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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Laurie Vanzura. Todos los derechos reservados.

IDILIO EMBRIAGADOR, Nº 50 - febrero 2012

Título original: Intoxicating

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2005 Muna Shehadi Sill. Todos los derechos reservados.

PALABRAS ERÓTICAS, Nº 50 - febrero 2012

Título original: Thrill Me

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicados en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Pasión son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-488-0

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Mujer: GEORGE MAYER/DREAMSTIME.COM

Flor: ANNA OMELCHENKO/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Idilio embriagador

Lori Wilde

1

Amabile: Amable en italiano. Sirve para indicar un vino dulce

Al amanecer del primer día de junio, desde la proa del ferry, Wyatt DeSalme observaba acercarse por momentos la neblinosa isla que se alzaba frente a la costa norte de California.

Los motores hacían vibrar el suelo de la cubierta y al aire sabía a sal. Chillaban las gaviotas como parlanchinas colegialas. Las voces animadas de los hombres y mujeres jóvenes que lo rodeaban, con sus cafés en la mano y atiborrándose de bollos y pastas, crecían en tono y en intensidad conforme la niebla se iba levantando. De repente, el escarpado acantilado dividido por la mitad y conocido como los Corazones Gemelos apareció en medio de la isla, brillando jubiloso a la luz de la mañana.

Había llegado. Ése era su destino. De repente se veía asaltado por una extraña sensación, como si alguien lo estuviera advirtiendo de que, a partir de aquel preciso momento, ya nunca más volvería a ser el mismo. Un nudo incómodo se alojó en la base de su estómago.

«No quiero ir», pensó.

¿Cómo era posible? Normalmente le gustaban esas cosas. Jugar a los espías había sido su pasatiempo favorito de niño, y no a indios y vaqueros como sus hermanos. ¿Por qué entonces aquel repentino impulso de quedarse en el ferry mientras todos los demás se morían de ganas de desembarcar?

«¿Tienes miedo? ¡Eres un gallina!». La voz procedía del fondo de su mente, pero en realidad era un eco de la de su hermano mayor, Scott, canturreando aquella infantil provocación con un exceso de acompañamiento gestual y de onomatopeyas. Una provocación a la que, por cierto, Wyatt nunca había sido capaz de resistirse. Era por eso por lo que se había roto la clavícula al trepar por un membrillero cuando tenía diez años, y también por lo que se había caído en un pozo helado una navidad en que visitaron a sus abuelos maternos en Kansas. Las provocaciones, burlas, apuestas y desafíos habían jugado un papel muy importante en la formación de su carácter. Siempre dispuesto a demostrar su valor ante sus hermanos mayores, había terminado convirtiéndose en un osado aventurero. Ahora tenía treinta y un años y, al parecer, todavía seguía intentando ganar su aprobación.

A manera de disfraz, llevaba gafas y lucía una barba de dos días. Durante los dos últimos meses, se había dejado crecer el pelo también con esa intención: en ese momento las puntas se le rizaban sobre el cuello de la camisa. No había vuelto a llevar el cabello tan largo desde la universidad. Un mechón suelto flotaba sobre su ceño cada vez que ladeaba la cabeza.

Llevaba unos tejanos azules con un agujero en cada rodilla y una sudadera con capucha y el logo de Berkeley, una universidad a la que no había asistido, pero en la que le hubiese gustado estudiar. Él había ido a Princeton, siguiendo la tradición familiar, y lo había dejado al segundo año. Sus deportivos, adquiridos en una tienda de segunda mano, hacían alarde de cordones rotos y deshilachados. Su reloj, también de una tienda del mismo tipo, era de marca barata: el Rolex se lo había dejado en su apartamento de Atenas. No llevaba cinturón, ni calcetines.

¿Su objetivo? Pasar desapercibido. Hacerse lo más invisible posible, precisamente lo opuesto a su comportamiento de costumbre. Normalmente a Wyatt le encantaba vestirse de esmoquin en las fiestas de la alta sociedad, conducir su Lamborghini por la autopista, jugar en el casino de Montecarlo y erigirse siempre en centro de atención de todo el mundo.

El truco, por cierto, parecía estar funcionando. Llevaba cerca de una hora en aquel barco y ni una sola de las jóvenes universitarias se había dignado mirarlo dos veces. Lo que resultaba tan reconfortante como decepcionante para su ego.

—¿Y bien? —se dirigió una de aquellas preciosas universitarias a su compañera cuando los motores dejaron de vibrar y el ferry se deslizaba silenciosamente hacia el muelle—. ¿Entonces tú crees que la leyenda de la isla Idyll es cierta?

—¿Qué es eso? —inquirió a su vez la otra. Pequeña y morena, parecía alcanzar a duras penas la mayoría de edad, aunque Wyatt le había oído decir antes que trabajaba de ayudante en prácticas en Bodegas Belle Notte, con lo que tenía que tener por lo menos veintiuno. De todas formas, habría pasado incluso por una colegiala de instituto.

«Te estás haciendo mayor». Rápidamente desechó aquel pensamiento. A sus tenía treinta y un años, estaba en la flor de la vida. Su mejor momento.

—Ah, ¿no la conoces? Es increíble. Tan romántica… —la primera chica, una rubia de nariz respingona, se llevó las manos al corazón con gesto dramático—. Dice así… Hace mucho, mucho tiempo, cuando el fundador de Bella Notte, Giovanni Romano, tenía nuestra edad, se enamoró de una chica de tierra firme. Una noche de junio, Giovanni agarró la primera botella de vino producido en sus viñedos y se llevó a su amada, Maria, a la cumbre de los Corazones Gemelos —la rubia se interrumpió para señalar los imponentes acantilados.

—¿Se lo hicieron allá arriba? —rió la morena.

Wyatt puso los ojos en blanco, pero se acercó sigilosamente para escuchar mejor.

—Seguro que sí —sonrió la rubia. Compartieron el vino a la luz de la luna, y luego Giovanni le pidió a Maria que se casara con él. Ella aceptó. Se casaron en las bodegas en junio de año siguiente y vivieron felizmente durante más de sesenta y cinco años.

—Ay, qué bonito…

—Los tres hijos de Giovanni y de Maria hicieron lo mismo con sus novias. Y sus nietos también. Nadie en la familia Romano se ha divorciado nunca. Ni nadie tampoco que haya compartido una botella de vino con su verdadero amor en lo alto de los Corazones Gemelos, en una luna llena de junio.

—¿Nadie?

La rubia negó con la cabeza.

—Nadie.

—Guau —exclamó la morena—. Eso sí que es raro.

«Vaya una sarta de tonterías», pensó Wyatt, aunque lo cierto era que se había visto seducido por la leyenda. Tenía que reconocer que los Romano sabían fabricar una buena leyenda con fines publicitarios. Se preguntó qué parte del éxito de sus bodegas se debería a aquel mito inverosímil.

—Aunque yo no he venido aquí para nada romántico —informó la rubia—, sino para aprender a hacer vino con los mejores especialistas.

—No conseguiste entrar en Viñedos DeSalme, ¿verdad?

—No —admitió la rubia, tímida—. Pero esto es mejor.

—¿Por qué?

—Belle Notte es una bodega pequeña, dirigida además por una mujer.

—Y con una bonita leyenda…

—Ya te he dicho que yo no estoy interesada en romanticismos. Más bien ando buscando algún chico guapo… —la rubia lanzó una mirada de reojo a los trabajadores del muelle que estaban amarrando el ferry—. En serio. Yo no me creo eso de «fueron felices y comieron perdices».

«Yo tampoco», pensó Wyatt.

Lanzó una detenida mirada a la rubia. Dejando aparte su excesiva juventud, era lo que su hermano habría llamado «una de las chicas Lamborghini de Wyatt»: rápida de reflejos, elegante y cara de mantener. Poseía un cuerpo espectacular, lucía un peinado caro y ropa de diseño. Lástima que no pudiera permitirse semejante distracción.

—¿Ni siquiera si…. ya sabes… encuentras a alguien especial? ¿El hombre de tu vida? —quiso saber la morena.

La rubia echó la cabeza hacia atrás.

—No descarto nada, pero lo cierto es que no estoy interesada en las relaciones a largo plazo. Y no lo estaré hasta dentro de bastante tiempo. Yo quiero ser como Kiara Romano: tener mi propia bodega para cuando cumpla los treinta. En la vida no llegarás a nada si dejas que tu corazón gobierne tu cabeza.

—También ayuda heredar una bodega.

—Así es.

—O casarse con el dueño de una.

—No, yo quiero ser la única que esté al volante —replicó la rubia.

—Estar al volante no siempre es agradable. Tengo entendido que Kiara nunca sale con nadie —la morena bajó la voz y dijo algo que Wyatt no logró escuchar.

Ladeó la cabeza, aguzando los oídos, pero para entonces era demasiado tarde. Las jóvenes se habían alejado de él, ya que todo el mundo estaba desembarcando y subiendo a unas furgonetas con el logo de los viñedos de Bella Notte.

A esa hora de la mañana parecía que casi todos los viajeros del ferry eran nuevos trabajadores que se dirigían a Bella Notte. Wyatt se subió a la misma furgoneta que las amigas habladoras, con lo que terminaron por presentarse. La rubia se llamaba Lauren; la morena Bernadette.

Mientras la caravana de cuatro vehículos ascendía por la colina, transportando cada uno a seis trabajadores, la niebla los acompañaba como si quisiera trepar también a la cumbre de los Corazones Gemelos. El paisaje de la costa era árido, mientras que al otro lado se abrían verdes valles salpicados de viñedos. Idyll tenía el mismo clima amable para la uva que la feraz región californiana del valle de Napa.

La entrada en la finca de Bella Notte era tan pintoresca como todo en aquella isla. Un muro de piedra cubierto de hiedra rodeaba un conjunto de edificios que recordaban las bodegas de la Toscana. Al fondo se extendían las filas de vides perfectamente podadas. Él había crecido rodeado de viñedos y, sinceramente, nunca le habían interesado demasiado. En ese instante, sin embargo, contemplando aquel lugar, respirando el olor de aquella rica tierra arcillosa, se sintió extrañamente emocionado.

Sus hermanos se darían un buen hartón de reír a su costa. ¿Cómo era que le emocionaban aquellas diminutas bodegas cuando la enorme y creciente empresa que era Viñedos DeSalme lo dejaba frío?

Aquello le recordó para qué estaba allí. Para descubrir exactamente lo que había hecho Belle Notte para arrancar un mordisco sorprendentemente grande a la cuota de mercado de DeSalme. Sus hermanos habían mandado analizar el vino, pero habían sido incapaces de detectar lo que lo hacía tan especial. Necesitaban infiltrar un espía industrial, y ésa era precisamente su tarea.

Un hombre alto y moreno salió a recibirlos y les hizo pasar a uno de los edificios de piedra. Caminaba con un paso fácil y relajado, casi como si estuviera andando sobre un banco de nubes. Llevaba el cabello largo, apartado de la frente y atado detrás con una cinta de cuero. Tenía un racimo de uvas rojas tatuado en el brazo derecho y llevaba una camisa de lino. Su aspecto bohemio le recordó a Wyatt al tipo flacucho y con coleta de la portada de Rumours, el álbum de la banda Fleetwood Mac.

Una mujer de pelo negro, luciendo un vestido de gasa azul, atravesó el patio para reunirse con ellos. Recostándose en el hombre alto, alzó la cabeza para recibir un largo y enternecedor beso. Con genuino afecto, el hombre le dio una palmadita en el trasero y la tomó de la mano.

Hacía fresco en el espacio interior del edificio, mínimamente amueblado con una gran mesa de madera maciza y una larga fila de sillas todas iguales. Se trataba evidentemente de una sala de catas montada para los turistas y visitantes.

El lugar olía a uva dulce, densa, embriagadora. Un aroma familiar que nunca abandonaba a Wyatt, por muy lejos que navegara por el mundo con su yate. Pero allí, en aquella austera habitación, no podía evitar relacionarlo con su hogar.

Se abrió entonces la puerta trasera, revelando un largo corredor forrado de paneles de caoba. Todo el mundo se volvió a la vez. Una mujer de la edad de él entró en la sala, vestida con un estilo que sólo habría podido describirse como escasamente atractivo. Llevaba unas gafas redondas de montura metálica, un vestido estampado sin talle que Wyatt asociaba con las mujeres mayores de sesenta años y un delantal rojo y verde con el logotipo de Bella Notte.

La falda del vestido le llegaba hasta media pantorrilla y calzaba unas viejas botas de montaña de gruesas suelas de goma. Un par de sencillos pendientes de oro adornaban sus orejas. Su rostro, privado del artificio del maquillaje, parecía tan atezado como la tierra de aquellos viñedos. Se había recogido el cabello castaño cobrizo en una descuidada cola de caballo, de la que escapaban mechones en todas direcciones.

Por algún extraño motivo, la canción Every which way but loose acudió a la mente de Wyatt. De cualquier forma menos libre, suelto.

Pero cuando alzó la cabeza y sus impresionantes ojos verdes se cruzaron con los suyos, Wyatt sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Un súbito recuerdo asaltó su memoria.

Era un niño corriendo entre los viñedos, jugando al pilla-pilla con sus hermanos y primos durante alguna fiesta familiar celebrada en el exterior, con un olor a barbacoa en el aire. No podría tener más de cuatro o cinco años. Había llegado al final de una fila de vides cuando… ¡bum!

De repente había aparecido una pequeña de ojos verdes y cabello cobrizo. De hecho, había chocado contra él y había terminado en el suelo. Se había quedado allí, inmóvil, mirándolo de la misma forma en que aquella mujer lo estaba mirando en aquel instante.

Como si fuera un feo insecto que acabara de descubrir en su cuenco de cereales.

«¡Lo sabe!», exclamó Wyatt para sus adentros. El pánico se apoderó de él. De repente se daba cuenta de que aquello era algo más que un juego. Había asegurado a sus hermanos que podía hacerlo, y detestaba fracasar. Además, se encontraba necesitado de asumir mayores responsabilidades. Estaba cansado de ser el objeto constante de las bromas de sus hermanos mayores. Se merecía formar parte verdadera del legado de DeSalme. Descubrir el secreto de Bella Notte le serviría para demostrar su valía, de manera que aquellos dos dejaran de una vez de despreciarlo como el pequeño playboy de la familia.

Para escapar a su fulminante mirada, hizo lo que siempre hacía cuando pretendía seducir a una mujer. Sonrió y guiñó un ojo con pícara expresión.

«Hey, estúpido. Se suponía que tenías que pasar desapercibido», se recordó.

El truco funcionó, sin embargo. La mujer se apresuró a desviar la mirada, sacó un sacacorchos de un bolsillo del delantal y eligió una botella de un estante.

—Tomad asiento —les invitó el hombre alto, señalando las veinticuatro sillas vacías.

Todo el mundo se sentó. El hombre sacó unas copas y empezó a repartirlas. Tres para cada uno; una de cuerpo ancho para los tintos, otra más larga para los blancos y una alta y estrecha para los vinos de postre.

La mujer del pelo cobrizo se dedicó a abrir rápidamente varias botellas. A continuación se dedicó a servir cada clase de vino en las copas con movimientos rápidos y elegantes, como la coreografía de un baile. Se notaba que había hecho aquello muchísimas veces antes.

—Yo soy Maurice Romano —dijo el hombre al tiempo que tomaba de la cintura a la mujer de pelo negro—. Esta es mi esposa, Trudy. Además de cuidar a nuestros cuatro hijos, lleva la tienda de regalos y los alojamientos y servicios de los invitados.

—Bienvenidos —sonrió Trudy Romano—. Nuestro deseo es que todos os sintáis parte de la familia.

De repente volvió a abrirse la puerta y entraron cuatro niños. Dos chicos y dos chicas.

—Esta es Mia —dijo Trudy, apoyando las manos en los hombros de la niña mayor—. Tiene trece años.

La morena Mia puso los ojos en blanco.

—Mamá, eso no les importa… Pero su madre la ignoró.

—Este es Samuel. Tiene diez.

Samuel lucía una gorra de béisbol de los Yankees. Se la quitó, hizo una reverencia y sonrió.

—Deja de hacer teatro —se metió Mia con él, soltándole un codazo.

—Vigila tus manos.

—Niños, niños… —les reprendió Trudy—.

Este es Elliott y tiene siete.

Elliott los miró radiante, exhibiendo una sonrisa sin incisivos.

—Y esta es Juliet, con seis.

La vergonzosa Juliet se giró y enterró la carita en la falda de su madre.

—Ahora tengo que llevarlos al colegio, pero queríamos que los conocierais el primer día. Bienvenidos —despidiéndose con la mano, Trudy se marchó seguida de su camada.

—Esta —dijo entonces Maurice, señalando a la otra mujer— es mi prima Kiara. Nuestros bisabuelos fundaron Viñedos Bella Notte en 1934 y desde entonces han estado en manos de nuestra familia.

Así que aquella era la famosa Kiara Romano, supuestamente mujer de gran talento que había conseguido librar a los viñedos de la bancarrota para convertirlos en uno de los negocios más prometedores de California. Wyatt se irguió en su silla. Ciertamente no lo habría adivinado a juzgar por su aspecto.

La mujer estaba en aquel momento de pie al otro lado de la mesa, sirviendo un fresco vino blanco a Lauren, la rubia del ferry. Kiara alzó la barbilla y sus miradas se encontraron por segunda vez. Sus labios formaron una fina línea y sus ojos color esmeralda se entrecerraron.

¿Qué era aquello? ¿Le habría tomado una repentina antipatía? Era extraño. Solía gustar a la mayoría de las mujeres. Esto es, hasta que descubrían que no era el tipo de hombre aficionado a los compromisos y las relaciones a largo plazo.

Kiara rodeó entonces la mesa, acercándose a él.

Wyatt se tensó. No escuchó lo que Maurice estaba diciendo porque toda su atención estaba concentrada en la mujer que servía los vinos.

Le afectaba de una manera especial, pero era incapaz de explicar por qué. Quizá fuera la elegancia con que se movía pese a aquellas pesadas botas. O el tentador contraste entre su dulce y delicada figura y su actitud pragmática, profesional. O tal vez lo romántico de aquel escenario.

Pero si era el ambiente de Bella Notte lo que había cautivado su imaginación… ¿cómo era que lo atraía precisamente Kiara, y no ninguna de las ayudantes en prácticas? Wyatt no tuvo tiempo de analizarlo, porque vio en ese momento que se colocaba a su lado.

Cuando ella se inclinó para llenar su copa, su fascinante aroma se le subió inmediatamente a la cabeza. Olía a limpieza, a sinceridad: a flores silvestres, a sol y a copos de avena. Seguramente, había tomado copos de avena para desayunar.

Wyatt había nacido con un gran sentido del olfato. Durante años su familia había esperado que, dado su talento para identificar los aromas más finos, acabaría entrando en el negocio del vino. Pero Wyatt siempre había tenido un punto de rebeldía. Nunca había hecho ni hacía lo que la gente esperaba de él, además de que fuera había un mundo entero por explorar. ¿Qué sentido tenía entonces limitarse a una única profesión?

Apoyó las palmas de las manos sobre la mesa. Se concentró deliberadamente en aquel momento mientras sus sentidos lo registraban todo: el accidental roce de la mano de Kiara en su hombro, el calor de su cuerpo cuando se deslizó entre las dos sillas, el sonido de su respiración, tan pausada y regular. Más que verla, la sintió. Fue entonces cuando un inesperado e impactante pensamiento se instaló en su cerebro: «esta es la mujer de mi vida».

Y se marchó, dejándolo huérfano y a la deriva mientras se dirigía hacia el otro extremo de la mesa, por donde había empezado a servir.

Alarmado, Wyatt sacudió la cabeza en un intento por expulsarla de sus pensamientos. ¿Qué diablos era aquello? Él no era de la clase de hombres que reclamaban como propia una mujer; no era un hombre posesivo. Todo el mundo lo sabía. A Wyatt DeSalme le encantaba ser libre, disfrutar sin complicaciones y…

No podía dejar de mirar a Kiara Romano. Tuvo que obligarse a apartar la mirada y a escuchar a Maurice, que se había puesto a hablar de la historia y las tradiciones de Bella Notte, así como de la importancia que tenían los trabajadores en prácticas en la producción de sus vinos.

Wyatt leyó todo aquello entre líneas. Aunque bajo la dirección de Kiara, los vinos de Bella Notte estaban causando verdadera sensación, las pequeñas bodegas como la suya dependían aún del concurso de mano de obra voluntaria para sobrevivir. Sus hermanos se frotarían las manos de gusto cuando recibieran aquella información. Bella era vulnerable financieramente hablando, tal y como Scott y Eric habían sospechado, y él estaba allí para encargarse de asestar el golpe final.

Pero ese pensamiento, que aquella misma mañana lo habría llenado de alegría porque habría significado que al fin sus hermanos lo tomaban en serio, se le antojaba ahora molesto, fastidioso, y lo peor era que no sabía por qué. Los Romano no eran para él más que los rivales de DeSalme. Aquello no era más que una cuestión de negocios, una pequeña táctica de espionaje dirigida a desvelar las debilidades del enemigo. Era algo perfectamente legal, siempre y cuando no se traspasaran ciertas fronteras: algo que se hacía todos los días en la América de los negocios. Pero entonces… ¿por qué sentía aquella necesidad de tomar un largo y caliente baño de burbujas para lavar una conciencia que sentía sucia?

Una vez que los vinos fueron servidos, Maurice fue repartiendo tarjetas y bolígrafos. Kiara se quedó de pie a un lado, contemplando a los trabajadores. Wyatt podía sentir el calor de su mirada. De repente alzó bruscamente la vista. Y vio que seguía apretando los labios.

—Estáis a punto de probar los tres mejores vinos producidos por Bella Notte. Probad el blanco primero —dijo Maurice— y luego escribid vuestras impresiones en la tarjeta. No miréis las notas de los demás.

A Wyatt le extrañó que hicieran una cata de vinos a una hora tan temprana de la mañana, pero puso manos a la obra de todas formas. Recogió la copa, agitó levemente el contenido y aspiró el aroma.

No era el Chardonnay habitual, lo cual le alegró. El Chardonnay estaba demasiado explotado en California. El riesling de Bella Notte le encantaba. Era ligero, fresco y luminoso como una mañana de verano.

Un simple sorbo le hizo pensar en piscinas, fuegos artificiales y helado casero. Aquel vino era como un viaje en carrusel: el sabor se intensificaba conforme rodaba por la lengua para terminar con un ligerísimo punto dulce.

Utilizó la escala de calidad de vinos Davis con la que se había familiarizado desde niño, y que iba del uno al veinte. Aquel riesling merecía un dieciséis. No tenía defecto alguno.

—Ahora el cabernet —dijo Maurice.

Wyatt cerró los ojos para dejar que la nariz hiciera una primera evaluación a la hora de identificar los aromas básicos: el leve picante, el roble sin rastro del obligatorio ahumado y, muy en el fondo, un apagado eco afrutado, de cereza.

Se llevó la copa a los labios. El caldo se deslizó lentamente por su lengua antes de apresurarse a acudir al paladar. Era un cabernet sencillo, y sin embargo noble y puro. Más puro que cualquiera de los que producía DeSalme. Y más íntimo también.

Los trabajadores en prácticas que se sentaban a ambos lados de la mesa se apresuraron a escribir como posesos en sus tarjetas, pero Wyatt se tomó su tiempo, dejando que el vino resonara en el fondo de la lengua antes de decidir su veredicto.

Todo el mundo estaba haciendo sonidos apreciativos y Maurice tuvo que recordarles que no compararan sus notas entre sí. ¿Pretendería evaluar sus habilidades a la hora de describir un vino? ¿O esperaría quizá que las papilas gustativas de los presentes le proporcionaran alguna nueva opinión?

Wyatt lanzó otra mirada a Kiara, que seguía contemplándolo fijamente. Esa vez, ella le sostuvo la mirada, negándose a bajarla. Si sabía quién era y lo había reconocido, que se lo dijera a las claras. Allí mismo, delante de todo el mundo.

—Y ahora —dijo Maurice— el vino que ganará el primer premio en el festival vitivinícola anual de Sonoma del mes que viene… —y se interrumpió en un silencio dramático.

«Un alarde que no tiene nada de humilde», pensó Wyatt.

—Vais a probar el mejor vino de postre de Bella Notte… —continuó Maurice, pero en seguida alzó una mano—. No, esperad un momento. Deberéis acompañarlo de la tarta de chocolate fundido de la abuela Romano para poder apreciar mejor este Decadente Medianoche.

La puerta trasera volvió a abrirse y apareció una mujer mayor portando una bandeja con veinticuatro tartitas de chocolate derretido recién sacadas del horno.

De manera que aquel era el caldo del que había escuchado tantos rumores, el vino que supuestamente destronaría a DeSalme como rey indiscutido del Mejor de los Mejores de Sonoma. El vino que había hecho que sus hermanos lo llamaran a Grecia para suplicarle que se infiltrara como ayudante en prácticas en Bella Notte.

Wyatt no podía esperar para beberlo. Tal vez no formara parte oficial del negocio vitivinícola de la familia, pero era un experto en lujos. La buena comida, el buen vino, los buenos momentos eran los principios que regían su vida.

La abuela Romano terminó de servir las tartas y una suerte de expectante entusiasmo recorrió la mesa. Todo el mundo estaba esperando a que Maurice diera la orden de empezar.

Fue Kiara, sin embargo, la que recogió una estrecha copa del rojo vino de postre y la levantó a modo de brindis.

—Salud.

El grupo levantó sus copas y coreó:

—Salud.

Los trabajadores en prácticas intercambiaron miradas y sonrisas antes de aspirar el aroma del caldo. Olía a ciruelas madurando al sol. A Wyatt le recordó inmediatamente el oporto. Pero no era un vino tan fuerte.

Volvió a cerrar los ojos. Oía el tintineo de los cubiertos en la porcelana, los leves gemidos de placer y aprobación, pero bloqueó todo aquello para concentrarse exclusivamente en su propia experiencia.

Un moscatel de uvas de vendimia tardía, casi pasas. Pero no, aquel vino era más que un simple moscatel. Era más sabroso, más verdadero. No tenía una sola nota falsa.

Paladeó primero aquel concentrado y melancólico dulzor, seguido de cerca por una punzada de hormigueante calor tan sorprendente que lo dejó sin aliento. Finalmente, casi de puntillas, apareció el supremo sabor de la nuez.

Abrió los ojos y allí estaba otra vez Kiara Romano, taladrándolo con su mirada láser. Para disimular tanto su culpa como su placer, pinchó un pedazo de tarta.

Y fue entonces cuando la magia explotó en su boca. ¿Había muerto y ascendido al cielo? Su cerebro buscó alguna palabra que pudiera hacer una mínima justicia a la sensación. Sencillamente no había ninguna.

El tiempo pareció suspenderse, un instante precioso que no volvería nunca a experimentar: la primera vez que paladeaba el verdadero sabor de la decadencia. ¿Cuánto duró? ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Una hora?

Era un placer tan maravilloso que deseó que no terminara nunca. Sabía al más sublime pecado… ¡Y pensar que aquella mujer de desaliñado aspecto y preciosos ojos verdes era la responsable de semejante perfección!

Su lengua continuaba acariciando la mezcla de vino y chocolate. La combinación de la tarta y el Decadente Medianoche rivalizaba sin duda con el mejor sexo. Encontró la comparación sorprendente, aunque adecuada. Era un placer purísimo, denso, rezumante.

Con cada sorbo, conforme los diversos sabores iban impregnando sus papilas gustativas, su apreciación y entusiasmo fueron en aumento. Llegó a sentir toda una sinfonía virtual en la boca. Aquel vino sabía al Otoño de Vivaldi: ansioso, vigorizante y arrebatador, y sin embargo con una latente melancolía que recordaba todas aquellas cosas que no podían durar. Un sabor a higo y albaricoque le picó por un instante la lengua. La textura del vino volvió a acariciar su garganta. En aquel momento se sintió vivo al cien por cien.

Era un vino tan extraordinario como asombroso, de carácter profundo y complejo, perfectamente merecedor de un veinte en la escala Davis. Wyatt abrió los ojos, recogió el bolígrafo y se puso a escribir: su mano apenas era capaz de seguir el ritmo de sus pensamientos. Era casi como si el dios Baco estuviera hablando por él mientras vertía sus impresiones en la tarjeta con el apresuramiento de alguien que estuviera a punto de perder un avión…

Sus hermanos tenían todo el derecho del mundo a estar preocupados por la competición con Bodegas Bella Notte. A no ser que pudiera encontrar el talón de Aquiles de Kiara Romano y sacarla del concurso de vinos, Decadente Medianoche no sólo iba a derrotar a DeSalme en el apartado de Mejor de los Mejores, sino a cualquier otro vino de su misma categoría.

La felicidad le hormigueaba en la lengua. Era una sensación inolvidable. Se sentía como si acabara de perder la virginidad y no pudiera esperar a regresar a por más.

Aquel preciado vino poseía lo que los franceses llamaban terroir: sabor con un verdadero sentido de pertenencia. Sabía al lugar donde había sido cultivado. Un sabor idílico, como la propia isla. El sueño líquido de un hedonista.

Todo el mundo había terminado de escribir, pero Wyatt no podía parar. Las palabras llovían sobre la tarjeta en su apresuramiento por expresar su admiración por el vino de Kiara. Cuando finalmente la hubo rellenado toda, anverso y reverso, bajó el bolígrafo y miró a su alrededor.

En algún momento durante aquella catarsis de palabras, Lauren se había levantado y Kiara había ocupado su lugar. Lo estaba mirando fijamente de nuevo, desde el otro lado de la mesa. Sus ojos brillaban y le temblaba la barbilla.

Wyatt le sonrió. Ella parpadeó varias veces, sorprendida. Una sonrisa idéntica a la suya, de absoluta satisfacción, asomó entonces a sus labios.

Con un rápido movimiento, echó su silla hacia atrás, se levantó y le tendió la mano.

—Tú —le ordenó—. Ven conmigo.

2

Acidez: punto ácido de un vino que le da brillo, frescura y viveza

Aquel hombre era perfecto.

Demasiado perfecto.

Había disparado todas las alarmas internas de Kiara. Porque ella no creía en la perfección.

Lo guió por el corredor. Podía oír el sonido de sus zapatillas en el suelo de baldosa. Introvertida como era, no tenía particular afición por aquella parte de su trabajo: dar la bienvenida a los trabajadores en prácticas, mostrarse amable, cariñosa e invitadora con ellos cuando lo único que quería era volver a su silencioso laboratorio o a sus viñedos. A Maurice se le daban bien las relaciones públicas. A ella no.

Pero era ella la que necesitaba un ayudante, dado que su familia la había convencido por fin de que delegara algunas de sus responsabilidades, y el hombre que la seguía en aquel momento había demostrado poseer todos los requisitos esenciales. Sin un ayudante capacitado, no tendría la libertad necesaria para concentrarse en su objetivo: crear un vino de postre que convirtiera a Bella Notte en la mejor bodega de caldos de esa categoría.

Su acercamiento al mundo del vino no había tenido nada que ver con la del resto de los Romano que la habían precedido. Con un doctorado en viticultura y enología, era una científica al cien por cien. Guardaba unos registros escrupulosos. Se atenía a las normas. Las actitudes relajadas y bohemias, tan relacionadas con la presunta «magia» de los vinos, no eran para ella. Sí, el bisabuelo Romano había realizado grandes logros en su día solamente con su talento natural y las cepas que había traído de Nápoles, pero los avances y la tecnología habían sacado a la vitivinicultura del reino de la intuición para arrojarla en el de la disciplina.

Lo mejor que podía hacer en ese momento, sin embargo, era concentrarse en la entrevista que estaba a punto de hacerle.

«No te hagas muchas ilusiones, sólo porque ese tipo parezca reunir los requisitos que andas buscando», se aconsejó. «Tómate tu tiempo. No hay prisa».

Aquello sonaba bien, pero no era cierto. Kiara se las había arreglado para alejar a Bella Notte de la bancarrota, después de que la enfermedad de su padre lo hubiera obligado a abandonar la primera línea de la empresa, pero su situación no era todavía lo suficientemente segura. Decadente Medianoche, su propia creación, era el as que guardaba en la manga y la oportunidad que tendría ese año de brillar como el Mejor de los Mejores de Sonoma.

Empujó la puerta de su laboratorio. Señalando una banqueta que se hallaba junto a una de las mesas, lo invitó a sentarse.

—Toma asiento.

Se situó luego al otro lado de la mesa, pero permaneciendo de pie. Cruzando los brazos sobre el pecho, ladeó la cabeza y se dedicó a estudiarlo.

Unos ojos de un color castaño profundo la miraban a su vez. Las greñas del mismo color que le caían sobre la frente le daban un aspecto desenfadado, informal. Tal parecía que se hubiera vestido enteramente en una tienda de ropa de segunda mano, aunque eso no tenía nada de malo. Entre su juventud y el hecho de haber terminado hacía poco la carrera, la mayor parte de los trabajadores en prácticas tenían poco dinero.

Sin embargo, por debajo de las apariencias, aquel tipo era diferente.

Tenía las uñas perfectas y ni un solo callo en las palmas, todo lo contrario que las suyas, endurecidas por el trabajo. Se movía además con un aire de seguridad en sí mismo que desmentía su actual posición. Y luego estaba su evidente talento a la hora de catar y evaluar vinos. ¿Cómo era que a esas alturas no estaba trabajando en alguna otra bodega?

Maurice era quien se encargaba de recibir y contestar las solicitudes de los trabajadores en prácticas. ¿Dónde lo habría encontrado su primo?

Sus miradas volvieron a cruzarse. Vio que una lenta y relajada sonrisa se formaba en sus labios mientras la acariciaba con la mirada. Zalamero. Era demasiado zalamero. Kiara frunció el ceño.

La sonrisa tembló entonces y Kiara leyó la vacilación en su rostro. Lo cual le gustó bastante más.

Quizá toda aquella seguridad, casi bravuconería, no fuera más que fachada. Quizá no fuera realmente tan gallito como parecía. O quizá simplemente ella fuera demasiado desconfiada. Su familia siempre le había dicho que debería ser más abierta, más confiada, más romántica, como su hermana Deirdre. ¡Qué fácil de decir! El cariño que les profesaba le impedía recordarles que la excesiva confianza que habían puesto en un contable con pocos escrúpulos había puesto en grave peligro su supervivencia económica, y que había sido precisamente la desconfiada Kiara la que había tenido que salvarlos.

—Yo soy Kiara —le tendió la mano.

La sonrisa volvió a sus labios.

—Eso había oído —le estrechó la mano—. Wyatt Jordan.

En el instante en que se tocaron las manos, una corriente de crudo deseo sexual le recorrió el brazo y trazó un ardiente sendero directamente hacia su vientre. Su cuerpo reaccionó sin su aprobación: algo que jamás le había ocurrido antes.

Wyatt, por su parte, abrió mucho los ojos. Kiara retiró la mano, bajando la mirada. Se hizo un denso e incómodo silencio.

—Bueno… —dijo ella, ignorando la inquietud que sentía en el estómago.

—Bueno —repitió él.

—Parece que los dos compartimos el mismo extenso vocabulario.

—Somos como dos enciclopedias… —bromeó Wyatt.

Tenía gracia. Y era ingenioso. Una peligrosa combinación. «No te olvides de lo guapo que es», se recordó. Demasiado perfecto.

Esa vez se fijó en la forma de sus labios. Eran llenos e invitadores. Besables. Impotente, Kiara sintió que la atracción que estaba experimentando se intensificaba. Definitivamente aquello era algo extraordinario en ella. No era del tipo de mujeres que obraban sin pensar, y mucho menos se dejaba llevar por impulsos lascivos, pero en aquel momento no podía dejar de recorrer con la mirada su mentón fuerte y viril, o su ancho y poderoso pecho. Era una suerte que estuviera sentado a una mesa: si no hubiera sido así, se habría sentido tentada de bajar aún más la mirada.

«¿Qué demonios me ocurre?», se preguntó. Necesitaba recuperar el control de la situación. Ahora.

—Tengo otra cata que quiero que hagas —le dijo de pronto.

—Adelante.

Kiara alzó un dedo:

—Ahora vuelvo.

Salió del laboratorio, más como excusa para recuperar la compostura que por cualquier otra cosa. Aquel hombre tenía un gran potencial, pero su propia reacción física ante él la asustaba. Necesitaba asegurarse bien antes de ofrecerle el empleo como ayudante. Había pensado en cierta prueba para comprobar si realmente poseía un notable sentido del olfato y del gusto o si no era más que un gran simulador. Porque sospechaba más bien esto último.

Cuando estudiaba en la facultad, había participado en un estudio de cata a ciegas de dos marcas de refrescos de cola. En el experimento original, todos los participantes habían preferido el sabor de la marca menos conocida a la más famosa y extendida, sin darse cuenta de ello. Los investigadores habían buscado entender por qué la marca que mejor sabía no era sin embargo la más vendida, así que organizaron una segunda prueba en la que sometieron a resonancia magnética a los individuos mientras probaban los refrescos. Gracias a ella descubrieron que la llamada «zona de recompensa» del cerebro se encendía cuando bebían el refresco de la marca poco conocida.

Los investigadores repitieron el experimento una tercera vez, sólo que engañando a los participantes; dándoles a beber una cola que en anteriores tests todo el mundo había rechazado diciéndoles que era de una marca famosa. En esa ocasión sus cerebros se habían iluminado en la «zona de recompensa»: lo mismo que les había sucedido antes con la otra marca, la menos conocida.

La mente científica de Kiara había encontrado tan fascinantes como frustrantes los resultados del experimento. La conclusión era que, para la mayoría de la gente, la lealtad a la marca triunfaba sobre la calidad. De modo que, dada la psicología humana, ¿cómo una bodega que estaba empezando podía competir contra las grandes marcas? Era una pregunta que la había perseguido durante años, y que ahora que estaba a cargo de Bella Notte, se había convertido en una cuestión de primordial importancia.

Necesitaba algo, o alguien, que la ayudara a superar el abismo que se abría entre la superioridad comercial de una marca conocida y la ciencia y el talento de un vino bueno de verdad. Tenía que creer que un mínimo nivel de objetividad podía ser encontrado y explotado. ¿Pero cómo?

«Pon a prueba a este tipo. A ver si es capaz de discernir entre el sabor y la marca», se dijo. Sí, era algo un poco tramposo: eso tenía que admitirlo. Pero si iba a meterlo en su laboratorio para utilizarlo como ayudante, necesitaba tener una cierta seguridad de que era la persona adecuada.

¿O acaso simplemente se estaba engañando a sí misma… y se estaba sirviendo de ello como excusa para no perder de vista a un hombre tan atractivo? Se ruborizó. No, no era eso lo que estaba haciendo. No era de la clase de mujeres que permitían que la atracción sexual se interpusiera en sus objetivos. Si le interesaba aquel tipo era porque había demostrado poseer un raro talento pata detectar los sutiles aromas y sabores del vino.

Kiara estaba absolutamente decidida a producir el mejor vino de postre de toda California. Y si Wyatt podía ayudarla en esa tarea, lo utilizaría sin dudarlo.

«¿De veras?», le preguntó una voz interior. «¿Por eso estás ahora mismo inmóvil, en mitad del pasillo?» Sacudió la cabeza y bajó los escalones que llevaban a las bodegas. En seguida se vio envuelta por el fresco aroma a tierra; le encantaba bajar a aquella bodega de estilo antiguo, con sus muros de piedra y su suelo de barro endurecido. De niña, había sido su lugar favorito para jugar. Allí había aprendido a leer con cuatro años, deletreando los nombres de las etiquetas de las botellas. En aquella bodega se sentía especialmente ligada a su familia, al pasado, a la propia historia de la vinicultura. Era como un reclamo arcaico y provocador.

Las interminables filas de botellas ofrecían un curioso e intrigante aspecto de colmena. La mayor parte, por supuesto, pertenecían a la cosecha de Bella Notte, pero también guardaban allí los vinos de los competidores. Kiara visitó esa última sección y estudió las diferentes opciones: Mondavi, Gallo, DeSalme.

DeSalme producía un moscatel rojo en la línea de Decadente Medianoche, pero sin llegar a su altura. Decidió utilizarlo para la comparación.

Sacó una botella de DeSalme, junto con otra de Decadente Medianoche, y subió por la escalera trasera hasta la cocina de la casa. Una vez allí, vertió el DeSalme en una jarra de cristal, llenó la botella que había quedado vacía con Decadente Medianoche y, por último, transfirió el DeSalme de la jarra a la botella de Bella Notte que había quedado vacía. Reemplazó también los corchos de cada botella y se apresuró a volver al laboratorio.

Si el hombre que allí la esperaba podía distinguir un moscatel de DeSalme de su Decadente Medianoche, entonces era justamente la persona que estaba buscando. Si no, lo despacharía a los viñedos con los demás trabajadores… y en la vida volvería a meterlo en su laboratorio.

En el instante en que Kiara regresó al laboratorio con la botella de DeSalme, el terror se apoderó de Wyatt.

Oh-oh. Aquello no pintaba nada bien. Lo habían descubierto.

El corazón le dio un vuelco en el pecho al ver la decidida expresión de su rostro. ¿Qué podía decir? ¿Y cómo había logrado adivinar Kiara su identidad? ¿Acaso había revelado inadvertidamente un excesivo conocimiento sobre vinos? Eric y Scott se burlarían cruelmente de él por haber durado tan poco en Belle Notte. Y lo peor era que se lo merecía. Odiaba tanto quedar como un inepto delante de sus hermanos…

«Miente. Miente y niégalo todo», se aconsejó.

Cuando sus miradas se encontraron, experimentó una extraña sensación. Como si todo se estuviera desarrollando según un guión preestablecido y deseara acelerar el final cuanto antes.

El pulso se le aceleró. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué treta estaría tramando? ¿Por qué no se encaraba con él? Se humedeció los labios.

«Vamos, piensa algo», se ordenó. Algo brillante que pudiera desactivar su previsible furia. Pero no se le ocurría nada: sus ojos estaban demasiados llenos de ella para poder registrar cualquier otra cosa. Cualquier otra cosa que no fuera su rostro ovalado y la abundancia de rizos cobrizos que escapaban en todas direcciones de su cola de caballo.

Empezó por fin a pensar en una excusa, planeando la manera de seducirla y desarmarla cuando se decidiera a acusarlo como espía. Ladearía la cabeza, exhibiría su legendaria sonrisa y la miraría a los ojos como si fuera la única mujer sobre la faz de la tierra. Aquella técnica nunca le fallaba a la hora de poner de rodillas a jóvenes y mayores.

—Alcánzame dos copas —Kiara señaló dos que se hallaban en un estante, a su derecha.

¿Pretendería tenderle alguna clase de trampa? Recogió las copas y las dejó sobre la mesa del laboratorio, frente a ella.

Kiara abrió las dos botellas que había traído. Una era de DeSalme. La otra, de Decadente Medianoche. En cuanto saltaron los corchos, el aire quedó impregnado del denso aroma de las uvas fermentadas.

Sirvió dos dedos de DeSalme en una copa, y la misma medida de Decadente Medianoche en la otra.

—Otra prueba —le dijo—. Una comparación.

La acarició con su legendaria mirada. Más por instinto, sin embargo, que por intención. ¿Qué estaba pasando allí? Si sabía que era un espía, ¿por qué no lo echaba a patadas? ¿Por qué le planteaba aquel juego? ¿Y por qué se sentía como una balsa a la deriva en mitad de una tormenta en el mar?

—Claro —aceptó de buen grado, encogiéndose de hombros con la falsa expresión de timidez que tenía tan ensayada.

—¿Por qué me miras así? —le espetó ella.

Tenía una voz preciosa, incluso cuando estaba enfadada, o especialmente cuando lo estaba: profunda y algo ronca.

Wyatt parpadeó y amplió su sonrisa, asegurándose de exhibir los hoyuelos de sus mejillas. Algo no estaba funcionando. Quizá fueran sus gafas. ¿Acaso las chicas no se insinuaban a los chicos con gafas? Pensó incluso en quitárselas, pero en seguida cambió de idea.

—¿Qué te pasa? —volvió a preguntarle Kiara—. ¿Tienes algún problema de oído?

Nervioso por dentro, se levantó del taburete y dio un paso hacia ella. La sonrisa le tembló en los labios, pero logró mantenerla en su lugar. Se mantuvo aparentemente inmutable.

—Prueba —le ordenó, empujando la copa del vino DeSalme hacia él.

El nudo de tensión que atenazaba el estómago de Wyatt se apretó aún más. Era una situación disparatada, extraña, retorcida. Levantó la copa y olió su aroma.

—Defínelo.

De acuerdo. Si eso era lo que ella pretendía, se dejaría de miramientos. La miró fijamente a los ojos y ambos empezaron un silencioso, inmóvil vals con las miradas.

—Suave.

—¿Qué más? —entrecerró los ojos.

—Complejo.

—¿Y? —insistió.

Wyatt casi esperó que fuera a clavarle uno de sus largos y finos dedos. «Dios, esta mujer es espectacular». La sangre empezó a hervirle en las venas, y lo peor era que no sabía por qué. No era de su tipo. Todo en ella le resultaba ajeno y extraño, a la vez que increíblemente familiar. Lo cierto era que la deseaba como no había deseado nunca a ninguna otra mujer. Confuso, se apartó el pelo de los ojos y miró a su alrededor.

Estaban solos en aquel recóndito laboratorio. Blancas batas colgaban en los percheros de la pared. Un leve y electrizante olor a ozono flotaba en el aire. Vasos de precipitados y probetas, mecheros de Bunsen, medidores de PH, balanzas y centrifugadoras, tubos de goma, pipetas y pinzas para tubos de ensayo. Altos taburetes de metal junto a la mesa de acero inoxidable. Pero, aunque todo parecía estar en perfectas condiciones, se trataba de un equipo anticuado, probablemente adquirido hacía años: nada que ver con el laboratorio de alta tecnología de DeSalme. Un negocio familiar de los pies a la cabeza. Debería resultar por tanto fácil a DeSalme aplastar a Bella Notte.

Pero la culpa lo devoraba por dentro. Y sintió el súbito impulso de colocarse al lado de David, y no de Goliat.

—¿Y bien?

—Sorprendente —dijo Wyatt, aunque no se estaba refiriendo al vino.

—¿Qué más?

—Excitante.

—Impertinente —dijo ella.

—¿El vino?

—No. Tú.

—Pero te intrigo.

—Tú no —precisó Kiara—. Tu lengua.

—¿Quién es ahora el impertinente?

Kiara se ruborizó ante su insolencia.

—No me refería a eso. Me refería a tu paladar.

«Por fin», exclamó Wyatt para sus adentros. La había puesto nerviosa.

Vio que rehuía su mirada mientras se volvía para ponerse una bata de laboratorio. Parecía una profesora estirada, pensó, divertido. Preparó su sonrisa, graduándola para provocar el efecto deseado.

Pero entonces ella se giró de nuevo y levantó una mano como alzando una señal de stop.

—Mira, ya sé que ese rollo tuyo de soy-guapo-de-morirme seguro que te funciona bien, pero si quieres conseguir el puesto, tendrás que olvidarte de ello.

Wyatt bebió un sorbo de vino y… ¡bum! Otra vez. La misma patada de puro placer que había arrasado sus sentidos en la sala de catas. Desvió la mirada de la copa a la botella. Vaya. La etiqueta DeSalme. Entrecerró los ojos y estudió a Kiara durante un buen rato. ¿Qué sería lo que pretendía? Aquello no era el moscatel de DeSalme. Algo estaba tramando y él no pensaba caer en la trampa.

—¿Y bien?

—Pensé que querías que hiciera una comparación.

Vio que fruncía los labios, pero sin decir nada. Tenía una boca maravillosa. De labios llenos y sensuales. Como gruesas uvas maduras.

—Sí.

—Necesitaré algo para que me quite el sabor antes de probar el otro vino.

Kiara abrió un cajón de la mesa, buscó dentro y sacó una bolsa de galletas sin sal. Arqueando una ceja con expresión escéptica, se lo entregó.

Dio un mordisco. El leve crujido de la galleta fue el único sonido que se oyó en la sala, a excepción del tictac del reloj de pared.

Kiara procedió a servirle la segunda copa, procedente esa vez de la botella de Decadente Medianoche. Wyatt agitó el líquido y aspiró su aroma.

—Defínelo.