cub_hc2102.jpg

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Liberty

Título original: Liberty

© 2017, Andrea Portes

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Calderónstudio

 

ISBN: 978-84-9139-181-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Preludio

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Parte II

Interludio I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Parte III

Interludio II

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Agradecimientos

 

 

Para mi madre y mi padre,

siempre seréis mis cimientos.

Para mi marido,

siempre serás mi refugio.

Para mi hijo,

siempre serás mi cielo.

PRELUDIO

 

Todo a tu alrededor es polvo y ráfagas. La luz, la arena que se cuela por la rendija de la portezuela del coche, lo justo para pasar por delante de mi madre. Una cara en dos dimensiones con mi padre junto a ella. Al otro lado del mundo. Él le dice algo para que se prepare. «Eh, cariño, prepárate, ya casi hemos llegado». Algo sobre un puesto de control. Yo oigo mi voz que llega a través de la pantalla: «¿Qué estás haciendo allí, mamá? ¿Qué estás haciendo allí?».

Ella intenta ser amable, intenta ser comprensiva. Las palabras no suenan en absoluto preocupantes. «Por favor, no estés triste, pronto volveremos a casa».

Mi voz dice: «¿Qué podría ser tan importante como para obligaros a salir de Estambul y adentraros por la carretera hacia Dios sabe dónde?».

«Damasco», me dice. «Y es un lugar seguro, allí hay una misión que cumplir y las monjas no se marcharán, a pesar del peligro. Además, este es nuestro trabajo, cariño, es nuestro trabajo».

Entonces mi padre dice algo así como «Ya hemos llegado, estamos en el puesto de control». El conductor está hablando con mi padre, en árabe, mi padre responde y, durante unos segundos, es todo rutinario, papeles, carnés de identidad y preguntas, incluso alguna broma sobre la foto del carné. «Sí que era joven entonces, ¿eh?».

Yo estoy a punto de hablar, pero no llegan a salirme las palabras porque empiezan los tiros.

Ráfagas de tiros y árabe y nubes de polvo que enturbian el aire, disparos que llegan de fuera del coche, y en la pantalla ya no aparece mi madre, ni mi padre tampoco. En la pantalla aparece la parte inferior del asiento trasero del coche, mientras continúan los disparos. Ratatatata, ratatatata.

 

 

No hay palabras de despedida, ni consuelo, ni siquiera tiempo para un te quiero.

Solo balas.

—¿Mamá, qué ocurre? ¿Dónde estás? ¡Dímelo! ¿Dónde estás?

Pero la pantalla ya no tiene nada que decir y el coche no tiene nada que decir, y del coche ya no salen más palabras porque el coche está vacío.

Está vacío.

—¿Mamá…? ¿Papá…?

Ahora solo queda el silencio.

 

I

1

 

Ahora ya puedo contar mi historia, ¿no? Quiero decir que sí, que hay un par de cosas que quizá debería omitir. Solo para que todos se sientan mejor. Para no destrozar nuestra ilusión de que el mundo es un lugar maravilloso.

Pero quizá eso no tenga sentido. Ya sabéis, lo de las mentiras. Quizá sea mejor poner las cartas sobre la mesa para que podáis decidir si queréis verlo como lo que es o ignorarlo y darle la espalda. En realidad es cosa vuestra.

A diario hay mucha gente que ignora muchas cosas. Pensadlo bien. Cada día vais caminando y pasáis por encima de un tío que hay tirado en la calle, frente al Starbucks, o en el parque, o en la acera; simplemente lo ignoráis. O esos policías que detienen a un negro o a un amarillo, o a cualquiera que no sea blanco. Simplemente decidís ignorar esas cosas, ¿no?

Y entonces un día se os olvida que habéis estado ignorando muchas cosas. Es algo inconsciente. No es más que ruido blanco. Es lo normal.

Pero entonces, a veces, aparece alguien o algo que os sacude. Os saca de vuestra burbuja y, de pronto, volvéis a percibir las cosas.

Es entonces cuando debéis tomar la decisión.

¿Voy a volver a lo de antes? ¿O voy a seguir viéndolo?

Porque, si sigo viéndolo, si sigo viendo eso que sucede en mis narices y que es tan injusto, al final es posible que tenga que hacer algo al respecto.

Mirad, no he venido aquí a cambiarle la vida a nadie. Solo intento contar una historia. Pero me pregunto si… lo que quiero saber es si… ¿Puedo contarla sin más? ¿Puedo contarla tal y como ocurrió?

Si os la cuento, tendréis que protegerla, ¿de acuerdo?

Protegedla bien.

2

 

Bueno, vale, es evidente que hay algunos detalles que debemos repasar. Es probable que queráis saber quién soy yo. La que escribe. La que invade vuestra vida en este momento.

Soy una expatriada. Bueno, en realidad no. Soy más bien hija de dos expatriados. Por lo tanto, el estatus de expatriada me vino dado.

No os preocupéis. No estoy enfadada con ellos. No podría estar enfadada con ellos ni aunque quisiera.

Están muertos.

O es probable que lo estén.

Nadie lo sabe.

Ya llegaremos a esa parte. Y no sintáis pena por mí. No soporto contárselo a la gente porque, cuando veo esa cara de preocupación que ponen, me dan ganas de largarme al bar más cercano. Lo digo en serio.

Así que hacedme un favor. Cuando os cuente lo que ocurrió…, no flipéis.

Todo empezó con una estupidez. Algo totalmente banal.

Siempre empieza con algo estúpido. Algo que nunca pensarías que fuese a llegar a nada. Algo en lo que ni siquiera pensabas. En las películas, siempre sabes cuándo llega el momento clave. La música sube de volumen. La cámara hace un picado. El protagonista levanta la mirada. Y lo sabes. Sabes que ese es el momento clave. Aquello que lo cambiará todo.

Pero en la vida no sucede así. En la vida te encoges de hombros, haces algo, luego sucede esta cosa y después esa otra. Y nunca sabes cuál es el momento clave hasta que miras hacia atrás y piensas, Dios mío, era eso. ¿Cómo no me di cuenta?

En cierto modo es desesperante. Pensar en lo azaroso que resulta.

Como esto que os cuento. Esto que te cambia la vida.

¿Queréis saber qué es?

Applebee’s.

Sí, Applebee’s.

Más concretamente el Applebee’s que hay junto a la interestatal 99, justo a la salida de Altoona. Eso está en Pensilvania, por si por alguna razón no sabíais dónde está ALTOONA. Aquel fue el lugar donde me colocó el destino un feliz día de primavera en abril de 2015. Regresaba conduciendo desde Pittsburgh, escuchando a Majical Cloudz, sin meterme con nadie, cuando sentí la llamada de la naturaleza. Sentí la llamada de la naturaleza y tuve que parar en ese lugar dejado de la mano de Dios que, seamos sinceros, está en mitad de los Apalaches. Y el único lugar abierto en el que no pareciera que me iban a secuestrar y a encerrar en un sótano, cuya entrada estaría oculta tras un congelador, era el Applebee’s del centro comercial de Logan Valley en Altoona, donde servían con orgullo el especial happy hour de costillas con chili dulce. Normal, ¿no? Pero no os equivoquéis, si no hubiera entrado en el Applebee’s de la interestatal 99, a dos horas de Pittsburgh, nada de esto habría ocurrido.

¿Que qué estaba haciendo yo en Pittsburgh? Bueno, mis padres me educaron para ser una especie de liberal convencida. Ya sabéis, una de esas personas que incomodan a los demás durante la cena hablando del peligro que corren los osos polares o #losnegrosimportan y preocupándose por los esclavos del mar que hay frente a la costa de Asia. Sí, soy una de esas. Una agitadora.

Mis padres no lo hicieron porque quisieran incomodar a todo aquel que me rodeara. Ni siquiera lo hicieron a propósito. Según ellos, podría haberme convertido en una histérica conservadora del Tea Party, porque la decisión me la dejaron a mí, ya que son/eran liberales sosainas que creen en esa estupidez de que cualquiera puede ser lo que desee.

Pero son/eran periodistas. Y de los buenos. Entre ellos competían por ver cuál de los dos tenía más premios Robert F. Kennedy, y quién aparecía en el New York Times y quién podía ganar el premio al Mejor Libro Nacional. (Lo ganó mi madre hace cuatro años y creo que lo llevó consigo a todas partes durante dos meses seguidos).

Pero no hablemos de ellos ahora, porque todavía no quiero empezar a llorar. Solo quiero contaros por qué estaba en Pittsburgh.

Hay un lugar en Pittsburg llamado Universidad Carnegie Mellon donde tienen un laureado programa de robótica. Sin necesidad de revelar lo que diseñan allí y daros un susto de muerte, solo diré que deseaba verlo con mis propios ojos, tomar notas, hablar con los diseñadores y escribir sobre ello en mi tesis sobre inteligencia artificial. Hasta el momento el título provisional es: «Inteligencia artificial: ¿Inmortalidad humana o monstruo de Frankenstein?». Bueno, ya hablaremos de eso más tarde.

El problema es que sigo siendo una humana con necesidades fisiológicas humanas, y eso significa que necesitaba ir a un cuarto de baño para humanos situado en un restaurante para humanos llamado Applebee’s.

Iba a ser fácil. Iba a ser una parada rápida. Algo sencillo.

El caso es que… allí había muchas familias. Familias muy monas. Familias con hijos que pintaban con ceras de colores en esos mantelitos de papel que les dan para que se queden sentados a la mesa en vez de andar corriendo por ahí estorbando a las camareras. Había bebés y niños de cinco años con camisetas de Batman. Había incluso una niña vestida de Elsa. Sin razón aparente. No es Halloween. Pero venga, cielo, disfrázate de Elsa si quieres. Tú misma.

Y aquello habría sido genial, con todas esas familias.

Pero al salir del baño me fijé en todas esas madres y vi que algo pasaba. Algo malo. Esas madres estaban preocupadas. Las madres estaban asustadas, pero intentaban que no se les notase porque estaban delante sus hijos, y todas las madres saben que hay que mantener la compostura delante de los hijos porque si no se asustarán.

Así que echo un vistazo y me acerco para ver por qué están preocupadas. No puedo evitar sentir pena por ellas. Las madres lo tienen difícil. Intentad cuidar de unos niños alguna vez. Yo hice de canguro en una ocasión y después tuve que dormir durante una semana seguida.

Y entonces lo veo. O, mejor dicho, los veo.

A esos tíos.

Son dos.

Los llamaremos Perrito Caliente y Hamburguesa. ¿Por qué llamarlos así? Porque uno es alto y pesa dos kilos y el otro es bajo y pesa doscientos. Pero lo importante no es eso. No seáis tontos.

Lo importante es esto:

Los tíos están allí de pie. Uno lleva una cazadora vaquera con la bandera confederada. El otro lleva una camiseta del grupo Slayer. Ambos llevan el mismo corte de pelo. Corto por delante y largo por detrás. Parece que se lo han cortado ellos mismos. Pero tampoco es eso lo importante. No seáis superficiales.

Lo importante es que ambos llevan lo que parecen ser rifles de asalto AK-47 colgados a la espalda, como si estuvieran en el Applebee’s de Irak (que no existe). Ambos llevan, además, pistolas de repuesto en las cartucheras. Revólveres.

Si alguien hablara con ellos, apuesto a que dirían que están muy orgullosos de sus armas. Están ENAMORADOS de sus armas. ¡Quieren casarse con sus armas! Pero no hay tiempo para hablar con ellos.

Ahora mismo están acosando al pobre encargado del Applebee’s, que parece una versión mucho más joven de Ned Flanders, de Los Simpson. La conversación es como sigue:

—Señor, voy a tener que pedirles que se marchen. Aquí hay familias y están incomodándolas durante la comida.

Las madres parecen preocupadas. Todos tienen la cabeza agachada. Una madre se marcha y protege a sus hijos con su cuerpo al salir. No la culpo. Las demás madres buscan ansiosas a sus camareros, deseando marcharse. Hoy parece que no hay aquí ningún padre. Quizá estén todos trabajando. Al fin y al cabo, son las once de la mañana de un martes.

Perrito Caliente y Hamburguesa responden con una tarjeta. Parece algo laminado. Yo miro por encima de sus hombros. Una copia de la Constitución. ¡Por supuesto!

Hamburguesa es quien responde:

—Dios me da derecho a estar aquí. Tengo derecho a llevar armas. La última vez que lo comprobé, este era un país libre.

Interviene Perrito Caliente:

—Sí. ¡Nuestros antepasados se encargaron de eso!

Estoy segura de que Thomas Jefferson estaría encantado.

Más madres que se marchan, aterrorizadas.

Y yo no puedo evitarlo.

Es algo que no debería hacer, pero lo hago de todos modos.

(Nunca se me han dado bien las normas sociales).

Intervengo.

—¡Buenas tardes, Perrito Caliente y Hamburguesa! ¡Creo que ya es hora de que abandonéis este establecimiento!

3

 

Creo que he olvidado deciros que mido un metro cincuenta y cinco, tengo el pelo castaño y el color de mi piel es una mezcla entre el blanco del papel y el interior de una patata. Además, estoy por debajo de mi peso porque tengo lo que los médicos llaman «trastorno disociativo», que hace que no me dé cuenta de que tengo un cuerpo y de que debo alimentar dicho cuerpo.

Así que no puede decirse que sea muy grande. Y no tengo aspecto de dura. Y además estoy en mitad de los Apalaches.

Así que os podéis imaginar cómo me miran.

No es una mirada burlona.

Es más bien de incredulidad.

Es más como diciendo… «¿Qué coño está haciendo esta liliputiense?».

Más bien como… «¿Estás de coña, enana?».

Y ahora todos me miran. Las madres. Los camareros. Incluso los niños. Con esas caritas de bebés. Y yo he de protegerlos. No sé por qué siento que es mi trabajo. Pero, por alguna razón, lo es.

Y, extrañamente, es como si no estuviera sucediendo de verdad. Como si, al hablar, hubiera entrado en un universo alternativo.

—¿Qué coño dices? —pregunta Hamburguesa. Parece ser el líder.

—Caballeros, y uso ese término con mucha libertad, me gustaría que se abstuvieran de utilizar esa clase de lenguaje delante de los niños. Muchos de ellos no tienen ni cinco años y no deberían escuchar semejantes vulgaridades. Sin embargo, lo más importante es que me gustaría que abandonaran este establecimiento.

—¿Estás colocada o algo así? —Es Perrito Caliente quien habla ahora. Resulta evidente que él es el cerebro de la operación.

—Voy a contar hasta tres.

Es el turno de Hamburguesa.

—No. Mejor voy a contar yo hasta tres, monada. ¿Qué te parece?

Saca su revólver y me apunta con él.

Vaya, qué rápido se nos ha ido de las manos.

Me vuelvo hacia Ned, el encargado.

—¿Te das cuenta? Asalto con un arma de fuego.

Ned traga saliva y yo me giro de nuevo hacia el dúo barbacoa.

—Que yo sea una monada o no lo sea no es algo que les competa. Además, resulta que tengo un trastorno disociativo. Lo que significa que, cuando me apunta con esa pistola, es como si estuviese apuntando a una desconocida. ¿Lo entienden?

No saben cómo interpretar mis palabras.

¿Quién sabría cómo interpretarlas? Imaginad que os vierais desde fuera de vosotros mismos. Como si fuerais una mosca en el techo que os observa. Y ahora mismo, con una pistola apuntándome en el Applebee’s de Altoona, siento como si estuviera viéndome desde fuera.

—Voy a daros una última oportunidad para abandonar el establecimiento.

Se quedan ahí parados.

—¿Estáis seguros? No quiero humillaros delante de toda esta gente. Aunque, a decir verdad, ya os habéis humillado bastante metiendo un arma semiautomática en un Applebee’s.

—Cierra la puta boca, zorra.

La pistola sigue apuntándome a menos de medio metro.

—Entiendo. Así que insistís en decir tacos. Yo soy pacifista de corazón, así que…

—Sí, chúpamela, jipi.

—Vamos a contar, ¿vale? UNO…

El encargado y las camareras se miran y se agachan detrás del mostrador.

—DOS…

Las madres protegen a sus hijos y los acercan a las mesas.

—DOS Y MEDIO.

Los tipos se ríen. Les parece ridículo. Creen que estoy haciendo tiempo.

No llegamos al tres.

Si Hamburguesa supiera lo que está haciendo, no me apuntaría con su pistola desde tan cerca. Porque yo podría estirar el brazo, agarrar la pistola, doblarle la mano y apuntarle con ella. Utilizando el ancestral arte marcial filipino de la eskrima. Cosa que él no sabe. Y obviamente no sabe que yo lo sé.

Y, seamos sinceros, vosotros tampoco sabíais que yo lo sabía. No es algo de lo que vaya por ahí presumiendo. Eso sería patético. Pero basta decir que mi madre estaba algo obsesionada con el Muay Thai, la eskrima, el jiu-jitsu y el karate de toda la vida cuando yo era pequeña. Y eso significaba que los demás también debíamos obsesionarnos.

Perrito Caliente y Hamburguesa no tienen la culpa.

No es que yo tenga pinta de cinturón negro.

Perrito Caliente intenta agarrarme por detrás, pero, de hecho, esa es la posición perfecta para que yo lo lance por encima de mi espalda contra el suelo. Quiero decir que es justo ahí donde se coloca tu compañero de entrenamiento para practicar esa llave sobre el tatami.

ZAS.

Y ahí va el AK-47. Que cae al suelo y, gracias a Dios, no se dispara. Yo lo agarro justo a tiempo de ver cómo Hamburguesa carga contra mí con todo el peso de su cuerpo. Lo cual sería sobrecogedor. Desde luego. A no ser que utilices todo ese peso pesado de pastelitos en su contra y esperes hasta el último momento para echarte a un lado, de modo que él acaba utilizando su propio peso para estrellarse contra la máquina de chicles.

Bastante humillante.

Si estos tíos no fueran tan imbéciles, sentiría pena por ellos. Pero recordemos quién metió los rifles AK-47 en el Applebee’s, ¿de acuerdo?

A Hamburguesa le sangra la cara, lacerada por el dispensador de bolas de chicle. Además, tiene la nariz hecha un desastre. Aunque antes tampoco estaba mucho mejor. Es el momento perfecto para agarrar su AK, lo cual, sinceramente, no creo que le siente muy bien dado su inminente ataque de rabia. Observo que Perrito Caliente se levanta del suelo porque veo su reflejo en el cristal de la máquina de chicles. Se me acerca por detrás.

¿Veis? Si no estuviera presenciando esto desde el techo, probablemente estaría aterrorizada.

Lo que tienen las armas es que siempre puedes utilizar su culata. Cosa que hago. Y ahora él también está tirado en el suelo sangrando. Hamburguesa parece estar aún en estado de shock. Perrito Caliente blasfema para sus adentros. Ambos se retuercen en el suelo del vestíbulo del Applebee’s.

Y eso es lo que ocurrió.

El personal, el encargado y las madres me miran como si hubiera venido de Plutón.

No se lo vieron venir.

Es un niño de cinco años el que rompe el silencio, el que tiene la camiseta de Batman.

—¿Has visto eso, mami? ¡Ha sido increíble!

Y su madre se permite soltar una carcajada de alivio.

Yo les quito la munición a las armas y se lo entrego todo a Ned Flanders.

—En fin, muchas gracias por dejarme usar sus instalaciones —le digo—. Por cierto, sería conveniente que pusiesen un secador de manos, ya que reducirán costes y se ahorrarán papel. Piénselo.

Paso por encima de Perrito Caliente y Hamburguesa. Y les tiro a la cara su Constitución plastificada, que he recogido del suelo.

—Seguro que George Washington estaría orgulloso.

Y eso es todo. Salgo de allí y dejó a mis espaldas el Applebee’s de Altoona, Pensilvania.

Estoy segura de que a los allí presentes les habrá parecido una ensoñación. Pero eso está bien, porque a mí también me lo ha parecido. Ese es mi problema. O mi «crisis/oportunidad», como diría mi madre.

Pero, al margen de eso, tenía que hacer algo.

Odio las armas.

Y si hay algo que odie más que las armas son las armas cuando hay niños cerca.

Soy muy sensible con este tema quizá por la misma razón por la que padezco trastorno disociativo. Todo está conectado con la misma parte del cerebro que, al parecer, está involucrada en las ensoñaciones, las obsesiones y, por supuesto, y llegado el caso, las maquinaciones, también conocidas como «preocupaciones». Está todo en la misma parte. Ya veis. Nada es gratis en esta vida.

Pero lo importante aquí es que yo no sabía que el incidente estaba siendo grabado en vídeo. No tenía ni idea. Y, desde luego, no sabía que ese vídeo iba a cambiar el curso del resto de mi vida.

4

 

Todos piensan que están muertos.

Mis padres.

Intentan ser amables y me ofrecen palabras de ánimo y de cariño. Me dicen que tenga esperanza. Me dicen que a veces los milagros ocurren. Cosas así. De momento no comentan nada sobre arcoíris y florecitas, pero estoy segura de que no tardarán. Quiero decir que ha pasado más de un año. Así que los discursos esperanzadores resultan cada vez menos convincentes. En particular para aquellos que los pronuncian.

Si hubieran dejado de preocuparse por la gente, nada de esto habría ocurrido. Si hubieran sido como el resto y jamás hubieran visto las cosas malas, si jamás las hubiesen mirado, si hubieran vuelto su atención a la tele y a internet y a todas esas distracciones infinitas, bueno…, es probable que ahora estuvieran sanos y salvos. Protegidos en un capullo tejido por ellos mismos.

Pero no. Ellos no.

Estaban en Estambul en representación de su editorial. Sí, ambos tenían la misma editorial en Turquía. ¡Resulta que los turcos leen mucho! Había una gran feria del libro en Estambul y su editorial los envió para firmar sus respectivos libros y aparecer en programas de televisión y cosas así.

Sí, lo sé. Podría decirse que son famosos. Bueno, conocidos. Los intelectuales nunca llegan a ser famosos. Mi madre es conocida por un libro que escribió sobre las multinacionales, para el que tuvo que ir de incógnito y trabajar en una fábrica de Bangladesh por diez centavos al día. Ese fue el que le valió el premio al Mejor Libro Nacional del que tan orgullosa está. O estaba. Ahora mismo no creo que esté muy orgullosa porque lo más probable es que esté muerta.

Ay.

Sí, lo sé.

Pero seamos realistas, ¿vale?

Y en cuanto a mi padre, su libro, Del río al mar, impartido en campus desde Princeton hasta Berkeley, ha acabado convirtiéndose en el libro más influyente en Israel/Palestina. Eso le valió una nominación del Círculo Nacional de Críticos Literarios, pero no ganó. Aquel año el premio de no ficción fue a parar a The Warmth of Other Suns, de Isabel Wilkerson. Fue una competición reñida.

Pero ¿en Estambul? ¿En la Feria del Libro de Estambul? Allí mis padres eran como estrellas de rock.

Eso habría estado bien. Perfecto. Maravilloso.

Salvo que…

Mi madre conoció a una mujer que estaba preocupada por su hermana que estaba en Siria. Su hermana era una monja de la misión católica al noreste de Damasco, a medio camino hacia Alepo. En vez de huir del inevitable avance del ISIS, el sacerdote y las monjas decidieron quedarse allí, con su rebaño. Pese a que casi toda la gente del pueblo era musulmana. La idea era que estaba mal abandonar a la gente. Que su deber moral era quedarse.

Y, claro, mi madre quiso entrevistarlos. Conocer esa causa tan noble. A la monja, al sacerdote, al rebaño.

Le aseguró a mi padre que estaría a salvo, pero él insistió en acompañarla. No llegarían más allá de Damasco.

Damasco, cómo no, es el último lugar donde fueron vistos.

Lo pienso una y otra vez, todas las noches, dando vueltas en la cama, intentando encontrar una pista. Una pieza suelta. Quizá la mujer a la que conoció en la feria del libro fuese una infiltrada. Quizá fuese una trampa. ¿Dónde estaba la misión católica? ¿Quiénes eran esas monjas? ¿Siguen vivas? ¿Sigue vivo alguien? ¿Dónde están mis padres?

¿Volverán algún día?

¿Volveré a ver la piel curtida de mi padre? Sus camisas verde caqui con hombreras, siempre con una libreta en el bolsillo. Su pelo revuelto como un científico loco. ¿Volverá a contarme esos chistes tan malos? ¿Volverá a llamarme saco de patatas y me cargará al hombro, aunque yo le diga que soy demasiado mayor para eso y «Oh, Dios, papá, en serio, déjalo ya»?

¿Y mi madre?

Pienso un millón de cosas sobre mi madre y su decisión de contar esa historia en mitad de una zona en guerra. Hasta ahora he procesado quinientos treinta y un pensamientos sobre el tema. ¡Solo me quedan novecientos noventa y nueve mil cuatrocientos sesenta y nueve!

Pero ¿volveré a verla algún día? Su pelo largo y rubio ceniza, sus llamativos atuendos, su aire bohemio, con esos diseños desde Mojave hasta Bombay. Mi madre, con esa inteligencia aguda y esa perspicacia. Así era mi madre: siempre la más lista y, sí, la más rara.

Al principio la gente pensaba que era tonta. Es verdad. Veían a mi padre, con algunos años más que ella, que además parecía mayor tras haberse pasado años en Gaza y en los Altos del Golán. Y veían a mi madre, más joven que mi padre, y de aspecto joven (era vanidosa). Entonces todos daban por hecho que él era un viejo forrado y que ella iba detrás de su dinero. Pero entonces…, entonces mi madre decía alguna cosa durante una conversación y dejaba claro que: 1) no era estúpida y 2) era una especie de genio. Y lo hacía con humildad. Y luego, en algún momento, alguien hacía alguna referencia a su libro superfamoso ganador del premio al Mejor Libro Nacional.

Juego, set y partido.

Creedme. Lo he visto con mis propios ojos más de quince veces. Ocurre a todas horas.

Otra cosa que ocurre a todas horas es que mi madre no para de perderlo todo. Y me refiero a todo. Cuántas veces habrá preguntado dónde están sus llaves cuando las tiene en la mano. Cuántas veces habrá pedido que la ayudes a encontrar su teléfono cuando estás hablando con ella por teléfono. Y la de veces que pregunta dónde están sus gafas cuando las lleva puestas.

Jamás en mi vida he conocido a nadie tan olvidadizo o despistado como mi madre. No es como el típico profesor que no se entera de nada. Va más allá. Es como el típico profesor chiflado y cegato que no se entera de nada. Un ejemplo: no sabe preparar tostadas, es superior a ella. Unas simples tostadas. Lo ha intentado por lo menos diez veces y siempre, siempre, la tostada acaba negra. Ella la corta en trocitos. Incluso en pequeños triángulos ANTES de darse cuenta de que está quemada. Luego se la sirve al desafortunado comensal, normalmente mi padre o yo. Y es entonces cuando sucede, es justo en ese momento cuando lo ve por primera vez, a través de los ojos del otro: «¡Oh, no!», dirá. «¿Cómo ha podido pasar?». Y lo dirá en serio. Se quedará perpleja de verdad.

Llegó hasta tal punto que mi padre y yo tuvimos que esconder el tostador.

—Por favor —insistía mi padre—. Deja de intentarlo. No pasa nada. No tienes que demostrar nada. No son más que tostadas.

Ella respondía:

—¿Estás seguro de que no es una metáfora de mi amor y mi capacidad para crear un hogar estable y feliz?

—Sí. Estoy seguro. No es una metáfora de tu amor y tu capacidad para crear un hogar estable y feliz. Eres una periodista, madre y esposa increíble. Pero, seamos sinceros, las tostadas no son lo tuyo.

—¿No son lo mío?

—No. Eres antitostadas.

Y sonreía, y ella le devolvía la sonrisa.

Ese momento.

Momentos como ese.

Cuánto los echo de menos.

Así era. Él hacía de chef y mi madre se encargaba de decorar la mesa acorde con la temática: «¿Pollo Kiev para cenar? ¡Os voy a enseñar unas preciosas muñecas rusas!», «¿Noche del Cinco de Mayo? ¡Buscaré una piñata! ¡Vamos a hacer flores de papel!». Mi madre tenía la capacidad absurda y adorable de implicarse al máximo. Colgaba farolillos turcos. Alquilaba una máquina de palomitas. Encontraba la manera de proyectar una película sobre una enorme pantalla en el jardín. Una vez incluso contrató a un transformista, lo digo en serio. Lo sé, era muy friki, pero tenía su gracia, no podía negarse.

Creo que eso era lo que a mi padre le encantaba de ella.

Era como una luz.

Él era más atento, más serio, más comedido. Pero ella era una loca. Imaginaos a Ruth Gordon en Harold y Maude. ¿No la habéis visto? Ya estáis tardando. En serio.

Sigo esperando…

Vale, ¿ya habéis vuelto? Bien. Me alegra volver a veros. Ahora que habéis visto a Ruth Gordon en Harold y Maude

Pues así es mi madre.

Era como si todas las cosas terribles del mundo se manifestaran en ella como una rebelión contra la oscuridad. Poseía una exuberancia desafiante.

Y eso es lo que me hace pensar que está viva. Que tiene que estar viva. Que de ninguna manera puede existir un Dios tan cruel o un destino tan nefasto como para dejar morir a un espíritu tan único.

Es que no me lo puedo creer.

Aunque quizá no hago más que engañarme a mí misma.

Quizá ambos hayan muerto.

Y quizá yo soy tonta.