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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Mejor cuando es valiente

Título original: Better When He’s Brave

© 2015, Jennifer M. Voorhees

© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Imagen de cubierta: Dreamstime.com

 

ISBN: 978-84-9139-024-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Introducción

Cita

Prólogo

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Agradecimientos

 

 

 

Dedicado a la niña mala que todas llevamos dentro.

¡Esa perra se queda con toda la diversión!

Y mejor tener cuidado si te atreves a cabrearla.

Introducción

 

 

Algunas de las cosas que suceden en La Punta son extrañas e increíbles, ¡y me encanta que sea así! Es una de las razones por las que me resulta tan divertido escribir esta serie. Así que, mientras leéis, tened en cuenta que se trata de ficción. Cualquier libertad que me haya tomado con los procedimientos policiales es por el bien de la historia, no porque no me haya tomado la molestia de investigar. Así que seguidme el rollo y dejaos llevar por el tumulto, el romance, la vida y el caos que campan a sus anchas por estas historias.

Cuando hablo de la comisaría de policía de Titus y de su despacho, tal vez advirtáis que parece algo anticuado. Desde luego no tiene todos los avances de las comisarías modernas. La razón es que estoy obsesionada con Homicide Hunter, de Investigation Discovery... Dios mío, es lo mejor del mundo. La serie tiene lugar en los setenta y ochenta aquí, en Colorado Springs, y lo único que veía cuando escribía era esa comisaría y el despacho de Joe Kenda. Así que la imagen es algo anticuada y afeada, lo cual encaja a la perfección con el ambiente sórdido y deprimente de La Punta. Y, si veis la serie, ¡veréis claramente en qué me he inspirado!

Gracias de nuevo a todos los que han dado una oportunidad a estos libros. Todos necesitamos sangre nueva, una salida creativa, una vía de escape... y La Punta es la mía. Me encanta poder crear a estos hombres y mujeres sin normas e ir siempre un paso más allá. Resulta increíblemente estimulante, así que agradezco a todos los que se han apuntado a esta aventura... ¡y menuda aventura está siendo! Siempre que creo que he ido demasiado lejos o he llegado al límite, encuentro otra esquina que doblar, otra vuelta de tuerca. La mitad de las veces me sorprendo tanto como vosotros al ver en qué acaba todo. Para un escritor no hay nada más excitante y emocionante que eso. Estos libros están llenos de diversión oscura y la verdad es que me siento como una niña en una tienda de caramelos cuando los escribo.

Ya sabemos que un hombre es mucho mejor cuando es valiente, ¡así que estoy deseando que conozcáis a Titus!

 

 

 

La valentía consiste en ser el único que sabe que tienes miedo.

 

Franklin P. Jones

Prólogo

 

 

El principio del fin.

Un goteo...

Algo que salpica...

Un traqueteo...

Un ruido metálico...

Un zumbido...

Un golpe seco...

—Joder.

Un lamento...

Intenté levantar la cabeza cuando esta golpeó por segunda vez la tubería metálica que tenía detrás, pero era demasiado. Me pitaban los oídos, la sangre me goteaba por la cara y salpicaba sobre el frío suelo de cemento frente a mis botas. No quería pensar en lo profundo que era el charco ni en lo deprisa que se extendía. Era mucha sangre. Demasiada. Y toda mía. Ya no podía mantener los ojos abiertos, así que no veía a los hombres que me rodeaban y que se turnaban con puños o lo que tuvieran a mano para darme una paliza, esposado allí a la tubería que tenía detrás de la cabeza. Agité contra la tubería las esposas, las mismas esposas que usaba todos los días para intentar mantener el orden en la ciudad, pero sabía que no conseguiría salir de allí en un futuro cercano.

El sonido de una tubería metálica arrastrándose por el suelo mientras uno de mis atacantes se acercaba a mí me hizo expulsar con un soplido el poco aire que me quedaba en los pulmones. El simple hecho de respirar me hacía ver las estrellas, así que cerré los ojos con fuerza para evitar que aquellos bastardos violentos vieran que estaban rompiéndome con puños y hierro. Mi cuerpo iba encogiéndose lentamente bajo aquella paliza tortuosa, pero mi voluntad, mi determinación por no permitir jamás que ganase un tipo como él, nunca se rompería. Yo moriría en aquella pocilga a manos de esos asesinos, pero, por mucho que me golpearan, por mucho que intentaran destruir el recipiente donde se albergaba, mi valentía, mi obsesión por mantener el mundo a salvo de gente como aquella, nunca se extinguiría. Nunca cedería, nunca me postraría, nunca dejaría ganar a alguien como Conner Roark.

Lancé un escupitajo mezclado con sangre y noté el sabor metálico en el interior magullado de mi boca. Logré levantar el cuello lo suficiente para ver unos ojos negros e impenetrables que me miraban. No había alegría en esa mirada oscura, no parecía sentirse victorioso por tenerme justo donde deseaba. No había satisfacción allí. No había nada salvo vacío, un vacío absoluto donde debería habitar algo de humanidad. Yo ya había visto antes esa expresión. El padre de mi hermano pequeño había utilizado esa expresión todos los días durante años mientras convertía la ciudad en un pozo de ilegalidad, de depravación y de violencia. Era la peor ciudad que cualquiera pudiera elegir para intentar proteger, y sin embargo a eso me dedicaba yo con toda mi alma. Era un gueto decadente gobernado por hombres peligrosos y mujeres despiadadas, pero era mi vida, y me tocaba a mí proteger a esos hombres peligrosos y a esas mujeres despiadadas. Muchos de ellos formaban parte de mi familia y de mi corazón. No solo era mi trabajo, era mi vocación. Yo era eso. En La Punta los héroes no tenían cabida, pero yo era lo más parecido a lo que un lugar así podría aspirar jamás. Aunque no me sentía muy heroico esposado y golpeado, sabiendo que aquel era mi final.

Lo miré con los párpados entornados por entre la sangre que me cubría la cara, torcí los labios hinchados para dedicarle una sonrisa macabra y le dije:

—Que te jodan. Me matarás antes de que me derrumbe.

Me salieron las palabras temblorosas junto con el último aliento que era capaz de expulsar mi pulmón, obviamente lesionado, y entonces ya no pude pensar más, porque comenzaron a golpearme de nuevo, y ahora alguien había encontrado un bate de béisbol y, cuando lo estampó contra la cara externa de mi rodilla, solté un grito y me dejé caer, de modo que lo único que me sostenía ya mientras me destrozaban eran las muñecas, hinchadas y desolladas, esposadas a la tubería por encima de mi cabeza.

En aquella nebulosa sangrienta, creí ver a Roark negar con la cabeza y, cuando habló, su leve entonación irlandesa arañó mi piel rota como si fueran trozos de cristal. Era un asesino, un mentiroso, un maremoto criminal sin ningún arrepentimiento ni remordimiento. No debería tener una voz que recordara a verdes colinas y a alegres canciones folk. Debería ir por ahí con cuernos y rabo, y sus palabras deberían oler a humo y a azufre cada vez que las pronunciara. Conner Roark era lo más parecido al diablo con lo que me había topado, lo cual era decir mucho, teniendo en cuenta que me ganaba la vida persiguiendo demonios y demás ángeles caídos que poblaban mi ciudad, mis calles, mi particular visión del infierno. Ya me había enfrentado a unos cuantos cerebros criminales en mi papel de detective de homicidios en una de las ciudades más peligrosas y corruptas del mundo. Era un lugar tan malo, tan oscuro, tan absorbido por el crimen y la violencia que ni siquiera tenía nombre... simplemente lo llamábamos La Punta. Era la punta del cuchillo, la punta del acantilado desde el que saltar... no era más que un lugar donde solo los fuertes sobrevivían y todos los demás estaban destinados a morir intentándolo.

La tubería de metal me golpeó con fuerza las costillas reventadas y en ese momento lo vi todo negro.

Solté un grito aunque estuviese intentando mantener al mínimo las reacciones que me provocaban.

—Todo esto por una chica, por una ciudad que nunca te devolverá toda tu sangre y tu sacrificio. En serio, detective King, pensaba que resultarías un desafío mucho más interesante. Ella te ha ablandado. Te ha debilitado. Todos los hombres de esta ciudad se han dejado distraer por sus pollas y se han olvidado de que estaban librando una guerra. No hay ninguna chica por la que merezca la pena morir.

Tosí y volví a escupir sangre, dejé caer la cabeza hacia delante y solté una carcajada ahogada.

—Puedes matarme. Puedes reducir a cenizas esta jodida ciudad. Puedes hacerle de todo a cualquiera que se atreva a llamar hogar a este lugar, pero, cuando hayas acabado con todo, seguirás sin haber logrado lo que deseas... una chica por la que merezca la pena morir. Ella te matará primero.

Apreté los dientes y agarré con las manos las cadenas de las esposas para poder mirar a mi captor a los ojos mientras revelaba la horrible y cruda realidad que sabía que le haría perder los estribos.

Le hablé de la chica, que ahora era mi chica, y le dije que ella agarraría ese mundo que él estaba intentando destruir y le enterraría debajo cuando descubriera que yo había muerto. Le dije algunas cosas más para asegurarme de que entendiera que sabía lo que se proponía, que entendía cuál era su verdadera motivación, incluso aunque a los demás les sonara caótico y confuso.

Vi el tic en la mejilla de Roark cuando se acercó a mí, que estaba colgando como un peso muerto, desangrándome lentamente de dentro afuera. Se detuvo cuando la punta de sus botas alcanzó la punta cubierta de sangre de las mías. Noté que me ponía un dedo debajo de la barbilla y me echaba la cabeza hacia atrás para poder mirarnos cara a cara. Tenía una mirada que resultaba familiar tanto en su oscuridad como en su locura. A Roark la locura y el desprecio por la vida humana le salían de forma natural. No podía escaparse de la genética.

—¿Tu chica? —Su voz acentuada sonó dura, furiosa, y supe que le había metido el dedo en la llaga.

Solté una carcajada que sonó más como el silbido de un moribundo y experimenté un momento fugaz de satisfacción cuando parte de mi sangre acabó en su cara. Éramos casi de la misma altura y, si no hubiera estado allí colgado, destrozado, habríamos estado igualados. Yo le sacaba unos veinticinco kilos a Roark y sabía pelear sucio como cualquiera, pero lo que nunca sería capaz de superar, lo que siempre hacía que los tipos como él dominaran a los tipos como yo, era el hecho de que yo seguía teniendo un corazón. Todavía me importaba. Daba igual que aquella ciudad siguiese pateándome el culo, daba igual que siguiese teniendo que elegir entre mi familia y lo correcto, daba igual tener siempre presente que vivía en un lugar sin justicia ni luz... seguía importándome. Seguía albergando esperanza. Seguía queriendo ser una fuerza que luchara por la justicia y por el escaso bien que podía encontrarse oculto entre las grietas y la oscuridad, y seguía amando. Mi corazón estaba protegido por un monstruo que habitaba en mi interior, pero esa bestia lo había mantenido a salvo mientras nos esforzábamos por sobrevivir en ese horrible lugar.

Quería a mi hermano a pesar de que fuese un tipo duro y criminal. Me encantaba mi trabajo. Me encantaba mi pequeño círculo de amigos que, con frecuencia, se encontraban al otro lado de la ley. Quería a mi madre a pesar de que fuese una borracha sin interés en intentar desintoxicarse... y quería a mi chica.

La chica. La chica por la que estaba dispuesto a morir. Aquella por la que combatiría esa guerra que Roark había empezado y, si así era como había de morir, que así fuera. Moriría por tener un corazón, pero al menos sabía que moriría por una razón importante y valiente.

—Mía. —Le dirigí otra sonrisa grotesca y él me dejó caer la cabeza, tenía el cuello demasiado dolorido para aguantar el peso—. Ha sido mía desde que delató a Novak y a su equipo. Solo se juntó contigo porque me deseaba a mí y no sabía cómo pedirlo. Pensaba que tú podrías protegerla como sabía que lo haría yo. ¿Qué se siente al saber que para ella solo fuiste un pobre sustituto mío? Cada vez que te acostabas con ella, era en mí en quien pensaba. Nunca has sido la primera elección de nadie, Roark.

Noté que se tensaba. Sabía que la chica era un tema delicado, una pérdida que había incrementado su deseo de destruir La Punta; un deseo alimentado por la venganza y el odio. Roark no olvidaría jamás ese rechazo y ese desprecio, no después de todos los que había tenido que soportar en La Punta.

Me agarró del pelo con la mano y tiró de mi cabeza hacia atrás para volver a mirarme a los ojos. Mis ojos empezaban a cerrarse por la hinchazón y sabía que estaba perdiendo demasiada sangre. No sentía gran cosa de hombros para abajo, salvo la palpitación en la rodilla, y las zonas de mi cuerpo que lograba ver estaban cubiertas de hematomas, marcas y heridas por las que se filtraba la poca vida que me quedaba hasta caer al suelo de cemento sobre el que estaba colgado. Intenté concentrarme en su cara, pero la veía borrosa y se fundía con la de otro ser querido. El calor metálico contra mis labios partidos me provocó una arcada cuando Roark me metió en la boca el extremo del cañón de una pistola negra que golpeó mis dientes.

Me vi reflejado en el vacío absoluto de aquella mirada negra que me observaba y supe que iba a apretar el gatillo.

—Ella eligió mal. Yo podría haber puesto esta ciudad a sus pies.

—Si hubiera querido tener la ciudad a sus pies, se la habría puesto ella misma. Por eso nunca la mereciste, imbécil. Nunca entendiste que ella te daba mil vueltas en el terreno de la rabia mal dirigida y la necesidad de venganza. Pero ella fue lo suficientemente lista para saber que debía de haber algo más que eso en la vida. Yo soy ese algo más para ella. Tú solo fuiste un medio para alcanzar un fin. —Murmuraba las palabras con el cañón de la pistola en la boca, pero tenía que decirlas.

Cerré los ojos y esperé a que todo acabara. No rogaría. No suplicaría, no me ablandaría. Moriría igual que había vivido... moriría de forma valiente y aquel bastardo nunca sabría el miedo que me daba, no solo dejar a mi hermano en aquel lugar tan trágico, sino dejar a mi chica... la chica. Cuando yo muriera, ella desataría su ira, y Conner Roark no tenía ni idea de lo que era capaz de hacer una mujer vengativa y con el corazón roto.

¡PUM!

 

 

 

El infierno eres tú mismo y la única redención es cuando alguien se echa a un lado para sufrir profundamente por otra persona.

 

Tennessee Williams

Capítulo 1

Reeve

 

 

Había dos lugares en el mundo en los que nunca pensé que volvería a poner un pie. Uno era la superficie ruinosa y putrefacta de la ciudad conocida simplemente como La Punta. La otra era la comisaría de policía que se encontraba en el centro de dicha ciudad y en cuyo interior una encontraba tanta corrupción y delitos como en las calles de la propia ciudad. No soportaba estar allí y aun así iba poniendo un pie delante del otro, sabiendo que, si alguna vez quería intentar ser el tipo de mujer capaz de vivir con la persona que le devuelve el espejo todos los días, tenía que hacer algo guiada por las buenas decisiones por una vez en mi vida. Tenía que hacer algo que no estuviese motivado por mis deseos egoístas y mi necesidad de venganza ante las crueles injusticias de las que sabía que era capaz aquel lugar. Buenos o malos, todos tenemos una diana puesta en la espalda si llamamos hogar a La Punta. La ciudad no discriminaba a la hora de causar dolor y destrozar vidas.

Me temblaban las manos cuando alcancé el pomo de la puerta. Se suponía que no debía estar allí. No en aquella ciudad. Ni en aquel edificio. Ni en aquella vida que ya no era la mía.

Se suponía que debía estar escondida. Se suponía que debía ser una persona nueva, una persona a la que le habían dado la oportunidad de volver a empezar. Se suponía que era una chica que no sabía lo que significaban la muerte y la venganza, pese a que ambas cosas circularan con fuerza por sus venas. Se suponía que la nueva yo debía estar a salvo, debía estar aislada, tan lejos de los delitos y de la miseria de los que se alimentaba La Punta que no sería capaz de durar ni cinco minutos en aquel lugar tan horrible.

Pero no me había acostumbrado a la nueva yo y, a decir verdad, nunca había sido muy fan de la imagen frágil y suave de esa chica. Esconderse era para los débiles, y yo sabía en el fondo que nunca, jamás, estaría realmente a salvo. Había albergado demasiados demonios, había hecho demasiados pactos con diablos como para pensar que podría salir impune de La Punta sin hacer penitencia por mis pecados.

Me temblaban las piernas al pedirle al joven policía, cobijado tras los barrotes y el cristal a prueba de balas del mostrador de la entrada a la comisaría, que fuera a buscar al otro hombre, el único atisbo de bondad que había visto alguna vez en ese lugar dejado de la mano de Dios. Si iba a renunciar a mi nueva vida, a volver de cabeza al fuego, el detective Titus King era la única persona en la que confiaría para que me mantuviera alejada de las llamas.

Algunos hombres deseaban ver el mundo reducido a cenizas. Titus era un hombre que deseaba apagar todas las llamas él solo y desde dentro del fuego. Era el único a quien confiaría la información a la que me aferraba. Era el único en quien confiaba para ayudarme a encontrar un lugar seguro en el que aterrizar después de deshacerme de mi nuevo yo, desempolvar a la antigua y volver a meterme en su piel, magullada y cansada. A saber cuánto duraría ahora que había vuelto, pero sabía que, mientras tuviera a Titus de mi lado, tendría más probabilidades de llegar con vida al desenlace, al final, al lugar al que tenía que ir para enmendar un error. Uno de tantos en aquel infierno.

La Punta iba a entrar en guerra y yo me convertiría en la ventaja que necesitarían los buenos si querían intentar defender su territorio.

El joven policía me preguntó mi nombre y, cuando murmuré «Reeve Black», dejó de admirar mi pelo largo y negro y la camiseta ceñida que se ajustaba a unas curvas más peligrosas de lo que imaginaba y pasó a contemplarme con desconfianza y casi desdén. Yo tenía una reputación y no era buena. Incluso en aquel lugar lleno de gente mala que hacía cosas malas, seguía habiendo espacio para lo peor de lo peor. Yo era lo peor y nunca fingí ser otra cosa.

El policía descolgó el teléfono y habló suavemente. Le oí decir mi nombre más de una vez y después negar con la cabeza. En serio, debería estar allí y sabía que Titus no se alegraría de verme. No hacía falta que se alegrara, solo hacía falta que oyera lo que tenía que contarle y me ayudara a ayudarle.

Me coloqué un mechón de pelo detrás de la oreja y deseé que dejaran de temblarme las manos. No era el momento de mostrar debilidad. No le tenía miedo. Tenía miedo por él.

Por el rabillo del ojo vi que se abría una puerta con su nombre y su rango escritos en letras de vinilo negro. Incluso en la distancia y a través de las barreras que nos separaban, sentí el impacto de sus ojos azules y la furia que guardaban dentro al fijarse en mí.

No... no se alegraba para nada de verme.

Salió del despacho sin dejar de mirarme y se acercó hasta donde yo estaba, separada del resto de la comisaría y de los agentes que iban y venían, unos de uniforme y otros no. Titus nunca llevaba uniforme. Al menos no lo había llevado en todas las veces que le había visto. No. Titus se vestía como un hombre con un trabajo que hacer, un trabajo que iba agotándole lentamente, devorando su alma.

A medida que se acercaba, me fijé en que llevaba flojo el nudo de la corbata. Vi su camisa remangada y ajustada sobre los antebrazos mientras apretaba los puños al verme. Vi las arrugas en sus pantalones negros después de haberse pasado el día intentando resolver algún caso. Cuando al fin llegó hasta mí, no pude evitar quedarme mirándolo. Terminé mi exploración en las puntas de sus botas negras y gastadas cuando se detuvo frente a mí, imponente en su altura. Un tipo como Titus King nunca llevaría botas abrillantadas. Ni se pondría zapatillas relucientes para acudir a eventos deportivos. No, Titus solo llevaba zapatos que le permitieran hacer su trabajo y recorrer la basura y la mugre por la que se movía a diario para intentar mantener algo de orden.

Tragué saliva y me obligué a no retroceder. Titus era un hombre corpulento y muy alto, de modo que resultaba fácil desear encogerse bajo su mirada abrasadora, pero, si hacía eso, le demostraría lo asustada que estaba y no podía permitirme empezar esa conversación de esa forma.

En vez de eso, batí las pestañas despacio, dejé escapar un suspiro profundo que, sabía, le obligaría a contemplar el movimiento de mi pecho y dibujé con mis labios cuidadosamente pintados una media sonrisa con la que había logrado que más de un hombre hiciera todo lo que le pedía.

—Detective King. —Me gustaba su apellido, incluso con ese rango precediéndolo. Podía ser el gobernante de algún antiguo reino bárbaro donde solo los fuertes sobrevivían.

—¿Qué cojones? —Fue una pregunta y una declaración a voz en grito que llamó la atención tanto de la policía como de los delincuentes que deambulaban por el edificio.

Me agarró con fuerza del codo y me arrastró con rudeza hacia el otro lado de los barrotes y de las barreras, por delante de los demás policías sentados a sus mesas, frente a un público cautivado que no podría evitar preguntarse qué mosca le habría picado al detective. Titus no era un hombre propenso a demostrar en público sentimientos extremos. Era más un hombre de acción, así que su cara de pocos amigos y la fuerza con la que me arrastró por delante de sus compañeros de trabajo y de la gentuza de la comisaría no pasaron desapercibidos. Estaba cabreadísimo por mi súbita aparición y no hacía nada por ocultarlo.

Cuando llegamos a su despacho, me empujó como si fuera uno de sus delincuentes y cerró la puerta con más fuerza de la necesaria. Yo sabía que La Punta estaba al borde de las llamas, pero nada sería tan ardiente ni tan descontrolado como la furia salvaje que veía echando chispas en los ojos azules de Titus. Estaba enfadado como yo ya imaginaba que estaría, pero sobre todo estaba preocupado, y creo que eso le enfadaba más aún. Nadie quería preocuparse por una chica como yo. Se suponía que yo debía enfrentarme a cualquier cosa desagradable que se me pusiera por delante. Me lo merecía. Así debía funcionar el karma, pero Titus estaba diseñado para preocuparse, incluso aunque la otra persona no se lo hubiera ganado ni lo deseara especialmente, y eso debía de volverle loco.

Me quedé mirándolo durante casi un minuto, con los ojos puestos en un músculo que palpitaba en su mandíbula de hierro. Era tan guapo. Me lo había parecido la primera vez que lo vi, cuando acudí a él para llorarle y buscar redención. Era todo lo que un hombre debería ser. Todo lo que un guerrero debería ser para triunfar en aquel vertedero, luchando por cosas que hacía tiempo que se habían perdido. A veces sentía que, con respecto a él, estaba dividida entre el deseo sexual y la adoración.

Se alzaba como un bastión impenetrable. Era tan alto y tan ancho que parecía que nada fuese capaz de irrumpir en su interior. Su cuerpo estaba en tensión, a juzgar por la expresión de su cara y por la flexión de sus músculos al hacer algo tan sencillo como apoyarse en el borde de su escritorio. Llevaba el pelo muy corto por los lados y un poco más largo por arriba; era casi tan negro como el mío, pero en una de las sienes tenía una sorprendente mancha blanca. Era un recordatorio de la noche en que había nacido la nueva yo y él había visto a su hermano pequeño llevarse una pistola a la cabeza y amenazar con ponerle fin a todo. Titus también tenía las cejas negras y una barba descuidada y sexy sobre piel bronceada que nada tenía que ver con el sol.

Sus ojos eran de color azul, un azul claro que debería haber suavizado la dureza de su rostro masculino, pero había algo en ellos, algo frío y duro, que los hacía brillar como un arma cargada, como un cuchillo afilado que dolía mirar durante demasiado tiempo. Esa hermosa mirada, rodeada por unas pestañas demasiado largas y ligeras para una cara tan severa e inflexible, podía causar mucho daño también sin necesidad de recurrir al cuerpo fuerte que tenía detrás. Nadie en su sano juicio tomaría a Titus a la ligera, y su aspecto lo dejaba más que claro.

Se cruzó de brazos y yo observé con descaro la flexión de sus músculos. No debería estar allí, pero, ya que estaba, al menos disfrutaría de las vistas.

—Cuánto tiempo sin vernos, detective.

Frunció el ceño más aún y vi que el tic de su mandíbula se instalaba ahora en una vena del cuello.

—Se suponía que no debíamos volver a vernos más, Reeve. De eso trata el programa de protección de testigos. Se supone que ahora eres problema de la policía federal.

Yo cambié el peso de un pie al otro y asentí lentamente con la cabeza.

—Lo sé, pero ha surgido algo y creo que has de saberlo.

Titus blasfemó en voz baja y se llevó las manos a la parte alta de la cabeza para rascarse el pelo. Aquella melena salvaje y la expresión de su cara casi le conferían un aspecto feroz. Tenía algo salvaje y me preguntaba si alguna vez se daría cuenta.

—Mira, Reeve —Se apartó de la mesa y estiró un brazo para colocar la mano sobre mi hombro—, tienes que ponerte en contacto con el policía federal encargado de tu caso. Ha habido una filtración. Anoche fue asesinado uno de los testigos que escogimos en la investigación a Novak y a su equipo. Acababa de largar y los federales lo tenían en el programa de protección de testigos desde hacía dos meses. Cualquiera relacionado con el caso podría estar en peligro, y que estés aquí, de vuelta en la ciudad, es una estupidez demasiado arriesgada.

Yo suspiré ligeramente y bordeé su imponente cuerpo para poder sentarme en una de las sillas desvencijadas que había frente a su escritorio abarrotado y maltrecho. Me froté las palmas sudorosas de las manos contra el pantalón vaquero y levanté la barbilla con la esperanza de que no se notara que me temblaba.

—Hartman. Hartman fue asesinado anoche.

«Asesinato» era una palabra muy fea. Fuerte y desagradable cuando se decía en voz alta o cuando se pensaba. Una palabra hecha de objetos punzantes y afilados que se me clavaba en la piel y me cortaba la respiración. Tenía el poder de herir, el poder de cambiarlo todo, y llevaba años y años atormentándome, colgando de mi cuello como un relicario de piedra.

Titus se puso tenso, más de lo que ya estaba, y apretó los labios.

—¿Qué?

Tuve que apartar la mirada. Estaba intentando atravesarme con su mirada azul glacial y yo no quería que se acercara al centro suave y vulnerable de mi verdadero yo.

—Ya sé que Hartman fue asesinado anoche y por eso estoy aquí. He abandonado el programa de protección de testigos porque sé quién lo hizo.

A sus labios apretados se sumó un ceño fruncido que habría hecho que una mujer más lista se levantara y se marchara. Se acercó hasta colocarse imponente sobre mí y agachó la cabeza para que no me quedara más remedio que mirarlo a los ojos.

—¿De qué estás hablando, Reeve? Piensa bien lo que dices, porque estoy a punto de encerrarte y pedir que te hagan un análisis toxicológico y una prueba de alcoholemia.

No estaba borracha y no había probado una droga ilegal en toda mi vida. Puse los ojos en blanco y me eché la melena por encima del hombro. Él siguió el movimiento con los párpados entornados y al fin dio un paso atrás. Respiré aliviada.

Podía soportar muchas cosas, pero tal vez Titus fuera demasiado para mí. Era muy difícil asimilarlo por completo.

—Sé lo de Hartman... vamos, mírame. —Esperé hasta que me miró—. No renunciaría a un lugar cómodo en el programa de protección de testigos, ni a un bonito jardín en las afueras, donde la gente cree que me llamo Jill Parker y que trabajo como peluquera en un centro comercial, a no ser que tuviera una buena razón para hacerlo. Estaba a salvo, Titus. Lo único que he querido desde que le entregué mi alma a Novak ha sido estar a salvo. Ni en un millón de años me alejaría de eso... pero aquí estoy. La guerra por esta ciudad acaba de empezar y yo conozco al traidor que disparó primero. Me necesitas.

Se quedó mirándome durante unos segundos, la tensión era tan palpable que parecía ocupar todo el aire de aquel diminuto despacho. No quería creerme, no quería que estuviera allí o que supiera lo que sucedía, y que además estaba ligado a mí, pero no podían cambiarse los hechos. Yo decía la verdad. Él tenía un cuerpo para demostrarlo. Volvió a apoyarse en el escritorio y frunció el ceño.

—Dime lo que sabes y entonces decidiré si te necesito o no.

Era arisco. Era grosero. Era inflexible. No podía culparle por ninguna de esas cosas. La Punta estaba siendo atacada y estaban muriendo inocentes y no tan inocentes. Si había algo que a un hombre como Titus no le gustaba, eran las víctimas.

Era una larga historia, una historia cuyo principio solo conocía él, y había partes que yo no deseaba contarle. Partes como la conclusión, en la que me había enamorado del traidor. No deseaba admitir que me había dejado llevar por el general que había disparado la salva inicial en esta batalla, principalmente porque, en apariencia, ese general me recordaba mucho al hombre imponente que tenía delante de mí ahora.

Conner Roark se me había abalanzado y me había ofrecido lo único que yo había deseado desde que tenía uso de razón. Seguridad. Poder tener una vida donde palabras como «asesinato» no tuvieran que colgar de mi cuello, asfixiándome. Eso resultó un pastel demasiado tentador para mi glotonería, pero el glaseado, la dosis de azúcar que me hizo entrar en una espiral de locura, fue el hecho de que también era un hombre alto, corpulento, de pelo oscuro y ondulado, con los ojos oscuros y un dulce acento irlandés. No tardé en aceptar todo aquello y, como iba ligado a un hombre con placa, un hombre que prometía cumplir la ley y hacer el bien porque estaba convencido, no tardé en ponerle un lazo a mi corazón y regalárselo. Aunque no fuese un regalo que muchos quisieran.

Pero Conner Roark no se parecía en nada a Titus King. Ningún hombre se le parecía y fui una estúpida por creer lo contrario.

—El policía que me metió en el programa de protección de testigos... —Tuve que mirar para otro lado. Era difícil admitir la facilidad con que me había enamorado de una imitación barata de lo que nunca podría tener. La gente mala no se quedaba con lo mejor, y Titus era sin duda el mejor hombre que había conocido—. Conner Roark. Es de la peor calaña. Envió a un hombre a buscar a Hartman cuando este salió de la cárcel y estaba en un lugar seguro. Quería que Race Hartman supiera que ocupar el puesto que Novak había dejado era una mala idea.

Titus no dijo nada durante un rato. Me observó en silencio y supe que estaría dándole vueltas a mis palabras.

—¿Por qué? ¿Qué le importa a Roark quién se haga cargo de La Punta? ¿Qué más le da y por qué se arriesga a destruir su carrera con los federales?

Crucé una pierna sobre la otra y atrapé los dedos de la mano con la rodilla, fingiendo estar más tranquila de lo que realmente estaba por dentro.

—No tengo respuesta para eso. Él odia la ciudad. Odia a la gente que vive aquí hasta un punto que roza el fanatismo. No puedo decirte por qué lo hizo. Solo puedo decirte que lo hizo. —Me mordí el labio al ver que Titus intentaba encajar todas las piezas del rompecabezas.

Me temblaba el labio inferior y notaba que las emociones comenzaban a subir por mi garganta. Titus no lograba decidir si iba a creerme o no, y eso me dolía. Se llevó las manos a las caderas, echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando al techo.

—Tiene que ser una broma.

Negué lentamente con la cabeza y me clavé los dientes en el labio.

—Ojalá lo fuera.

Suspiró y de pronto se inclinó hacia delante y apoyó las manos en los muslos como si alguien acabara de darle un puñetazo en el estómago.

—¿Cómo sabes todo esto, Reeve? ¿Por qué un federal corrupto informaría de sus planes criminales a una mujer que está bajo su protección? ¿Por qué no acabar con Hartman sin más y seguir con sus asuntos? ¿Por qué confía en ti lo suficiente como para contarte lo que se propone?

Capté la decepción en su voz, la certeza de que las cosas eran peores de lo que podía imaginar y de que habría más agentes corruptos implicados. Yo me encontraba en medio de aquel embrollo y él sabía que eso significaba que tenía razón. Me necesitaba.

—¿Por qué hacen las cosas los hombres peligrosos y desesperados, detective?

—Por amor —respondió él con voz plana.

Yo asentí solemnemente.

—Empecé a verme con Conner casi inmediatamente después de que me sacara de aquí. Después de todo lo que ocurrió con Dovie, me sentí fatal. Nunca quise que resultara herida, pero tuve que hacer lo que hice por el trato al que había llegado con Novak. Conner hizo que me sintiera amada pese al hecho de haber traicionado a mi amiga, pese a ser una persona horrible. E hizo que me sintiera a salvo. —«Realmente te deseaba a ti, pero sabía que eso jamás sucedería, así que me conformé con lo que pensaba que era lo segundo mejor». Eso no lo dije, solo lo pensé, pero imaginaba que probablemente estuviese allí, en mis ojos mientras nos mirábamos.

—Esta historia resulta increíble.

«A mí me lo vas a decir». Incluso cuando pensaba que estaba haciendo algo bueno, resultó ser justo al revés.

—Puedo ayudarte a atrapar a Conner, Titus. Por eso he abandonado el programa de protección de testigos. Por eso estoy aquí. Odio La Punta. Odio a la persona que soy por culpa de este lugar, pero te lo debo, y se lo debo a la gente que nunca saldrá de aquí. Debo hacer lo que esté en mi mano para evitar que cause más daño. Los buenos se merecen ganar por una vez. —Él se merecía ganar.

—¿Cómo crees que puedes ayudarme exactamente? Lo único que tengo ahora mismo es tu palabra de que Roark es un federal corrupto que se saltó el protocolo saliendo con una testigo. Eso puede acabar siendo tu palabra contra la suya, y a nadie le gusta una amante despechada que busca venganza.

Ya había anticipado algo así, así que agarré mi bolso y rebusqué en su interior hasta encontrar el teléfono móvil que le había robado a Conner la última vez que estuvo en mi casa de las afueras. Había sido el día anterior, pero parecía como si hubiera pasado una vida. Se lo entregué sin decir nada y me puse en pie. Un escalofrío me recorrió el brazo cuando rocé con los dedos la palma áspera de su mano.

—Este es el teléfono de Conner. Échale un vistazo y ponte en contacto conmigo. Ahora estoy metida en esto.

Volvió a blasfemar cuando alcancé el pomo de la puerta para abrirla. Miré por encima del hombro cuando pronunció mi nombre con mucha más suavidad de la que había empleado hasta el momento.

Estaba dándole vueltas al teléfono entre los dedos y mirándome como si intentara asomarse al interior de mi cabeza. Pero sería mejor que no viera lo que había en el interior; era un lugar abarrotado y difícil, y creo que le sorprendería ver la cantidad de espacio que ocupaba él.

—Dices que no sabes por qué Conner hace lo que hace, si realmente está implicado, pero ¿tú por qué lo haces?

La respuesta a esa pregunta estaba mirándome con una mezcla de pasión y odio tan fuerte que a punto estuve de arrodillarme ante él.

—Porque es lo correcto y por el camino se me había olvidado lo que era eso. Ya no quiero ser esa persona. No puedo serlo.

Salí por la puerta y me faltó poco para chocarme con la joven a la que había estado a punto de matar con mis actos estúpidos y egoístas hacía no mucho tiempo.

Dovie Pryce era un encanto. No había en ella nada que no fuera puro y auténtico. Al ver que desorbitaba sus ojos verdes y palidecía más aún cuando nuestras miradas se encontraron, me sentí como el ser más rastrero del planeta.

—¿Qué estás haciendo aquí, Reeve? —Sonaba preocupada, lo cual hizo que me sintiera aún peor. Debería odiarme, despreciarme, y aun así se preocupaba por mi bienestar. Era demasiado buena como para considerarla mi amiga. Era demasiado buena para aquella ciudad espantosa.

Me metí el pelo detrás de la oreja y le dirigí una sonrisa torcida.

—Tenía que hablar de un asunto con Titus. No me siento cómoda en el programa de protección de testigos. —Deseaba darle un abrazo y decirle que sentía que el imbécil de su padre hubiera sido ejecutado por el demente de mi novio, pero supuse que a Titus se le daría mejor esa misión. Además Dovie le quería y estaba enamorada del hermanastro vándalo y conflictivo del detective, Shane Baxter. Las noticias así debía darlas la familia.

Dovie dejó escapar un sonido de preocupación, pero, antes de que pudiera preguntarme nada más sobre mi súbita reaparición, un rubio guapo y elegante se materializó a su lado y le pasó un brazo por encima de los hombros. Nunca había conocido a Race, el hermano mayor de Dovie, y tampoco estaba deseando hacerlo ahora. Él no sabía quién era yo, pero sin duda sabría que era la responsable de que su hermana hubiera sido secuestrada y de que un grupo de matones le hubieran dado a él una paliza a la que sobrevivió a duras penas. Race Hartman tenía razones más que de sobra para desear que me sucedieran cosas terribles. Las tenían todos aquellos que habían escapado con vida de la masacre final de Novak.

Esa certeza, sumada al hecho de que Conner me perseguiría para vengarse cuando supiera que le había engañado y delatado, me hacía tener pocas esperanzas de sobrevivir a las posibles consecuencias de lo que acababa de poner en marcha. De hecho, con mi suerte, sería un milagro que consiguiera salir con vida de la comisaría y regresar al mugriento motel en el que me alojaba.

La nueva yo era una muchacha frágil. La antigua yo estaba hecha de otra pasta, pero incluso los ladrillos más duros se rompían cuando el peso del mundo decidía reposar sobre ellos.