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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2007 Heidi Betts. Todos los derechos reservados.

EN LA CAMA DEL PRÍNCIPE, N.º 1629 - diciembre 2011

Título original: Christmas in His Royal Bed

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-141-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

«Sólo puede ser ella».

El príncipe Stephan Nicolas Braedon de Glendovia observaba a la belleza de cabello de ébano desde la distancia. Era esbelta y grácil, con una figura en forma de reloj de arena y una cortina de sedoso pelo negro que le caía por la espalda hasta la altura de las caderas. Estaba demasiado lejos para poder advertir el color de sus ojos o la generosidad de sus labios, pero confiaba en sus instintos y sabía que serían tan seductores como el resto de ella.

Ladeó la cabeza hacia el hombre alto vestido de traje que tenía al lado y le ordenó:

–Averigua cómo se llama.

El guardaespaldas siguió la mirada de su jefe y tras una rígida inclinación de la cabeza se alejó. Nicolas no necesitaba preguntar a Osric cómo pretendía conseguir la información, ni le importaba.

El hombre regresó al cabo de unos minutos y se quedó junto a Nicolas.

–Se llama Alandra Sánchez, alteza. Es la organizadora de la gala.

«Alandra». Un nombre precioso para una mujer preciosa.

Se deslizaba por el inmenso y abarrotado salón de baile como si flotara, sonriendo, charlando con los invitados, comprobando que todo estaba en su sitio. El vestido de noche largo en color lavanda que llevaba resplandecía a la tenue luz cada vez que se movía, ciñéndose como un guante a sus femeninas curvas.

Nicolas no había ido a aquella gala benéfica con la esperanza de encontrar una amante, pero ahora que la había visto, sabía que no tenía la intención de abandonar los Estados Unidos sin conseguir que aquella mujer se convirtiera en su amante.

Cierto era que él era el miembro de la familia real encargado de supervisar las organizaciones benéficas de Glendovia, pero sus obligaciones no incluían asistir fuera de su propio país a actos para recaudar fondos. Normalmente se lo dejaba a su hermana o a alguno de sus dos hermanos.

Pero aunque su hermana, Mia, había programado el viaje a Estados Unidos y asistir a esa cena con el fin de recaudar fondos para construir una nueva ala infantil en el hospital central de Texas, había tenido que cancelarlo todo en el último minuto. Y dado que él estaba allí con los magnates del petróleo para discutir las condiciones de la importación de crudo para su país, se decidió que asistiría él en su lugar.

Hasta hacía pocos minutos había lamentado la interrupción de sus propios planes sin dejar de maldecir a su hermana. Sin embargo, en ese momento estaba pensando en enviar a Mia un ramo de flores o una caja de sus trufas favoritas. Quería agradecerle que lo hubiera puesto en el camino de lo que prometía ser una experiencia muy agradable.

Sonriendo con tanto vigor que le dolían los músculos de las mejillas, Alandra Sánchez, se movía por todo el salón, asegurándose de que todo iba conforme al programa. Llevaba meses preparando la gala, con la esperanza de despertar las conciencias y reunir suficiente dinero para el ala hospitalaria.

Lamentablemente, las cosas no iban tan bien como habría deseado y Alandra sabía que la culpa era sólo suya.

Parecía como si todos los presentes la estuvieran observando. Podía ver su curiosidad, percibir su reprobación.

Y todo porque había tenido la mala suerte de haberse relacionado con el hombre equivocado.

De todas las cosas que hubieran podido amargarle la gala, aquélla era la peor. Un huracán, una inundación, ni siquiera un incendio…

Podría haber manejado cualquiera de esos desastres. Apenas la habrían hecho parpadear. Pero en vez de eso, era ella en persona el objeto de los ataques, su reputación había quedado dañada.

Le estaba bien empleado por relacionarse con Blake Winters. Debería haber sabido nada más conocerlo que terminaría causándole problemas.

Y ahora todos los presentes, todos en Gabriel’s Crossing, en todo el estado de Texas y hasta puede que en todo el país, pensaban que era una adúltera culpable de haber roto el hogar de un hombre casado.

Eso era lo que decían las páginas de cotilleos del periódico. Su foto, junto a la de Blake y la de su mujer y sus dos hijos, estaban por todas partes, bajo titulares difamatorios en letras mayúsculas.

Ignorando las miradas y los murmullos que sabía iban dirigidos hacia ella, Alandra prosiguió con su supervisión con la cabeza bien alta, actuando como si no ocurriera nada. Como si el corazón no le latiera a mil por hora, o no estuviera roja de vergüenza o las manos no le sudaran a causa de los nervios.

Nada de lo ocurrido en la semana transcurrida desde que saliera a la luz su aventura con Blake Winters la había llevado a creer que la gala benéfica no fuera a resultar un éxito. Ninguno de los invitados había cancelado su invitación con excusas de última hora para no asistir. Ningún miembro de la organización benéfica del hospital había llamado para quejarse del escándalo que se había suscitado a su alrededor ni para expresar preocupación alguna por que su nombre estuviera ligado a la organización.

Motivo que la había llevado a creer que no se encontraría con ningún problema. Que aunque los periodistas estuvieran acampados en el césped de su casa, no se alteraría el curso de su vida.

Sin embargo, ya no estaba tan segura. En esos momentos pensaba que si lo más granado de la alta sociedad del centro de Texas estaba allí esa noche era porque querían ver de cerca al miembro que había caído en desgracia.

Cualquiera diría que llevaba una letra escarlata cosida a la pechera a juzgar por la forma en que atraía la atención de todos.

Ella sabía manejar la atención, aunque fuera negativa. Pero más que las miradas y los murmullos, lo que le preocupaba era el impacto que su reputación mancillada pudiera tener en el dinero que se recaudara esa noche.

Había trabajado mucho en la organización de la gala. Era una filántropa apasionada, que dedicaba su tiempo y su propio dinero a apoyar las causas que sentía más cercanas. Y siempre se le había dado bien convencer a los demás para que colaborasen en ellas.

Normalmente, a esas alturas de la gala, ya habría conseguido una docena de cheques extremadamente generosos por parte de los presentes, seguidos de muchos más al final de la velada. Esa noche, sin embargo, sus manos, y también las arcas del hospital, aún estaban vacías.

Sólo por haber tenido la desgracia de conocer a Blake Winters en otra gala benéfica precisamente el año anterior, y por haber carecido del sentido común de rechazarlo cuando empezó a pedirle que saliera con él, personas que verdaderamente necesitaban su ayuda podían terminar sin nada.

La perspectiva le destrozaba el alma y tuvo que apretar las costuras que armaban el cuerpo de su vestido tratando así de calmar los nervios que le atenazaban el estómago.

Actuaría como si no hubiera pasado nada, y rogaría por que los asistentes dejaran a un lado la curiosidad y recordaran el verdadero motivo por el que estaba allí. Si no, tenía la desagradable sensación de que su particular cuenta bancaria se iba a llevar un buen golpe cuando tratara de costear ella sola lo que debería haberse recaudado esa noche. Y seguramente tendría que hacerlo, por culpa de su mala suerte y sus malas decisiones.

Una vez terminada la ronda para comprobar que todos los invitados estaban en su sitio, correctamente servida la comida y todo en orden, regresó a su sitio al frente del salón, sobre el estrado que se había montado para los organizadores de la gala. Charló un poco con las mujeres sentadas a ambos lados y se tragó como pudo la comida, sin saborearla.

A continuación tuvo lugar el discurso del presidente de la organización y una breve ceremonia en la que se otorgaban placas a aquéllos que más se habían esforzado durante el año anterior. Incluso la propia Alandra recibió una, por su continua dedicación a recaudar dinero para el hospital.

Alandra sintió verdadero alivio cuando la gala terminó por fin. Para entonces tenía en su poder varios cheques generosos y había conseguido la promesa de recibir alguno más. No eran tantos como había recibido en otras ocasiones, y definitivamente había notado la diferencia en el trato de los asistentes. Pero, al menos, las perspectivas eran más optimistas que al principio de la velada.

Recorrió el salón una última vez, despidiéndose de los invitados a medida que iban saliendo, y comprobó que nadie se dejara nada en el salón antes de que llegara el personal del hotel a limpiar.

Recogió entonces su pequeña cartera de mano con piedras aplicadas y su chal, y se dispuso a marcharse repasando mentalmente cosas que tenía que hacer al día siguiente, cuando una voz masculina y profunda la llamó por su nombre.

–¿Señorita Sánchez?

Alandra se dio la vuelta y se encontró frente a un hombre moreno y grande como un armario de dos cuerpos. Tragó con dificultad y a continuación estampó una sonrisa en los labios. El hombre era tan alto que la obligó a levantar mucho el rostro para mirarlo a los ojos.

–¿Sí?

–Si tiene un minuto, a mi jefe le gustaría hablar con usted.

Inclinó la cabeza en dirección al fondo del salón, donde un caballero aguardaba sentado solo en una de las mesas vacías.

Por lo que podía distinguir en la distancia, era bastante guapo.

Y la estaba mirando, fijamente.

–¿Su jefe?

–Así es, señorita.

Ésa iba a ser toda la información que iba a conseguir de aquella mole humana sobre la identidad de su jefe.

Pero si había asistido a la cena benéfica, había posibilidades de que quisiera hacer una donación, y ella siempre tenía tiempo para atender a aquéllos dispuestos a colaborar económicamente en una causa. Y más aún cuando podía permitirse guardaespaldas propio o agente de la CIA o luchador profesional o lo que fuera…

–Por supuesto –contestó, manteniendo su actitud optimista.

El gigante se colocó de medio lado y le hizo un gesto para que lo precediera y de esa guisa la escoltó hasta el extremo opuesto del vacío salón. Los acompañaba el tintineo de la vajilla como sonido de fondo mientras el personal de limpieza del hotel se afanaba en desmontar mesas, guardar sillas y retirar vajillas.

A medida que se acercaba al hombre que quería hablar con ella, éste levantó una copa de champán y se la llevó a los labios.

Llevaba una chaqueta de color azul marino y corte impecable, aunque muy distinta a las de los demás invitados. Definitivamente era extranjero. Comprobó entonces que se había quedado corta con de «bastante guapo». Era guapo como una estrella de cine, con el cabello oscuro y unos asombrosos ojos azules que parecían penetrar en ella como si fueran rayos láser.

Alandra le tendió la mano y se presentó.

–Hola, soy Alandra Sánchez.

–Ya lo sé –replicó él, aceptando su mano. Se negaba a soltarla y de hecho tiró suavemente de ella hacia él–. Tome asiento, por favor.

Dejando caer el chal por la espalda desnuda, se sentó en una silla junto a él.

–Su… empleado me ha dicho que quería usted hablar conmigo.

–Sí –replicó lentamente–. ¿Le apetece una copa de champán?

Ella abrió la boca para rechazar el ofrecimiento, pero el guardaespaldas o lo que fuera estaba ya sirviéndole una copa que dejó delante de ella.

–Gracias.

Pese a estar servidos los dos y que la velada hubiera terminado, el hombre permaneció allí sentado sin decir nada. Alandra se removió incómoda en medio del silencio, y sintió que se le ponía la piel de gallina en los brazos.

–¿De qué quería hablar conmigo, señor…? –presionó ella, con cuidado de mostrarse tan educada como le fuera posible.

–Puede llamarme Nicolas –respondió él.

El hombre tenía un ligero acento, tal vez la cadencia musical británica, pero Alandra no lograba situarlo.

–Nicolas –repitió, porque el hombre parecía esperar que lo hiciera–. ¿Estás interesado, tal vez, en donar dinero para construir un ala infantil dedicado a los niños con cáncer? –preguntó, decidida a averiguar los motivos por los que quería hablar con ella–. Si es así, puedo esperar mientras me extiendes un cheque ahora o, si lo prefieres, puedo ponerte en contacto con alguien de la organización para que te pongas en contacto con ellos personalmente.

Nicolas siguió examinándola cuidadosamente con sus profundos ojos de lapislázuli cuando ésta terminó de hablar.

Un sorbo más del caro champán y entonces dijo lentamente:

–Estaré encantado de contribuir a tu pequeña… causa. Sin embargo, no es para eso para lo que quería que vinieras aquí.

La sorpresa hizo que Alandra abriera los ojos un poco más, sólo una imperceptible fracción, pero trató con sumo cuidado de que no mostrar su consternación.

–Me hospedo en una suite en este hotel –prosiguió él–. Y me gustaría que me acompañaras. Me gustaría que pasaras el resto de la noche en mi cama. Si las cosas van bien y somos… compatibles, tal vez podamos considerar llegar a algún tipo de acuerdo.

Alandra pestañeó varias veces, pero por todo lo demás se quedó completamente paralizada, rígida como un maniquí. No podría haber quedado más sorprendida, aunque aquel hombre la acabara de abofetear.

No sabía qué decir. No sabía qué debería decir. Desde luego no era la primera vez que le hacían ese tipo de proposiciones. Jóvenes o viejos, ricos o pobres, los hombres se sentían indefectiblemente atraídos por ella, y nunca le faltaban invitaciones a cenar, al teatro y hasta románticas escapadas a alguna isla privada.

Y, sí, era perfectamente consciente de que todos y cada uno de esos hombres albergaban siempre esperanzas de que la cena, el teatro o la escapada a un paraíso tropical les ayudarían a llevarla a la cama.

Pero ningún hombre le había pedido jamás tan descaradamente que se acostara con él.

De pronto se dio cuenta de que la situación que estaba viviendo se debía al escándalo de su relación con Blake Winters, y se puso rígida de indignación. Los malditos artículos que circulaban por ahí la tachaban de inmoral y de haber destrozado un feliz hogar. Y estaba claro que el hombre que tenía delante lo sabía y opinaba que una mujer como ella no se mostraría reacia a ese tipo de proposición indecente.

Bueno, pues sí que era reacia. Se sentía disgustada e insultada.

Alandra empujó la silla hacia atrás y se levantó, se colocó bien el chal sobre la espalda y los brazos, y apretó con fuerza la cartera de mano. Concentrándose en respirar, permaneció totalmente rígida, mirándole.

–No sé qué tipo de mujer crees que soy, pero te aseguro que no soy de las que se van a la cama con un hombre al que acaban de conocer.

Lanzó una breve mirada de refilón al hombretón que permanecía a la espera de órdenes a escasos metros.

–Tal vez tu guardaespaldas pueda encontrarte a alguien más dispuesta y mucho menos refinada para que te acompañe esta noche. Eso si es que eres incapaz de buscarte un ligue sin ayuda.

Y diciendo esto, Alandra se giró sobre los talones y salió del salón en dirección al ascensor.

¿Quién demonios se había creído aquel hombre que era?

Capítulo Dos

¿Quién se había creído que era esa mujer para hablarle de esa manera?

Nicolas nunca había sido rechazado antes.

Parpadeó una vez, lentamente, tratando de recordar un incidente similar. Pero no, no recordaba que una mujer lo hubiera rechazado jamás.

¿Acaso había dado a entender que era incapaz de encontrar compañía femenina por sí solo o que tenía que ordenar a Osric que pagara a una mujer para hacerle compañía?

Sacudió la cabeza sin poder creer lo que acababa de suceder. Osric se le acercó por detrás casi sin hacer ruido y se encorvó por encima del hombro derecho de su jefe.

–Alteza, ¿quiere que vaya detrás de ella y la traiga de vuelta para que puedan terminar con la conversación?

Nicolas imaginaba perfectamente a su enorme guardaespaldas, muy parecido a un muro de ladrillo, lanzándose sobre la señorita Sánchez y llevándosela a rastras… y también a ella, defendiéndose con uñas y dientes.

–No, gracias, Osric –replicó–. Creo que esta noche volveré solo a mi suite.

Se apoyó entonces en el tablero de la mesa y se puso de pie, se alisó la pechera de la chaqueta y echó a andar hacia la salida, seguido de cerca por su leal guardia de seguridad.

De camino a su lujosa habitación, Nicolas iba pensando que debería sentirse molesto. Lo irónico era que la belleza del pelo de ébano había conseguido intrigarle aún más. Al principio habían sido su rostro y su figura lo que le habían llamado la atención, y al verla de cerca no había cambiado de idea respecto a su intención de llevársela a la cama.

Lo lógico habría sido que una reprimenda como la que le había echado hubiera apagado su libido, y hubiera hecho que se diera cuenta de que no quería acostarse con una mujer de lengua tan afilada. Pero en vez de eso, su fuerte carácter le había encendido la sangre.

Ahora la deseaba aún más. Era adorable y salvaje; sólo podía imaginar lo que la mezcla de aquellas cualidades harían de ella en la cama.