaló un nuevo grito de agonía. A oscuras, intento buscar a tientas la fuente de su dolor, aunque era imposible hacerlo bajo el grueso abrigo. Debía de medir más de un metro ochenta y a pesar de que no hubiera sabido averiguar su constitución, Nina sabía que si él no era capaz de ponerse de pie, ella iba a tener que ir a pedir ayuda.

–¿Puede decirme dónde le duele? –le susurró ella al oído. El hombre giró la cabeza hacia el lugar donde había oído la voz y golpeó sin querer a Nina en el pómulo–. ¡Ay!

–¿Qué ha ocurrido? –musitó él, sonando, gracias a Dios, lúcido.

–Le ha golpeado un árbol –respondió Nina, retirándose para que él pudiera verla–. Tenemos que ir a cubierto para poder examinarle las heridas. ¿Cree que puede moverse? Mi casa está colina abajo.

En vez de contestar, él se puso de costado y, con mucha dificultad, empezó a levantarse. Nina permaneció a su lado, nerviosa. Esperaba que los movimientos no fueran a empeorar una lesión de pecho o de espalda. Cuando se puso de pie, ella le pasó un brazo por la cintura, dando gracias porque el hombre pudiera poder tenerse en pie.

Zorro, satisfecho de haber cumplido su deber, volvió rápidamente a la casa. Nina dirigió al hombre en la misma dirección.

–¿Cree que podrá llegar allí? –preguntó ella, señalando el rectángulo de luz que se proyectaba por la puerta abierta.

–¿Me queda alguna elección?

Nina se dio cuenta de que si podía permitirse ironizar sobre su situación, no podría estar gravemente herido.

–Bueno, sí. Podría quedarse aquí, esperando que el trueno volviera a tirar otro árbol.

Diez minutos más tarde, Nina estaba de rodillas delante del sofá, con las ropas empapadas, limpiando la sangre que salía de un lado de la cara del hombre. La lluvia había impedido que la sangre coagulara. A ella le preocupaba que siguiera sangrando.

Afortunadamente, el hombre había logrado quitarse el abrigo y los zapatos antes de dejarse caer sobre el sofá, con los ojos cerrados. Como tenía el resto de la ropa bastante seca, Nina fue a por un bol de agua caliente, desinfectante y toallas, una de las cuales le puso bajo la cabeza.

El hombre ni siquiera se movió mientras ella lo examinaba para ver si tenía alguna otra herida y empezaba a limpiarle la cara. Nina no sabía si aquello se debía a que estaba inconsciente o simplemente agotado, pero aquel hecho le dio la oportunidad de observarlo detenidamente.

No había nada familiar en su rostro. Era simplemente un extraño, aunque terriblemente guapo. Tal vez por eso se había sentido algo amenazada por su presencia.

Nina estimaba que tenía unos treinta y cinco años. A pesar de que su piel le había parecido pálida en la oscuridad, era en realidad de un tono dorado, del tipo que se asociaba con negras pestañas y cejas. El pelo, húmedo y negro, sugería que los ojos eran también oscuros.

La estructura ósea parecía la de un hombre que envejecería bien. Nariz recta, frente despejada y una fuerte mandíbula completaban el efecto que producían los afeitados pómulos, labios carnosos y una ligera hendidura en la barbilla, demasiado masculina para ser considerada un hoyuelo.

Iba vestido completamente de negro con un jersey de punto y unos pantalones, que se le ajustaban lo suficiente al cuerpo como para revelar un torso fuerte y esbelto, estrechas caderas y unos largos muslos.

Para Nina, el negro era un símbolo de complejidad, un color sutil y misterioso. Nunca lo compraba en tubo, sino que prefería mezclarlo ella misma en la paleta. Por ello, sabía que había muchas tonalidades de negro, que tenían la capacidad de reflejar la luz de diferente manera, lo suficiente como para alterar la percepción de quien lo estuviera contemplando. El negro era una ilusión óptica. Sin embargo, aquel hombre no lo era.

Nina se inclinó a limpiar un poco de sangre con dedos temblorosos. Él hizo una mueca de dolor y abrió los ojos de repente. Ella se sorprendió al ver que no eran oscuros, como había sugerido su pelo, sino azules. Sin que ella pudiera evitarlo, el corazón empezó a latirle más rápidamente.

–Oh, es usted –susurró él.

–¿Y quién esperaba que fuera? –replicó Nina–. ¿El ángel de la guardia?

–No creo en ángeles.

–Entonces, no debería tentar al destino cuando Dios está lanzando sus rayos –le contestó ella–. Podría haber resultado herido de gravedad.

–Tentar al destino es lo que se me da mejor.

–Bueno, pues creo que esta vez no ha sido así, ¿no le parece? –replicó ella, mientras le apartaba el pelo para inspeccionarle la herida que tenía en la cabeza.

–¿Qué está haciendo? –preguntó él, haciendo una mueca de dolor para apartar la cara enseguida. Entonces, se llevó una mano a la frente.

–Ese árbol le ha hecho un corte en la cabeza. Estoy limpiándolo para ver lo profundo que es.

–Estoy sangrando como un cerdo.

–Las heridas de la cabeza son siempre así –le aseguró ella–. Por lo que puedo ver, el corte no es muy profundo, pero es bastante largo. Puede que necesite unos puntos para que cierre bien.

–¡Maldita sea!

–Yo solo le estaba dando mi opinión –respondió Nina, sin tomarse aquellas palabras personalmente–. Además, tampoco tengo la intención de coserle yo misma. Aparte de la cabeza, ¿cómo se encuentra?

–Con el examen que me ha hecho hace unos pocos minutos, supongo que será mejor que usted me lo diga.

Nina se sonrojó. Entonces, se había dado cuenta desde el principio… Menos mal que no se había excedido en su reconocimiento. Dadas las circunstancias, aquello había sido lo más adecuado, pero, a pesar de todo, había resultado de lo más íntimo.

–Solo estaba comprobando si tenía algún hueso que estuviera evidentemente roto –se defendió ella.

–Yo nunca me preocupo de lo evidente. Podríamos decir que la discreción es mi segundo nombre.

–¿Y el primero?

–¿Cómo dice? ¿Mi primer qué? –preguntó él, algo aturdido–. ¿Mi primer romance?

–No, su primer nombre. ¿Cómo se llama? Yo me llamo Nina, Nina Dowling. ¿Y usted? ¿Qué está haciendo en la bahía de Puriri? ¿Hay alguien que se vaya a preocupar si no aparece?

–¿Nina? –preguntó él de nuevo, como si estuviera algo confuso por aquella retahíla de preguntas–. Nina… Eres tú –añadió, con un tono de satisfacción.

–Sí, eso es. Soy yo… Nina. Se lo acabo de decir pero, ¿quién es usted?

–¿Quién soy yo? –preguntó él, con una expresión vacía en el rostro.

–¿Es que no lo sabe? –quiso saber Nina, intentando que el pánico que sentía no se le reflejara en la voz.

El silencio con el que él le respondió hizo que ella se llevara una mano a la boca, completamente espantada.

–¡Dios mío! No lo sabe, ¿verdad? ¡No me puede decir quién es porque ni siquiera recuerda su nombre!

Capítulo 2

 

El hombre cerró los párpados, lo que hizo que a Nina le diera un vuelco el estómago. ¿Acaso no se suponía que la excesiva somnolencia era una mala señal? ¿Y si aquel desconocido se ponía en coma?

–¡Oiga! –exclamó ella, sacudiéndole suavemente por el hombro–. ¡Abra los ojos! ¡Ahora no se puede quedar dormido!

–¿Por qué no? ¿Es que está planeando volver a dejarme a la intemperie, con ese temporal? –preguntó él, todavía con aquella expresión vacía en los ojos.

–Claro que no, pero puede que tenga una pequeña conmoción cerebral –dijo Nina. Ella, mejor que nadie sabía lo impredecible que podía ser un golpe en la cabeza, aunque, aparentemente, no tuviera importancia.

Desgraciadamente, las opciones que tenía para pedir ayuda eran limitadas. En la isla no había servicios de emergencia, ni siquiera un simple médico de cabecera. Además, por la tormenta, estaban prácticamente aislados de tierra firme. Ray le había dejado la llave para que pudiera utilizar el teléfono si lo necesitaba, pero no le gustaba la idea de tener que dejar al desconocido a solas. Además, ¿ a quién iba a llamar?