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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Habana réquiem

© 2017, Vladimir Hernández Pacín

Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria www.silviabastos.com

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Mario Arturo

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com

 

ISBN: 978-84-9139-061-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Citas

Prólogo

Primer día. Heridas abiertas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Segundo día. Preguntas

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Tercer día. Respuestas

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Cuarto día. Suturas y amputaciones

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Epílogo

Agradecimientos

Glosario

 

 

Para Sheila y Leonardo, que contribuyeron al sueño.

Para Erick, Iker y María Elena, que lo hicieron realidad.

 

 

Hubo un tiempo en que el socialismo se autoconsideró una sociedad libre de contradicciones.

 

EMILIO ICHIKAWA

 

 

No puedes dedicarte a limpiar alcantarillas para ganarte la vida y pretender volver a casa oliendo a jabón.

 

DENNIS LEHANE

Abrázame oscuridad

Prólogo

 

—¡Policía! —debió anunciarse Eddy—. ¡Abran la puerta!

Pero lo que dijo fue:

—Mensajería certificada. Paquete urgente para Laura Núñez.

Detrás de la improvisada puerta de láminas de zinc y goznes oxidados se escuchó un sonido de jadeo entrecortado y luego una voz ronca y airada le respondió:

—Piérdete, maricón.

Peor para ti, pensó Eddy y embistió la puerta. Había demorado lo justo para recuperar el aliento tras los sesenta metros de escalera que acababa de subir a toda prisa. Algo crujió en el encontronazo y no fue el hombro de Eddy; la endeble puerta se vino abajo.

La pareja lo miró con sorpresa desde el interior de una sala de suelo sin baldosas, atestada con muebles remendados de más de un siglo de antigüedad. Ella: joven, morena y exuberante, azorada y con el rostro enrojecido por los golpes. Él: mestizo, enjuto pero fibroso, con expresión de furia redoblada ante la irrupción del intruso.

El hombre cometió un segundo error: arremeter contra Eddy.

Lo detuvo un golpe en el plexo solar que lo envió contra la viga de madera que apuntalaba el techo en medio de la sala. Otro crujido; quizás una costilla del hombre, quizás un quejido de la viga. Eddy sonrió, pero su expresión era torcida, como si sus labios nunca hubieran aprendido a sonreír.

—¿Quieres más?

El hombre gruñó e intentó levantarse.

—¡Tu madre! —jadeó.

Eddy cerró los puños.

—Mi madre está muerta y enterrada hace mucho tiempo. Ahora, dime, ¿vas a levantarte, o no quieres seguir con esta fiesta?

Entonces la mujer se abalanzó sobre Eddy, no para atacarlo sino para hacerle ganar tiempo a su marido; rodeó el torso del policía con los brazos y entorpeció su avance.

—No, por favor, no… déjelo tranquilo…

Él logró sacársela de encima con un par de gestos bruscos, pero para entonces la demora había surtido efecto y el hombre huía por un pasillo mal iluminado hacia el fondo de la casa. Eddy distinguió una cocina al otro extremo del pasillo y lo atravesó a grandes trancos, listo para anticiparse a un posible ataque con arma blanca.

Se equivocaba.

Una puerta trasera abierta; la azotea enorme, de ladrillos color arcilla, largas hileras de cordeles de nailon donde colgaban sábanas empercudidas y prendas de ropa recién lavadas. El viento creaba un efecto de oleaje en la ropa tendida. Eddy avistó la figura fugitiva a cincuenta metros de distancia, trepando por un muro con resolución y destreza, buscando el escape a través del reticulado de terrazas aledañas.

El depredador se agitó en su interior, excitado por el instinto de cacería.

Atisbó un atajo en la estructura de azoteas interconectadas. Se encaramó al techado más cercano y empezó a correr, ganando terreno poco a poco.

 

 

Eddy tenía 1,80 de estatura, era amplio de espaldas y su cuerpo musculoso daba la impresión de estar moldeado en fibra de vidrio y ABS balístico: alta resistencia a golpes y torsiones. Sus ojos eran de color gris acero, sin asomo de bondad, y solía llevar el cabello, muy negro y tupido, cortado al estilo militar. Durante los eventos que forjaron su carácter en la adolescencia acumuló una furia brutal de la cual no había conseguido librarse y, para desgracia de los criminales, había convertido su trabajo policial en vehículo catártico.

Su mentor, amigo más cercano y oficial superior, el coronel Elías Patterson, solía decir al referirse a él en compañía de colegas de confianza: «A veces no basta con tener un perro para cuidar el rebaño, a veces necesitamos un lobo pastor; Eddy es como un lobo al que has conseguido domesticar a medias para que proteja a las ovejas de la voracidad de las fieras… ovejas a las que a duras penas evita engullir».

 

 

Amauri el Gato estaba deseoso de coger un vuele antes de mediodía. Sabía dónde podía conseguir marihuana en el barrio y, con suerte, algo de coca también; con un par de gramitos tendría más que suficiente. El Gato se dedicaba a escalar las fachadas de los edificios, colarse en las casas por la noche para abrirles la puerta a los ladrones que le pagaban la gestión. Dentro de su controvertida idea de la honestidad, se sentía íntegro: nunca robaba, nunca tocaba nada en las casas ajenas. Lo suyo era cobrar por su talento, y el escapismo químico.

En plena Habana Vieja, donde la callejuela Cristo se encuentra con la calle Muralla, había un arco estrecho entre dos portalones. Junto al arco de antiguos ladrillos pegados con argamasa, un mestizo jabao se recostaba contra la pared. Amauri se le acercó.

—¿Qué volá, Gato? —lo saludó el jabao sin darle la mano.

—¿Qué hay? ¿Tienes algo para mí?

El jabao le echó una mirada de fingida desconfianza.

—Depende.

—Depende no —terció Amauri—. O tienes, o no tienes.

—¿Qué quieres? ¿Discos de salsa o de reguetón?

Amauri hizo una mueca de sorna.

—Ah, deja ese pitcheo, asere. Lo que yo necesito es un convoy: Santa María y Blancanieves. ¿Tienes o no?

El jabao no dejaba de observar con atención a la gente de la calle. Pasó un grupo de escuálidas estudiantes de secundaria básica, riendo y formando algarabía, y un hombre mayor que las miraba metió el pie en un bache del asfalto lleno de agua estancada y soltó un par de palabrotas. Amauri se impacientó.

—Bueno, ¿tienes un convoy para mí, o tengo que llegarme hasta Jesús María para conseguirlo?

—De eso yo siempre tengo. ¿Qué cantidad quieres?

—Ya te dije: yerba y algo de polvo. ¿Los tienes ahí mismo?

—‘Pérate, Gato, ¿pa’ qué tú me preguntas eso? —dijo con tono beligerante el jabao—. ¿Te metiste a fiana o qué?

—¿Y a qué viene eso de fiana? Tú sabes muy bien a lo que yo me dedico, y no es a ser policía. Me conoces hace tiempo.

—Aquí nadie conoce a nadie —declaró el otro, pero le hizo un gesto para que lo siguiera al interior del arco. Amauri lo obedeció y se ocultaron en un recoveco del túnel junto a una batería de registros eléctricos carbonizados. El rincón hedía a vómito reciente. El vendedor extendió la mano—. Serán dos papeletas por el convoy. Dame el dinero y quédate aquí que ahora yo te lo traigo.

Amauri se puso a la defensiva.

—No, mi socio, eso nunca ha sido así. Yo voy contigo a probar el material y, si es bueno, te lo pago y me lo llevo. No te voy a dar el dinero por adelantado.

—¿Tú me estás diciendo que yo te voy a estafar?

Ahora la agresividad en el tono del jabao era patente, pero el Gato sabía que el peor error que uno podía cometer en el barrio era acobardarse.

—No te estoy diciendo estafador, pero las cosas son como son.

El otro vio que iba a perder el comprador y dijo:

—Mira, Gato, te lo voy a decir sin velocidades ni guapería; el material está clavado ahí adentro. —Señaló hacia la entrada de las cuarterías—. No puedo entrar contigo sin complicar al almacenero, así que espérame aquí hasta que te traiga lo tuyo. ¿Estamos?

—No te preocupes. Aquí me quedo, llueva, truene o relampaguee.

Desde luego, no tronó ni relampagueó, pero se escuchó un grito en las alturas y un tipo se estampó contra el suelo de mosaicos descoloridos, a solo un par de pasos de los dos bisneros.

—¡¿Pero qué coño…?! —empezó a decir el jabao.

Al Gato se le esfumaron los deseos de coger el vuele.

Alzaron la vista por reflejo. Más de veinte metros por encima de ellos, al borde de un muro, la cabeza de Eddy se asomó al vacío. Por su expresión era imposible discernir si sonreía o parecía frustrado.

Primer día

Heridas abiertas

1

 

 

La mujer tenía el hermoso rostro mancillado por una impertinente cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda.

—¿Por qué lo mató? —le preguntó el teniente Puyol.

Ella dio un leve suspiro y el veterano investigador atisbó en su expresión una breve nota de ansiedad.

—Yo no lo maté. Adoraba a mi marido.

—Pero la encontramos con un arma en la mano, y parada frente al cadáver.

—Eso ya lo sé.

—¿Y entonces?

—Entonces, ¿qué?

—Que es evidente que acababa de dispararle a su marido.

—¿A mi marido?

—Sí, claro. El muerto es su esposo, ¿no?

—Era… Era mi esposo. Ahora soy viuda.

—Viuda y sospechosa. Piense en ello: la pistola en su mano, el cadáver caliente, la mirada fría y distante que le notaron los agentes cuando entraron a detenerla…

—Bueno, lo de «mirada fría y distante» me parecen observaciones bastante subjetivas por parte de los agentes. Espero que no hagan el ridículo de mencionar una cosa así ante un tribunal.

—De acuerdo, señora, vamos a olvidarnos de las subjetividades; pero lo que sí es un hecho comprobado y objetivo es que usted tenía una pistola en la mano, que encima olía a pólvora. Y su esposo estaba muerto en medio de la sala.

—Sí, ya, pero no es lo que parece.

—Ah, ¿no es lo que parece?

—No. No lo es.

—Vamos a ver —dijo Puyol haciendo gala de paciencia—, póngase en mi lugar: se escuchan dos disparos en su casa. Cinco minutos después dos policías derriban su puerta y la sorprenden con una pistola recién disparada frente a su esposo muerto.

—Ajá.

—Bueno, ¿no le parece evidente?

—Raro sí —expuso la mujer—, pero no evidente. Y espero que una persona tan educada como usted no tenga el mal gusto de apresurar conclusiones.

—¿Y qué opinaría usted al respecto?

Ella apretó los labios, como quien reprime un rictus de incordio.

—¿Que qué opinaría? Mire, oficial, Opina era una revista de principio de los años ochenta. Era malísima, pero publicaba eso, opiniones inocuas, palabrería barata acerca de las preocupaciones populares y sugerencias sobre la moda y otras nimiedades. A la gente le encantaba. Éramos una sociedad muy ingenua en esa época, demasiado optimista, ¿la recuerda? —Sonrió con velada nostalgia—. Pues para que conste, yo voy por la vida sin juzgar ni enjuiciar a nadie, así que hágame el favor y no me pregunte por mis opiniones.

Puyol, impertérrito, retomó el hilo del interrogatorio.

—Para dejarlo claro, ¿me está diciendo que usted no mató a su marido?

—Eso mismo. Ya le dije que lo amaba.

—O sea, que si analizamos las balas alojadas en el cadáver del hombre va a resultar que no salieron de la pistola que usted aferraba en su mano izquierda.

—¿Esa es una pregunta disfrazada de afirmación?

—Dígamelo usted.

—Yo no lo sé. No estoy en su cabeza y por tanto no sé lo que piensa.

—Pero las balas que lo mataron pueden haber salido de esa pistola, ¿no es cierto?

—Tampoco lo sé. Averígüelo. Ese es su trabajo.

El teniente Puyol era el investigador más paciente de toda la Mazmorra. Algunos lo acusaban de tener «cachaza» en la sangre.

—De acuerdo, Gloria… puedo llamarla así, ¿verdad?

—Claro, claro. Y yo, ¿puedo fumar?

Puyol dudó un instante y luego le extendió la cajetilla de Populares. Ella sacó un arrugado cigarrillo de la caja y empezó a sobarlo con los largos dedos de la mano derecha. Parecía diestra. ¿Por qué había disparado con la zurda entonces?

—¿Usted es derecha o zurda? —preguntó Puyol mientras le acercaba el mechero metálico que había traído de la URSS treinta años atrás.

—Soy derecha, ¿por qué?

—Es parte de la investigación. Piense que con su declaración nos ayuda a… limar las aristas del caso. Para eso estamos aquí.

—Pues buena suerte con el caso —dijo ella con tono de sinceridad. Aceptó el fuego pigmeo que danzaba en el mechero y encendió el cigarrillo de papel estrujado. Le dio una calada rápida y soltó el humo haciendo una mueca—. ¡Qué malos son estos Populares! Cada día los hacen peores.

—La picadura tiene demasiado alquitrán y sustancias químicas —le comentó Puyol en plan amistoso—. Pero en mi opinión estos son mejores que los suaves.

—¡Los cigarros suaves! ¡Puaj! Ni loca fumaría uno. Esos son los que matan a la gente, créame, yo sé lo que le digo.

Puyol distinguió el deje de burla en su alusión a la muerte. Contempló el humo expelido ascender en ribetes y sintió deseos de fumar también, a pesar de la expresa prohibición del capitán, pero al final se abstuvo; con un solo fumador era suficiente para que en diez minutos la confinada habitación se volviera neblinosa.

—¿Le gusta la ficción Pulp?

La mujer detuvo el cigarrillo a un centímetro de sus labios, como si estuviera tratando de extraer algo impreciso de su memoria. Pareció recordar.

Pulp Fiction era una película. No la vi cuando la pusieron. Demasiado violenta.

—Intuyo que no le gusta la violencia.

—No. No me gusta nada.

—La entiendo, pero yo me refería a si prefiere la literatura de orígenes Pulp, las novelas de subgéneros: misterio, policíaco, hardboiled, terror fantástico…

—No sé a qué viene esa pregunta.

—Como le dije antes, son pequeños detalles que me ayudan con la investigación.

La mujer lo miró fijamente durante unos segundos y la punta encendida del cigarro pareció bailar en sus pupilas.

—Me gusta leer, eso es todo.

—Muchos de esos libros describen el comportamiento violento.

—Es cierto, pero aun así odio la violencia.

—Yo también. Por suerte nunca he tenido que agredir a nadie durante el cumplimiento de mi deber.

—Singular —expresó ella en voz muy baja.

—¿Cómo dice?

—Digo que es usted un tipo singular. La sangre y la violencia es algo que uno vincula automáticamente con la policía. Por eso no me gustan los policías.

—Pero yo le gusto —insistió él.

—Me cae bien, sí.

—Es un buen comienzo —dijo Puyol—. Y sería importante que nos entendiéramos de una vez.

—Es obvio. Si no, estaríamos perdiendo el tiempo encerrados aquí.

—Exactamente. Por eso le voy a hablar sin tapujos.

—Eso espero. El cigarro es malo, pero su conversación parece honesta.

—Lo es —asintió el interrogador—. Gloria, quizás le suene un poco descortés que se lo diga así, pero creo que usted está enredando la pita por gusto para no confesar que mató a su esposo, pese a que todo indica que sí lo hizo. Puedo especular sobre esa cicatriz en su mejilla, suponer que él la maltrataba y que usted se cansó de ese trato y planeó vengarse. Seguramente sabía dónde su marido guardaba la pistola que le obsequiaron cuando se licenció de las Fuerzas Armadas, y también estaba familiarizada con el funcionamiento del arma, así que le fue relativamente fácil cargarla y…

—No siga por ese camino —le interrumpió ella—. Mi marido no me maltrataba.

—Sin embargo, le disparó.

—No fui yo. Ya se lo he dicho.

—¿Entonces quién fue, Gloria? ¿Quién mató a su esposo?

La mujer había abandonado el cigarrillo, dejando que se consumiera lentamente al borde de la mesa metálica; sopló, pensativa, y las cenizas se esparcieron sobre la agrietada superficie pintada con esmalte gris. Sonrió sin alegría y declaró:

—Tina.

—¿Qué?

—Lo mató Tina.

Puyol no se dejó desconcertar.

—Muy bien. ¿Y quién es esa tal Tina?

Ella se mordió los labios. Un pequeño temblor bajo el párpado derecho traicionaba sus nervios.

—¿De verdad quiere saberlo?

—Claro.

—Pues mire, como usted me cae bien y me gusta ser recíproca con la gente educada, yo también le voy a hablar sin tapujos. Tina es la fiera que vive en mi cabeza. A veces toma el mando y hace cosas con mi cuerpo que no debería, pero yo no puedo hacer nada por evitarlo.

—¿Tina vive en su cabeza? ¿En su mente?

—Así mismo es —le confirmó ella—. Tina es mi Sasha Fierce.

—¿Sasha Fierce? Ahora me estoy perdiendo, Gloria.

—¿Conoce usted a Beyoncé, la cantante afroamericana?

—Vagamente. Nunca he sido muy de pop.

—Bueno, el caso es que cuando Beyoncé está bajo presión mediática, cuando sube al escenario, su personalidad queda anulada por la manifestación de un alter ego más sensual, divertido y glamoroso llamado Sasha Fierce. Pero Sasha Fierce también es oscura, agresiva e imprevisible. —Ella se encogió de hombros—. A mí me pasa algo similar con Tina. Y Tina es peligrosa. No puedo controlarla.

—Es lógico —asintió Puyol—. Cuando usted se estresa, Tina toma el mando.

—Me alegro de que lo comprenda, oficial.

—Para salir de dudas, ¿ese alter ego suyo se llama Tina Turner?

—No. Solo Tina.

—Y dígame otra cosa: ¿Tina es zurda?

La satisfacción era palpable en el rostro de la detenida.

—Yo siempre lo he sospechado.

—Seguramente por eso tenía usted la pistola en la mano izquierda.

—Supongo.

—Entonces fue Tina la que disparó —concluyó Puyol.

—Sí. Tina mató a mi marido.

El teniente se levantó de la silla.

—Bueno, pues ahora que por fin está todo aclarado tengo que irme a la oficina a redactar el informe del caso. Gracias por su cooperación, Gloria. Espere aquí, que ahora mismo vendrá una compañera a buscarla, ¿de acuerdo?

Puyol salió de la sala de interrogatorios número 2 sin esperar la respuesta de la detenida, cruzó el pasillo hasta el fondo y entró en la oficina del circuito cerrado donde esperaba la sargento Wendy y la psicóloga que les había enviado la gente del Departamento de Ciencias del Comportamiento.

—Bueno, ¿qué? —preguntó Puyol tras cerrar la puerta.

La psicóloga apartó la vista del monitor que mostraba a la sospechosa y dijo:

—Trastorno de identidad disociativo.

—¿Usted cree? —insistió él.

—Yo diría que sí, en principio. Habría que hacerle más pruebas dentro de un ambiente menos hostil y tenerla unas horas bajo observación para estar seguros, pero…

—Sería una pérdida de tiempo —intercaló Puyol con suavidad. Se volvió hacia la joven mulata ceñida en su uniforme—. ¿A ti qué te parece, Wendy?

—Me parece que esa mujer ha perdido varios tornillitos.

—Hay que seguir observándola —insistió la psicóloga.

Puyol torció los labios.

—No estoy de acuerdo.

Wendy respetaba mucho el criterio de Puyol como para cuestionarle, pero la especialista no lo conocía y se lanzó a explicarle el trastorno de personalidad múltiple que apreciaba en las declaraciones de la detenida. Puyol esperó pacientemente, dejándola argumentar su punto de vista, y luego concluyó:

—No está loca. No tiene un trastorno mental demasiado complejo, aparte de ser una asesina. Está fingiendo.

—Pero, ¿cómo puede estar tan seguro de…?

Puyol alzó una mano para atajarla.

—Lo planificó. Tiene imaginación y sabe actuar. Está siguiendo un guion bien ensayado. Gloria es una asesina, y es totalmente consciente de serlo.

La psicóloga no estaba dispuesta a cejar sin presentar una mínima resistencia, aunque, por otro lado, tenía demasiado calor como para tomárselo a la tremenda.

—¿Averiguó todo eso en un interrogatorio de diez minutos? —dijo perpleja.

—No. Cuando accedí a echar una mano con este caso —dio dos palmadas en el hombro de Wendy con gesto paternal— me di una vuelta por el escenario del crimen. Creí que sería conveniente hacerlo antes de hablar con la detenida. Y me dio resultado. Las casas vacías tienen un modo muy particular de hablarnos; los muebles hablan, los cuartos y la disposición de los objetos te cuentan cosas importantes si estás atento. No me malinterprete, doctora, no se trata de una vibración mística ni nada por el estilo; es una cuestión de experiencia. Tengo sesenta y dos años y durante los últimos treinta y cinco he sido policía. Sé hacer mi trabajo. —Sonrió con pesar—. Probablemente sea lo único que sé hacer bien.

—¿Y qué le dijo la casa? —Había un cierto matiz de incredulidad gravitando en las palabras de la psicóloga, pero Puyol prefirió pasarlo por alto.

—Que Gloria era una mujer maltratada; el marido no había asimilado bien su temprano retiro de las FAR y descargaba su frustración en ella. Supongo que se cansó de aguantarlo y actuó de la peor manera. Su biblioteca la traicionó también; a veces, si hay suerte, los libros de una estantería doméstica te ayudan a entrar en la mente de un sospechoso. La literatura preferida por Gloria está llena de criminales ficticios que consiguen escapar del peso de la ley usando ingeniosos subterfugios; incluida la locura.

—Cree que ella se está burlando de usted —afirmó la psicóloga.

Puyol se encogió de hombros.

—Yo no lo diría así. No se está burlando de nadie. Su locura impostada es un rasgo de supervivencia y nada más. Sabe que si logra que la saquemos para un psiquiátrico se salva de aterrizar en Manto Negro.

—Pero si esa mujer sufre un trastorno disociativo severo y la encerramos en una cárcel, eso sería peor para…

—No está loca, se lo aseguro —la atajó Puyol—. Mire, no se ofenda, doctora, pero su presencia en este caso es una simple formalidad, un trámite innecesario para un asunto que cantaba clarísimo desde el principio. —Señaló el monitor del circuito cerrado—. Se trata de un asesinato premeditado. Usted está en su derecho de poner en el informe lo que crea conveniente, y debe hacerlo, pero por lo que a mí respecta el caso está cerrado. ¿Estás de acuerdo conmigo, Wendy?

La sargento dejó a un lado su incomodidad ante la atmósfera de desacuerdo entre los dos oficiales y asintió.

—Bien —dijo él alejándose—. Que pase buena tarde, doctora.

Antes de que Puyol pudiera entrar en la oficina de investigadores, Fernández, el oficial de guardia, se asomó desde el vestíbulo de la Unidad y le llamó:

—Teniente, hace falta que venga un momento. —Su petición no exudaba precisamente cortesía profesional; no en balde, a sus espaldas, a Fernández lo conocían en la Mazmorra por el mote de Don Quintín el Amargado.

—¿Qué pasa, Jorge?

El hombre, un mulato algo más joven que Puyol, era calvo como una bola de billar; su expresión de agravio indefinido, de envarada actitud al borde de la diatriba, le dibujaba en el rostro un mapa de amargura perpetua.

—Dígame una cosa. ¿Por qué usted nunca contesta el teléfono?

—¿El teléfono?

—Sí, el teléfono. El suyo.

—¿El de la oficina, o el de mi casa?

—No. El teléfono celular —acotó Fernández—. El que la Unidad le entregó para que esté siempre y en todo momento localizable.

—Ya —reconoció Puyol—. El famoso teléfono móvil. Sí, ¿sabe lo que pasa? Nunca he logrado acostumbrarme a esos cacharros modernos. Ni a los teléfonos móviles, ni a las computadoras, ni al correo electrónico, ni a la Interné. —Ofreció un gesto de disculpa—. Lo mío es el Paleolítico, nada como la buena tecnología de la piedra y el hueso: más duradera y fácil de manejar.

—¿Usted se levantó gracioso hoy, teniente?

—No, en serio, ni siquiera sé cómo encender y apagar el dichoso aparatico.

A pesar de estar habituado a tratar con un público difícil de denunciantes, detenidos y agentes de miras cortas, Fernández se impacientaba con rapidez.

—Pero lo lleva encima por lo menos, ¿no?

—De alguna manera. Creo que lo tengo dentro de una gaveta en mi buró, ahí en la oficina. ¿Por qué?

—Olvídelo. Vaya a pizarra y pídale a Márgara que lo comunique con Acosta.

Puyol, parsimonioso, fue a la tarima forrada de cristal del oficial de guardia y entró en la oficina de la operadora de pizarra. Desde allí observó a Fernández reajustar el volumen de la orquesta de habituales en los tres grandes bancos del vestíbulo de la Mazmorra: gente de la vecindad que esperaba para tramitar denuncias, abogados penales de aspecto demacrado sudorosos bajo sus chaquetas de corte anticuado, un par de detenidos esposados, aquellos que venían a pagar multas, un borracho grasiento que roncaba a pierna suelta y un extranjero –al que al parecer le habían robado dinero y pasaporte– que se expresaba enardecido en un lenguaje que Puyol no conseguía identificar.

—¿Qué tal ha ido la mañana, Antúnez? —le preguntó al oficial que ocupaba la mesa de denuncias.

—Calentica —le respondió el cabo secándose el sudor—. Cinco robos con fuerza en los barrios de Belén y Jesús María; dos jineteras que discutían por un pepe se entraron a golpes en una habitación del hotel Plaza y el empleado que intervino se llevó su contusión; un viejo borrachín, al que le faltaban las piernas, se fue a buscar agua al pozo comunal pero terminó cayéndose dentro y ahogándose, y hubo que llamar a los buzos para sacarlo; un boxeador retirado al que cogieron poniéndole una bomba casera debajo del carro del amante de su mujer; un loco que salió a su balcón y empezó a tirarle botellas de cristal llenas de suero a los madrugadores que pasaban por Zulueta, provocando un montón de heridos, y así… no hemos parado de tener jaleo desde las seis de la mañana. —Señaló al airado extranjero al que Fernández intentaba calmar—: Y para colmo de males se nos aparece ese sonso metiendo tremendo berrinche en una jerigonza que nadie atina a comprender.

—Yo creo que eso es magiar, lo que hablan los húngaros —intervino la operadora mientras tecleaba en la pizarra la llamada de Puyol—. El tipo suena igual que Blöki, el perro de Aladár.

Antúnez se volvió hacia ella.

—¿Aladár?

—Sí, Aladár Mézga —dijo la operadora—, la serie de televisión húngara que ponían en los años setenta. ¿Tú no tuviste infancia?

—Lo que no tuve fue televisor —bufó el cabo, y añadió—: Y en los setenta yo no había nacido, Márgara, ¿qué edad crees que tengo?

—Da igual, eso me suena a húngaro.

—Me parece que no. ¿No ves que ese tiene los ojos achinados?

—¿Y qué? Se puede ser húngaro y achinado —terció ella tendiéndole a Puyol la unidad inalámbrica—: Su llamada, teniente.

—Aquí, carro 666 —dijo la voz del patrullero en el auricular.

—Dime, Acosta, ¿qué tienes para mí?

—Un cero-siete. Y no parece muy fresco.

Cero-siete: un ahorcado.

—Vaya. —dijo Puyol. Ahora era que su jornada comenzaba a perfilarse—. ¿Y dónde es eso?

—La dirección es Empedrado 242, esquina con Aguiar. Bastante cerca de La Bodeguita del Medio.

Una acotación superflua, pensó Puyol. Conocía la Habana Vieja como a la palma de su mano mucho antes de que Acosta naciera.

—¿Está ahí el equipo forense?

—No, pero ya los llamé.

—Bien. Cuando el equipo llegue, dile al doctor Román que espere por mí. Voy para allá enseguida.

2

 

 

Leonardo Batista dejó atrás el bullicio de la plaza de Armas y se metió por la calle Oficios. Caminando en dirección a la Basílica Menor de San Francisco de Asís había un hostal, el Zaragoza, donde Batista solía refrescar el gaznate.

A su lado pasaron dos jóvenes negras con el atuendo tradicional de la época de la Habana colonial, complemento del programa temático implementado por el historiador de la ciudad; chanclas de madera repiqueteando sobre los adoquines, ropajes coloridos, contoneo exuberante y mucho feeling criollo. Batista alzó los ojos en ademán de obvia reserva y escuchó retazos de la muy contemporánea conversación.

—Ay, muchacha, yo te digo que ese yuma está puestísimo pa’ mí.

—Y el tipo parece tener un billete atómico; si te llama al teléfono que le diste te sacaste la lotería.

—Lo difícil no es sacarse la lotería, chica; lo difícil es cobrarla.

Él reprimió una sonrisa de desdén y apuró el paso. Era media mañana de julio y el calor empezaba a hacer estragos; el sudor pegajoso que le bajaba por el cuello lo tenía incómodo, y la transpiración formaba feas manchas bajo los sobacos de su camisa a cuadros. Ansiaba echar un trago.

El hostal Zaragoza era una antigua casona colonial a medianía de cuadra; fachada remodelada, balconadas pintadas, rejas torneadas y farolitos de hierro. Entró por un pasillo decorado con azulejos gaditanos y fue directamente al bar bajo la escalera del fondo. La barra: cedro barnizado montado sobre un pedestal de azulejos con motivos marítimos. Los asientos eran taburetes rústicos con respaldo de piel repujada. Batista se subió a una de ellas y le hizo una seña al barman.

El tipo era nuevo; muy joven, a lo sumo veinticinco años.

—Ponme un mojito bien cargado y unas aceitunas pa’ acompañar.

Se bebió el cóctel como si fuera agua, pidió otro y masticó distraído la hierbabuena mientras esperaba las aceitunas que no acababan de llegar. Observó al muchacho: alto, delgado, bien parecido, pero de mirada nerviosa y poco hablador; cero carisma.

Después de tres mojitos y una pequeña ración de aceitunas mustias, el barman se acercó y le dijo:

—Serán veinte CUC, señor.

Batista le obsequió con una mirada penetrante de sus ojos azules.

—Pero si yo todavía no he terminado de consumir, ¿cómo vas a cobrarme ya?

—Lo siento, señor —sostuvo el muchacho—. Son normas de la casa; después de cuatro consumiciones le tengo que cobrar. Son veinte CUC.

—Veinte CUC, ¿no? —dijo Batista divertido—. ¿Y el vale dónde está?

—No puedo hacérselo, señor. A la caja registradora no le queda papel.

—Esa no la había oído antes. No está mal. Pero, oye, qué caro están esos mojitos. ¿Veinte cabillas? Yo creo que tú me estás poniendo una multa como si yo fuera un punto. ¿Tú me ves cara de turista guanajo o es que tú mismo decides el monto de la propina? La semana pasada esos mojitos no costaban tanto.

El barman mantuvo el tino. Todo un aprendiz de estafador, pensó Batista.

—Mire, señor. Los precios los sube la Administración. ¿Va a pagar la consumición ahora o tengo que llamar a la policía?

Batista tuvo que aguantarse para no soltarle la carcajada en pleno rostro.

—No. No va a hacer falta que llames a la policía. —Se acabó el mojito—. Se nota que eres nuevo en el hostal y no sabes quién soy yo.

El joven no dijo nada. Empezaba a darse cuenta del mal cariz de todo aquello.

—Le puede pasar a cualquiera —dijo Batista en tono condescendiente. Se levantó un poco la camisa para que el barman viera la culata de la Makarov que llevaba sujeta al cinturón—. ¿La ves bien?

El barman asintió tenso, lívido, temiéndose lo peor. Batista lo disfrutó.

—Bueno —asintió Batista—, si razonas un poquito podrías darte cuenta de que en este país las pistolas no van solas; suelen ir acompañadas de una credencial de policía. ¿Quieres verla también? —El joven negó con énfasis—. Bien; aprendes rápido. Sabes que puedo llevarte preso por intentar joderme con esa multa. Perderías el trabajo como mínimo, ¿verdad? Pero te voy a decir una cosa; como eres nuevo y se te ve buen muchacho, blanquito, con potencial para multiplicar tu inteligencia y eso, voy a hacerte un favor: te la dejaré pasar. —Volvió a exhibir la sonrisa sardónica—. Así que, ¿qué tal si volvemos al principio y repetimos?

El barman aún no daba indicios de recuperarse del sofocón.

—¿Repetimos?

—Ajá —dijo Batista—, ¿qué tal si, para demostrarme que aprendiste la lección, me pones un doble de whisky con hielo, me envuelves para llevar uno de esos bocaditos de jamón y queso que tan buena cara tienen, y te olvidas de cobrarme?

—Pero señor…

—Sargento. Llámame sargento con toda confianza.

—Sí, pero ¿cómo justifico ese dinero faltante en la caja?

Batista hizo un gesto de comprender.

—En ese caso creo que podrías ponerlo de tu bolsillo, como demostración de buena voluntad y en premio a mi paciencia. Piensa, piensa, muchacho, que tú eres joven y tienes un gran futuro por delante. Seguro que se te ocurre algo inteligente.

3

 

 

Aquel caso se le estaba atragantando a la primer teniente Ana Rosa Iznaga.

Cuatro víctimas eran demasiadas.

Además, la dejaba a ella en evidencia.

—El violador en serie ha vuelto a sus andadas.

—¿Estás segura, Tamara?

—Todo lo segura que se puede estar con algo así —contestó la especialista de Medicina Legal que había realizado el peritaje de agresión sexual—. Es el mismo modus operandi que en los casos anteriores: ataque e inmovilización por detrás, sexo anal forzado y desgarramiento rectal; ahora solo nos queda comprobar si las muestras de semen recuperadas en una de las tres violaciones previas pertenecen al mismo sujeto.

Ana Rosa expresó su rabia con una mueca.

—Y al muy cabrón le gusta dejar pruebas, como si nos retara.

—Al menos obtuvimos muestras viables esta vez y la anterior —añadió Tamara—. Las dos primeras señoras echaron a perder el peritaje al aplicarse lavativas y demorarse tanto en hacer la denuncia.

—Sí —dijo Ana Rosa—, así y todo no te imaginas el trabajo que me costó convencer a esas mujeres para que se dejaran hacer un frotis en el fondillo.

—Para ellas no fue fácil, teniente; teniendo en cuenta el estrés mental y físico que acababan de pasar, el dolor y la humillación, la edad…

—Lo sé —dijo Ana Rosa con altivez—, pero la gente debería sobreponerse a esos trances y meterse en la cabeza que cooperar con las autoridades es un deber cívico y la mejor manera de combatir cualquier delito. Si dejas a un lado el trauma y te comportas con responsabilidad, es posible que ayudes a que tu desgracia no le ocurra a otro.

La perito no objetó nada, pero Ana Rosa no podía ocultar su frustración.

—Tengo que partirle las patas a ese tipo, y tengo que apurarme —insistió—. Estoy quedando mal con la jefatura de la Unidad y eso me está volviendo loca. Te lo juro, Tamara, tú me conoces y sabes que a mí no me gusta extralimitarme, pero si pudiera quedarme un rato a solas con ese degenerado te juro que sería muy capaz de meterle el cañón de la pistola por el trasero hasta cansarme de oírlo chillar, aunque después tuviera que cambiar de pistola.

—Parece excesivo —opinó la perito—, pero te entiendo. ¿Cuántos meses llevas ya con ese caso abierto?

—Más de un año. Los jodedores de la Unidad le llaman el Rompeculos. ¿Qué te parece? El tipo está haciendo zafra con las ancianas, y de paso convirtiéndome en el hazmerreír de la Unidad. Eso no lo puedo tolerar.

Tamara consideró oportuno aportar un comentario con lógica.

—No creo que ese hombre esté pensando en perjudicarte. Lo hace porque siente una compulsión enfermiza.

—Sí. Y en cualquier momento esa compulsión lo va a obligar a cometer un error, y yo voy a estar ahí para engancharlo. La pregunta es: ¿cuándo ocurrirá?

—Es posible que ya haya ocurrido. Con esa prueba fresca de semen tal vez el laboratorio establezca alguna relación con violadores registrados.

Ana Rosa miró a la perito con su habitual arrogancia.

—Ay, Tamara, no nos engañemos; las muestras de ADN siempre son una pérdida de tiempo. La infraestructura biotecnológica policial de este país está en la Prehistoria, y las pocas bases de datos que tenemos no ayudan a encontrar a nadie.

—Por lo menos sabemos que ese hombre no tiene el VIH. A veces pienso que sería de sentido común dar un parte sobre este asunto en la televisión, para que la gente sepa que hay un depredador sexual en activo violando a ancianas gordas que viven solas.

—No seas ingenua —replicó Ana Rosa—, depredadores sexuales hay miles en esta ciudad y hacen de las suyas cada día. La diferencia es que este me está haciendo la vida imposible a mí con sus aberraciones. Además, tú sabes que en nuestra televisión no hay espacio para ese tipo de noticias.

—Pero se trata de un violador en serie; podría hacerse una excepción…

—Imposible.

—¿Por qué?

—Eso pregúntaselo a la gente de arriba —dijo Ana Rosa, cansada de lidiar con la ingenuidad de Tamara—. Además, en lo que respecta al procedimiento policial, dar un parte a la población solo serviría para que el violador se entere de que tenemos un perfil suyo y que lo estamos buscando; eso haría que se asustara y dejara de actuar durante un tiempo. No, tengo que pararlo ya; como sea. —Agarró el expediente que le tendía—. ¿Qué edad tiene la víctima?

—Bueno, hay una novedad en eso —anunció la especialista—. A diferencia de las anteriores, esta tiene veintisiete años. Y por suerte para ella, su himen sigue intacto.

—¿Cómo dices? —Se sorprendió la teniente.

—Eso. Que la muchacha es virgen. Nadie la ha desflorado aún.

—¡Una virgen de veintisiete años! No sabía que existieran.

—Ya ves.

—Lo importante es que el violador ha pasado de ancianas de ochenta años a una mujer de veintisiete. Eso es un cambio drástico.

—Está haciéndose más ambicioso.

—Si la pauta cambió —dijo Ana Rosa—, voy a tener que modificar el perfil.

—La pauta no cambió tanto. Aunque la víctima es joven, también es gruesa. Presenta un cuadro de obesidad mórbida que supera en gordura a las ancianas.

—Lo importante es que el tipo ha salido a procurarse una presa más apetecible. Va ganando confianza en sí mismo, y busca carne fresca, para variar. —Algo iluminó su expresión—. Está a punto de cometer el error que necesito para atraparlo. La víctima, ¿logró verlo?

—No podía…

—Pero, ¿en qué están pensando esas mujeres cuando les está ocurriendo algo así? —interrumpió la teniente ensoberbecida— ¿Se dedican a gozar, o qué?

Tamara prefirió ignorar el comentario, pero se explicó.

—La muchacha no podía verlo. Es ciega.

—¿Ciega?

—Ajá —dijo la perito—. Con sus malos antecedentes genéticos, la avitaminosis, la obesidad mórbida y la diabetes la han dejado ciega. También sufre apnea del sueño.

—Ciega y obesa —reflexionó Ana Rosa—; ahora entiendo lo de su virginidad. ¿Y esa ciega vive sola? ¡Por Dios!, ¡adónde iremos a parar!

—No, no. La muchacha vive con su madre, que la cuida muy bien, pero parece que la señora estaba de visita en casa de unos familiares en Matanzas, y la había dejado sola durante un par de días cuando se produjo la agresión sexual.

—Entonces el tipo sabía que ella no estaría acompañada —asintió la teniente—. Seguro que las vigilaba. ¿Cuándo ocurrió la violación?

—Hoy temprano, sobre las ocho de la mañana, según consta en el informe. La muchacha tuvo el buen tino de avisar a la Policía en cuanto se vio libre. La trajimos enseguida y se le practicó el peritaje médico. Su cuerpo no presentaba lesiones, excepto magulladuras en el cuello y los hombros, por donde el atacante la aferró para reducirla. Pero el examen del canal rectal con el colposcopio mostró fisuras, escoriaciones y desgarros importantes en el esfínter y las paredes…

—Ya, ya, ahórrame el resto. —Ana Rosa hizo un gesto de malestar—. Me quedó bastante claro la primera vez que lo mencionaste. Déjame ver a la muchacha.

—Sí, teniente. Venga por aquí.

Abandonaron la oficina y fueron hasta un pabellón dividido en pequeños cubículos por biombos de tubo cromado y cortinas verdes, con equipamiento médico y camas de hospital. El olor a líquido limpiador antiséptico flotaba en el ambiente; por alguna razón que nunca había logrado explicarse, Ana Rosa encontraba aquel olor profundamente perturbador.

En una de las secciones, sobre la cama, descansaba una mujer de acusado volumen corporal, con las piernas ocultas bajo sábanas blancas; a pesar de la hipertrofia del tejido adiposo que sufría su cuerpo, tenía una cara regordeta que resultaba bastante atractiva; naricita agraciada y labios pulposos de color encarnado y comisura armónica que destacaban en su pálida piel.

En contraste, sus pequeños ojos estaban vacíos de vida; cristales empañados por un velo blanquecino que se extendía por toda la retina.

—Ella es la teniente Ana Rosa, la oficial a cargo de la investigación —la presentó Tamara; la ciega se irguió y escuchó con atención—. Necesita hacerte unas preguntas.

La especialista las dejó a solas.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Ana Rosa para romper el hielo.

—Me llamo Beatrice —dijo ella, haciendo énfasis en la terminación de su nombre, como si estuviera acostumbrada a recalcar que no terminaba en «z». Su voz era de niña, la voz de una niña atrapada en una trampa orgánica con defectos endocrinos—. ¿Qué quiere saber que no le haya contado ya a sus compañeros?

Por reflejo, Ana Rosa estuvo a punto de sentarse al borde de la cama, pero en el último momento rechazó la idea; la obesidad de la joven le provocaba malestar.

—Eso fue parte de la investigación preliminar —declaró, sacando una agenda electrónica y un pequeño lápiz óptico—. Yo necesito otro tipo de detalles. Dime, ¿sabía alguien que tu madre iba a estar fuera de la casa más de un día?

La ciega orientaba el rostro hacia el punto de donde provenía la voz de la teniente.

—Supongo. —Se encogió de hombros—. Lo sabrían un par de vecinas del edificio, y mis tías en Matanzas.

—¿Nadie más? ¿Algún amigo de la familia, algún médico o trabajador social que esté dándole seguimiento a tu… condición de impedida?

—Que yo sepa no —dijo la voz aniñada—. A mi casa nunca vienen médicos, y no tenemos ninguna relación con trabajadores sociales. En realidad no tenemos mucha vida social. Mi mamá y yo vivimos con la pensión que nos dejó mi padre al morir.

Ana Rosa pensó que era preocupante la cantidad de personas que preferían vivir al margen de la vida laboral en vez de integrarse; dificultaban las cosas para el resto de los contribuyentes.

—Bea —dijo—, quiero saber…

—Prefiero que me diga Beatrice —la interrumpió la mujer ciega—; me lo pusieron por la musa del poeta Dante Alighieri.

La teniente apretó los labios contrariada. Nunca había oído hablar de ningún Dante-lo-que-fuera, y mucho menos de su musa. Volvió a la carga.

—¿Dónde fuiste asaltada por el agresor?

Beatrice hizo un mohín con sus hermosos labios y cerró los párpados, como si le doliera rememorar el momento. La bata verdosa de hospital que le habían dado era enorme y sin mangas, abierta por detrás a lo largo de la pieza y sujeta en la zona del cuello por una tira de velcro negro. Los rolletes adiposos que colgaban con flacidez de sus brazos se estremecieron cuando la joven respondió.

—Ocurrió en mi propio cuarto, sobre la cama.

—¿Te sorprendió mientras dormías?

Beatrice sacudió la cabeza con énfasis.